EL SIGNIFICADO DE LA VIDA
Etica sin Dios
¿Tiene la vida significado genuino para quien rechaza la mitología
sobrenatural (o la ideología marxista)? ¿Se puede lograr
una vida significativa si se abandona la fe en la inmortalidad o la providencia?
¿Es la vida trágica por que es finita? Puesto que con seguridad
la muerte nos aguarda a todos, por lo tanto, ¿es absurda la vida?
(En respuesta, el marxismo religioso busca revestir al vacío cósmico
con un propósito histórico. La humanidad es más grande
que cualquier individuo y proporciona al individuo una amada causa). Encarado
con este dilema existencial, el hombre grita, «¿Por qué
la vida?» ¿Podemos ser felices? ¿Hay una base para
la conducta moral? ¿Qué podemos hacer si Dios esta muerto,
si no hay alma inmortal, si no hay propósito inmanente en la naturaleza?
Es importante que nos centremos en el así llamado problema del
significado de la vida como es planteado por el teísta (El humanista
al menos comparte con el marxista la asunción que la vida es valiosa
de vivirse). En respuesta al teísta, podemos decir que la pregunta
existencial, como la plantea, es equivocada. No debemos conceder al creyente
religioso la validez de su desafío. En cambio debemos preguntar
si la vida tiene realmente sentido para él. ¿El no se miente
a sí mismo al plantear la paradoja teológico-existencial
y al asumir que sólo un propósito «más amplio»
podrá salvarlo? ¿No es el teísta quien desperdicia
su vida? ¿En qué sentido la vida sería valiosa si
Dios existiera, si el universo tuviera un propósito divino que hubiera
dado la existencia del «mal»?
La concepción de un Dios omnipotente connota la noción
correlativa de criaturas desamparadas. «El principal fin del hombre»,
aconseja el catecismo breve escocés, «es glorificar a Dios
y disfrutar de él por siempre». ¿Qué clase de
vida puede decirse que sea significativa si somos totalmente dependientes
de este Dios para nuestra existencia y sustento? La relación del
creador con el creado es análoga a la del amo con el esclavo. El
cuadro religioso del universo es semejante a una prisión modelo
en donde los presidiarios están sujetos al alcaide para su pan de
cada día y su mayor deber es elogiarlo y suplicarle por su vida.
El mito de la inmortalidad nos advierte que si no juramos fidelidad a Su
voluntad, sufriremos condenación. ¿No es preferible la vida
de un hombre libre e independiente a una de bondad eterna?
No, responde el creyente a esta pregunta escéptica. Dios promete
salvación eterna, no opresión, para los elegidos. Pero, ¿bajo
qué condición? Como ha dicho Bertrand Russell, cantar himnos
para Su alabanza y estar cogidos de las manos por toda la eternidad sería
puro aburrimiento. ¿Qué hay de los deseos del cuerpo, los
disfrutes de la carne, la excitación y el alboroto del placer y
la pasión -¿serán estos derrotados en la vida inmortal?
Para el hombre libre, el infierno no podría ser peor.
El creyente religioso insiste que el hombre es libre: porque ha sido
creado a la imagen de Dios, y es capaz de escoger entre el bien y el mal.
El problema, sin embargo, es que sólo si escoge obedecer a su amo
será recompensado con vida inmortal. Pero el problema del mal cambia
este eterno drama en una divina comedia: Dios me confió el poder
y la libertad de elegir, no obstante Él me castigará si me
aparto de Él. ¿Por qué no me programó durante
el acto de la creación, de tal manera que no pudiera evitar conocerlo
y seguir Sus lineamientos? Ya que Él fue quien me creó, ¿por
qué me condena por satisfacer mis inclinaciones naturales, las cuales
Él implantó en mí? ¿Por qué Dios permite
el sufrimiento y el dolor, el tormento y la tragedia, la enfermedad y la
lucha, la guerra y el pillaje, el conflicto y el caos? Para probarlos responde
el teísta. Pero, ¿por qué la necesidad del juicio,
con tanto deseo aparente de venganza? Para castigarnos por los pecados
que hemos cometido. Si este es el caso, ¿por qué castigar
al inocente? ¿Por qué derribar a los aparentes dechados de
virtud, a los esforzados y a los nobles? ¿Por los pecados que cometieron
pero de los que pudieron ser inconscientes? ¿Por qué visita
el dolor y tormento a los infantes y niños -como en el cáncer
o los accidentes-? ¿Están pagando por los pecados de sus
padres? Si es así, ¿no es ésta una modalidad de culpa
colectiva? Quien cree en la reencarnación puede intentar salvar
el caso insistiendo en una existencia anterior. Posiblemente a los niños
se les hace pagar por los pecados que han cometido en una vida anterior,
sin embargo como niño enfermo se retuerce y grita, no recuerda esas
existencias anteriores -como un Calígula o un Hitler- por las cuales
sufre ahora.
La racionalización continúa: tal vez el mal se deba a
la omisión del hombre, no a la comisión de Dios. El hombre
debe descubrir una cura para el cáncer, por ejemplo, o aprender
a detener las inundaciones. Pero si Dios es todo todopoderoso, ¿por
que no interviene? No existe el mal natural, dicen algunos teístas,
intentando resolver el problema; el único mal es «el mal moral»,
afirman, la maldad del hombre, no Dios. Pero la inferencia ineludible es
que Dios permite el mal. ¿Por qué no acaba con ella? ¿Por
que Dios no debe ser misericordioso y amoroso antes que legalista
y moralista? ¿Es Él, como sugiere Hume, como nosotros: limitado
en poder? Entonces, ¿por qué adorar a otro ser finito?
Algunos teístas insisten que el mal puede solamente ser una
ilusión y que desde una perspectiva mayor lo que parece ser malo
puede convertirse al final en bueno. En el plan divino total, el dolor
y el sufrimiento no necesariamente son malos. ¿Por qué no
es verdad lo contrario? Desde este punto de vista, lo que parece ser bueno
también puede ser sólo una ilusión, y todo al final
irremediablemente malo.
Así, el creyente ha entrelazado una caprichosa estructura mediante
la imaginación mitológica a fin de apaciguar su temor a la
muerte y consolar a aquellos que comparten su ansiedad. La suya es una
racionalización ad hoc que profesa sus dudas; pero está dominada
con evasivas más enigmáticas que el universo con que nos
encontramos en la vida diaria.
Los creyentes finalmente conceden que hay cosas -desde el Libro de
Job hasta el presente- más allá del entendimiento humano;
éstas incluyen la paradoja del libre albedrío contra el determinismo
y el problema del mal. Incapaces de resolver la contradicción, terminan
con la simple confesión de fe.
