El nuevo gusto plebeyo en el siglo I d. C.
Carta de Plinio a Trajano y respuesta (s. II)
De la perversidad de Decio y Galo
Certificado de la persecución de Decio
De la paz en tiempo de Galieno
De la palinodia de los soberanos. Edicto de tolerancia (311)
Discurso de Constantino a la Asamblea de los Santos (325)
San Silvestre y Constantino el Grande según la leyenda
La conversion de Constantino según un pagano
Edicto de Constantino sobre el colonato
Ley de Valentiniano I sobre los colonos (371)
Carta de Valentiniano I al dux de la Dacia Ripensis (365)
Ley de Teodosio I sobre los colonos en Palestina
Alocución secreta al emperador (390)
San Ambrosio y Teodosio el Grande
Paganismo en el siglo IV: Símaco
Esquema de los efectivos del ejército imperial en el siglo IV y comienzos del siglo V
Distribución nominal del ejército imperial fines s. IV
Efectivos del ejército romano a comienzos del siglo V según la Notitia Dignitatum
El ejército romano a fines del siglo IV
Los godos entran al Imperio Romano
Sobre la propiedad a fines del siglo IV
San Agustín y el saqueo de Roma
Sitio de Roma del 408 según Zósimo
Sitio y saqueo de Roma según Sozómenos
El saqueo de Roma según Pelagio
Saqueo de Roma según Paulo Orosio
Saqueo de Roma según San Jerónimo
Orosio, Historiarum Adevrsus Paganos Libri Septem (VII, 43)
Sobre los bucellarios en el Bajo Imperio (468)
Expulsó de Roma a los judíos que, a instigación de un tal Cristo, provocaban turbulencias. Permitió a los diputados de los germanos sentarse en la orquesta, agradándole mucho la franqueza y altivez con que aquellos extranjeros, que habían sido colocados en medio del pueblo, fueron espontáneamente a sentarse al lado de los embajadores de los partos y armenios, sentados entre los senadores, diciendo que no les eran inferiores en calidad ni en valor. Abolió completamente en las Galias la cruel y atroz religión de los druidas, que Augusto no había hecho más que prohibir a los ciudadanos. En cambio, trató de pasar del Atica a Roma los misterios de Eleusis; y propuso reconstruir en Sicilia, por cuenta del Tesoro público, el templo de Venus Ericina, que se había desplomado por su vetustez. Contrajo alianza con los reyes en el Foro, inmolando una cerda y haciendo leer por los feciales la antigua fórmula de los juramentos. Mas estos actos, y en general todos los de su gobierno, expresaban más bien la voluntad de sus mujeres y libertos que la suya, no teniendo otra regla que el interés o capricho de éstos.
Suetonio, Claudio, XXV, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, p. 105.
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Trazó un plan nuevo para la construcción de edificios en Roma, e hizo levantar a costa suya pórticos delante de todas las casas, fueran particulares o de renta, con objeto de que se pudiese desde lo alto de las terrazas combatir los incendios. Quería también prolongar hasta Ostia las murallas de Roma y hacer llegar el mar a la ciudad por un canal. Bajo su reinado se reprimieron y castigaron muchos abusos, y se dictaron reglamentos muy severos. Puso límites al lujo: los festines que se daban al pueblo quedaron convertidos en distribuciones de víveres: prohibió que se vendiese ningún alimento cocinado en las tabernas, exceptuando legumbres, cuando antes se vendía en ellas toda clase de manjares. Los cristianos, clase de hombres llenos de supersticiones nuevas y peligrosas, fueron entregados al suplicio. Púsose freno a la licencia de los aurigas, a quienes un antiguo uso autorizaba a vagabundear por la ciudad, engañando y robando a los ciudadanos para divertirse. Desterraron a los pantomimos y a los que intrigaban en favor o en contra de ellos (1).
Luego, para acabar con este rumor, culpó y aplicó refinadísimos tormentos a los que el vulgo llamaba cristianos, odiosos por sus maldades. Les venía este nombre de Cristo, a quien bajo el Imperio de Tiberio, Poncio Pilatos le condenó a muerte; reprimida por el momento esta detestable superstición, reaparecía con más vigor. Y esto no sólo por Judea, cuna de este mal, sino también a través de toda Roma, donde tiene fácil acogida y desarrollo todo lo más atroz y vergonzoso de todas partes. Primeramente fueron apresados los que declaraban su fe; después, por revelaciones de ellos mismos, una gran multitud fue convencida, más que de delito de incendio, de odio al género humano (2).
(1) Suetonio, Nerón, XVI, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, p. 105 y s. (volver al texto)
(2) Tácito, Annales, XLIV, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, p. 106. (volver al texto)
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EL NUEVO GUSTO PLEBEYO EN EL SIGLO I d. C
(29) En efecto, a la izquierda según se entraba, no lejos de la garita del portero, un perro gigantesco, sujeto con una cadena, estaba pintado en la pared, y encima escrito con letras capitales
CUIDADO CON EL PERRO
Mis compañeros se desternillaban de la risa; yo, en cuanto recobré el aliento, no perdí la ocasión de seguir en detalle el muro entero. Había un mercado de esclavos pintado con sus letreros, y el propio Trimalción, con melenas, tenía un caduceo en la mano y bajo la guía de Minerva entraba en el pueblo. A continuación se representaba cómo había aprendido las cuentas, luego cómo había llegado a administrador; todos los pormenores los había figurado muy cuidadosamente con sus cartelas el minucioso pintor. Al final del pórtico (...) Mercurio se lo llevaba a un elevado sitial. A su lado estaban Fortuna, bien provista con el cuerno de la abundancia, y las tres Parcas hilando sus rocadas de oro (1).
(71)[Habla Trimalción]¿Qué me dices, amigo del alma? ¿Construyes mi panteón tal como te mandé? Te ruego encarecidamente que a los pies de mi estatua hagas pintar una perrita, y coronas de flores y oro perfumado, y todos los combates de Petraite, para tener la suerte por tu servicio de seguir vivo después de mi muerte. Aparte de esto, que tenga de frente cien pies, y doscientos de fondo. Y quiero que haya toda clase de frutales en torno a mis cenizas, y muchas, muchas viñas. Muy absurdo es que de vivos se tengan casas llenas de detalles, y no preocuparse de aquellas en las que habremos de habitar mucho más tiempo. Y por eso, antes de nada quiero que se ponga:
ESTE PANTEÓN NO PASARÁ A LOS HEREDEROS
Por otra parte me voy a cuidar de prevenir por testamento que no pueda recibir ultrajes una vez muerto. voy, en efecto, a dejar a uno de mis libertos encargado de mi sepulcro para que vigile que la gente no corra tras de mi panteón a hacer aguas mayores. Te pido también que pongas las naves que figuren en mi tumba marchando a todo trapo, y a mí en un estrado, sentado, vestido de pretexta, con cinco anillos de oro y distribuyendo de una escarcela monedas de oro a la gente; pues sabes que di un banquete y dos denarios por persona. Póngase también, si te parece, unos triclinios. Pondrás también a todos los de mi colegio pasándoselo bien. A la derecha colocarás una estatua de mi querida Fortunata con una paloma en la mano, y tirando de una perrilla atada con una correa; y a mi muchachillo, y muchas ánforas selladas, para que no se salga el vino, y esculpe una como tal que está rota, y sobre ella un esclavo llorando. Y en el centro un reloj, para que todo el que mire la hora, quiera o no quiera, lea mi nombre. En cuanto al epitafio, presta también atención a ver si éste te parece suficientemente a propósito:
AQUÍ DESCANSA
GAYO POMPEYO TRIMALCIÓN MECENATIANO
LE FUE OTORGADO EL SEVIRADO EN SU AUSENCIA
PUDO ESTAR EN TODAS LAS DECURIAS DE ROMA
MAS NO QUISO
PIADOSO VALEROSO LEAL
SALIÓ DE CASI LA NADA
DEJÓ TREINTA MILLONES DE SESTERCIOS
Y NUNCA OYÓ A UN FILÓSOFO
QUEDA EN PAZ
-Y TÚ TAMBIÉN (2).
(1) Petronio, Satiricón, Trad. de M. Díaz y Díaz, Ed. Orbis, 1982, Barcelona, p. 35. (volver al texto)
(2) Petronio, Satiricón, Trad. de M. Díaz y Díaz, Ed. Orbis, 1982, Barcelona, p. 92-94. (volver al texto)
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CARTA DE PLINIO A TRAJANO Y RESPUESTA (s. II)
C. Plinio al Emperador Trajano.
Señor, me hago una obligación de exponerte todas mis dudas. En efecto, quién mejor que tú podrá disipar mis dudas y aclarar mi ignorancia. Yo no había jamás asistido a la instrucción o a un juicio contra los cristianos, por tanto no sé en qué consiste la información que se debe hacer en contra de ellos, ni sobre qué base condenarlos, como tampoco sé de las diversas penas a las cuales se les debe someter. Mi indecisión parte de una serie de puntos que no sé como resolver. ¿Debo tener en cuenta la diferencia de edades entre ellos o, sin distinguir entre jóvenes y viejos, los debo castigar a todos con la misma pena? ¿Debo conceder el perdón a aquellos que se arrepienten? Y, en aquellos que fueron cristianos, ¿subsiste el crimen una vez que dejaron de serlo? ¿Es el mismo nombre de cristianos, independiente de todo otro crimen, lo que debe ser castigado, o los crímenes relacionados con ese nombre? Te expongo la actitud que he tenido frente a los cristianos presentados ante mi tribunal. En el interrogatorio les he preguntado si son cristianos, luego durante el interrogatorio, a los que han dicho que sí, les he repetido la pregunta una segunda y tercera vez, y los he amenazado con el suplicio: si hay quienes persisten en su afirmación yo los hago matar. En mi criterio consideré necesario castigar a los que no abjuraron en forma obstinada. A los que entre estos eran ciudadanos romanos, los puse aparte para enviarlos frente al pretor de Roma. A medida que ha avanzado la investigación se han ido presentando casos diferentes. Me llegó una acusación anónima que contenía una larga lista de personas acusadas de ser cristianos. Unas me lo negaron formalmente diciendo que no lo eran más y otras me dijeron que no lo habían sido nunca. Por orden mía delante del tribunal ellos han invocado a los dioses, quemado los inciensos, ofrecido las libaciones delante de sus estatuas y delante de la tuya que yo había hecho traer, finalmente ellos han maldecido al Cristo, todas cosas que jamás un verdadero cristiano aceptaría hacer.
