::Estados Unidos y la democracia en Medio Oriente
Sergio Moya Mena)
 

La configuración del Medio Oriente post-Sadam presenta muchas interrogantes. Uno de los caballos de batalla de la administración Bush -más allá del evidente interés en el petróleo- era “liberar al pueblo iraquí de la tiranía, democratizar al país y convertirlo en un elemento de estabilidad en la región”.  Según el análisis de los “halcones” en el gobierno norteamericano, la falta de condiciones democráticas, el autoritarismo de la mayoría de los regímenes de la región y la consecuente frustración de la población, serían  los principales acicates del integrismo islámico; de manera que la caída de Sadam, sería la punta de lanza de la democratización del mundo musulmán. Para articular estos esfuerzos, desde diciembre del 2001, el Departamento de Estado lanzó la Middle East Partnership Initiaive, MEPI, un programa que financia proyectos de apoyo a los derechos de las mujeres,  la sociedad civil y de educación para la democracia.

En un escenario regional  en el que los regímenes autoritarios monárquicos o de partido único y la violación de las libertades políticas y los derechos humanos son la constante, la promoción de los valores democráticos aparece definitivamente como una tarea muy loable. Sin embargo, esta labor será mucho más complicada de lo que parece por una razón fundamental: la falta de credibilidad de los Estados Unidos.

La norma casi invariable de la  política norteamericana hacia la región ha sido el apoyo a “gobiernos amigos” (garantes de la seguridad norteamericana o proveedores de petróleo) sin importar la naturaleza autoritaria de sus regímenes. Después del fracaso del nacionalismo árabe a finales de los años sesenta y en el marco del posicionamiento hegemónico de los EE.UU. en la región después del desmembramiento del Imperio Británico, los norteamericanos comprendieron la necesidad de establecer una doctrina de política exterior que diera continuidad a la práctica británica de crear y mantener gobiernos de “fachada”, o policías locales (como se les denominó durante el gobierno de Richard Nixon) que garantizaran los intereses de de la potencia. De esta manera los EE.UU. iniciaron su relación histórica con monarquías autoritarias como la reinante  en Arabia Saudita, país en el que a las mujeres ni siquiera se les permite conducir un automóvil, o regímenes laicos como Túnez donde el Presidente Zine al Abidine Ben Alí recibió hace un año un mandato de gobierno de por vida, o Egipto, una  “dictadura perfecta” en la que el presidente  Hosni Mubarak “gana” las elecciones con el 99% de los votos, mientras se reprime ferozmente cualquier oposición y  al tiempo que el país recibe dos billones de dólares anuales en ayuda de los EE.UU.

Pero la política de los EE.UU. no se ha limitado a apoyar al autoritarismo, también se ha expresado en una  deliberada contención de la democracia. Algunos de los pocos experimentos democráticos que el mundo islámico ha vivido fueron abortados con la complicidad de los EE.UU. Tal fue el caso del gobierno democráticamente electo de Mohamed Mossadeg en Irán en 1953, derrocado por un golpe de Estado apoyado por la CIA o recientemente, el apoyo al general golpista Pervez Musharraf en Pakistán, cuyo gobierno recibe 921 millones de dólares al año. Estos antecedentes hacen que la iniciativa de los EE.UU. sea vista con mucha suspicacia, especialmente por la prensa árabe, que no ve en este súbito interés por la democracia más que una cortina de humo para encubrir los verdaderos intereses de ese país en la región.

Si el  interés por la democracia fuera verdaderamente consecuente, los EE.UU deberían exigirle cambios democráticos internos a aliados como Arabia Saudita, Pakistán y Egipto, algo difícil de imaginar en el marco de las alianzas necesarias para la “guerra contra el terrorismo”.

En el fondo, Washington sabe que mayor democracia en Medio Oriente podría resultar perjudicial para sus intereses. Una apertura democrática podría significar una explosión del anti-norteamericanismo predominante en la población y que podría ser capitalizada por las alternativas fundamentalistas islámicas. En 1991, las primeras elecciones democráticas en Argelia fueron ganadas por un partido integrista islámico, lo que obligó a los militares a dar un golpe de estado con el beneplácito encubierto de los EE.UU. El año pasado partidos islámicos ganaron elecciones en Marruecos, Pakistán y Turquía. En este último país, una decisión democrática del Parlamento turco impidió que miles de soldados norteamericanos usaran el territorio turco como base de operaciones en la  guerra contra Irak.

¿Están los EE.UU dispuestos a aceptar la voluntad democrática de los pueblos de Medio Oriente aun cuando ésta se exprese en apoyo a alternativas antagónicas a sus intereses? Esta es una interrogante que se empezará a dilucidar pronto. El caso de Irak y su nueva configuración política e institucional ofrecerán una muestra de hasta donde están dispuestos a llegar los norteamericanos. Promoverán la reconstrucción de un Irak verdaderamente democrático que reconozca la pluralidad de grupos religiosos y étnicos o se limitarán a instaurar otro gobierno de fachada.