¿No debemos tratar con la vida como la encontramos -llena de
pena, muerte, pena y fracaso- pero también impregnada de posibilidades?
Pero, insiste el creyente, el hombre no puede ser feliz si sabe que
está yendo a la muerte y que el universo no posee más propósito.
¿Qué es la felicidad? ¿Requiere del consentimiento
del otro, dependencia de un ser superior, fe y devoción religiosa,
credulidad y piedad? ¿Por qué es el masoquismo religioso
una forma de bienaventuranza? Puede liberarnos del tormento y la ansiedad,
pero involucra la huida de la total realización de nuestros poderes.
No sólo, por lo tanto, el teísmo religioso fracasa en dar
sentido a la vida, sino que también fracasa como fuente de felicidad.
Frecuentemente ha exagerado más la patología del temor, la
ansiedad del castigo, el pavor a la muerte y lo desconocido.
El creyente se atormenta por su sobreextendido sentido de pecado y
culpa, desgarrado por la lucha entre los impulsos biológicos naturales
y los mandamientos divinos represivos. ¿Puede un creyente religioso
que sostiene una doctrina del pecado ser verdaderamente feliz? Para el
humanista la gran locura es malgastar su vida, perderse lo que ella proporciona.
Los cementerios están llenos de cadáveres que permutaron
sus almas en anticipación a las promesas que nunca fueron cumplidas.
Pero, ¿puede uno realmente ser «moral», objeta el
teísta, sin creencia religiosa? ¿Somos capaces de desarrollar
«virtudes morales» y sentido de responsabilidad sin una creencia
en Dios como presuposición de moralidad?
Las repuestas dependen en parte de lo que significa el término
«moral». La moralidad para el creyente requiere de la existencia
de una fe, una apreciación piadosa del poder redentor de Dios. Esto
involucra las «virtudes» de conformismo y obediencia, así
como la supresión de los deseos naturales biológicos, incluyendo
la apreciación de la sexualidad -e incluso algún grado de
autodesprecio-. Sin embargo, los humanistas rechazan que la mayoría
de las así llamadas virtudes morales del teísmo tradicional
sean morales o virtuosas. Las virtudes superiores reposan en que el hombre
exista para sí mismo: el propio interés, el propio respeto,
el orgullo, algún elemento de autoconcentración son componentes
esenciales de la moralidad que, en último análisis, se centra
en la felicidad. Siendo este el caso, es posible ser «moral»
sin creer en Dios.
Pero, pregunta el teísta, si Dios está muerto, ¿no
está permitido todo? ¿No sería el hombre un ser rapaz
y abusaría de su prójimo? ¿Cómo, sin Dios,
podemos garantizar caridad y justicia? La hermandad del hombre presupone
una concepción divina de dignidad individual basada en la paternidad
de Dios. Abandonar este postulado de la vida moral sería reducir
a los hombres a cazador y presa y abrir el camino a toda forma de barbarie.
Estas son preguntas básicamente empíricas. No hay conexión
lógica entre la paternidad de Dios y la hermandad del hombre. Una
iglesia jerárquica a defendido una sociedad desigual con clases
sociales estrictas y privilegios. La simpatía moral no depende de
la creencia teísta. Las Cruzadas y la Inquisición, la masacre
de los Hugonotes, la matanza entre musulmanes e hindúes en los tiempos
modernos, las luchas entre católicos y protestantes, como en Irlanda
del Norte, están entre las crueldades perpretadas por los teístas.
Además, la creencia en Dios a menudo desvía el interés
por nuestro prójimo hacia metas sobrenaturales; la fe reemplaza
la caridad. Si el interés de uno es la otra vida, entonces existe
la tentación para algunos -aunque no todos- de entregar al César
las cosas que son del César. Las iglesias han tenido poca dificultad
en suprimir el progreso y la revolución. Franco y Salazar fueron
verdaderos creyentes, como lo han sido los hombres poderosos de los regímenes
autoritarios de Sudáfrica, Grecia, Portugal y Paquistán.
La devoción religiosa no es garantía de devoción
moral. Más bien, hay buena evidencia que el interés moral
sea autónomo y esté enraizado en experiencia fenomenológica
independiente. La historia de la humanidad demuestra que los ateos, agnósticos
y escépticos han estado tan motivados por la consideración
moral por otros como lo han estado los creyentes. Marx, Engels, Russell,
Mill, Dewey y Sartre tuvieron profundo y permanente interés en el
bienestar de la humanidad y no dependieron de la fe religiosa para reforzar
su moralidad. Por el contrario, demostraron que la moralidad fundamentada
en la experiencia humana y la razón es una guía mucho más
confiable para la conducta.
¿Es la vida valiosa de vivirse?
Hay otras fuentes de desesperación. Tengo en mente la «condición
existencial» causada por las dificultades, fracasos y conflictos
desesperantes y algunas veces trágicos. Hay momentos en que todo
parece carecer de significado; deseamos abandonar todos nuestros compromisos;
incluso podemos contemplar el suicidio en crisis profundas de propia incertidumbre
y frustración. Podemos preguntar: ¿Por qué golpearnos
la cabeza contra un muro de piedra? ¿Cuál es su utilidad?
En algún punto de la vida muchos de nosotros hemos suspendido
los deseos, intereses e ideales, debido a la muerte de una persona amada,
un amigo o pariente apreciado, sufrimiento personal intenso, una enfermedad,
la derrota del propio país, el fracaso, el engaño descubierto,
la injusticia perpretada. Los jóvenes agobiados con la elección
de su carrera, los de edad mediana que encaran el divorcio o la ruina financiera,
los mayores que resisten el dolor de la soledad: todos conocen momentos
de desesperación.
Sin embargo, a pesar de las adversidades y frustraciones, el humanista
sostiene como su primer principio que la vida es valiosa de vivirse, al
menos que puede hallársele valiosa. ¿Se puede demostrar por
qué el principio debe prevalecer? ¿Por qué expresar
el coraje de ser? ¿Por qué no morir? ¿Por qué
la vida en lugar de la muerte? Si vamos todos a morir algún día,
¿por qué aplazar lo inevitable?
Uno no puede «probar» que la vida debe existir, o que el
universo con seres sensibles es un mejor lugar que uno sin ellos. El universo
es neutral, indiferente a los anhelos existenciales del hombre. Pero descubrimos
la vida instintivamente, experimentamos su latido, su excitación,
su atracción. La vida está aquí para ser vivida, disfrutada,
sufrida y tolerada.
