< Libro de Fuentes de Historia Medieval - Reino Visigodo - Los Orígenes (h. 418 d.C.)

REINO VISIGODO

 

I. Los Orígenes (hasta 418 d.C.)

 

TÁCITO, LA GERMANIA (c. 98) (Fragms.)

ORIGEN DE LOS GODOS SEGÚN JORDANES

ORIGEN DE LOS GODOS SEGÚN SAN ISIDORO

LOS GODOS ENTRAN AL IMPERIO ROMANO

SAN JUAN CRISÓSTOMO AL GODO GAINAS

SAN AGUSTÍN Y EL SAQUEO DE ROMA

SITIO DE ROMA DEL 408 SEGÚN ZÓSIMO

SITIO Y SAQUEO DE ROMA SEGÚN SOZÓMENOS

EL SAQUEO DE ROMA SEGÚN PELAGIO

SAQUEO DE ROMA SEGÚN JORDANES

SAQUEO DE ROMA SEGÚN PAULO OROSIO

SAQUEO DE ROMA SEGÚN SAN JERÓNIMO

LOS BÁRBAROS EN LA GALIA (c. 407-8)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TÁCITO, LA GERMANIA (Fragms.) (c. 98)

 

(XIII) Todos los asuntos públicos y privados los tratan armados (nihil autem publicae neque privatae rei nisi armati agunt). Pero nadie usa las armas antes de que el pueblo lo juzgue apto. En la misma asamblea hacen entrega al joven del escudo y la frámea, bien alguno de los jefes (principum), bien su padre o un pariente. Esto es para ellos la toga (haec apud illos toga); éste, el primer honor de la juventud; antes formaban parte de una familia; después ya son de la república. Una ilustre cuna o los esclarecidos méritos de los antepasados dan la dignidad de caudillo (principis) aun a los adolescentes; los demás se alistan con los fuertes veteranos, y no se avergüenzan de ser vistos entre los compañeros (comites). Esta comitiva (comitatus) tiene también grados, que establece aquel a quien acompañan; y hay una gran emulación entre los de la comitiva por alcanzar el primer lugar junto a su jefe, y entre éstos, por tener mayor número de seguidores y los más valientes. Esta es su dignidad y su fuerza; el estar rodeados siempre de una muchedumbre de jóvenes escogidos que son un honor en la paz y una salvaguarda en la guerra. Y el nombre y la gloria de quienes tienen una comitiva distinguida por su valor y muchedumbre, no se reduce a su nación, sino que llega a las vecinas; les envían embajadas y presentes y muchas veces deciden la guerra con su sola fama.

(XIV) Cuando la lucha se ha establecido, es deshonra para el jefe (princeps) ser sobrepasado en valor por sus seguidores, y para éstos, no igualar en valor a aquél. Es infamia y baldón para toda la vida el retirarse a salvo de un combate en que ha muerto el jefe. El defenderlo y guardarlo, y unir cada cual sus propias hazañas a la gloria de aquel, es para ellos el principal juramento (sacramentum). Los príncipes luchan por la victoria; sus compañeros (comites) por el príncipe. Si la ciudad donde han nacido se enerva con una temporada de larga paz y calma, la mayor parte de los jóvenes nobles se dirigen a las naciones que entonces están en guerra, pues a esta raza es ingrato el reposo, y entre las vicisitudes de la guerra encuentran campo para esclarecerse. Además, sólo así, con la bélica violencia, pueden mantener una gran comitiva, pues de la liberalidad de su caudillo uno saca el caballo más belicoso, otro la frámea hecha ilustre por la sangre y la victoria. En lugar de estipendio tienen unos banquetes grandes y abundantes, aunque desaliñados; ostentación que proviene de sus combates y rapiñas. Y no se deciden tan fácilmente a arar la tierra esperando la cosecha, como a hostilizar al enemigo y a exponerse a las heridas; además, les parece holgazanería y flojedad adquirir con sudor lo que se puede lograr a costa de sangre.

 

Ed. J. Perret, "Les Belles Lettres", 1949, Paris. Trad. del latín por Héctor Herrera Cajas.

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ORIGEN DE LOS GODOS SEGÚN JORDANES

(I) Contiene también este mar inmenso por el lado de la Osa, es decir, al Septentrión, una gran isla, llamada Scanzia, de la que tendremos que hablar, con el auxilio del Señor, porque del seno de esta isla salió como un enjambre de abejas para hacer irrupción en la tierra de Europa, la nación cuyo origen tanto deseas conocer. Cómo y por qué sucedió esto, lo explicaremos si el Señor nos asiste.

