Hoy estoy de suerte, tanto es así, que estoy pensando seriamente
en comprar algún boleto de lotería o de cualquier juego de
azar, porque después de lo ocurrido cualquier cosa puede suceder,
incluso que el sol brille más.
En la selva de cemento de las calles, avenidas y carreteras se ha perdido la educación y la gentileza; la ley que impera no es la que rige el reglamento del tránsito, sino más bien la del más fuerte y quién así se siente lo expresa pasandose a llevar a los más débiles, sean estos peatones o vehículos pequeños. En muchas esquinas da pavor poner un pie en la calle, aún cuando hay paso cebra y tiene preferencia el peatón, los colectivos y buses pasan sin contemplación y normalmente a una velocidad mayor que la permitida en la ciudad, asustando con sus bocinas a ancianos, mujeres o escolares. De tanto en tanto y muy rara vez se ve en la selva del más fuerte a algún viejo profesional del volante, que detiene su vehículo y amablemente hace un gesto con la mano para que la gente pase o atraviese de una esquina a otra.
De esos gentiles hombres van quedando pocos, son casi una rareza y una
leyenda, cuando uno se topa con ellos experimenta la sensación de
que la fortuna nos está rondando, por eso es que hoy me siento con
suerte y abrigo esperanzas de que sea un virus contagioso y que por obra
de magia se propague a los demás conductores haciendo de su
tarea diaria un agrado y no un medio para agredir a los demás o
descargar las tensiones de la depresión asiática, las bajas
de la bolsa o los problemas familiares.
Ser gentil no cuesta nada, muchas veces es un mero gesto, quizás una sonrisa o un instante de paciencia; es ceder el paso, dar el asiento o ayudar a alguien para cruzar una calle o como en mi caso, detener un vehículo mayor para que uno chico pueda incorporarse al flujo vehicular y que gracias a ese gesto, su conductora se sienta durante todo el día tocada por una varita mágica que le dice: aún quedan caballeros al volante de las micros, buses o colectivos. |