La testera estaba conformada por cinco varones y una dama; serios, graves y posesionados de su tarea olvidaban toda sonrisa al hacer sus preguntas. Directo al grano, parecía ser la tónica; la respuesta debía contener la definición exacta de la materia y con el correr de los minutos los diferentes códigos y la cédula sorteada se turnaron para llamar la atención de quienes presenciaban el examen de grado en la fría sala de la facultad. Desde el último asiento, confundida entre estudiantes y futuros abogados, escuchaba cada respuesta con el alma en un hilo, adelante, sentada en una silla que más parecía el banquillo del acusado y enfrentando la testera estaba mi hija. De ella sólo podía ver su larga y ensortijada cabellera y el movimiento de su cabeza enfatizando, negando o afirmando cada frase y luego el rostro de quien examinaba, que por más que lo observaba nada me decía. A medida que avanzaba el examen, me parecía que su complejidad era mayor, tal vez por eso mi mente se evadió del lugar y me pareció verla en su primer día de parvulario, pequeña, inquieta, casi diminuta, con su mata de pelo recogido en un medio moño y un uniforme en miniatura; en la espalda un bolsón. Luego la vi adolescente, rodeada de amigas y participando en múltiples actividades colegiales y así, como en una larga película fueron pasando uno a uno sus principales momentos. Desde entonces han pasado unos cuantos años y mucha agua bajo los puentes, durante los cuales ella aprendió a conocer el sabor duro del esfuerzo y la dedicación, también supo del triunfo y la amargura de la derrota, pero tesonera cumplió con sus deberes hasta llegar a los códigos que la enamoraron hasta el punto de dedicarles todo su tiempo. Preparar el examen de grado había sido una ardua tarea, una infinidad de horas robadas a su ternura de madre y ahí estaba, casi indefensa frente a la testera mientras yo ocultaba en la última silla de la sala mi preocupación. La sabía bien preparada, pero desconocía el punto de vista de los examinadores y temía conocer el resultado y el examen llegaba a su fin, ella se levantó de la silla, recogió unos papeles y salió de la sala sin percatarse que yo estaba en ella. Una vez afuera esperó el resultado de la deliberación, para entonces yo compartía con ella la espera y en el momento en que supo que había aprobado su examen de grado, sentí la rara sensación de haber cumplido con la tarea que la vida me había encomendado, de alguna manera ella y yo habíamos aprobado, al mismo tiempo, dos difíciles exámenes. |
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