(IV) Supónese que los godos con su rey, llamado Berig, salieron antiguamente de esta isla Scanzia, recipiente de naciones o vivero de pueblos (Scandza insula, quasi officina gentium aut certe velut vagina nationum). En cuanto saltaron de sus naves y tocaron tierra, dieron su nombre al paraje a que acababan de abordar, llamándose todavía hoy, según se dice, Gotiscanzia. Inmediatamente marcharon de allí contra los ulmerugos, establecidos entonces en las orillas del Océano, los atacaron después de haberse apoderado de su campamento y los arrojaron de las tierras que ocupaban. Poco después subyugaron a los vándalos, vecinos de este pueblo, y los añadieron a sus conquistas; y como el número de los godos había aumentado considerablemente durante su permanencia en aquel país, Filimer, hijo de Gandarico y quinto de sus reyes después de Berig, tomó, al principio de su reinado, la resolución de salir, partiendo a la cabeza de un ejército de godos, seguido de su familia y poniéndose en busca de un país que le conviniese y en el que pudiera establecerse cómodamente, llegando a las tierras de la Scitia, que los godos llamaban en su lengua Ovim. Pero, después de haber gozado de la gran fertilidad de aquellas comarcas, queriendo el ejército cruzar un río por medio de un puente, y habiendo pasado ya la mitad al otro lado, dícese que el puente se derrumbó y ya no pudo ninguno avanzar ni retroceder; porque, a lo que parece, aquel lugar está cerrado por un abismo rodeado de pantanos de suelo movedizo, de manera que, confundiendo la tierra con el agua, parece que la naturaleza ha querido hacerlo inaccesible. La verdad es que hoy todavía se oyen allí mugidos de rebaños y se descubren huellas humanas, según atestiguan viajeros a quienes se puede creer, a pesar de que han oído estas cosas desde lejos. En cuanto a aquellos godos que, bajo la dirección de Filimer, llegaron a la tierra de Scitia, después de pasar el río, como ya se ha dicho, tomaron posesión del país objeto de sus deseos. Después, sin perder tiempo, marcharon contra la nación de las spali, pelearon y alcanzaron la victoria. En fin, desde allí avanzaron rápidamente y como vencedores hasta el extremo de la parte de la Scitia que linda con el Ponto Euxino. Así lo refieren en general sus antiguas poesías, casi en forma histórica, y esto atestigua también en su muy verídica historia Ablabio, autor notable que escribió acerca de la nación de los godos, siendo también esta la convicción de otros historiadores antiguos. En cuanto a Josefo, ese historiador tan fiel a la verdad y tan digno de fe, ignoramos por qué, cuando tanto registra los tiempos remotos, guarda silencio acerca de estos orígenes de la nación de los godos que acabamos de exponer. Diremos, sin embargo, que, mencionando a los godos desde su llegada a Scitia, asegura que se les consideraba como scitas y que se les daba este nombre.

(VI) Los godos habitaron en tercer lugar cerca del mar del Ponto; y en esta época se habían hecho más humanitarios y esclarecidos, como antes dijimos. La nación estaba dividida en familias; los visigodos obedecían a la de los balthos; los ostrogodos a los ilustres amalos. Distinguíanse de los pueblos vecinos por su habilidad como arqueros... Antes de entregarse a este ejercicio celebraban con cánticos, acompañándose con la cítara, las hazañas de sus antepasados (maiorum facta), Ethespamara, Hanala, Fridigerno, Widicula y otros, tenidos en grande estima por esta nación y a quienes la antigüedad, que sin cesar se nos propone a nuestra admiración, apenas puede comparar sus héroes más famosos.

 

Jordanes, Historia de los Godos, en: Ammiano Marcelino, Historia del Imperio Romano, Trad. de N. Castilla, Librería de la Viuda de Hernando y Cía, 1896, Madrid, vol. 2, pp. 303-302, 307-309. Véase tb., para el c. IV: Le Goff, J., La Civilización del Occidente Medieval, Trad. de C. Serra, Ed. Juventud, 1969 (Paris, 1965), Barcelona; Musset, L., Las Invasiones. Las Oleadas Germánicas, Trad. de O. Durán, 1969, Labor, Barcelona.

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ORIGEN DE LOS GODOS SEGÚN SAN ISIDORO

 

(66) El origen antiquísimo de los godos se remonta a Magog, hijo de Jefet, de donde salió también la raza de los escitas, pues parece comprobado que godos y escitas son hermanos; y así, no se diferencian gran cosa en el nombre; porque cambiada ligeramente y suprimida una letra, lo mismo suenan los getas (godos) que escitas. Los godos, pues, habitaban las dunas glaciales del Septentrión cabe los reinos de los escitas, y eran dueños con otras gentes de terrenos montañosos; mas, arrojados de su tierra por el empuje de los hunos, pasando el Danubio, se entregaron a los romanos. Pero no pudiendo soportar sus desafueros, en consecuencia indignados, escogen rey propio de su pueblo, invaden Tracia, devastan Italia, sitian a Roma y la toman por asalto, invaden las Galias, e, indefensos los Pirineos, llegan hasta las Españas, y en ellas fijan su residencia y el asiento de su imperio.

(67) Los pueblos godos son por naturaleza constantes, prontos de ingenio, fiados en la conciencia de sus fuerzas, de grandes arrestos corporales, osados por su prócer estatura, magníficos en su atuendo y en sus gestos, prontos al combate, duros en soportar las heridas conforme canta de ellos el poeta: "Los getas menosprecian la muerte haciendo gala de sus heridas". Tan grandes guerras sostuvieron y tan estupenda fue la fortaleza de sus insignes victorias, que Roma misma, vencedora de todos los pueblos, se sumó a los triunfos de los godos sometiéndose al yugo de su servidumbre, y la señora de todas las naciones llegó a servirles de criada.

(68) Les temblaron todas las gentes de Europa, y ante ellos cayeron las defensas de los Alpes. Y la tan decantada barbarie de los vándalos huyó despavorida, no tanto de su presencia como sólo de su renombre. Los alanos fueron aniquilados por el empuje de los godos. Y los suevos, hasta la fecha arrinconados en los picos inaccesibles de los confines de España, acaban de ver su fin en poder de las armas godas, y se vieron privados del reino que poseyeron descuidadamente mucho tiempo, con pérdida todavía más desidiosa y torpe, aunque es mucho de admirar cómo le conservaron hasta ahora en que le perdieron sin intentar resistencia.

(69) Mas, ¿quién será capaz de describir la grandeza incomparable de la pujanza goda?, pues mientras muchas gentes apenas si pudieron reinar libres a fuerza de ruegos, diplomacia y dádivas, ellos conquistaron la libertad con su empuje más que pidiendo paz, y cuando se les enfrentó la dura necesidad de pelear, echaron mano de sus propios arrestos más que de ruegos. Son dignos de espectáculo en el manejo de las armas y pelean a caballo no sólo con lanzas sino también con dardos; y no sólo a caballo sino también a pie pelean bravamente; prefieren sin embargo el curso veloz de la caballería; de ahí que dijo el poeta: "Va el godo volando en su caballo".