Por lo tanto, debemos confiar en nosotros mismos y distinguir entre
dos preguntas principales, aunque distintas. La primera es epistemológica
y la segunda psicológica. Epistemológicamente, podemos preguntar,
¿podemos «demostrar» el principio básico de la
moralidad humana, esto es, que la vida es valiosa? Como su primer principio,
el teísta adopta la creencia en un orden divino más allá
de la confirmación o la prueba empírica, que es en último
análisis un salto de fe. ¿Descansa el primer principio del
humanismo en la misma base? Mi respuesta es no. Porque la vida es descubierta;
es encontrada; es real. No necesita ninguna prueba para su existencia como
una divinidad desconocida e invisible. La pregunta no es: ¿Existe
la vida? Esto se sabe tan íntima y vigorosamente como cualquier
cosa en nuestro universo de la experiencia. La cuestión más
bien es normativa: ¿Debería existir la vida? Este primer
principio no hace una afirmación descriptiva; es prescriptiva y
directiva.
Hay diferentes clases de primeros principios. No todos son del mismo
orden lógico, ni funcionan en la misma forma. Hay primeros principios
que aseguran afirmaciones verdaderas acerca del universo: por ejemplo,
las afirmaciones que Dios existe, que el determinismo es real, y que la
dialéctica opera en la historia. Todos estos principios tienen que
ser juzgados por los requerimientos de la evidencia y la lógica.
Aquellos que no pueden proporcionar suficiente fundamento de apoyo fracasan.
Un principio normativo, tan distinto de una afirmación descriptiva,
es una guía para la conducta futura. No habla acerca del mundo en
términos descriptivos o explicativos. Nos dictamina recomendaciones
a seguir, valores que sostener, ideales por los cuales vivir.
Sin duda es verdad que los principios epistemológicos de la
lógica deductiva, que proveen claridad en inferencia y pensamiento,
y de la ciencia inductiva, que se aplican a los criterios para sopesar
las afirmaciones de evidencia, funcionan en un sentido prescriptivamente;
porque proveen guías para la claridad y la verdad. En último
análisis se justifican pragmáticamente: ¿Ayudan al
curso de la investigación? Pero todavía no son afirmaciones
verdaderas del mismo orden como la afirmación de Dios; porque no
están atribuyendo propiedades al mundo (Si el teísta estuviera
deseando abandonar alguna afirmación descriptiva acerca del universo,
entonces «Dios existe» sería un principio normativo,
que indica los imperativos morales para el hombre. Tal interpretación
ética del teísmo no sufriría las objeciones que el
sobrenaturalismo trascendental clásico ha sufrido. Entonces el asunto
principal sería el status de sus principios morales y si son viables).
Las afirmaciones descriptivas teístas son malas respuestas a
malas preguntas tales como; ¿Por qué en el universo en general
debe existir materia orgánica? Esto no tiene más sentido
que preguntar por qué existen las cosas en un mundo inanimado. «¿Por
qué debería haber algo de todas formas en el universo?»
es una pregunta sin sentido, aunque sin duda para la conciencia religiosa
es profunda. La exigencia de una explicación del «ser en general»
o por una respuesta al «enigma del universo» es inevitablemente
esquiva, porque no hay tal cosa como el «ser en general». Hay
una multiplicidad de seres de los que se puede decir que existen -objetos,
organismos, personas-. Estas entidades se encuentran en la experiencia
y pueden ser sometidas al análisis ya que tienen propiedades discernibles.
La pregunta por qué existen con las propiedades que tienen, puede
ser considerada científicamente; porque pueden ser explicadas en
términos causales, ya que han evolucionado de la naturaleza condicionadas
por leyes naturales. Preguntar «¿por qué el ser en
general?» es tanto infructífero como un sin sentido. Proponer
a Dios como el fundamento supuesto del ser no avanza la investigación.
Siempre podemos preguntar por que existe El. Hay límites a la explicación
genuina y ciertas clases de preguntas y respuestas están más
allá de la esfera de la inteligibilidad. El universo es, de una
manera distributiva; esto es, hay cosas particulares. Estas las podemos
encontrar en la experiencia. De modo similar, la pregunta «¿Por
qué debe haber vida en general?» sólo puede ser tratada
empíricamente. Cualquier respuesta sería en términos
de conocidos principios físicos, químicos y biológicos.
La vida llega a existir en nuestro sistema solar cuando ciertas condiciones
físico-químicas estaban presentes.
A veces se plantea la pregunta «¿Por qué existo?»
en momentos de desesperación existencial o en décadas recientes,
debido a la amenaza de holocausto nuclear, «¿Por qué
debe existir la especie humana?» o incluso todavía, en consideración
de destrucción ecológica, «¿Por qué debe
existir la vida en la tierra?». No tenemos ninguna garantía,
por supuesto, que alguna forma de vida persistirá. Ciertamente hay
alguna probabilidad que la vida en nuestro planeta pueda, en el futuro
distante, llegar a extinguirse; esto se aplica a la especie humana también,
a menos que por ingenuidad y atrevimiento el hombre pueda poblar otras
regiones del universo. No hay ninguna garantía a priori de supervivencia
eterna.
Sea que continúe o no la especie humana indefinidamente, no
obstante, un individuo no puede vivir por siempre. Así que la pregunta
«por qué» se aplica aquí muy adecuadamente. «¿Por
qué debería vivir?», «¿puedo probar que
mi vida es mejor que mi muerte?» preguntan el nihilista y el escéptico
con humor desalentador. La respuesta debe darse aparentemente ahora. No
se puede probar lo que debe hacerse; todas esas pruebas son deducidas.
A partir de ciertas premisas asumidas, siguen las inferencias. Pero lo
que está en cuestión es precisamente la premisa que la vida
misma es valiosa; la vida es el origen de todo nuestro conocimiento y verdad.
La «prueba» tampoco significa certeza empírica basada
en la verificación, porque en el campo de la experiencia no hay
certezas. En sentido estricto, que la vida es valiosa no es susceptible
a una confirmación descriptiva; no es capaz de ser comprobada como
lo son otras hipótesis. Más bien, es un postulado normativo
sobre la base del cual vivo.
Entonces, hay una segunda pregunta -no la demanda epistemológica
por la prueba del valor de la vida- sino la búsqueda por estímulo
psicológico y atractivo emocional. Lo que está en cuestión
aquí es si podemos encontrar dentro de la experiencia de la vida
su propia recompensa. Muchas personas en tiempos de desesperación
y derrota pierden el deseo de vivir y lloran en la oscuridad por seguridad
que deberían continuar. ¿Podemos proveer el sustento que
buscan? Seguramente que no, como he dicho, por medio de cualquier prueba
lógica o empírica. Para estas personas la voluntad de vivir
tiene su profunda fuente dentro de su naturaleza psico-biológica.
