:: Veintisiete millones
María de Lourdes Santiago
Vicepresidenta  Partido Independentista Puertorriqueño
 
 

 Hay, según los estimados más conservadores, 27 millones de  ellos; más que nunca en la    historia. Algunos cuestan tanto como tres mil dólares,   pero en sitios como la Costa  de Marfil se pueden conseguir  por menos de cuarenta  dólares. La realidad es que  nunca había habido tantos  porque jamás habían sido tan   baratos. Seguro que ninguno de nosotros ha visto uno,  pero con toda probabilidad hemos sazonado nuestro  café con el azúcar que producen, hemos comprad o una prenda de vestir fabricada por ellos, o nos hemos  maravillado ante la delicada belleza de las alfombras que hilan. Son 27 millones de esclavos —hombres,  mujeres y niños— que en pleno siglo 21 se despiertan   cada día a una vida de servidumbre por la fuerza, sin   que las mil convenciones, tratados y leyes que lo   prohíben sirvan para detener la

Existen en lugares distantes y exóticos, como  Bangladesh, donde miles de niños han sido secuestrados o comprados mediante engaño a sus  padres para satisfacer la frivolidad de ciertos ricachones excéntricos, que apuestan a su agilidad y  liviandad para usarlos de jinetes en carreras de camello. Por definición, la utilidad del niño jinete  desaparece cuando alcanza cierto peso, así que
mientras es posible los alimentan al mínimo, y luego los  dedican a otras funciones o los descartan. Pequeños  esclavos han sido hallados abandonados en medio del  desierto.

En India, Pakistán y Nepal, los pequeños dedos de tejedores que no llegan a los doce años son el secreto para los apretados nudos que hacen primorosas a las  alfombras orientales. En conjunto, estos países  esclavizan a más de un millón de niños, que al momento de ser dejados en libertad salen de los cuartuchos en  los que han pasado años encerrados con las manos  mutiladas por las herramientas, los pulmones debilitados por la inhalación continua de polvo y lana y los ojos  maltrechos por el trabajo en la semioscuridad. Los cigarrillos “beedi”, tan de moda entre los adolescentes  estadounidenses, son también fabricados por niños en
la India, que trabajan diez horas diarias para cumplir su  cuota de dos mil quinientos cigarrillos por día. En todos  esos talleres el incentivo es sencillo: sólo si trabajas puedes comer, aunque nunca suficiente, porque el  hambre impide que los niños se duerman y así trabajan  más.

En el sureste de Asia, muy particularmente en Tailandia, miles de niñas son forzadas a la prostitución  cuando aun no cumplen diez años. Y no es que la  perversión de los tailandeses dé para tanto; europeos y  americanos han creado una ola de turismo sexual que se nutre de los cuerpos de estas niñas, que según sus patronos reciben un salario (cerca de $1.60 la hora)  que ellos “administran” para “cubrir los gastos” de su   manutención. Según relatan los funcionarios de las organizaciones humanitarias que combaten la esclavitud sexual, la pesadilla no acaba con el rescate  de las niñas. El trauma suele ser tan profundo que la
recuperación emocional es mucho más difícil que la de  niños de la misma edad expuestos a las guerras más
crueles.

En Haití hasta existe un nombre para los 300,000  niños que son esclavizados: los “restavecs”, es decir,    “con los que uno se queda”. Basta el nombre para  tener una idea de la duración de su calvario. Miles de    sus compatriotas, jóvenes y adultos, corren una suerte  parecida, al otro lado de la frontera con la República   Dominicana, donde son utilizados como mano de obra         esclava para el cultivo de la caña. La producción de  cacao es otro de los renglones del mercado mundial  que depende del trabajo forzado. Cerca de quince milesclavos provenientes de Mali, en la Costa de Marfil,  generan ganancias millonarias para la industria del chocolate, cuyos ejecutivos han descartado las imágenes reproducidas por televisoras en todo el mundo como “no representativas” del cultivo de cacao.

Pero la esclavitud no sólo persiste en el otro lado   del mundo. En California se han descubierto talleres en   los que se replica el sistema de trabajo forzado de los   llamados “sweatshops” orientales (aquellos que en el    pasado han producido, por ejemplo, muchos de los  artículos deportivos marca Nike), en los que inmigrantes  tailandeses cosían ropa para Macy’s y Filene’s. En
Carolina del Sur inmigrantes latinos y orientales “pagan”   la deuda por su entrada ilegal a la tierra de la libertad   trabajando catorce horas al día en los campos  agrícolas, expuestos sin protección a los pesticidas,  mal alimentados y encerrados cada noche en barracas;  algo en esto se nos hace familiar a los puertorriqueños,  pues muchos de los nuestros emigraron al norte para
trabajar en condiciones parecidas.

Las mujeres son    mercancía especialmente tentadora para los esclavistas  del nuevo milenio. Instituciones religiosas y de  protección de derechos civiles han denunciado   Quizás la brutalidad de la esclavitud no genera la atención mundial que debiera porque nos quedamos con la idea de que si no es al estilo que vimos en la    televisión —el africano Kunta Kinte arrancado de su suelo, encadenado, subastado y brutalmente maltratado— no es esclavitud de verdad. Lo cierto es que los esclavos de hoy padecen condiciones tan  bárbaras como las que se vivieron en las plantaciones      de Estados Unidos y el Caribe en la peor época de latrata de negros. Inanición, torturas espantosas,  mutilación y castigos corporales rutinarios (hasta la   muerte para los que intenten escapar) son los  mecanismos con los que se ponen en vigor las   variantes de la sumisión esclava: trabajo forzado,
 matrimonio servil, esclavitud en pago de deuda,   prostitución, mano de obra infantil.

Nos horrorizamos ante la crueldad que hizo posible  que se levantaran las pirámides; con ese mismo   sufrimiento de seres humanos dominados por otros  seres humanos se sostienen hoy fortunas en todo el  mundo. La misma complicidad que permitió siglos de servidumbre negra en América calla ante esa barbarie.   Los esfuerzos abolicionistas en el siglo XXI, igual que
en el pasado, han comenzado por lo bajo, a veces ante  la indiferencia de los gobiernos, valiéndose en muchos  casos de la comunicación electrónica (sitios como iabolish.com) para generar conciencia.

Son 27 millones de esclavos, y por ellos nadie  declarará la guerra ni organizará invasiones salvadoras.   Dice el poeta uruguayo Mario Benedetti que el problema no es el pecado original, sino las fotocopias. No parece haber fin para la repetición de la maldad humana, y  como con aquella falta primera, la responsabilidad es un  poco de todos. Son 27 millones de culpas que nos
 acusan con toda razón.