Otros, después de haberse declarado cristianos, aceptaron retractarse diciendo que lo habían sido precedentemente pero que habían dejado de serlo; algunos de éstos habían sido cristianos hasta hace tres años, otros lo habían dejado hace un período más largo, y otros hasta hace más de veinticinco años. Todos estos, igualmente, han adorado tu estatua y maldecido al Cristo. Han declarado que todo su error o su falta ha consistido en reunirse algunos días fijos antes de la salida del sol para cantar en comunidad los himnos en honor a Cristo que ellos reverencian como a un Dios. Ellos se unen por un sacramento y no por acción criminal alguna, sino que al contrario para no cometer fraudes, adulterios, para no faltar jamás a su palabra. Luego de esta primera ceremonia ellos se separan y se vuelven a unir para un ágape en común, el cual, verdaderamente, nada tiene de malo. Los que ante mí pasaron han insistido que ellos han abandonado todas esas prácticas. Luego de mi edicto que, según tus órdenes, prohibía las asambleas secretas, he creído necesario llevar adelante mis investigaciones y he hecho torturar dos esclavas, que ellos llaman "siervos", para arrancarles la verdad. Lo único que he podido constatar es que tienen una superstición excesiva y miserable. Así, suspendiendo todo interrogatorio, recurro a tu sabiduría. La situación me ha parecido digna de un examen profundo, máxime teniendo en cuenta los nombres de los inculpados. Son una multitud de personas de todas las edades, de todos los sexos, de todas las condiciones. Esta superstición no ha infectado sólo las ciudades, sino que también los pueblos y los campos. Yo creo que será posible frenarla y reprimirla. Ya hay un hecho que es claro, y este es que la muchedumbre comienza a volver a nuestros templos que antes estaban casi desiertos; los sacrificios solemnes, por largo tiempo interrumpidos, han retomado su curso. Creo que dentro de poco será fácil enmendar a la multitud.
De Trajano a Plinio el Joven.
Querido Plinio, tú has actuado muy bien en los procesos contra los cristianos. A este respecto no será posible establecer normas fijas. Ellos no deberán ser perseguidos, pero deberán ser castigados en caso de ser denunciados. En cualquier caso, si el acusado declara que deja de ser cristiano y lo prueba por la vía de los hechos, esto es, consiente en adorar nuestros dioses, en ese caso debe ser perdonado. Por lo que respecta a las denuncias anónimas, estas no deben ser aceptadas por ningún motivo ya que ellas constituyen un detestable ejemplo: son cosas que no corresponden a nuestro siglo.
Cayo Plinio Cecilio Segundo, Panegírico de Trajano y Cartas, Cartas XCVII y XCVIII, tomo II, Biblioteca clásica, tomo CLV, Texto en latín del rescripto de Trajano en: Blanco, V., Orlandis, J., Textos Latinos: Patrísticos, Filosóficos, Jurídicos, Ed. Gómez, 1954, Pamplona, p. 103, cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, pp. 292-294; cit. tb. en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, p. 109-111.
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Y como también Severo suscitara una persecución contra las iglesias, en todas partes se consumaron espléndidos martirios de los atletas de la religión, pero se multiplicaron especialmente en Alejandría. Los atletas de Dios fueron enviados allá, como al estadio más grande, desde Egipto y toda Tebaida, y por su firmísima paciencia en diversos tormentos y géneros de muerte, se ciñeron las coronas preparadas por Dios. Entre ellos se encontraba también Leónidas, llamado "el padre de Orígenes", que fue decapitado, y dejó a su hijo todavía muy joven. No estará de más describir brevemente con qué predilección por la palabra divina vivió el muchacho desde entonces, ya que es abundantísimo lo que de él se cuenta de célebre entre la gran mayoría.
Eusebio de Cesárea, Historia Eclesiástica, VI, 1, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 118.
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DE LA PERVERSIDAD DE DECIO Y GALO
A Decio, que no reinó el par de años completos, pues enseguida fue degollado junto con sus hijos, le sucede Galo. En este tiempo muere Orígenes, cumplidos los sesenta y nueve años de su vida. Dionisio, por su parte, escribiendo a Hermamón, dice de Galo esto que sigue:
"Pero es que Galo ni reconoció el mal de Decio ni tuvo la precaución de examinar qué le derribó, sino que vino a estrellarse contra la misma piedra que estaba delante de sus ojos. Cuando el imperio moraba bien y los asuntos salían a pedir de boca, expulsó a los santos varones que ante Dios intercedían por su paz y por su salud, y, en consecuencia, junto con ellos, persiguió también a las oraciones hechas en su favor".
Esto, pues, acerca de Galo.
Eusebio de Cesárea, Historia Eclesiástica, VII, 1, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, p. 118.
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En efecto, tras muchos años, surgió para vejar a la Iglesia el execrable animal Decio. Pues, ¿quién sino un malo puede ser perseguidor de la justicia? Como si hubiese sido elevado a la cumbre del poder con esta finalidad, comenzó rápidamente a volcar su cólera contra Dios para que rápida fuese su caída. Habiendo marchado en expedición contra los carpos, que habían ocupado Dacia y Mesia, rodeado de improviso por los bárbaros, fue destruido con gran parte del ejército. Ni siquiera pudo ser honrado con la sepultura, sino que, despojado y desnudo, como correspondía a un enemigo de Dios, fue pasto de las aves de presa en el suelo.
Lactancio, Sobre la muerte de los perseguidores, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, p. 119.
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CERTIFICADO DE LA PERSECUCIÓN DE DECIO
A la comisión de sacrificios de la aldea de la isla de Alejandro (islote del Fayum), de parte de Aurelio Diógenes, hijo de Satabó, natural de la misma isla de Alejandro, de unos setenta y dos años de edad. Cicatriz en la ceja derecha. Siempre he cumplido con los sacrificios a los dioses, y ahora, en vuestra presencia, conforme a lo mandado por el edicto, he sacrificado, ofrecido libaciones y tomado parte en el banquete sagrado, y os suplico que así lo certifiquéis.
Salud. Aurelio Diógenes, que presenté esta instancia. Yo Aurelio certifico...
Año primero del Emperador César Cayo Mesio Quinto Trajano Decio Pío Feliz Augusto.
A dos del mes de Epiph (26 de junio de 250).
En: A.M. Mártires siglo III, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, p. 119.
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1. Galo y su equipo, después de haber retenido el mando casi dos años, fueron derrocados, y les sucedieron en el gobierno Valeriano y su hijo Galieno.
2. Otra vez, pues, nos es dado a conocer lo que de él cuenta Dionisio por la carta dirigida a Hermamón, en la cual lleva su narración de la siguiente manera:
"Y también a Juan le fue revelado igualmente: Y se le dio, dice, una boca que profiere grandezas y blasfemias, y le fueron dados poder y cuarenta y dos meses.
3. "Pero ambas cosas son de admirar en Valeriano, y sobre todo se ha de considerar cómo era al principio, qué favorable y benevolente para con los hombres de Dios, porque, antes de él, ningún otro emperador, ni siquiera los que se dice que abiertamente fueron cristianos, tuvo una disposición tan favorable y acogedora. Al comienzo los recibía con una familiaridad y una amistad manifiestas, y toda su casa estaba llena de hombres piadosos y era una Iglesia de Dios.
4. "Pero el maestro y jefe supremo de los magos de Egipto logró persuadirle a que se desembarazase de ellos, y le ordenaba matar y perseguir a los puros y santos varones, porque eran contrarios y obstáculo de sus infames y abominables encantamientos (pues son, efectivamente, y eran capaces, con su presencia y con su vista, e incluso únicamente con su respiración y el sonido de su voz, de destruir las asechanzas de los pestíferos demonios), y le sugería realizar iniciaciones impuras, sortilegios abominables y ritos de mal auspicio, así como degollar a míseros niños, inmolar a hijos de padres infortunados, abrir entrañas de recién nacidos y cortar y despedazar las criaturas de Dios, como si por todo esto hubieran de ser felices.
5. Y a esto añade lo siguiente:
"En consecuencia, Macriano les ofreció buenos sacrificios de acción de gracias por el imperio que esperaba. El, que en un principio había estado al frente de las cuentas universales del emperador, no tuvo un solo pensamiento razonable ni universal, sino que cayó bajo la maldición del profeta que dice: ¡Ay de los que profetizan desde su propio corazón y no miran lo universal!