(70) Sobremanera les agrada ejercitarse en el tiro de flechas y en la esgrima. A diario celebran justas y torneos. Sólo carecían hasta ahora, en lo que atañe al uso de las armas, del ejercicio del combate naval, que descuidaban; pero en cuanto tomó las riendas del gobierno, por la gracia de Dios, el rey Sisebuto, llevaron a cabo empresas navales, merced a los desvelos del príncipe, con tan acabada perfección y fortaleza y fortuna, que ya no sólo domeñan las tierras sino también los mares con sus armas, y el ejército romano es su tributario, y ve con envidia que sirven hoy a los godos tantas gentes y la misma España.

 

San Isidoro de Sevilla, Historia de Regibus Gothorum, Wandalorum et Suevorum, 66-70. Trad. por Héctor Herrera C.

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LOS GODOS ENTRAN AL IMPERIO ROMANO

 

Se despacharon numerosos agentes, encargados de procurar medios de transporte a ese pueblo feroz. Se tuvo buen cuidado en que ninguno de los futuros destructores del Imperio Romano fuese atacado por enfermedad mortal, ni se quedase en la otra orilla... ¡y todo ese cuidado, toda esa confusión, para terminar en la ruina del mundo romano!

 

Ammiano Marcelino, en: Le Goff, J., La Civilización del Occidente Medieval, Trad. de J. de C. Serra, Ed. Juventud, 1969 (Paris, 1965), Barcelona, p. 36.

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SAN AGUSTÍN Y EL SAQUEO DE ROMA

 

Pero eso que ha acontecido por primera vez, el hecho de que ese salvajismo bárbaro, por un prodigioso cambio del aspecto de las cosas, se haya mostrado tan dulce hasta el punto de escoger y designar, para llenarlas con representantes del pueblo, las más vastas basílicas, dentro de las cuales nadie sería acometido, de donde nadie sería arrancado, adonde muchos serían conducidos para su liberación por enemigos compasivos, de donde nadie sería llevado en cautividad ni aun por los más crueles enemigos: esto, en nombre de Cristo, es a los tiempos que hay que atribuirlo.(1)

¿Acaso no es verdad que odian el nombre de Cristo aquellos mismos romanos cuyas vidas perdonaron los bárbaros por reverencia a Cristo? Son testigo de ello las capillas de los mártires y las basílicas de los apóstoles, las cuales, en aquel saqueo de la ciudad, recibieron en su seno a los que en ellas buscaron refugio, tanto a los suyos como a los ajenos. Hasta sus puertas llegaba la crueldad del enemigo; en ellas se ponía fin a su locura carnicera; a ellas eran conducidos por los propios enemigos compadecidos aquellos a los que, encontrados fuera de estos lugares, habían perdonado la vida, para que no cayesen en manos de aquellos que no se sentían movidos por la misma misericordia; incluso estos mismos, sin embargo, que en otros lugares eran sanguinarios y crueles, cuando llegaban a estos lugares, donde les estaba prohibido lo que por derecho de guerra se les permitía en otros sitios, veían frenada toda su crueldad de acometida y roto su deseo de botín...(2)

La verdad es que los galos pasaron a cuchillo a los senadores y a todos los que pudieron encontrar en la ciudad, a excepción de los que se refugiaron en la fortaleza del Capitolio que, de la forma que fuera, logró defenderse ella sola; e incluso a los que se refugiaron en esta colina les vendieron a cambio de oro su vida, la cual, aunque no podían quitársela con armas, sí podían agotársela con el asedio. Los godos, por el contrario, perdonaron la vida a tantos senadores que lo que más extraño resulta es que se la quitaron a algunos.(3)

 

(1) San Agustín, en: Le Goff, J., La Civilización del Occidente Medieval, Trad. de J. de C. Serra, Ed. Juventud, 1969 (Paris, 1965), Barcelona, p. 37.

(2) San Agustín, De Civitate Dei, 1, 1, en: Polémica entre cristianos y paganos a través de los textos, Ed. de E. Sánchez S., Akal, 1986, Madrid, pp. 280.

(3) San Agustín, De Civitate Dei, 3, 29, en: Polémica entre cristianos y paganos a través de los textos, Ed. de E. Sánchez S., Akal, 1986, Madrid, p. 283.

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SITIO DE ROMA DEL 408 SEGÚN ZÓSIMO

 

(Nov. 408) ...cuando Alarico hubo rodeado las murallas y se hubo hecho dueño del Tíber y del puerto, impidió la entrada de los víveres. Los romanos, día a día, esperaban la ayuda de Ravenna. Pero no habiendo llegado ese socorro, se vieron obligados a racionar sus víveres, y a no cocer cada día sino la mitad del pan que cocían antes, y, después, a no cocer más que un tercio. Una vez que las provisiones fueron consumidas, la peste siguió al hambre. Como no se podían llevar los cuerpos de los muertos fuera de la Ciudad, porque los enemigos mantenían las puertas cerradas, tuvieron que enterrarlos dentro, y el hedor que exhalaban habría sido capaz de matar a los habitantes si ellos no hubieran muerto de hambre. Es verdad, con todo, que Leta, mujer del emperador Graciano, y Pisamena, su madre, quienes, por la liberalidad de Teodosio, obtuvieron para su mesa gran cantidad del ahorro, tuvieron la bondad de proveer de víveres a muchas personas. Pero una vez que la escasez fue tan extrema que los habitantes estuvieron casi reducidos a comerse unos a otros, después de haber intentado antes alimentarse de cosas que no se puede tocar sino con horror, resolvieron enviar una embajada a Alarico, para solicitarle la paz en condiciones favorables o para manifestarle que estaban preparados más que nunca para combatirle, y que habiéndose acostumbrado durante el sitio a manejar las armas, estaban en estado de hacerse temer. Se escogió para esta embajada a Basilio, gobernador provincial, originario de Hispania, y a Juan, el primero de los notarios, que se llaman tribunos, amigo particular de Alarico. Se dudaba aún si era él o algún otro el que sitiaba Roma, y corría el rumor de que era otro, oficial del partido de Estilicón, quien le había llevado delante de la ciudad. Cuando llegaron delante de él sintieron vergüenza de que los romanos hubiesen ignorado tan largo tiempo un hecho de esa importancia, y le dieron a conocer el objeto de su embajada de parte del Senado.