Si está ausente, ¿que podemos decir? ¿Significa esto
que el valor de la vida es meramente preferencia irracional y capricho
quijotesco? No, hay más que eso. Podemos dar razones e indicar los
hechos examinados y las consecuencias al buscar persuadir a una persona
desesperada a que no cometa suicidio. Podemos tratar de incitarle a una
actitud afirmativa, esperando que la persona encontrará algunas
características salvadoras que permanecen en la vida, al considerar
las posibilidades: la belleza del amanecer y el atardecer, los placeres
del comer y hacer el amor, los amigos, la música y la poesía.
La vida debe tener algunos atractivos y estimular algunos intereses.
Pero, ¿qué si no lo hace? ¿Qué si el dolor
y la pena son demasiado grandes? Porque para alguna gente la vida puede
no ser valiosa de vivirse en cada contexto y a cualquier precio. En algunas
situaciones, una persona sensible puede concluir que morir con dignidad
es el único recurso. Un cáncer incurable acompañado
de gran sufrimiento, siendo una carga para la familia, una traición
de incalculable desgracia, la frustración de los propósitos
más importantes de una persona, la muerte de un ser querido, una
vida de esclavitud y tiranía -estas cosas pueden ser para algunos
demasiado aplastantes y contundentes de soportar. El punto es, no es simplemente
existencia biológica lo que buscamos; la medicina moderna mantiene
a mucha gente con vida. Es la realización de la vida lo que queremos;
si eso está completamente ausente, una salida heroica puede ser
el único recurso. Puedo concluir que preferiría morir parado
como un hombre libre que arrodillado como un esclavo o echado como un inválido
sin interés o pasión.
El humanista no necesita responder al teísta o existencialista
justificando la opinión que la vida es siempre valiosa de ser vivida,
que la gente debe estar motivada para creer esto cuando no lo pueden hacer.
No podemos hacer ninguna afirmación universal. Lo que podemos decir
es que la mayoría de los seres humanos, en condiciones normales,
encuentran la vida valiosa. Pero, reitero, no es simple vida a cualquier
precio lo que los hombres y mujeres buscan, sino la vida buena, con experiencia
significativa y satisfacción.
No es menos verdad que para el humanista el «pecado» cardinal
es la muerte; la supervivencia es nuestra mayor obligación. La autodefensa
contra las heridas o la muerte es una condición necesaria; tendemos
naturalmente a desear preservarnos. La continuación de la vida continúa
un imperativo enraizado en nuestra básica naturaleza animal. La
vida parece vacía usualmente porque nuestras necesidades básicas
están insatisfechas y nuestros más importantes deseos frustrados.
Cuando el infortunio acontece a una persona y la tristeza es su compañía,
puede aun responder que, aunque la vida diaria puede parecer insoportable
y aunque su espíritu puede parecer sofocado por los acontecimientos,
sin embargo, no debe ceder; debe luchar por sobrevivir.
¿Por qué? De nuevo, no se puede «probar»
este principio normativo para satisfacción de todos. Los seres vivos
tienden instintivamente a conservarse y reproducir su propia especie. Este
es un hecho primordial de la vida: es precognitivo y prerracional y está
más allá de justificación última. Es un hecho
brutal de nuestra naturaleza contingente; es un deseo instintivo de vivir.
La realización de la vida
Hay, como acabo de indicar, otro principio normativo vital, concomitante
con la voluntad de vivir; esto es, que buscamos, no simplemente vivir,
sino vivir bien. Lo que queremos es una vida realizada en la cual haya
satisfacción, logro, significado.
¿Qué es la vida buena? ¿Qué constituye
la plenitud del ser? ¿Qué es la satisfacción significativa?
Filósofos como Platón, Aristóteles, Spinoza, Bentham
y Mill han reflexionado sobre la naturaleza de la vida buena, como lo han
hecho los profetas, poetas, teólogos, jueces, psiquiatras -expertos
y simples hombres por igual-. Los filósofos en el siglo XX han evitado
cautelosamente la pregunta, porque han tenido miedo de cometer la así
llamada falacia naturalista; esto es, de asumir que sus juicios de valor
yacen en la naturaleza de las cosas -lo cual no es cierto-. Garantizados
los peligros analíticos, es todavía importante que replanteemos
la pregunta, porque la naturaleza de la vida buena es un interés
perenne en cada cultura y en cada época. Incluso si hay peligro
de que nos estamos comprometiendo simplemente en «definiciones persuasivas»
de «bien» y «mal», es importante que en cada período
se realicen algunos esfuerzos para redefinir las excelencias de la
vida buena. Incluso si la vida moral no tiene que ser resuelta por la metafísica,
la lógica o la ciencia sola, hay grados de racionalidad, y nuestros
principios pueden innstruirse por medio del análisis.
Por lo que podemos preguntar, ¿cuáles son las características
de una vida bien vivida, al menos para el hombre contemporáneo?
Como dije, lo que la mayoría de los hombres busca no es simplemente
la vida o la existencia vacía, sino la vida buena, lo que los filósofos
usualmente han llamado «felicidad». Lo que precisamente es
la felicidad, sin embargo, está abierto a discusión. No es
una cualidad platónica ideal residente en la esencia del hombre
o en el universo en general; es concreta, empírica y situacional
en forma y en contenido. Es un concepto relativo a los individuos, sus
necesidades e intereses únicos y para las culturas en las que actúan.
Como tal, la felicidad está en constante necesidad de reformulación.
Ni es esquiva ni inalcanzable como cree el teísta; es totalmente
realizable si están presentes las condiciones apropiadas. Históricamente
ha habido confusión si la felicidad se refiere a la eudomonía,
la salud y el bienestar, a la paz y el contento, o al placer o al disfrute.
Deseo usar el término en una forma algo diferente para designar
un estado de realización del ser -una vida en la cual las cualidades
de satisfacción y excelencia están presentes. ¿Qué
-al menos en esbozo- supondría tal vida?
Placer
El hedonista está en lo correcto cuando dice que una vida realizada
debe contener disfrute y emoción. Es difícil realizar la
vida si hay excesivo dolor o sufrimiento, particularmente por largos períodos
de tiempo. Para vivir una vida realizada, se debe ser capaz de disfrutar
un amplio campo de intereses y experiencias: comida deliciosa, buenas bebidas,
amor sexual, aventura, logro, amigos, placeres intelectuales y estéticos,
los disfrutes de la naturaleza y el ejercicio físico; y las experiencias
de uno deben estar marcadas por un grado razonable de tranquilidad y un
mínimo de ansiedad prolongadada. Sin embargo, es un error identificar
el placer con la vida realizada, como los hedonistas lo han hecho. Porque
se pueden tener emociones hedonistas y, no obstante, sentirse miserable;
se puede seguir el placer y sufrir una existencia mundana, reducida. El
completo sensualista o consumidor de opio puede experimentar intensa excitación
placentera, pero en estado de melancolía, dolor o aburrimiento.