6. "Y es que no comprendió la providencia universal ni temió el juicio del que antes que está antes que todo, a través de todo y sobre todo, por lo cual se convirtió en enemigo de su Iglesia universal, se hizo ajeno y se desterró a sí mismo de la misericordia de Dios, y huyó lejísimo de su propia salvación, mostrando en ello la verdad de su propio nombre".
7. Y después de otras cosas vuelve a decir:
"Valeriano, efectivamente, inducido por éste a tales excesos, se vio objeto de insultos y ultrajes, según la sentencia de Isaías: Y éstos escogieron para sí los caminos y las abominaciones que su alma quiso; pues yo me escogeré sus burlas y he de recompensarles sus pecados.
"Macriano, en cambio, enloquecía por el imperio, a pesar de no merecerlo; y no pudiendo revestir él los ornamentos imperiales en su cuerpo contrahecho, propuso a sus dos hijos, que así recibieron los pecados paternos, pues fue bien clara en ellos la predicción hecha por Dios: Yo, que castigo los pecados de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian.
"En efecto, al arrojar sus propios malvados deseos, que se habían frustrado, sobre las cabezas de sus hijos, también les transfirió su propia maldad y su odio a Dios".
Y ésto es lo que Dionisio dice sobre Valeriano.
Eusebio de Cesárea,Historia Eclesiástica, VII, 10, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 124 y s.
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DE LA PAZ EN TIEMPO DE GALIENO
Pero no mucho después, mientras Valeriano sufría la esclavitud entre los bárbaros, empezó a reinar solo su hijo y gobernó con mayor sensatez. Inmediatamente puso fin, mediante edictos, a la persecución contra nosotros, y ordenó por un rescripto a los que presidían la palabra que libremente ejercieran sus funciones acostumbradas. El rescripto rezaba así:
"El emperador César Publio Licinio Galieno Pío Félix Augusto, a Dionisio, Pina, Demetrio y a los demás obispos: He mandado que el beneficio de mi don se extienda por todo el mundo, con el fin de que se evacuen los lugares sagrados y por ello también podáis disfrutar de la regla contenida en mi rescripto, de manera que nadie pueda molestaros. Y aquello que podáis recuperar, en la medida de lo posible, hace ya tiempo que lo he concedido. Por lo cual, Aurelio Cirinio, que está al frente de los asuntos supremos, mantendrá cuidadosamente la regla dada por mí".
Quede inserto aquí, para mayor claridad, este rescripto, traducido del latín. Se conserva también, del mismo emperador, otra ordenanza que dirigió a otros obispos y en que permite la recuperación de los lugares llamados cementerios.
En este tiempo, Sixto seguía todavía rigiendo la Iglesia de Roma; Demetriano, en cambio, la de Antioquía, a continuación de Fabio; y Firmiliano, la de Cesárea de Capadocia; además de éstos, regían las iglesias del Ponto, Gregorio y su hermano Atenodoro, discípulos de Orígenes. Por lo que atañe a Cesárea de Palestina, muerto Teoctisto, recibe en sucesión el episcopado Domno, pero, habiendo éste sobrevivido breve tiempo, fue instituido sucesor Teotecno, contemporáneo nuestro, que también era de la escuela de Orígenes. Pero también en Jerusalén, muerto Mazalbano, recibe en sucesión el trono Himeneo, el mismo que ha brillado muchísimos años en nuestra época.
Eusebio de Cesárea,Historia Eclesiástica, VII, 13 y 14, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 126 y s.
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Diocleciano, que fue inventor de crímenes y un maquinador de maldades, al tiempo que arruinaba todas las demás cosas, tampoco pudo abstenerse de levantar sus manos contra Dios. Con su avaricia y su timidez alteró la faz de la tierra. En efecto, dividiendo la tierra en cuatro partes hizo a otros tres emperadores partícipes de su poder. Paralelamente multiplicó el ejército, pues cada cual contendía por disponer de un ejército mayor que el que cada uno de los emperadores anteriores había tenido cuando uno solo estaba al frente de todo el Estado. Se llegó al extremo de que era mayor el número de los que vivían de los impuestos que el de los contribuyentes, hasta el punto de que, al ser consumidos por la enormidad de las contribuciones los recursos de los colonos, las tierras quedaban abandonadas y los campos cultivados se transformaban en selvas.
Lactancio, De la muerte de los perseguidores, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 129.
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DE LA PALINODIA DE LOS SOBERANOS.
EDICTO DE TOLERANCIA (311)1. Luchando contra males tan grandes, se dio cuenta de las atrocidades que había osado cometer contra los adoradores de Dios y, en consecuencia, recogiendo en sí su pensamiento, primeramente confesó al Dios del universo y luego, llamando a los de su séquito, dio órdenes de que, sin diferirlo un momento, hicieran cesar la persecución contra los cristianos y que, mediante una ley y un decreto imperiales, les dieran prisa para que construyeran sus iglesias y practicaran el culto acostumbrado, ofreciendo oraciones por el emperador.
2. Inmediatamente, pues las obras siguieron a las palabras, y por todas las ciudades, se divulgó un edicto que contenía la palinodia de lo hecho con nosotros, en los términos siguientes:
3. "El emperador César Galerio Valerio Maximiano, Augusto Invicto, Pontífice Máximo, Germánico Máximo, Egipcio Máximo, Tebeo Máximo, Sármata Máximo cinco veces, Persa Máximo dos veces, Carpo Máximo seis veces, Armenio Máximo, Medo Máximo, Adiabeno Máximo, Tribuno de la Plebe veinte veces, Imperator diecinueve veces, Cónsul ocho veces, Padre de la Patria, Procónsul;
4. "y el emperador César Flavio Valerio Constantino Pío Félix Invicto, Augusto, Pontífice Máximo, Tribuno de la Plebe, Imperator cinco veces, Cónsul, Padre de la Patria, Procónsul;
5. "y el emperador César Valerio Liciniano Licinio Pío Félix, Invicto Augusto, Pontífice Máximo, Tribuno de la Plebe cuatro veces, Imperator tres veces, Cónsul, Padre de la Patria, Procónsul, a los habitantes de sus propias provincias, salud.
6. "Entre las otras medidas que hemos tomado para utilidad y provecho del Estado, ya anteriormente fue voluntad nuestra enderezar todas las cosas conforme a las antiguas leyes y orden público de los romanos y proveer a que también los cristianos, que tenían abandonada la secta de sus antepasados, volviesen al buen propósito.
7. "Porque, debido a algún especial razonamiento, es tan grande la ambición que los retiene y la locura que los domina, que no siguen lo que enseñaron los antiguos, lo mismo que tal vez sus propios progenitores establecieron anteriormente, sino que, según el propio designio y la real gana de cada cual, se hicieron leyes para sí mismos, y éstas guardan, habiendo logrado reunir muchedumbres diversas en diversos lugares.
8. "Por tal causa, cuando a ello siguió una orden nuestra de que se cambiasen a lo establecido por los antiguos, un gran número estuvo sujeto a peligro, y otro gran número se vio perturbado y sufrió toda clase de muertes.
9. "Mas como la mayoría persistiera en la misma locura y viéramos que ni rendían a los dioses celestes el culto debido ni atendían al de los cristianos, fijándonos en nuestra benignidad y en nuestra constante costumbre de otorgar perdón a todos los hombres, creímos que era necesario extender también de la mejor gana al presente caso nuestra indulgencia, para que de nuevo haya cristianos y compongan las casas en que se reunían, de tal manera que no practiquen nada contrario al orden público. Por medio de otra carta mostraré a los jueces lo que deberán observar.
10. "En consecuencia, a cambio de esta indulgencia nuestra, deberán rogar a su Dios por nuestra salvación, por la del Estado y por la suya propia, con el fin de que, por todos los medios, el Estado se mantenga sano y puedan ellos vivir tranquilos en sus propios hogares".
11. Tal era el tenor de este edicto escrito en lengua latina y traducido en lo posible al griego. Qué ocurrió después de ésto, tiempo es de examinarlo.
Eusebio de Cesárea, Historia Eclesiástica, VIII, 17, 1-11, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 132-134. v. tb.: Apud Lactantium, De mortibus persecutorum, 34, ed. Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum (Viena, 1866), en: Gallego Blanco, E., Relaciones entre la Iglesia y el Estado en la Edad Media, Ediciones Revista de Occidente, 1970, Madrid, p. 63, cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 296.
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Ya se había iniciado entre ellos la guerra civil. Majencio, aunque permanecía en Roma, pues había recibido una respuesta del oráculo en el sentido de que perecería si salía de las puertas de la ciudad, llevaba la guerra por medio de hábiles generales. Majencio disponía de mayor número de hombres porque había heredado de Severo el ejército de su padre y el suyo propio lo había reclutado recientemente, a base de contingentes de moros y gétulos.
Se inició la lucha, y al comienzo lograron imponerse los soldados de Majencio hasta que, posteriormente, Constantino, con ánimo renovado y dispuesto a todo, movió sus tropas hasta las proximidades de Roma y acampó junto al puente Milvio. Estaba próxima la fecha en que Majencio conmemoraba su ascenso al poder, el 27 de octubre, y sus Quinquenales tocaban a su fin. Constantino fue advertido en sueños para que grabase en los escudos el signo celeste de Dios y entablase de este modo la batalla. Pone en práctica lo que se le había ordenado y, haciendo girar la letra X con su extremidad superior curvada en círculo, graba el nombre de Cristo en los escudos. El ejército, protegido con este emblema, toma las armas. El enemigo avanza sin la presencia de su emperador y cruza el puente. Los dos ejércitos chocan frente a frente y se lucha por ambos bandos con extrema violencia: y ni en éstos ni en aquéllos era la huida conocida.