Alarico, habiendo escuchado sus discursos y sobre todo su aseveración de que el pueblo, teniendo las armas en la mano, estaba presto a librar la batalla, respondió que era más fácil cortar el heno cuando está espeso que cuando es escaso, y se echó a reír a carcajadas. Cuando hubieron entrado en conferencia sobre la paz, él les dijo palabras llenas de arrogancia dignas de un bárbaro, manifestando que no levantaría el sitio hasta que no le fuesen entregados todo el oro y toda la plata que había en la Ciudad, y todos los bienes y los esclavos extranjeros que allí se encontraran. Uno de los embajadores le preguntó qué le dejaría a los habitantes si les quitaba todas esas cosas: "Les dejaré la vida", respondió. Después de esta respuesta, pidieron permiso para ir a conferenciar con aquellos que les habían enviado, y obteniéndolo, les refirieron lo que se había avanzado de una y otra parte. Entonces los habitantes no dudaron más que no era sino Alarico quien los sitiaba, y viéndose privados de todos los medios de conservarse, se acordaron de la ayuda que antaño sus padres habían recibido durante los problemas, y de la cual habían sido privados desde que renunciaron a la antigua religión. Mientras tanto, Pompeianus, prefecto de la Ciudad, encontró algunas personas venidas de Toscana que le dijeron que la ciudad de Nerveia se había liberado de un peligro parecido por medio de los sacrificios, y que habiendo atraído del cielo los rayos y los truenos, habían expulsado a sus enemigos. Después de haber hablado con ellos, ejecutó las ceremonias prescritas en los libros de los pontífices; y, porque la religión contraria prevalecía ya, creyó necesario, para mayor seguridad, comunicar el asunto al obispo Inocencio antes de hacer algo. Prefiriendo el obispo la conservación de la Ciudad a su propia opinión, les permitió secretamente llevar a cabo sus ceremonias a la manera que ellos las entendían. Aquellas personas venidas de Toscana declararon que no se podía hacer nada que sirviera a la liberación de la ciudad sino haciendo sacrificios según la antigua costumbre; entonces el Senado subió al Capitolio, y allí ejecutó tan bien como en las plazas y los mercados las ceremonias acostumbradas. Pero algunos del pueblo, no habiendo osado asistir allí, despidieron a los toscanos, y se buscaron los medios de apaciguar la cólera del bárbaro. Se envió entonces una segunda embajada, y después de largas conferencias se convino al fin que la Ciudad pagaría cinco mil libras de oro, treinta mil de plata, y que se le daría cuatro mil túnicas de seda, tres mil tejidos de lana teñidos en púrpura, y tres mil libras de pimienta. Pero como entonces no había plata en el tesoro público, se hizo necesario que los senadores contribuyeran en proporción a sus bienes. Palladio fue elegido para regular esta contribución. Pero, ya fuese que hubiesen escondido una parte de sus bienes, o que las exacciones ávidas y continuas de los emperadores los hubiesen reducido a la pobreza, no se pudo reunir la suma entera. Para colmo de males, el genio malévolo que presidía los asuntos de ese siglo llevó a quienes estaban encargados de recaudar esa suma a tomar los ornamentos de los templos y de las imágenes de los dioses para completarla. Ello no era otra cosa que arrojar en el deshonor y el desprecio las imágenes cuyo culto había hecho floreciente a Roma durante tantos siglos. Por temor a que no faltara alguna cosa en la ruina del Imperio, se fundieron también algunas imágenes de oro y de plata, y entre otras, aquella de la Virtus, esa que hizo juzgar a aquellos que eran sabios en los misterios de la antigua religión que lo que restaba de virtud entre los romanos sería bien pronto totalmente extinguida.

...Habiéndose reunido de tal manera la plata que se había convenido, se mandó decir al emperador que Alarico, no contento con ello, pedía además como rehenes a los hijos de las mejores familias, mediante lo cual prometía no sólo convenir la paz con los romanos, sino también unirse a ellos para hacer la guerra a sus enemigos. Habiendo el emperador aceptado esas condiciones, se entregó la plata a Alarico, quien permitió a los habitantes salir durante tres días para comprar víveres y para llevar granos del puerto a la Ciudad, de tal modo que obtuvieron un poco de holgura para respirar. Unos vendieron lo que les quedaba para comprar aquello que les era necesario. Otros, en lugar de vender para comprar, obtenían por trueque lo que precisaban. Después, los bárbaros se retiraron de Roma y acamparon en Toscana. Salió de Roma durante tres días una tan prodigiosa cantidad de esclavos que se fueron a unir a ellos, que se cree que no eran menos de cuarenta mil. Algunos bárbaros, corriendo de un lado a otro, atacaron a romanos que venían de comprar víveres en el puerto. Cuando Alarico lo supo, tuvo el cuidado de hacer castigar a los autores de tal violencia, en las cuales él no quería tomar parte.