Aunque cantidades moderadas de placer parecerían ser una condición
necesaria de la vida buena, el placer no es condición suficiente
para la realización de la vida; el hedonista puede ser el más
infeliz de los hombres.
Hay, por supuesto, muchas variedades de hedonismo. Hay, por ejemplo,
hedonistas voluptuosos, que se revuelven de una sensación a otra
en una intensa búsqueda por los placeres físicos. Pero el
voluptuoso difícilmente encuentra la vida satisfactoria. ¿Llevaron
Don Juan, Casanova o Alcibiades vidas realizadas? ¿La tienen el
alcohólico, el glotón o el adicto? La búsqueda de
nuevas emociones y el enfoque en lo inmediato enmascara inmediatamente
una inseguridad e inestabilidad subyacentes; con frecuencia son signos
de inmadurez e irresponsabilidad. Los niños gritan y demandan gratificación
instantánea; los adultos aprenden de la experiencia que con frecuencia
es más sabio diferir la gratificación. Los apetitos del voluptuoso
por tocar y gustar constituyen un aspecto vital de la vida buena, pero
seguramente no todo el ser ni todo el fin de la existencia humana.
Al reconocer que una vida así puede llevar a la ansiedad y el
dolor, algunos hedonistas, como Epicuro, han predicado los placeres silenciosos,
aconsejando el alejamiento de las preocupaciones del mundo para lograr
un estado neutral de ataraxia. Buscan la paz del alma y la emancipación
de la tensión. El hedonismo silencioso a menudo ha significado el
abandono de la aventura de la vida. Un vaso de vino, un pedazo de queso,
un jardín silencioso constituyen un universo cerrado. Los hedonistas
estéticos, como Walter Pater, han puesto énfasis en el cultivo
del gusto, especialmente el goce que se obtiene de las obras de arte. Pero
este modelo es al final rebuscado, apropiado más para la clase ociosa
que para los trabajadores. Otros hedonistas se centran en los placeres
intelectuales, espirituales o religiosos. Sin embargo otros, como los utilitaristas,
subrayan los placeres morales de la dedicación altruísta
-placeres que requieren desarrollo por medio de la educación, y
competencia con los placeres físicos de la comida, la bebida, el
sexo. Se pregunta con frecuencia: ¿Cuáles placeres son «superiores»
en la escala de valores y cuáles son «inferiores»? Muchos
moralistas consideran degradantes a los placeres biológicos y superiores
a los placeres estéticos, intelectuales, morales y espirituales.
Los hedonistas han encontrado una permanente verdad acerca de la condición
humana: sin algún tipo de placer la vida no sería valiosa
de vivirse. Pero cometen un grave error al aislar el placer del proceso
de vivir. El placer se entremezcla con la actividad vital y las diferentes
clases de experiencia; lo que buscamos lograr en una vida realizada es
una receptiva disposición vigorosa a las variedades de disfrute,
como reconocieron Lucrecio y Goethe. Aristóteles observó
que el placer es parte y parcela de la vida buena, que ayuda a completarla
y llevarla a la madurez, pero que la persona que lo busca especialmente
es probable que nunca lo encuentre. El placer debe acompañar y calificar
ciertas actividades vitales fundamentales. Tampoco los placeres tienen
que ser medidos cuantitativamente por un cálculo hedonista, como
indicó Mill, sino juzgados cualitativamente. Los placeres de un
ser humano desarrollado tienen un atractivo que los hedonistas infantiles
son incapaces de apreciar.
Regresando a nuestra pregunta anterior: ¿Qué placeres
debemos preferir? ¿Los placeres biológicos básicos
o los placeres desarrollados de un ser educado y sofisticado? Los esfuerzos
de los moralistas por probar que los así llamados placeres «superiores»
tienen una pretensión y cualidad intrínsecamente superior
a los placeres «inferiores» me parece que fallan. Un bibliotecario
que puede apreciar buenos libros, música fina y arte pero que no
puede disfrutar del sexo no necesariamente está llevando una vida
más completa que la doncella bucólica que no puede leer ni
escribir pero que disfruta de las emociones del encanto sexual. Aunque
debo conceder que la persona que sólo conoce placeres físicos
y que nunca ha cultivado su sensibilidad está limitada en su esfera
de apreciación. Pero es una exageración sostener, como lo
hace Mill, que la gente educada, que ha probado tanto los así llamados
placeres superiores e inferiores siempre prefiere los primeros. Si se llegara
a elegir entre un orgasmo o una sonata, la mayoría de la gente que
son honestas optaría por el primero. Mas no es realmente una cuestión
de uno o lo otro; en una vida plena queremos ambos. Preguntar lo que finalmente
debemos preferir -un abrazo o una hazaña moral, un filete o una
sinfonía, un martini o un poema- es un sin sentido; los queremos
todos.
La satisfacción de nuestras necesidades básicas
Lograr la realización de la vida requiere alguna satisfacción
de las necesidades básicas. Sin ella seremos presas del malestar;
existen ciertas normas de salud que deben satisfacerse. Los más
sabios de los hombres han reconocido que la salud es la más preciosa
de las posesiones, más importante que las riquezas o la fama. Contingentes
a nuestra naturaleza biológica o sociocultural están las
necesidades o carencias que debemos reducir o satisfacer si hemos de lograr
salud orgánica y física.
Nuestras necesidades básicas son de dos dimensiones: biogénicas,
es decir, tienen orígenes y raíces biológicas y psicológicas;
y sociogénicas, esto es, se manifiestan y tienen contenido a través
de la sociedad y la cultura.
1. La necesidad primaria del organismo es, por supuesto, sobrevivir.
Las amenazas al ambiente deben vencerse; las heridas deben evitarse. Los
mecanismos biológicos naturales de autoprotección han evolucionado,
totalmente simples en algunas especies pero complicados en la especie humana
-un conjunto elaborado de estructuras que operan constantemente para preservar
la integridad del organismo. El miedo a la muerte es el más profundo
de los presagios humanos; es de esta fuente primaria, como he argumentado,
del cual se nutren las religiones. El miedo tiene raíces profundas
dentro de nuestra naturaleza somática. Asume profundas dimensiones
psicológicas y sociológicas en la civilización. Donde
la ley de la selva prevalece, cualquier forma de vida pacífica es
imposible. La civilización es posible sólo porque proporciona
seguridad y protección a los individuos. La vida no necesita ser
peligrosa y breve; puede ser agradable y larga, pero sólo si el
medio social lo garantiza.