Lactancio, De la muerte de los perseguidores, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 134.
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2. Al considerar, ya desde hace tiempo, que no se ha de negar la libertad de la religión, sino que debe otorgarse a la mente y a la voluntad de cada uno la facultad de ocuparse de los asuntos divinos según la preferencia de cada cual, teníamos mandado a los cristianos que guardasen la fe de su elección y de su religión.
3. Mas como quiera que en aquel rescripto en que a los mismos se les otorgaba semejante facultad parecía que se añadía claramente muchas y diversas condiciones, quizás se dio que algunos de ellos fueron poco después violentamente apartados de dicha observancia.
4. Cuando yo, Constantino Augusto, y yo, Licinio Augusto, nos reunimos felizmente en Milán y nos pusimos a discutir todo lo que importaba al provecho y utilidad públicas, entre las cosas que nos parecían de utilidad para todos en muchos aspectos, decidimos sobre todo distribuir unas primeras disposiciones en que se aseguraban el respeto y el culto a la divinidad, esto es, para dar, tanto a los cristianos como a todos en general, libre elección en seguir la religión que quisieran, con el fin de que lo mismo a nosotros que a cuantos viven bajo nuestra autoridad nos puedan ser favorables la divinidad y los poderes celestiales que haya.
5. Por lo tanto, fue por un saludable y rectísimo razonamiento por lo que decidimos tomar esta nuestra resolución: que a nadie se le niegue en absoluto la facultad de seguir y escoger la observancia o la religión de los cristianos, y que a cada uno se le dé facultad de entregar su propia mente a la religión que crea que se adapta a él, a fin de que la divinidad pueda en todas las cosas otorgarnos su habitual solicitud y benevolencia.
6. Así, era natural que diéramos en rescripto lo que era de nuestro agrado: que, suprimidas por completo las condiciones que se contenían en nuestras primeras cartas a tu santidad acerca de los cristianos, también se suprimiera todo lo que parecía ser enteramente siniestro y ajeno a nuestra mansedumbre, y que ahora cada uno de los que sostienen la misma resolución de observar la religión de los cristianos, la observe libre y simplemente, sin traba alguna.
7. Todo lo cual decidimos manifestarlo de la manera más completa a tu solicitud, para que sepas que nosotros hemos dado a los mismos cristianos libre y absoluta facultad de cultivar su propia religión.
8. Ya que estás viendo lo que precisamente les hemos dado nosotros sin restricción alguna, tu santidad comprenderá que también a otros, a quienes lo quieran, se les dé facultad de seguir sus propias observancia y religiones -lo que precisamente está claro que conviene a la tranquilidad de nuestros tiempos-, de suerte que cada uno tenga posibilidad de escoger y dar culto a la divinidad que quiera.
Esto es lo que hemos hecho, con el fin de que no parezca que menoscabamos en lo más mínimo el honor o la religión de nadie.
9. Pero, además, en atención a las personas de los cristianos, hemos decidido también lo siguiente: que los lugares suyos en que tenían por costumbre anteriormente reunirse y acerca de los cuales ya en la carta anterior enviada a tu santidad había otra regla, delimitada para el tiempo anterior, si apareciese que alguien los tiene comprados, bien a nuestro tesoro público, bien a cualquier otro, que los restituya a los mismos cristianos, sin reclamar dinero ni compensación alguna, dejando de lado toda negligencia y todo equívoco. Y si algunos, por acaso, los recibieron como don, que esos mismos lugares sean restituidos lo más rápidamente posible a los mismos cristianos.
10. Mas de tal manera que, tanto los que habían comprado dichos lugares como los que lo recibieron de regalo, si pidieran alguna compensación de nuestra benevolencia, puedan acudir al magistrado que juzga en el lugar, para que también se provea a ello por medio de nuestra bondad.
11. Todo lo cual deberá ser entregado a la corporación de los cristianos, por lo mismo, gracias a tu solicitud, sin la menor dilatación.
Y como quiera que los mismos cristianos no solamente tienen aquellos lugares en que acostumbraban a reunirse, sino que se sabe que también otros lugares pertenecientes, no a cada uno de ellos, sino al derecho de su corporación, esto es, de los cristianos, en virtud de la ley que anteriormente he dicho mandarás que todos esos bienes sean restituidos sin la menor protesta a los mismos cristianos, esto es, a su corporación, y a cada una de sus asambleas, guardada, evidentemente, la razón arriba expuesta: que quienes, como tenemos dicho, los restituyan sin recompensa, esperen de nuestra benevolencia su propia indemnización.
12. En todo ello deberás ofrecer a la dicha corporación de los cristianos la más eficaz diligencia, para que nuestro mandato se cumpla lo más rápidamente posible y para que también en esto, gracias a nuestra bondad, se provea a la común y pública tranquilidad.
13. Efectivamente, por esta razón, como también queda dicho, la divina solicitud por nosotros, que ya en muchos asuntos hemos experimentado, permanecerá asegurada por todo el tiempo.
14. Y para que el alcance de esta nuestra legislación benevolente pueda llegar a conocimiento de todos, es preciso que todo lo que nosotros hemos escrito tenga preferencia y por orden tuya se publique por todas partes y se lleve a conocimiento de todos, para que a nadie se le pueda ocultar esta legislación, fruto de nuestra benevolencia.
Eusebio de Cesárea, Historia Eclesiástica, X, 5, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 135 y ss. v. tb.: : Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, p. 298-300, cit. a: Apud Lactantium, De mortibus persecutorum, 48, ed. Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum (Viena, 1866), en: Gallego Blanco, E., Relaciones entre la Iglesia y el Estado en la Edad Media, Ediciones Revista de Occidente, 1970, Madrid, p. 64-67; Artola, M., Textos fundamentales para el estudio de la Historia, Biblioteca de la Revista de Occidente, 1975, Madrid, pp. 21-22; Huber, S., Los Santos Padres. Sinopsis desde los tiempos Apostólicos hasta el siglo sexto, Ed. Desclée de Brouwer, 1946, Buenos Aires, pp. 404-406.
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DISCURSO DE CONSTANTINO A LA ASAMBLEA DE LOS SANTOS (325)
3. Si hubiera varios dioses, ¿a cuál de ellos deberían los hombres dirigir sus plegarias? ¿Cómo podría yo honrar a un dios sin deshonrar a los demás? Si hubiera varios dioses, surgirían entre ellos los odios, las rivalidades y los reproches, y se produciría un desorden inimaginable. Esa discordia entre los espíritus celestes, además, sería muy perjudicial para los habitantes de la tierra: desaparecería la ordenada alternancia entre las estaciones del año, con la consecuente escasez de alimentos, y se alteraría la periódica sucesión de días y de noches.
V.24. Yo te pregunto, Decio, a ti que estuviste animado por una ira tan envenenada contra la Iglesia, que perseguiste a los justos con un fervor tan implacable, yo te pregunto, digo, ¿cómo te encuentras ahora, después de muerto?, ¿cuán grandes aflicciones te acosan? El tiempo que precedió inmediatamente a tu fin, cuando tú y tu ejército fueron vencidos en las llanuras de Escitia y expusiste el honor de Roma al escarnio de los godos, dio pruebas suficientes de tu desdichado destino. Tú también, Valeriano, que mostraste la misma crueldad de espíritu contra los servidores de Dios, brindaste un ejemplo aterrador de su justicia cuando fuiste hecho prisionero por los persas, que te llevaron como trofeo, vestido aún de púrpura y con los atavíos de emperador, y luego te desollaron y embalsamaron para conservar la memoria de tu desgracia. Y tú, Aureliano, que eras culpable de los más enormes crímenes, ¿no recibiste acaso un castigo ejemplar cuando fuiste muerto en Tracia y regaste la tierra con tu impía sangre?
V.25. ¿Qué fruto sacó Diocleciano de la guerra que declaró a Dios, sino pasar el resto de su vida temiendo siempre el golpe del rayo? Nicomedia da fe de ello, y los testigos -soy uno de ellos- lo confirman. El palacio y los aposentos privados de Diocleciano fueron devorados por el fuego del cielo. Finalmente, la Providencia castigó su crueldad.
Eusebio de Cesárea, Vita Constantini, V, en: Migne, Patrología Griega, t. XX, col. 1233-1316, en: Arbea, A., "Doctrina religioso política en un discurso de Constantino", en: Revista de Historia Universal, (nº 5) I, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1986, pp. 15 y 19 y s.
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SAN SILVESTRE Y CONSTANTINO EL GRANDE SEGÚN LA LEYENDA
Eusebio de Cesárea compiló los datos relativos a la vida de este santo, cuya lectura fue muy recomendada a los católicos por un concilio al que asistieron setenta obispos. Así lo asegura San Blas y eso mismo se infiere de los decretos del referido concilio.