 

Zósimo, Historia Nueva (s.VI), en: Piganiol, A., Le Sac de Rome, Coll. Le Mémorial des Siècles: Les Evenements, Ve Siècle, Ed. Albin Michel, 1964, Paris, pp. 252-255. Trad. del francés por José Marín R.

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SITIO Y SAQUEO DE ROMA SEGÚN SOZÓMENOS

 

(408) Mientras el Imperio de Oriente, librado con toda suerte de esperanza del terror de sus enemigos, estaba en una feliz prosperidad, el de Occidente estaba expuesto a la ambición y la ira de los tiranos. Alarico, habiendo enviado pedir la paz al emperador Honorio, después de la muerte de Estilicón, y no habiéndola obtenido, sitió Roma, y se hizo de tal manera dueño de las riberas del Tíber, que ya no se pudo más llevar víveres desde el puerto a la ciudad. El sitio duraba ya mucho tiempo, y estando la ciudad extremadamente incomodada por la hambruna y la peste, todos los extranjeros que había dentro salieron para entregarse a Alarico. Aquellos de entre los senadores que estaban todavía atados a las supersticiones del paganismo, propusieron ofrecer sacrificios a los dioses en el Capitolio y en otros templos, y ciertos etruscos prometieron echar a los enemigos por medio de truenos y rayos, como se vanagloriaban de haberlos echado de Narni, pequeña ciudad de Toscana... Las personas de buen sentido reconocían claramente que las miserias de ese sitio no eran sino un efecto de la cólera del cielo y un castigo, el cual caía sobre el lujo de los romanos, sus excesos y las injusticias, y las violencias que han cometido, tanto contra sus prójimos como contra los extranjeros. Se dice que un monje de Italia se presentó ante Alarico antes del sitio, y le suplicó respetar esta ciudad, y él le aseguró que no actuaba por sí mismo, sino que era continuamente empujado por una fuerza secreta. Los habitantes le hicieron cantidad de presentes para obligarlos a levantar el sitio, y le prometieron de hacer consentir al emperador en un acuerdo y en un tratado de paz.

(410) Alarico (...) retomó hacia Roma, y la tomó por complicidad. Abandonó las casas al pillaje. Pero, por respeto al apóstol San Pedro, no osó tocar la basílica que está alrededor de su tumba, donde muchas personas se refugiaron, y fue allí mismo donde construyeron después una nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua.

La toma de una ciudad tan extensa y poblada como Roma, habiendo sido sin duda acompañada de un gran número de circunstancias muy notables, creo no deber dar lugar en mi historia sino a aquellas que pueden ensalzar la santidad de la Iglesia. Narraré, pues, aquí, una acción donde aparece la piedad de un extranjero, y la fidelidad conyugal de una mujer romana. Un joven soldado del ejército de Alarico, infectado de los errores de Arrio, habiendo visto una dama cristiana, y muy atada a la doctrina del Concilio de Nicea, se prendó de su belleza y la acometió con violencia. Como ella se resistía con todas sus fuerzas, él sacó la espada amenazando con matarla. Pero como la pasión no le permitía hacerle mal alguno, se contentó con herirle la piel del cuello. La sangre no dejó de correr en abundancia. Ella le presentó el cuello para morir antes que faltar a la fidelidad que debía a su marido. El soldado, habiendo hecho inútilmente los más grandes esfuerzos, admiró la pureza de su virtud, la llevó a la Iglesia de San Pedro y donó seis piezas de oro a quienes estaban encargados de defender la Iglesia, para que la protegieran y regresaran a su marido.

 

Sozómenos, Historia Eclesiástica (s.V), en: Piganiol, A., Le Sac de Rome, coll. Le Mémorial des Siècles, Les Evenements: Le Ve Siécle, Albin-Michel, 1964, Paris, pp. 265-266, 269- 270. Trad. del francés por José Marín R.

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EL SAQUEO DE ROMA SEGÚN PELAGIO

 

Roma, señora del mundo, estaba entonces en la última consternación y embargada de pavor al ruido de las trompetas y de los gritos de los godos. ¿De qué servía entonces todo el esplendor de la nobleza? ¿Qué caso se hacía de las personas que detentaban las dignidades y los cargos? El miedo había llevado todo a la confusión y al desorden. No se escuchaba en las casas sino gemidos y llantos: todos temblaban de igual manera, señores y esclavos; todos tenían delante de los ojos la misma imagen de la muerte; esta muerte parecía aún más terrible a aquellos que habían gozado además de los placeres y de la comodidad de la vida. Si nosotros tememos la muerte de los enemigos que son mortales y que no son sino hombres, ¿qué haremos cuando la trompeta del último día se haga escuchar desde el cielo resonando por todas partes con un ruido estremecedor?

 

Pelagio (monje de origen irlandés; vivió en Roma, Cartago y Jerusalén, donde escribe c. 413-414), Carta a Demetriade, XXX, en: Piganiol, A., Le Sac de Rome, coll. Le Mémorial des Siècles, Les Evenements: le Ve siècle, Albin-Michel, 1964, Paris, p 274. Trad. del francés por José Marín R.