2. Un requerimiento concomitante es la necesidad del organismo de mantenerse
y funcionar biológicamente, logrando la homeostasis. Los requerimientos
más simples son oxígeno, agua, abrigo. Ya que el ser humano
ingiere materiales de su medio ambiente para sobrevivir, la lucha por la
autopreservación depende de encontrar lo que hará la vida
posible. El organismo tiende naturalmente hacia un estado de equilibrio;
cualquier ruptura en él estimula actividad contraria para restaurar
el estado de armonía orgánica. Las instituciones sociales
llegan a existir para servir a las necesidades básicas; la estructura
económica de la sociedad, los métodos de producción
y distribución, hacen disponible una variedad de bienes necesarios
para sobrevivir.
3. Relacionadas a estas necesidades están las de desarrollo:
óvulo y esperma, fertilización y feto, hacia el bebé,
el niño y el adulto. En diferentes períodos de la vida surgen
diferentes necesidades y capacidades. Cada estado de vida tiene sus dimensiones
y expectativas: entusiasmo en la niñez, impetuosidad e idealismo
en la juventud, la perspectiva de madurez, y las virtudes de la sabiduría
o el mérito en la vejez.
4. La reproducción es esencial para las especies. La naturaleza
recompensa a aquellos que toman parte del acto de la copulación,
necesario para la reproducción sexual, por el intenso placer. Todo
nuestro ser suspira por amar y ser amado, agarrar y ser agarrado, acariciar,
abrazar, penetrar o ser penetrado, ser uno con el otro. El célibe
encara un vacío que puede tratar de llenar pero nunca podrá.
El mundo está incompleto para aquellos que sufren necesidad sexual,
y ningún grado de sublimación o sustitución podrá
compensarlos. Aunque la sexualidad instintivamente tiene una función
reproductiva, ejerce una exigencia más poderosa en nosotros y juega
un papel vital en la salud psicosomática.
Muchos filósofos que han escrito acerca de la felicidad han
pasado por alto la satisfacción sexual. La felicidad no es principalmente,
como pensaban los griegos, un asunto de razón cognitiva; requiere
una profunda y asentada satisfacción y ajuste psíquico. Freud
nos ha hecho conscientes que ignoramos la sexualidad a nuestro riesgo.
La infelicidad, la neurosis y la patología son producidas por la
frustración y la represión sexuales.
5. La necesidad de descargar la energía excedente es otro requerimiento
orgánico. Lo vemos más gráficamente en niños
y animales, mientras retozan y juegan, pero también está
presente en adultos. Necesitamos relajarnos y animarnos. La diversión
y el entretenimiento, que nos liberan de las ansiedades y tensiones urbanas,
son experiencias expresivas que dan una calidad especial a la vida. ¿Son
sólo adornos? No, porque los organismos derraman las reservas sobreabundantes;
y el juego expresivo es una forma por medio de las cuales lo hacen. El
excedente de energía también es liberado por el ejercicio
físico y el trabajo; nos sentimos llenos de vida después
del ejercicio, una caminata o nadar; es una necesidad expresiva que parece
estar relacionada a la tendencia de lograr niveles de homeostasis y equilibrio.
Las reservas de energía necesitan ser liberadas para el funcionamiento
saludable.
Lo biogénico necesita aplicarse no sólo a todas las formas
de la vida humana sino también a la vida animal.
Pero el hombre no vive como un individuo aislado. La familia, el tribu,
el clan -pequeñas y grandes formas de la sociedad- ayudan a satisfacer
nuestras necesidades y satisfacen nuestros intereses. Nuestras necesidades
sociogénicas nos ayudan a darnos cuenta de nuestras necesidades
biológicas y les permiten desarrollar su propia primacía,
pero la mera satisfacción de las necesidades biológicas no
es suficiente para el hombre el hombre civilizado. La realización
de la vida -su variedad y calidad -se relaciona siempre al contexto cultural
en el que existimos, y si prosperamos o no depende de los materiales de
la cultura con los que trabajamos.
Cada una de nuestras necesidades primarias es transformada y extendida
por la cultura. El alimento y la bebida son necesarios para la supervivencia,
pero sus refinamientos -inacabables recetas diversas, finuras de preparación,
el cultivo del vino, composiciones sofisticadas, circunstancias apropiadas-
todas son invenciones sociales condicionadas por nuestra cultura; y de
esa manera nuestras necesidades son transformadas eventualmente por la
complejidad. El mismo principio caracteriza la relación del sexo
con la sociedad. Como una necesidad de supervivencia, su naturaleza se
transfigura por las consideraciones del amor, por la pasión, por
su significado en las costumbres cambiantes del matrimonio y el divorcio,
por su práctica en formas desviadas, por su explotación como
comercio -todas expresiones de conceptos culturales evolutivos-.
De esa forma la biología y la cultura convergen en nosotros.
Tanto la oportunidad y la casualidad hacen de nosotros lo que somos. El
desafío para cada hombre, aunque está limitado por la cultura
y el tiempo, es hacer lo que pueda de su vida, saborear su momento finito
en la historia. Hay muchos modelos de excelencia como hay individuos.
Nunca podemos retroceder. Ya que el cambio cultural toma lugar rápidamente,
siempre necesitamos remarcar lo que somos, vivir auténticamente
mientras podamos. Dadas todas nuestras diferencias, hay necesidades generales
sociogénicas, como hay biogénicas, que se aplican a todos
los hombres y mujeres. Es útil tratar de explicarlas de modo sencillo.
Aunque sin duda no están limitadas por nuestra cultura -otras culturas
y otras épocas pueden rechazarlas -no obstante nos son pertinentes
y tal vez a la mayoría de los pueblos y culturas.
6. Si la literatura y el arte, la psicología y la religión,
y ciertamente toda la experiencia, nos enseñan algo, es el poder
del amor en la vida humana. No hay duda acerca de su importancia central.
Nadie puede vivir enteramente solo, sin el afecto de otros y sin ser capaz
de ser recíproco.
El amor tiene dos raíces primordiales: una, en la dependencia
de los menores, en la necesidad y afecto mutuos que se desarrolla a partirXX
del cuidado de los padres del niño, y la otra en el estímulo
y la atracción sexuales. Pero hay, por supuesto, otras dimensiones
y niveles, todos revelan cuán dependientes somos de los otros; y
nuestra propia autoimagen es definida por las respuestas de los otros hacia
nosotros, como nosotros definimos las de ellos. Entre los momentos más
bellos y duraderos de la vida están los que compartimos con otros.