XII. 2. Al desencadenarse la persecución de Constantino contra los cristianos, Silvestre, acompañado de sus clérigos, huyó de la ciudad y se refugió en un monte. El emperador, en justo castigo por la tiránica persecución que había promovido en contra de la Iglesia, cayó enfermo de lepra; todo su cuerpo quedó invadido por esta terrible enfermedad; como resultaran ineficaces cuantos remedios le aplicaron los médicos para curarle, los sacerdotes de los ídolos le aconsejaron que probara fortuna bañándose en la sangre pura y caliente de tres mil niños que deberían ser previamente degollados. Cuando Constantino se dirigía hacia el lugar donde estaban ya los tres mil niños que iban a ser asesinados para que él se bañara en su sangre limpia y recién vertida, saliéronle al encuentro, desmelenadas y dando alaridos de dolor, las madres de las tres mil inocentes criaturas. A la vista de aquel impresionante espectáculo, el enfermo, profundamente conmovido, mandó parar la carroza y alzándose de su asiento dijo:
-Oídme bien, nobles del Imperio, compañeros de armas y cuantos estáis aquí: la dignidad del pueblo romano tiene su origen en la misma fuente de piedad de la que emanó la ley que castiga con pena capital a todo el que, aunque sea en estado de guerra, mate a un niño. ¿No supone una gran crueldad hacer con los hijos de nuestra nación lo que la ley nos prohibe hacer con los hijos de naciones extrañas? ¿De qué nos vale vencer a los bárbaros en las batallas si nosotros mismos nos dejamos vencer por nuestra propia crueldad? A los pueblos belicosos por naturaleza les resulta relativamente fácil dominar con la fuerza de las armas a los enemigos extranjeros, pero la victoria sobre vicios y pecados no se obtiene con las espadas, sino con las buenas costumbres. Cuando vencemos a gentes extrañas, les demostramos que somos más fuertes que ellas. Demostremos también al mundo que somos capaces de vencernos a nosotros mismos dominando nuestras pasiones. (...) Por esto, en esta ocasión en que al presente me encuentro, quiero que la piedad triunfe, porque quien tiene entrañas compasivas y consigue dominarse a sí mismo dominará también a los demás. Prefiero morir yo al salvar la vida de estos inocentes, a obtener la curación a costa de la crueldad que supondría asesinar a estos niños. Además, no existe seguridad alguna de que vaya a curarme por este procedimiento; en este caso en que nos encontramos lo único verdaderamente cierto es que recurrir a este remedio para procurarme mi salud personal constituiría una enorme crueldad.
...el emperador emprendió el retorno a su palacio y, estando de nuevo en él, la noche siguiente, se le aparecieron los apóstoles Pedro y Pablo y le dijeron: "Por haber evitado el derramamiento de sangre inocente, Nuestro Señor Jesucristo nos ha enviado para que te indiquemos como puedes curarte: llama al obispo Silvestre, que está escondido en el monte Soracte; él te hablará de una piscina y te invitará a que entres tres veces en ella; si lo haces quedarás inmediatamente curado de la lepra que padeces; mas tú debes corresponder a esta gracia que Jesucristo quiere hacerte, con este triple obsequio: derribando los templos de los ídolos, restaurando las iglesias cristianas que has mandado demoler, y convirtiéndote al Señor".
Aquella misma mañana, en cuanto Constantino despertó, envió a un grupo de soldados en busca de Silvestre, quien al ver que aquellos hombres armados se acercaban al lugar de su refugio, creyó que le había llegado la hora del martirio, y sin poner resistencia alguna, tras de encomendarse a Dios y exhortar a sus clérigos a que permaneciesen firmes en la fe, se dejó conducir por ellos y sin temor de ninguna clase compareció ante el emperador, que lo recibió diciéndole:
-Me alegro mucho de que hayas venido.
En cuanto Silvestre correspondió al saludo de Constantino, éste refirió al pontífice, detalladamente, la visión que en sueños había tenido y le preguntó quiénes eran aquellos dos dioses que se le habían aparecido. Silvestre le respondió que no eran dioses sino apóstoles de Cristo. Luego, de acuerdo con el emperador, el pontífice mandó que trajeran a palacio una imagen de cada uno de los referidos apóstoles, y Constantino, nada más verlas, exclamó
-Estos son los que se me aparecieron.
Silvestre recibió al emperador como catecúmeno, le impuso como penitencia una semana de ayuno y le exigió que pusiera en libertad a los prisioneros.
Al entrar Constantino en la piscina para ser bautizado, el baptisterio se llenó repentinamente de una misteriosa claridad, y al salir del agua comprobó que se hallaba totalmente curado de la lepra y aseguró que durante su bautismo había visto a Jesucristo.
El día primero, después de ser bautizado, el emperador promulgó un edicto en el que declaraba que en adelante en la ciudad de Roma no se daría culto más que al Dios de los cristianos. El día segundo declaró que quien blasfemara contra Jesucristo sería castigado. El día tercero hizo saber públicamente que se confiscaría la mitad de los bienes a cualquiera que injuriase a un cristiano. El cuarto día promulgó un decreto determinando que, así como el emperador constituía la cabeza del Imperio, así el sumo pontífice debería ser considerado cabeza de los demás obispos. El quinto día ordenó que todo el que se refugiase en una iglesia gozaría del derecho de asilo y no podría ser detenido ni apresado mientras permaneciese en tan sagrado lugar. El sexto día prohibió la edificación de templos en el recinto de todas las ciudades del Imperio sin permiso de sus respectivos obispos. El séptimo día dispuso que, cuando hubiese de construirse alguna iglesia, la autoridad civil contribuiría a ello, aportando la décima parte de los bienes públicos confiados a su administración. El día octavo acudió a la catedral de San Pedro e hizo confesión de sus pecados. Luego tomó en sus manos un azadón y cavó un trozo de zanja para poner las primeras piedras de la basílica que iba a construir, sacó personalmente doce espuertas de tierra y, una a una, sobre sus propios hombros, las transportó hasta cierta distancia del lugar en que se alzaría el nuevo edificio.
Santiago de la Vorágine, La Leyenda Dorada (c. 1260), Trad. de J. M. Macías, Alianza, 1982, Vol. 1, pp. 77-79.
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LA CONVERSION DE CONSTANTINO SEGÚN UN PAGANO
Una vez que el imperio entero estuvo bajo su único dominio, Constantino ya no ocultó el fondo malo de su naturaleza, sino que se puso a actuar sin contención en todos los dominios. Utilizaba todavía las prácticas religiosas tradicionales menos por piedad que por interés; y, así, se fiaba de los adivinos porque se había dado cuenta de que habían predicho con exactitud todos los sucesos que le habían ocurrido, pero, cuando volvió a Roma, henchido de arrogancia, decidió que su propio hogar fuese el primer teatro de su impiedad. Su propio hijo, honrado, como se ha dicho antes, con el título de César, fue acusado, en efecto, de mantener relaciones culpables con su hermana Fausta y se le hizo perecer sin tener en cuenta las leyes de la naturaleza. Además, como la madre de Constantino, Elena, estaba desolada por esa desgracia tan grande y era incapaz de soportar la muerte del muchacho, Constantino, a modo de consuelo, curó el mal con un mal mayor: habiendo preparado un baño más caliente de la cuenta y habiendo introducido en él a Fausta, la sacó de allí muerta. Intimamente consciente de sus crímenes, así como de su desprecio por los juramentos, consultó a los sacerdotes sobre los medios adecuados para expiar sus felonías. Ahora bien, mientras que éstos le habían respondido que ninguna suerte de purificación podía borrar tales impiedades, un egipcio llegado a Roma desde Hispania y que se hacía escuchar por las mujeres hasta en la Corte, se entrevistó con Constantino y le afirmó que la doctrina de los cristianos estipulaba el perdón de todo pecado y prometía a los impíos que la adoptaban la absolución inmediata de toda falta. Constantino prestó un oído complaciente a este discurso y rechazó las creencias de los antepasados; luego, adhiriéndose a las que el egipcio le había revelado, cometió un primer acto de impiedad, manifestando su desconfianza con respecto a la adivinación. Porque, como le había predicho un éxito grande que los acontecimientos le habían confirmado, temía que el porvenir fuera igualmente revelado a los demás que se afanaban en perjudicarle. Es este punto de vista el que le determinó a abolir estas prácticas. Cuando llegó el día de la fiesta tradicional, en el curso de la cual el ejército debía subir al Capitolio y cumplir allí los ritos habituales, Constantino tomó parte en ellos por temor a los soldados; pero como el egipcio le había enviado un signo que le reprochaba duramente el subir al Capitolio, abandonó la ceremonia sagrada, provocando así el odio del Senado y del pueblo.
Zósimo, Historias, II, 29, en: Textos y Documentos de Historia Antigua, Medieval y Moderna hasta el siglo XVII, vol. XI de la Historia de España de M. Tuñón de Lara, Labor, 1984, Barcelona, pp. 124 y s.
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EDICTO DE CONSTANTINO SOBRE EL COLONATO
Cualquier persona que encuentre un colono perteneciente a otra persona no sólo deberá devolverlo a su lugar de origen, sino que también estará sujeto a impuestos por el tiempo que lo tuviera. Más aún, será lo adecuado que los colonos que planeen huir sean cargados de cadenas como esclavos y que puedan ser obligados por una ley propia de siervos a realizar los deberes que les son propios como hombres libres.
Cod. Theod., V, 17, 1, en: Jones, A. H. M., "El Colonato Romano", en: Estudios sobre Historia Antigua, Ed. de M. I. Finley, Trad. de R. López, Akal, 1984 (1974), Madrid, p. 316.