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SAQUEO DE ROMA SEGÚN JORDANES

 

Después que Teodosio, que amaba la paz y a la nación de los godos, hubo muerto, sus hijos, por su vida fastuosa, arruinaron el uno y otro imperio, y dejaron de pagar a sus auxiliares, es decir, a los godos, los acostumbrados subsidios. Estos experimentaron rápidamente hacia aquellos príncipes un disgusto que no hizo más que acrecentarse; y, temiendo que su valor se perdiese en una paz tan larga, eligieron por rey a Alarico. El era de la familia de los Baltos, raza heroica, la segunda en nobleza después de los Amalos. Y aquel nombre de Balto, que quiere decir "bravo", le había sido dado desde hacía largo tiempo por los suyos, a causa de su valentía e intrepidez. Tan pronto como fue hecho rey, en consejo con los suyos, Alarico los convenció de ir a conquistar reinos y no permanecer ociosos bajo la dominación extranjera. Y, a la cabeza del ejército, bajo el consulado de Estilicón y Aureliano, atravesó las dos Panonias, dejando Firmium a su derecha, y entró en Italia, entonces casi vacía de defensores. No encontrando ningún obstáculo, acampó cerca del puente Condinianus, a tres millas de la ciudad regia de Ravenna. Esta ciudad, entre las marismas, el mar y el Po, no es accesible sino por un solo costado. Fue antaño habitada, según una antigua tradición, por los Enetas, nombre que significa "digno de elogio". Situada en el seno del Imperio Romano, en la costa del mar Jónico, está rodeada y como sumergida por las aguas. Tiene al oriente el mar; y si, partiendo de Corcire y de Grecia, y tomando a la derecha, se atraviesa directamente este mar, se pasa primero delante del Epiro, enseguida delante de Dalmacia, Liburnia, Istria y se ve florecer de su remo Venecia. Al Occidente está defendida por pantanos, a través de los cuales se ha dejado un estrecho pasaje como una especie de puerta. Está rodeada, al norte, por un brazo del Po llamado canal de Ascon y, en fin, hacia el mediodía, por el Po mismo, que se designa ahora con el nombre de Eridan, y que lleva, sin rival, el nombre de rey de los ríos. Augusto rebajó su lecho y lo hizo muy profundo; lleva a la ciudad la séptima parte de sus aguas, y su desembocadura forma un puerto excelente, donde antaño, según Dion, se podía estacionar, con toda comodidad, una flota de doscientos cincuenta veleros. Hoy día, como dice Fabius, en el antiguo lugar del puerto, se ven vastos jardines llenos de árboles, de donde ya no penden velas sino frutos. La ciudad tiene tres nombres que la glorifican, según los tres barrios en que se divide y de los cuales se han tomado los nombres: el primero es Ravenna, el último es Classis, y el del medio es Cesárea, entre Ravenna y el mar. Construido sobre un terreno arenoso este último barrio es de un acceso dulce y fácil, y cómodamente situado para los transportes.

Así, pues, cuando el ejército de los visigodos llegó a esta ciudad, envió una delegación al emperador Honorio, que se encontraba encerrado allí, para decirle que, o permitía a los godos habitar pacíficamente en Italia, y entonces vivir con los romanos en paz, de tal suerte que las dos naciones no parecieran más que una, o se preparaba para la guerra, y que el más fuerte venciera al otro, estableciéndose la paz tras la victoria. Aquellas dos proposiciones horrorizaron a Honorio que, tomando el consejo del Senado, deliberó sobre los medios para hacer salir a los godos de Italia. Se determinó al final hacerles una donación, confirmada por un rescripto imperial, de la Galia e Hispania, provincias alejadas que por aquel entonces había casi perdido, y que asolaba Genserico, rey de los vándalos, y autorizó a Alarico y su pueblo para adueñárselas, si podían, como si siempre les hubieran pertenecido. Los godos consintieron en este arreglo, y se pusieron en marcha hacia los territorios que les habían sido concedidos. Pero cuando ellos se hubieron retirado de Italia, donde no habían cometido daño alguno, el patricio Estilicón, suegro del emperador Honorio (ya que este príncipe desposó, una después de la otra, a sus dos hijas, María y Termantia, que Dios llevó de este mundo castas y vírgenes), Estilicón, digo, avanzó pérfidamente hasta Pollentia, ciudad situada en los Alpes; y como los godos no desconfiaban de nada, cayó sobre ellos, estallando una guerra que habría de llevar a la ruina de Italia y a su propia deshonra. Este ataque imprevisto primero sembró el pánico entre los godos; pero bien pronto, retomando el coraje y animándose los unos a los otros, según su costumbre, pusieron en fuga a casi todo el ejército de Estilicón, lo persiguieron y lo aniquilaron: en el furor que los poseía, abandonaron su ruta y, volviendo sobre sus pasos, entraron en Liguria. Después de haber hecho un rico botín, asolaron también la provincia de Emilia; y, recorriendo la vía Flaminia entre el Piceno y la Toscana, devastaron todo lo que se encontraba a su paso, de un lado y de otro, hasta Roma. Entraron, en fin, a esta ciudad, y Alarico dejó pillarla; pero la defendió de ponerle fuego, como es habitual entre los paganos, así como de hacer daño alguno a aquellos que se encontrasen refugiados en las iglesias de los santos. Los godos, dejando Roma, llegaron a Bruttium, pasando por la Campania y la Lucania, donde cometieron igualmente destrozos. Después de estar detenidos un tiempo, resolvieron pasar a Sicilia, y, desde allá, al Africa... pero, algunos proyectos que realiza el hombre no se realizan sin la voluntad de Dios: en el tormentoso estrecho muchos de sus veleros se hundieron, y otros, en gran número, se dispersaron; y mientras que, obligado a retroceder, Alarico deliberaba acerca de qué iba a hacer, la muerte lo sorprendió de golpe, y se lo llevó de este mundo. Los godos, llorando a su amado jefe, desviaron de su lecho al río Barentius, cerca de Cosentia; ya que este río corre al pie de una montaña y baña a esta ciudad con sus aguas bienhechoras. Al medio de su lecho hicieron excavar, a una tropa de cautivos, un lugar para inhumarlo, y al fondo de esta fosa, enterraron a Alarico con una gran cantidad de objetos preciosos. Después, llevaron de nuevo las aguas a su lecho primitivo; y para que el lugar donde estaba su cuerpo no pudiera ser jamás conocido por nadie, mataron a todos los sepultureros.

