Una música agradable inunda el ambiente, el teléfono
está en silencio, la línea está ocupada , se ha conectado
con la fantasía.
Un reloj mural calladamente cuenta las horas que cambian según los
hemisferios y la pantalla con su luz azulina advierte que está navegando
por el mundo de esas comunicaciones inexplicables para muchos, compresibles
sólo para unos pocos. Muchas pantallas están conjugando el
mismo verbo: yo escribo, tú escribes, él escribe, ella escribe,
ellos también escriben, algunos lo hacen con prisa; otros lentamente,
como buscando las palabras adecuadas para expresar sus ideas; otros con
torpeza idiomática y de cualquier forma, con apuro o sin prisa la
gente va conociéndose tras las pantallas encendidas a lo largo y
ancho del mundo.
Entonces, el resto de los navegadores enmudecen los teclados y como una ola generada por un huracán, comienzan a brotar los parabienes, que en pocos segundos recorren los cuatro puntos cardinales del mundo: desde Tenerife un canario canta y allende el Atlántico le responde una alondra., junto a los lagos de Suiza un latino aplaude la buena nueva y un gaucho perdido en Manhattan grita y zapatea un malambo; entonces un huasito del sur que no quiere ser menos que los demás cibernautas, y hace tintinear sus espuelas en señal de alegría, y lanza su invitación a los novios a un curanto con chapaleles en los canales de Chiloé. La calma vuelve a las pantallas y poco a poco se van escribiendo las despedidas, es la hora de la Cenicienta en el hemisferio sur y en el otro comienza a amanecer, pronto será de día y con ello termina la magia nocturna de los amigos de los ciberespacios. |