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LEY DE VALENTINIANO I SOBRE LOS COLONOS (371)
Declaramos que los colonos e inquilinos en toda la región de Illyricum y las regiones vecinas no pueden tener la libertad de abandonar la tierra en que se encuentran residentes en virtud de su origen y descendencia. Que sigan esclavos de la tierra, no por la atadura de los impuestos, sino bajo el nombre y título de colonos (coloni).
Cod. Just., XI, 52, 1, en: Jones, A. H. M., "El Colonato Romano", en: Estudios sobre Historia Antigua, Ed. de M. I. Finley, Trad. de R. López, Akal, 1984 (1974), Madrid, p. 320.
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CARTA DE VALENTINIANO I AL DUX DE LA DACIA RIPENSIS (365)
En el limes que te ha sido confiado, no solamente debes reparar las construcciones que se caen, sino que debes construir cada año nuevas torres en los lugares más oportunos para ello. Si descuidas mis órdenes, cuando llegue a término tu administración, volverás a ser llamado al limes y serás obligado a ejecutar a tus expensas todas las construcciones que hayas descuidado realizar con mano de obra y fondos militares.
Cit. por Piganiol, A., L’Empire Chrétien (325-395), Paris, 1947, p. 173, en: Contamine, Ph., La Guerra en La Edad Media, Trad. de J. Faci, Labor, 1984 (Paris, 1980), Barcelona, p.7.
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LEY DE TEODOSIO I SOBRE LOS COLONOS EN PALESTINA
Por cuanto que en otras provincias que están sujetas al gobierno de nuestra serenidad, una ley instituida por nuestros antepasados sujeta a los colonos por una especie de derecho perpetuo, de forma que no pueden abandonar los lugares de cuyo grano viven y se alimentan ni dejar los campos que una vez recibieron para cultivar; y, sin embargo, los terratenientes de Palestina no gozan de estas ventajas...
Cod. Just., XI, 51, 1, en: Jones, A. H. M., "El Colonato Romano", en: Estudios sobre Historia Antigua, Ed. de M. I. Finley, Trad. de R. López, Akal, 1984 (1974), Madrid, p. 323.
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Los emperadores Graciano, Valentiniano y Teodosio Augustos: edicto al pueblo de la ciudad de Constantinopla.
Es nuestra voluntad que todos los pueblos regidos por la administración de nuestra clemencia practiquen esa religión que el divino apóstol Pedro transmitió a los romanos, en la medida en que la religión que introdujo se ha abierto camino hasta este día. Es evidente que esta es también la religión que profesa el profeta Dámaso, y Pedro, obispo de Alejandría, hombre de apostólica santidad; esto es que, de acuerdo con la disciplina apostólica y la doctrina evangélica debemos creer en la divinidad una del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo con igual majestad y bajo /la noción/ de la Santa Trinidad.
Ordenamos que aquellas personas que siguen esta norma tomen el nombre de cristianos católicos. Sin embargo, el resto, que consideramos dementes e insensatos, asumirán la infamia de los dogmas heréticos, sus lugares de reunión no obtendrán el nombre de iglesias y serán castigados primeramente por la divina venganza, y, después, también /por justo castigo/ de nuestra propia iniciativa, que tomaremos en consonancia con el juicio divino.
Dado en el tercer día de las Calendas de Marzo (28 de Feb.), en Tesalónica, en el año quinto del consulado de Graciano y del primer consulado de Teodosio Augustos.
Cod. Theod., XVI, 2, en: Textos de Historia Antigua, Medieval y Moderna hasta el siglo XVII, vol. XI de la Historia de España de M. Tuñón de Lara, Labor, 1984, Barcelona, pp. 127 y s.
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ALOCUCIÓN SECRETA AL EMPERADOR (390)
Dulce me es la memoria de nuestra vieja amistad. Ante mi recuerdo agradecido pasan constantemente los muchos beneficios con que favorecéis a otros movido por mis frecuentes peticiones. De ahí que podéis colegir que el haberme yo opuesto a vuestra venida (a Milán), tan suspirada en otras ocasiones, en modo alguno obedece a sentimientos de ingratitud. Pero quiero exponeros con brevedad la causa de mi proceder.
Desde hace algún tiempo, entre las personas que frecuentan nuestra corte, sólo se me negaba a mí el derecho de asistir a vuestras deliberaciones: había interés en que yo no interviniese en ellas. Os ofendisteis porque a mis oídos había llegado tal o cual cosa de las resoluciones secretas de vuestro gabinete, y tanto es así que os parecía que el mundo giraba alrededor mío. Ha dicho el Señor: "Nada quedará oculto de lo que no ha visto la luz del día" (Lc. VIII, 17).
Ante los disgustos del Emperador me he demostrado siempre lo más sumiso posible... Pero ha llegado el momento en que ya no me es dado callar. Y ¿por qué? Porque está escrito: "Si el sacerdote no advierte a los que caminan por el error, ciertamente el pecador morirá en su pecado; pero el sacerdote será el culpable, por cuanto no ha querido advertirle" (Ezech. III, 19).
¡Escuchadme, entonces, Augusto Emperador! Poseéis todo el fervor de nuestra santa fe. ¿Cómo negarlo? El temor de Dios os acompaña siempre; no lo discutiré siquiera. Pero sois un temperamento fuerte. Si alguien os habla en forma amable y correcta, sois con todos un dechado de misericordia. Pero si alguien azuza vuestro espíritu, entonces os arrebatáis, en forma tal que ya no acertáis a dominaros. Ojalá que nadie os hablara jamás con demasiada afabilidad ni os incitara. Preferiría mil veces que fueseis vos mismo capaz de reflexionar y dominar, con vuestros sentimientos nobles el torbellino de la naturaleza...
El escándalo de Tesalónica es ya un hecho consumado. No existe memoria de cosa semejante. En lo que a mí respecta tuve que limitarme a contemplar el mal, sin poder remediar cosa alguna. O mejor dicho, no pocas veces imploré misericordia, advirtiendo que podía suceder algo terrible. Vos mismo os disteis cuenta de que se trataba de algo muy importante, puesto que mandasteis retirar la orden... pero fue demasiado tarde. Por mi parte no disimulé la seriedad del asunto, ni disminuí su contenido. Cuando llegó aquí la noticia, se celebraba una Conferencia de Obispos en la que intervenían Pastores de las Galias. Ninguno de ellos disimuló su enojo ni os perdonó por el mero hecho de que eran amistosas vuestras relaciones con Ambrosio. Por el contrario, aquel enojo volvería contra mí si no hiciera sentir ahora la voz que dice: "Aquí hay que dar lugar a la penitencia ante Dios", más de lo que merece mi responsabilidad, es decir, más de lo justo.
¿Os avergonzáis acaso, oh, Emperador, de hacer lo que hizo David, el Rey y Profeta, ascendiente de Nuestro Señor Jesucristo, según la carne? A David se refería aquella parábola del rico que poseía grandes rebaños y que, con todo, habiendo recibido la visita de un amigo robó y mató la oveja de un pobre hombre. Cuando David se apercibió de que aquella comparación aludía a su propia conducta, exclamó: "He pecado en presencia del Señor" (2 Sam. XII, 13). No lo toméis a mal, oh. Emperador, que también se os diga: "Habéis cometido el crimen que el profeta Natán echó en cara al rey David". Si lo acatáis y exclamáis: "He pecado ante el Señor", y aquella otra frase del profeta rey: "Venid, adoremos postrados de hinojos y con lágrimas al Señor Dios nuestro, que nos ha creado" (Ps. XCIV, 6), entonces se os dirá también de su parte: "Porque te has arrepentido, el Señor te perdonará tus pecados y no morirás" (2 Sam. XII, 13).
No escribo estas cosas para avergonzaros, sino para animaros con la consideración del ejemplo de santos reyes, a fin de que borréis la mancha que ha caído sobre vuestra dignidad imperial. Vos la lavaréis con vuestra humillación ante el Señor. Sois al fin un hombre que ha sucumbido a la tentación: vencedla ya, que los pecados se borran sólo con lágrimas y penitencia. Ningún Angel, ni Arcángel nos quitará nuestros pecados, sino el señor mismo, porque El sólo puede decir: "Estoy con vosotros..." (Mt. XXVIII, 20). Pero El perdona únicamente a los arrepentidos.
Os aconsejo, os ruego, y también os amonesto y advierto: ¡Muy grande es mi pena al veros impasible ante la muerte de tantos inocentes! ¡Y hasta hoy habéis sido modelo de piedad nunca vista! ¡Y os distinguíais de entre los Príncipes por vuestra mansedumbre! Tan es así que difícilmente podíais resolveros a condenar a muerte a un solo hombre, aunque fuera culpable. Ciertamente fuisteis afortunado en vuestras victorias militares. También habéis llevado a cabo grandes empresas con todo éxito: pero lo más apreciable de vuestra conducta fue siempre vuestra mansedumbre y piedad. ¡El diablo envidiaba vuestra preciosa virtud! ¡Destrozadle su cabeza, mientras haya tiempo de vencerlo! No queráis añadir a vuestro error un nuevo crimen, mostrándote empecinado en la terquedad de vuestro presunto derecho. ¡Tal conducta ha matado ya a muchos! Gustoso reconozco que en todo lo demás soy deudor ante vuestra piadosa Majestad; la ingratitud no es mi característica. Mis preferencias por Vos han sobrepasado a las que tuve para con muchos Emperadores: sólo a uno (Graciano) pude comparar con Vos. Todavía no quiero echaros en cara la dureza de vuestro corazón; pero os digo desde ahora con verdadero temor: no me atrevo a ofrecer el sacrificio, si Vos estáis presente. Ello estaría vedado por el asesinato de uno solo, ¡cuánto más ante la mortandad de que os habéis hecho responsables!