 

Jordanes, Gética (s. VI), en: Piganiol, A., Le Sac de Rome, Albin Michel, 1964, Paris, pp. 278-281. Trad. del francés por José Marín R.

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SAQUEO DE ROMA SEGÚN PAULO OROSIO

 

Finalmente, tras acumularse tantas blasfemias sin que hubiera ningún arrepentimiento, cae sobre Roma el clamoroso castigo que ya pendía sobre ella desde hacía tiempo.

Se presenta Alarico, asedia, aterroriza e invade la temblorosa Roma, aunque había dado de antemano la orden, en primer lugar de que dejasen sin hacer daño y sin molestar a todos aquellos que se hubiesen refugiado en lugares sagrados y sobre todo en las basílicas de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y, en segundo lugar, de que, en la medida que pudiesen, se abstuvieran de derramar sangre, entregándose sólo al botín. Y para que quedase más claro que aquella invasión a la ciudad se debía más a la indignación de Dios que a la fuerza de los enemigos, sucedió incluso que el obispo de la ciudad de Roma, el bienaventurado Inocencio, cual justo Loth sacado de Sodoma, se encontraba en Ravenna por la oculta Providencia de Dios; de esta forma no vio la caída del pueblo pecador. En el recorrido que los bárbaros hicieron por la ciudad, un godo, que era de los poderosos y de religión cristiana, encontró casualmente en una casa de religión a una virgen consagrada a Dios, de edad ya avanzada; y, cuando él le pidió de una forma educada el oro y la plata, ella, con la seguridad que le daba su fe, respondió que tenía mucho, prometió que se lo mostraría y lo sacó todo a su presencia; y cuando se dio cuenta de que el bárbaro, a vista de todas aquellas riquezas, quedó atónito por su cantidad, su peso y su hermosura - a pesar de que desconocía incluso la calidad de los vasos-, la virgen de Cristo le dijo: "Estos son los vasos sagrados del apóstol Pedro; cógelos, si tienes el suficiente valor; si lo haces, tú tendrás que responder; yo, dado que no puedo defenderlo, no me atrevo a mantenerlo". El bárbaro, empujado al respeto a la religión ya por temor a Dios, ya por la fe de la virgen, mandó un mensajero a Alarico para informarle de estos hechos; Alarico dio órdenes de que los vasos sagrados fueran llevados tal como estaban a la basílica del apóstol y que, bajo la misma escolta, fuese también la virgen y todos aquellos cristianos que quisieran unirse. (...) La piadosa procesión es cortejada en todo su recorrido por una escolta con las espadas desenvainadas; romanos y bárbaros, unidos en un solo coro, cantan públicamente un himno a Dios; el sonido de la trompeta de salvación suena a lo largo y ancho en medio del saqueo de la ciudad, e incita y anima a todos, incluso a los escondidos en lugares ocultos. (...) Fue un profundo misterio este del transporte de vasos, del canto de himnos y de la conducción del pueblo; fue algo así, pienso, como un gran tamiz, por el cual, de toda la masa del pueblo romano, como si de un gran montón de trigo se tratase, pasaron por todos los agujeros, saliendo de los escondidos rincones de todo el círculo de la ciudad, los granos vivos, conducidos ya por la ocasión, ya por la verdad; sin embargo fueron aceptados todos aquellos granos del previsor granero del Señor que creyeron poder salvar su vida presente, pero los restantes, como si se tratase de estiércol o paja, juzgados ya de antemano por su falta de fe y su desobediencia, quedaron allí para ser exterminados y quemados. ¿Quién podría ponderar suficientemente estos hechos, por muchas maravillas que dijese? ¿Quién podría proclamarlos con dignas alabanzas?

Al tercer día de haber entrado en la ciudad los bárbaros se marcharon espontáneamente, no sin provocar el incendio de unos cuantos edificios, pero no incendio tan grande como el que en el año 700 de la fundación de la ciudad había provocado el azar. Y, si recordamos el fuego provocado para espectáculo de Nerón, que era emperador suyo, de Roma, sin duda alguna no se podrá igualar con ningún tipo de comparación este fuego que ha provocado ahora la ira del vencedor con aquel que provocó la lascivia de un príncipe. Ni tampoco debo recordar ahora en esta relación a los galos, los cuales se apoderaron rápidamente, en el espacio casi de un año, de las trilladas cenizas de una Roma incendiada y destruida. Y para que nadie dude que los enemigos tuvieron permiso para proporcionar ese correctivo a esta soberbia, lasciva y blasfema ciudad, los lugares más ilustres de la ciudad que no habían sido quemados por los enemigos, fueron destruidos por rayos en esta misma época.

 

Paulo Orosio, Historiarum Adversus Paganos Libri Septem, VII, 38 y VII, 39, Trad. de E. Sánchez S., Gredos, 1982, Madrid, vol. 2, pp. 267-270.

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SAQUEO DE ROMA SEGÚN SAN JERÓNIMO

 

Mientras estas cosas sucedieron en Jerusalén, llegó desde Occidente el terrible rumor del asedio de Roma. Sus ciudadanos se habían rescatado a precio de oro; pero, ya saqueados una vez, fueron saqueados de nuevo con peligro de no perder solamente su subsistencia sino también sus vidas. Mi voz se ahoga en sollozos mientras estoy dictando esta carta. Fue conquistada la Capital que conquistó al mundo entero, mejor dicho, cayó por hambre antes de caer por la espada, y los vencedores sólo encontraron pocos para tomarlos prisioneros. La extrema necesidad empujó a los hambrientos a buscar inefables alimentos: los hombres se devoraron sus propias carnes, y las madres no perdonaron a los lactantes en sus pechos, y recibieron en su cuerpo lo que su cuerpo antes había dado a luz. "Señor, las gentes han irrumpido en vuestra heredad y han profanado vuestro santo templo; como una barraca de hortelano han dejado a Jerusalén. Los cadáveres de vuestros siervos los han arrojado para pasto de las aves del cielo; han dado la carne de vuestros santos a las bestias de la tierra. Como agua han derramado la sangre de ellos alrededor de Jerusalén, sin que hubiere quien los sepultase" (Ps. LXXVIII, 1-3). "¿Quién podría cantar aquella noche de derrota, quién explicar con palabras aquella tremenda matanza o igualar con lágrimas su dolor? Cae la Urbe antigua, que por siglos dominaba el mundo, y por sus calles y casas a cada paso yacen los cadáveres: inmensa visión de la muerte" (Aen. II, 361-365 y 369).