No es suficiente que recibamos amor o aprecio, necesitamos darlo. Querer
sólo ser amado es infantil, posesivo, difícilmente conducente
al desarrollo. Querer genuinamente que el ser amado prospere, estar interesado
en los intereses del otro -esta es la perfección del amor humano:
en los padres estar dispuestos a permitir que el hijo llegue a ser lo que
quiera ser, seguir su propia visión de la verdad y el valor; y similarmente
en el hombre o la mujer que, en consideración al amado, desea que
él o ella sea un individuo completo. El amor recíproco no
es necesario para la supervivencia, ni incluso para el disfrute sexual,
pero su presencia siempre es un signo de una vida plena. A menos que se
desarrollen relaciones mutuas y así se experimente los disfrutes
de la vida, sea con el ser amado, los padres, un hijo, un amigo o un colega,
el corazón de tiende a cerrarse, las raíces llegan
a secarse.
7. Otra precondición para la vida buena, relacionada con el
amor, es la habilidad para desarrollar un sentido generalizado de comunidad,
ampliar los horizontes, pertenecer a algo. Muchos actualmente están
alienados porque no han descubierto ninguna meta que puedan compartir con
su prójimo. A lo largo de la historia de la humanidad, la familia
extensa o la tribu, la villa o la ciudad, han sido capaces de sustentar
esta necesidad. Ningún hombre que sea una isla encuentra la vida
totalmente significativa. Durante el período feudal cada hombre
tuvo su puesto y sus deberes, los cuales, aunque injustos para aquellos
en la parte inferior de la jerarquía social, tendieron a dar un
sentido de seguridad psicológica, alguna identidad. El hombre posmoderno
tiende a estar desenraizado; raramente tiene una comunidad amada con la
cual pueda identificarse. Incapaz de participar en metas comunes, se siente
ajeno.
Pertenecer a alguna comunidad en el pasado ha asegurado interacción
en varios niveles. Un pequeño grupo en el cual había encuentros
cara a cara fue el fundamento de las relaciones humanas. No obstante, tanto
como la sociedad cambia y la población crece, tanto como las pequeñas
unidades se funden y son absorbidas por las mayores, los hombres tienden
a ampliar sus sentido de comunidad y lealtad. La comunidad de uno puede
incluir su estado o nación, religión o cultura; eventualmente
puede referirse a la hermandad del hombre. La religión más
superiorXX ha intentado inculcar un compromiso moral universal a aquel
punto de vista moral que trata a todos los hombres como iguales en dignidad
y valor.
8. Hay un elemento importante en la búsqueda por el bienestar
que las teorías religiosas y filosóficas con frecuencia han
subestimado -la necesidad de autoafimación, la necesidad de amarse
a sí mismo. Esto es importante para nuestra salud como el amor de
otros. No hablo de aquellos que, hinchados de orgullo, egocéntricos
o egoístas, necesitan ser contenidos por consideración de
la sociedad, sino de aquellos que tienen una estima demasiado pobre de
su talento y valor y, por lo tanto, poco autorespeto. Ciertamente, son
víctimas frecuentes del autodesprecio, aunque esté oculto
de la conciencia, y asume diferentes formas en la desaprobación,
el perfeccionismo, la timidez, el cuidado excesivo, o las formas extremas
del ascetismo. Una forma de orgullo propio, que sea balanceado y moderado,
como indicó Aristóteles, es importante para nuestro bienestar,
para reaccionar saludablemente a los desafíos diarios. Cada ser
humano tiene algo en que contribuir, pero no puede hacerlo si encuentra
poco valor en su propia individualidad.
9. Esto lleva a un elemento vital: la realización creativa.
Los individuos necesitan más que satisfacer sus necesidades básicas;
necesitan dar cumplimiento a sus potencialidades. Esto significa que debe
haber un esfuerzo que rendir. A menos que este esfuerzo sea hecho, la plenitud
de la vida no se realizará. El ideal de autorealización creativa
es esencial para el concepto de felicidad que estoy delineando. Es la realización
de las necesidades de mi especie básica, las que comparto con otros
hombres, pero también está individualizada; expresa mi idiosincracia
y talentos únicos y personales. El mandato tengo que ser yo, no
lo que los demás quisieran que sea. Debo expresar mi propia naturaleza
en toda su variedad y crear algo nuevo.
Este un modelo activo de vida; nos llama a gastar energía, a
realizar lo que podemos ser: no lo que somos; la naturaleza está
en proceso de despliegue. No hay una naturaleza o esencia humana completa,
estática que me defina y que simplemente necesito develar y lograr.
Más bien, constantemente estoy siendo hecho y rehecho en los procesos
dinámicos de crecimiento y descubrimiento.
Tengo ciertas capacidades innatas pero, bastante inestructuradas, pueden
tomar variadas formas. La dirección que elijo depende del contexto
cultural en que actúo también como de mis habilidades nativas.
Actuar es traer algo nuevo a la existencia. La meta es la creatividad,
la primavera de la vida.
La vida plena en último análisis no es una de contentamiento
silencioso, sino el despliegue activo de mis poderes y de su desarrollo
y expansión. La vida creativa envuelve exploración y curiosidad,
descubrimiento e ingeniosidad, el deleite en descubrir e introducir la
novedad. Esta vida es de avance atrevido; la motivación del logro
domina. Aventurarse, experimentar -éstas son los deleites de los
espíritus que continúan, que expresan y no socavan los poderes
y las capacidades implícitas, y formulan o crean nuevas. Es natural
lamentar una vida desperdiciada -un niño prodigio que se apaga,
un talento único sin cultivar, una gran persona reducida por limitaciones-
y aplaudir a una persona creativa, cualquiera que sea su tentativa o área
de excelencia.
Tener éxito no es solamente esforzarse por los fines; más
bien es excederlos. El modelo que estoy presentando es contrario a la búsqueda
históricamente idealizada de un estado de eterna bienaventuranza.
Se propone lograr el disfrute por medio de la completa participación
en la vida, no necesariamente como es definido por la sociedad, sino como
lo encuentra la búsqueda del individuo. Tal vez este acercamiento
exuberante es una expresión de propensión cultural, incluso
de gusto individual. Otras civilizaciones han enfatizado el valor de la
meditación y el ejercicio espiritual. ¿Es la incesante búsqueda
de logro simplemente ambición autoabastecedora? ¿Y
esto no es posiblemente autoderrota? ¿No perdemos en el proceso
frecuentemente la capacidad de apreciar la inmediatez de la experiencia?
No como yo lo concibo. Este modelo creativo se regocija por el momento
presente. No necesariamente envuelve una búsqueda por la aprobación
pública; los individuos creativos frecuentemente deben ir en contra
de los tiempos. La motivación por el logro se refiere a la ambición
en términos muy personales: nuestro deseo de superar muestra propia
visión de lo que la vida puede proporcionar. El espíritu
de contemplación, como el del celibato y el humor sacerdotal, si
es sobreenfatizado, puede expresar temor, incluso neurosis, una renuncia
a los desafíos de la vida. No desapruebo la contemplación
como parte de mi naturaleza, una fuente de disfrute intelectual y paz.