Lo que sigue escríbolo de mi propio puño y letra, y sólo a Vos está destinado. Líbreme el Señor de toda la angustia que embarga mi alma. "Ni a manera humana ni por hombre alguno" (Gal., I, 12) fui confirmado en la seguridad de que debía proceder así. Encontrándome, la noche antes de partir, sumido en la profunda tristeza, tuve una visión en la que Vos entrábais en el templo, pero... comprendí al mismo tiempo que yo no debía ofrecer el Santo Sacrificio. Lo que sigue (de la visión), pásolo ahora por alto. No pude impedir todo, pero todo lo he aceptado por vuestro amor, haciéndome responsable; así lo creo, al menos. El Señor nos conceda que la presente cuestión se resuelva pacíficamente. Dios nos amonesta de muchos modos: por signos sobrenaturales, por la voz de los profetas; y aun por visiones de humildes pecadores, se digna adoctrinarnos. Roguémosle, pues, que enfrente la guerra y que a los jefes del Estado os conceda la paz. Conserve el señor la tranquilidad y la fe de su Santa Iglesia; pero, para eso, se necesita un Emperador que sea cristiano y piadoso.
Sin duda queréis ser hallado grato ante Dios. Todas las cosas tienen su tiempo, como está escrito: "Este es el tiempo de proceder, Señor" (Ps. CXVIII, 126), y: "Este es, oh, Dios, el tiempo de tu agrado".
La hora de vuestro sacrificio ha llegado. Es decir, la hora en que vuestros dones sean aceptables. En verdad, ¿no creéis, acaso, que me sería mucho más satisfactorio experimentar el favor del Emperador y ofrecer el Santo Sacrificio, cuando os pluguiere, si lo permitiera vuestra culpa? Una breve oración ya constituye un verdadero sacrificio y nos alcanza el perdón, pero ofrecer el Santo Sacrificio estando en pecado es una monstruosidad.
Aquella oración sería un acto de humildad, mientras este Sacrificio ofrecido en pecado delataría vuestro desprecio a Dios. La misma voz del Señor nos anuncia que el cumplimiento de sus mandamientos debe preceder a cada sacrificio; así lo dice el Señor, así lo enseña Moisés, y así lo predica Pablo a todo el mundo. Haced, pues, también Vos, aquello que es más valioso en este momento. "Misericordia quiero y no sacrificios" (Mt. IX, 13), dice el Señor. Por eso, digo yo: ¿no son acaso mejores cristianos aquellos que se arrepienten de sus pecados, que los que tratan de justificar sus pecados? "El justo es el primero en acusarse" (Prov. XVIII, 17). El que peca, pero confiesa su pecado, es justo, no así el que se jacta de su pecado.
¡Ah, Señor!, ¡hubiera creído yo antes la misión que me correspondía, y no hubiera mirado tanto el carácter de vuestra Alteza! Yo mismo me tranquilizaba con la consideración de que perdonaríais, de que retiraríais la orden dada... ¡Lo habíais hecho tantas veces! Pero esta vez pudo la pasión y yo me encontré, repentinamente, en la imposibilidad de poder estorbar lo que, creía yo, no era de mi incumbencia. Pero, loado sea Dios, que con semejantes experiencias adoctrina a sus siervos, para no permitir que se pierdan. En este caso mi misión es semejante a la de los profetas: Vos, empero, obraréis, como los Santos.
¿Acaso no sois Vos el padre de mi Graciano, más apreciado que la luz de mis ojos? También piden perdón por Vos vuestros otros descendientes, los príncipes venerables, mas prefiero nombrarlo en primer término al dulce Graciano, aun cuando amo a todos entrañablemente. Yo os amo, y os venero y os perseguiré con la urgencia de mis oraciones.
Si me creéis, ejecutad mis consejos.
Os digo una vez más: Si me creéis, dadme vuestro sí a lo que os pido. Y si no me creéis, entonces perdonad: pero mi deber me impone que prefiera a Dios antes que al César. Vivid en dicha y prosperidad, Vos y vuestros hijos los Príncipes del Imperio, y eterna paz haya con Vos, Augusto Emperador.
San Ambrosio de Milán, Carta 51 al Emperador Teodosio, en Migne, Patrología Latina, t. XVI, c. 1210-1214, en: Rahner, H., La Libertad de la Iglesia en Occidente: Documentos sobre las Relaciones entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del Cristianismo, Trad. de L. Reims, Desclée de Brouwer, 1949 (1942), Buenos Aires, pp. 149-153, cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, pp. 305 y ss.
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SAN AMBROSIO Y TEODOSIO EL GRANDE
LVII. 7. (...) En una crónica de la Historia Tripartita se lee lo que sigue: en cierta ocasión el emperador Teodosio, dejándose llevar de su indignación, sin hacer distinción entre responsables e inocentes, mandó matar a casi cinco mil hombres de Tesalónica porque algunos de ellos, durante una sedición, habían apedreado a los jueces de la ciudad. Poco después de esto, estando el emperador de paso en Milán, quiso entrar en la catedral, pero San Ambrosio salióle al encuentro y se lo impidió diciéndole: "Emperador, ¿cómo es posible que te muestres tan enormemente presuntuoso después de haberte dejado llevar de aquel furioso arrebato de ira? ¿Acaso la potestad imperial te ciega hasta el punto de no reconocer el pecado que has cometido? Procura que la razón guíe tus actos de gobierno. Cierto que eres príncipe; pero entiende bien esto: príncipe significa el primero, no el amo. Eres, pues, no el amo de tus semejantes, sino el primero entre ellos, y, si ellos son siervos, siervo también eres tú y el primero de los siervos. ¿Con qué ojos miras el templo del Señor, que es Señor de todos y también Señor tuyo? ¿Cómo te atreves a pretender hollar con tus pies este santo pavimento? ¿Cómo osarías tocar nada con esas manos que chorrean sangre y proclaman tu injusticia? ¿Cómo puedes llevar tu audacia hasta el extremo de intentar tocar con esa boca tuya que mandó criminalmente derramar tanta sangre, el cáliz de la sangre santísima del Señor? ¡Anda! ¡Vete! ¡Aléjate de aquí! No se te ocurra aumentar la perversidad de tu pecado anterior con un segundo pecado de sacrilegio. Acepta esta humillación a la que hoy el Señor te somete, y utilízala como medicina que pueda devolver la salud a tu alma". El emperador obedeció a San Ambrosio, renunció a entrar en el templo, y gimiendo y llorando regresó a su palacio; y fue tanta su pena y tan constantemente prolongado su llanto, que Rufino, uno de sus generales, viéndole un día tras otro y durante muchos tan afligido, preguntóle por qué estaba tan triste. Entonces el emperador le contestó:
-Tú no puedes comprender lo mucho que sufro al ver que las iglesias están abiertas a los siervos y a los mendigos, mientras que a mí se me ha prohibido la entrada en ellas.
Como cada una de las anteriores palabras iban acompañadas de suspiros y sollozos, Rufino le propuso:
-Señor, si quieres, iré a ver a Ambrosio y le pediré que te levante la prohibición y te libre de este impedimento.
-Sería inútil -contestó Teodosio-; ni tú, ni todo el poder imperial conseguirán apartar a ese hombre del cumplimiento de la ley de Dios.
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-Me presentaré ante él y aceptaré cuantos reproches quiera hacerme, pues los merezco.
Seguidamente entró el emperador a ver al santo y le suplicó que le levantase la censura que sobre él pesaba. San Ambrosio nuevamente le intimó la prohibición de mancillar con su presencia la santidad de los lugares sagrados, y luego le preguntó:
-¿Qué penitencia has hecho después de haber cometido tan horrorosas iniquidades?
-Impónme las que quieras; yo las aceptaré -respondió Teodosio.
Inmediatamente, el emperador, tratando de conmover el corazón del santo, le recordó que también David había cometido adulterio y homicidio; pero San Ambrosio le replicó:
-Si has imitado a David pecador imítale también en el arrepentimiento y santidad posteriores.
Mostróse el emperador dispuesto a cumplir humildemente la penitencia pública que el arzobispo tuviera a bien imponerle; éste se la impuso; él la cumplió; y así pudo entrar en la iglesia. El primer día que lo hizo tras de su reconciliación canónica, el emperador avanzó por la nave, llegó hasta el presbiterio y ocupó uno de los sitiales que en el mismo había. San Ambrosio se acercó entonces a él y le preguntó:
-Qué haces aquí?
-Esperar a que comience la misa para participar en los sagrados misterios, -respondió Teodosio.
El santo le advirtió:
-Emperador, el presbiterio y toda esta parte del templo aislada con verjas constituyen un lugar especialmente santo, reservado a los sacerdotes; sal, pues, de este recinto y colócate en el sector destinado al pueblo. La púrpura te ha convertido en emperador, pero no en presbítero; ni siquiera en simple clérigo. Ante Dios eres uno más entre los fieles.