Mientras tanto, en toda esta tremenda confusión, el cruento vencedor irrumpe también en la casa de Marcela. Séame permitido relatar lo que me contaron o, mejor dicho, reproducir lo que fue visto por testigos oculares, que os encontraron a vos, Principia, a su lado, compartiendo el mismo peligro. Me contaron que Marcela recibió a los intrusos con intrépido semblante y, preguntando aquéllos por su oro y sus tesoros escondidos, indicó, como por excusa, su vil túnica. Aquéllos, sin embargo, no quisieron creer a su voluntaria pobreza, y la pegaron con palos y la trataron a latigazos. Pero ella no sintió el dolor, mas postrándose con lágrimas a sus pies, les rogó que no os separasen a vos de su lado, ni que hiciesen sufrir a vuestra delicada juventud lo que ella no temió por su vejez. Y Cristo ablandó sus duros corazones, y hasta entre esas sangrientas espadas se halló lugar para un sentimiento de piedad y compasión. Los bárbaros os acompañaron, a las dos, hasta la basílica de San Pablo, para encontrar allí la salvación o la tumba. Me contaron que Marcela sintió de todo esto tan grande gozo que dio gracias a Dios por habérosle guardado sin sufrir ofensa, que la cautividad no la hizo pobre, sino que la encontró pobre, que ahora carecería del pan del día, pero que, hartada de Cristo, no sentiría hambre; en obra y en palabra reprodujo aquello: "Desnuda salí del vientre de mi madre, y desnuda volveré allí. Como el Señor lo ha querido, así fue hecho. ¡Sea bendito el nombre del Señor!" (Job, I, 21) (1)

¡Oh, qué gran maldad! ¡El mundo está por perecer, pero en nosotros no terminan los pecados! La Ciudad ilustre y la cabeza del Imperio Romano, se ha consumido en un incendio. No hay país donde no vivan desterrados algunos romanos. Iglesias sagradas en otro tiempo han caído, abrasadas y convertidas en cenizas y pavesas: ¡y con todo eso seguimos avarientos y codiciosos! Vivimos, como si no hubiese mañana, y edificamos casas y palacios, como si hubiésemos de vivir en este mundo para siempre. Las paredes resplandecen con oro, con oro las bóvedas, con oro los capiteles de las columnas: ¡Y delante de nuestras puertas está Cristo desnudo y padeciendo de hambre en los pobres! (2)

 

(1) San Jerónimo, Ep. CXXVII, A Principia (412), en: Huber, S., Cartas Selectas de San Jerónimo, Versión directa del latín, Ed. Guadalupe, 1945, Buenos Aires, pp. 493-496.

(2) San Jerónimo, Ep. CXXVIII, Al Caballero Gaudencio (414), en: Huber, S., Cartas Selectas de San Jerónimo, Versión directa del latín, Ed. Guadalupe, 1945, Buenos Aires, pp. 416.

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LOS BÁRBAROS EN LA GALIA (c. 407-8)

 

Dime, Salomón, ¿cuál es tu suerte ahora? ¿Cuál es el estado de tu patria? ¿Qué encantos puedes encontrar viviendo en ella?

Por primera vez los bárbaros, violando el tratado de paz hasta entonces intacto, se arrojan sobre los campos, sobre las fortunas de los habitantes y urgen a los colonos del país. Ni las mansiones de mármol ni los bloques empleados en construir los inútiles teatros sirven ahora para alargar la vida por más tiempo. Una peste interna, una guerra secreta nos esquilma con una espesa granizada de dardos. El enemigo es tanto más peligroso cuanto más oculto se halla. No obstante, si el sármata causa estragos, si el vándalo provoca incendios, si el rápido alano arrebata el botín, intentamos, con dudoso resultado, a precio de esfuerzos penosos, reparar todo.

Nos apresuramos a limpiar la viña, arrancar las malezas, a reponer una puerta desquiciada o una ventana rota, en vez de cultivar el vasto campo de nuestra alma y levantar el honor arruinado de nuestro espíritu cautivo. Ni el enemigo, ni la hambruna, ni las enfermedades, han influido en nosotros. Lo que fuimos, eso somos. Sujetos a los mismos vicios, seguimos pecando. Uno que comía hasta medianoche, ensarta un día con otro para comer y beber al fulgor de las lámparas. Pedro era adúltero, adúltero es aún. Polio era envidioso, sigue siendo envidioso. Albo andaba a la caza de honores: en medio de un mundo arruinado, ¿está menos devorado por la ambición?

Nada es sagrado para nosotros, salvo las ganancias. Llamamos honesto a lo útil, al mal llamamos bien, y el avaro es reputado como gran economista.

 

Paulino de Béziers, Epigramma, vv. 8-41, Ed. Schenkl, C.S.E.L., t. XVI, pp. 503-505, cit. en: Courcelle, P., Histoire Littéraire des Grandes Invasions Germaniques, Et. Augustiniennes, 3ª Ed. 1964, Paris, p. 87; v. texto latino de los vv. 12-35 en pp. 355 y s. Trad. del francés por José Marín R.

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