Lo que estoy criticando es la noción que la vida contemplativa tiene
que ser seguida para excluir a todo lo demás, y que esta es la forma
superior de la santidad. Mi modelo del verdadero «santo» es
el hombre prometeico, el creativo hacedor. La contracultura apunta apropiadamente
a los valores falsos de la sociedad competitiva. La opción que encaramos,
sin embargo, no hace necesario el retiro del ánimo vigoroso; porque
lo podemos usar para nuestros propios fines.
Audacia, libertad y razón
La capacidad de vivir una vida creativa involucra audacia, una característica
determinante del hombre y la llave a su grandeza. La vida audaz es una
vida de tomar riesgos. La nobleza del hombre no es simplemente que pueda
desarrollar el coraje de ser, sino de llegar a ser.
Existen los temerosos y los débiles -gente de poca imaginación
y atrevimiento- que advierten que esto o aquello es absolutamente inalcanzable
y que no puede hacerse. Pero el avance de la civilización es provocado
por la decisión de no aceptar los clichés de la época,
de no ser redactado en la naturaleza o enjaulado en la historia. El hombre
como figura prometeica es atrevido y audaz. Existen las virtudes de los
verdaderos héroes y genios de la historia, quienes nos han dado
nuevas ideas e inventos, nuevas partidas en la verdad y la belleza; son
inconformes con espíritus independientes.
Todos los seres humanos tienen alguna capacidad de autoactivarse, debido
a que desean reconocer su libertad y apoderarse de ella, y no llegar a
estar empantanados en limitaciones. Por esto no estoy asegurando que el
determinismo sea falso Estamos determinados por condiciones precedentes
pero la vida orgánica expresa una forma de causalidad teleonómica.
No hay contradicción en afirmar que somos tanto libres como condicionados,
autónomos y determinados. El determinismo no es una generalización
metafísica acerca del universo; simplemente es una regla que gobierna
la investigación científica; presupone que si investigamos,
descubriremos muy probablemente las condiciones causales bajo las cuales
actuamos. No se necesita negar que la vida humana es autoafirmante ni que
podemos crear metas y esforzarnos por lograrlas.
La persona libre es autónoma porque no está deseosa de
perder su existencia en sucesos externos, sino que resuelve ella misma
controlarlos. Actúa libremente tanto como puede, reconociendo no
sólo los límites dentro de una situación, sino también
las potencialidades. El hombre es posibilidad, un sistema abierto y dinámico
donde se descubren y crean alternativas. Somos lo que queremos y podemos
llegar a ser lo que soñamos. No todos nuestros sueños pueden
convertirse en realidad -sólo un loco lo cree-, sin embargo, algunos
pueden serlo, si son hechos bajo la razón y la experiencia y si
se aplican a la realidad de la naturaleza.
Aunque cada uno de nosotros es único, todos encaramos un desafío
similar para crear nuestro propio futuro; nuestras vidas son la suma de
los proyectos a los que nos entregamos. Una vida plena implica visión
artística y creación. La persona con una carrera que disfruta
y encuentra recompensa es el más afortunado de los hombres especialmente
si puede mezclar labor y acción, trabajo y juego, y puede convertir
su trabajo en una total emanación de sí mismo, una expresión
y una aventura. Nuestro trabajo de toda la vida no debe medirse sólo
en relación a la tarea o la carrera, porque hay muchas fuentes significativas
de creatividad: construir la casa, llegar a involucrarse en alguna causa,
actuar en una obra, viajar -hay algunas formas de iniciativa en las que
una personalidad puede expresarse en excelencia. La vida plena es psicológicamente
abundante, arrolladora a más no poder, capaz de regocijarse en experiencias
plenas.
Esto no quiere decir que la vida no tiene sus derrotas y fracasos.
Nuestros planes más elaborados con frecuencia fallan. Nuestros seres
amados mueren. Somos conscientes del colapso de los medios, los conflictos
trágicos de los fines, el abandono de los planes, los momentos de
desesperación. A menos que estos sucesos sean completamente arrolladores,
una persona racional puede estar a la altura de las circunstancias. La
persona creativa es capaz de alguna medida de sabiduría estoica.
La libertad humana, sin embargo, es más completa cuando nuestras
acciones están determinadas por medios racionales. ¿Puede
alguien irracional ser feliz? ¿La felicidad involucra básicamente
satisfacción emocional? Los filósofos pensaron que la razón
era la clave esencial para la vida buena. Sin duda habían sobreestimado
la vida racional y habían subestimado las fuerzas más profundas
de nuestra conducta somática e inconsciente. Los seres humanos pueden
lograr contento sin desarrollar todas sus capacidades racionales; pueden
llevar vidas agradables e incluso ser capaces de algún grado de
creatividad. No obstante, quien no desarrolla su capacidad racional está
pobre. Como la virgen que sufre privación sexual, tal persona es
incapaz de funcionar completamente. La razón expresa y ha llegado
a ser para la mayoría de seres humanos una crucial necesidad biosocial
enraizada en nuestra historia cultural, necesaria si vamos a desarrollarnos
totalmente como individuos.
¿Cómo y por qué? En un sentido negativo, porque
es el método de superar el engaño. Los seres humanos, como
hemos visto, todos son propensos a la credulidad, a valerse de falsos ídolos.
Sin reflexión, nos convertimos en presas del charlatanería,
mientras que la razón usa el análisis lógico y la
evidencia para desenmascar la falsedad y exponer el fraude. Como tal, es
un instrumento de liberación y emancipación, una fuente de
libertad de la ilusión.
En un sentido positivo, el impulso racional nos provee tanto de ciencia
como de ética. La experiencia reflexiva tiene un papel doble: al
desarrollar una conciencia y entendimiento del mundo externo y al formular
los valores por los cuales vivimos. En la vida práctica la razón
no puede existir independientemente de nuestra naturaleza pasional. La
unión de pensamiento y sentimiento es esencial para la felicidad.
La razón que está divorciada de sus raíces biológicas
llega a ser abstracta y opresiva. La cognición que se funde con
el afecto y el deseo en la experiencia vivida expresa a la persona en su
totalidad. En último análisis, la inteligencia crítica
es lo que mejor nos capacita para definir y desarrollar nuestros principios
morales; y aunque la razón sola nunca es suficiente para realizar
la vida, es una condición necesaria para su logro.
(Traducción por M. A. Paz y Miño y Víctor Montero de "The Meaning of Life" aparecido en In Defense of Secular Humanism por Paul Kurtz, Buffalo, NY: Prometheus Books, 1983, pp. 153-168).
Paul
Kurtz
Profesor emérito
de filosofía, Universidad Estatal de Nueva York.