Teodosio obedeció inmediatamente, y tuvo en adelante en cuenta esta advertencia, porque cuando regresó a Constantinopla, un día, al asistir a los divinos oficios, se colocó entre la gente, fuera, por tanto, del espacio acotado por las verjas interiores del templo. El obispo, en cuanto lo vio, le invitó a que pasara adentro, pero él le respondió:
-Durante mucho tiempo he vivido sin advertir la diferencia que existe entre un emperador y un sacerdote y sin conocer a un verdadero maestro de la verdad; pero hace poco he conocido a uno digno de este nombre, a un auténtico pontífice: a Ambrosio, el arzobispo de Milán.
Santiago de la Vorágine, La Leyenda Dorada (c.1260), Trad. de J.M. Macías, Alianza, 1982, Madrid, vol. 1, pp. 246-247.
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PAGANISMO EN EL SIGLO IV: SÍMACO
Cada nación tiene sus propios dioses y peculiares ritos (suus enim cuique mos, suusritus est)... Justo es reconocer que hay una sola divinidad, oculta detrás de tan diferentes adoraciones. Todos contemplamos los mismos astros, nos es común el mismo cielo, nos encierra el mismo mundo. ¿Qué importa la manera que tenga cada cual de buscar la verdad? A tan grande misterio no se llega por una sola vía (Uno itinere non potest perveniri ad tam grande secretum).
Así, el uso y el hábito cuentan en mucho para dar autoridad a una religión. Déjanos, pues, el símbolo sobre el cual nuestras promesas de lealtad han sido juradas por muchas generaciones. Déjanos el orden que ha brindado gran prosperidad a la República. Una religión debe ser juzgada por su utilidad a los hombres que la abrazan. Años de hambre han sido el castigo al sacrilegio.
Símaco, Relatio (c. 391-392), en: Dill, S., Roman Society in the Last Century of the Western Empire, Meridian Books, Second Revised Ed., 1958, pp. 30-31. Trad. del inglés por José Marín R.; Ozanam, A.F., Los Orígenes de la Civilización Cristiana, Trad. de P. Cañizares, Ed. Agnus, 1946, Méjico, p. 130; Bloch, H., "The pagan revival in the West at the end of the Fourth Centrury", en: Momigliano, A., The Conflict between Paganism and Christianity in the Fourth Century, At the Clarendon Press, 1963, Oxford, pp. 196 y s.
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ESQUEMA DE LOS EFECTIVOS DEL EJÉRCITO IMPERIAL
EN EL SIGLO IV Y COMIENZOS DEL SIGLO V
ORIENTE |
OCCIDENTE |
||||
Caballería |
Infantería |
Caballería |
Infantería |
||
Advenimiento de Constantino I |
26.000 |
71.500 |
26.000 |
71.500 |
|
(-) Constantino I |
7.500 |
14.500 |
4.500 |
7.000 |
|
(+) Constantino I |
-.- |
5.000 |
-.- |
13.000 |
|
(-) Casa de Constantino |
-.- |
1.000 |
-.- |
5.000 |
|
(-) Valentiniano I, Valente |
-.- |
2.000 |
500 |
-.- |
|
(+) Valentiniano I, Valente |
-.- |
6.500 |
1.000 |
2.500 |
|
(-) Teodosio I |
500 |
-.- |
-.- |
-.- |
|
(+) Teodosio I |
4.000 |
7.000 |
-.- |
-.- |
|
(-) Estilicón |
-.- |
-.- |
-.- |
1.000 |
|
(+) Estilicón |
-.- |
-.- |
2.500 |
12.000 |
|
(+) Valentiniano III |
-.- |
-.- |
-.- |
500 |
|
Notitia Dignitatum |
22.000 |
72.000 |
24.500 |
86.500 |
Kromayer, J., Veith, G., Heerwesen und Kriegführung der Griechen und Römer (Handbuch der Altertumswissenschft, IV,3,2), Munchen, p.572; Cf. tb. Lot, F., L'Armée au Moyen Age, t. I, Introduction, passim.
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DISTRIBUCIÓN NOMINAL DEL EJÉRCITO IMPERIAL FINES S. IV
ORIENTE |
OCCIDENTE |
70 Legiones |
62 Legiones |
43 Auxilia |
65 Auxilia |
43 Vexillationes |
48 Vexillationes |
Hodgkin, Th., Italy and her Invaders, II, I, Oxford, 1892, p. 629.
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EFECTIVOS DEL EJÉRCITO ROMANO A COMIENZOS DEL
SIGLO V SEGÚN LA NOTITIA DIGNITATUM
ORIENTE |
OCCIDENTE |
Total |
% |
|||||||
Limitanei |
Caballería |
112.000 |
29.500 |
141.500 |
||||||
Limitanei |
Infantería |
138.000 |
105.000 |
243.500 |
||||||
Total |
250.000 |
135.000 |
385.000 |
63 |
||||||
Comitatenses |
Caballería |
21.500 |
23.500 |
45.000 |
||||||
Comitatenses |
Infantería |
78.500 |
89.500 |
168.000 |
||||||
Total |
100.000 |
113.000 |
213.000 |
35 |
||||||
Scholae |
3.500 |
2.500 |
6.000 |
|||||||
Total |
353.500 |
250.500 |
604.000 |
|||||||
Total Caballería |
186.500 |
30 |
||||||||
Total Infantería |
411.500 |
68 |
Contamine, Ph., La Guerra en La Edad Media, Trad. de J. Faci, Labor, 1984 (Paris, 1980), Barcelona, p. 11.
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EL EJÉRCITO ROMANO A FINES DEL SIGLO IV
Conviene ahora que hablemos de las armas ofensivas y defensivas del soldado, ya que en esto hemos perdido del todo las antiguas costumbres; y a pesar del ejemplo de la caballería goda, alana y huna, tan adecuadamente protegida con armas defensivas, que debería habernos hecho comprender su utilidad, consta que en cambio dejamos a nuestra infantería descubierta. Desde la fundación de Roma hasta los tiempos del divino Graciano, la infantería siempre había estado defendida con la coraza y el yelmo (cataphracteis et galeis); pero cuando la negligencia y la pereza hicieron menos frecuentes los ejercicios, estas armas, que nuestros soldados no llevaban más que raras veces, les parecieron muy pesadas. Pidieron, pues, al emperador, primero, ser descargados de la coraza y, luego, de los yelmos. Habiéndose así expuesto contra los godos, con el pecho y la cabeza descubiertos, fueron a menudo destruidos por la multitud de sus arqueros; sin embargo, ni después de tanta calamidad que alcanzó hasta la ruina de tantas ciudades, ninguno de nuestros generales tuvo el cuidado de devolver a la infantería las corazas o los yelmos. Y así acontece que, al exponerse el soldado en la batalla a las heridas, piense más en la fuga que en el combate. ¿Y qué otra cosa puede hacer un arquero a pie, sin yelmo y sin coraza, que no puede sostener al mismo tiempo un escudo con un arco? Pero parece que la coraza y aun el yelmo son pesados para el infante que no los usa sino rara vez; en cambio, el uso cotidiano de estos los hace livianos, aunque hubiesen parecido pesados al principio. Pero aquellos que no pueden soportar el peso de las antiguas armas, deben ser obligados a recibir, en sus cuerpos desguarnecidos, las heridas y también la muerte, o, lo que es más grave y vergonzoso, a ser hechos prisioneros o traicionar la república con su fuga. Así, evitando el esfuerzo del ejercicio, se hacen degollar vergonzosamente como rebaños. ¿Por qué los antiguos llamaban muro (murus) a la infantería, sino porque las legiones armadas, además de la lanza y el escudo, también refulgían con las corazas y los yelmos?
Vegetius, Las Instituciones Militares dedicadas al Emperador Valentiniano II (375-392), I, 20, ed. de Nissard, Paris, Firmin-Diderot, 1878, p 688. Trad. del latín por Héctor Herrera C.
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SOBRE LA PROPIEDAD A FINES DEL SIGLO IV
Los emperadores Arcadio y Honorio, Augustos, a Eutiquiano, prefecto del pretorio.
Ordenamos que todos los curiales sean advertidos terminantemente a fin de que no huyan o deserten de las ciudades con el propósito de habitar en el campo; que sepan que la propiedad (fundum) que han preferido a la ciudad, será confiscada, a causa de que se han mostrado impíos al restarse a la patria.
Dado en las XVIII calendas de Enero, en Constantinopla, siendo Arcadio Augusto, cónsul por IV vez y Honorio Augusto por III vez.
Cod. Theod., XII, 18, 2, (año 396), en: Imbert, J., Histoire des Institutions et des faits sociaux, P.U.F., 1957, Paris, p. 300.
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SOBRE LOS BUCELLARIOS EN EL BAJO IMPERIO (468)
Los emperadores León y Antemio, Augustos, a Nicostrato, prefecto del pretorio.
Queremos que sea rehusada a todos la licencia de tener en las ciudades o en los campos soldados domésticos (bucellarios), Isauros o esclavos armados. Que si alguien, sin hacer caso de estas disposiciones ordenadas benéficamente por nuestra Mansedumbre, intenta tener en sus posesiones o junto a sí esclavos armados, soldados domésticos o Isauros, decidimos que, después de hacerle pagar cien libras de oro, le sea aplicado el castigo más severo.
Código de Justiniano, IX, 12, 10, en: Imbert, J., et alt. Histoire des Institutions et des Faits Sociaux, P.U.F., 1957, Paris, p. 295. Trad. del latín por Héctor Herrera C.
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