UNA
NOCHE TENEBROSA
La tierra se estremecía, emitiendo en cada sacudida sonidos provenientes
de
sus más recónditas entrañas. Los muros de adobe tendido
se escapaban de
sus
bases y desprendían generosamente el estuco que se estrellaba sobre
mesas,
sillas y muebles. Las lámparas oscilaban ancladas en el techo y
sus
bujías
perdían fuerza hasta apagarse totalmente. Adornos y figuras de
yeso,
inquietas por el movimiento telúrico, perdían pie en los
aparadores y
se
deshacían en pequeños trozos junto a sus patas.
El
salón estaba repleto de gente; amigos y parientes acompañaban
a la
viuda
en su dolor temprano. En el centro de la habitación principal,
rodeado
de flores y velas, don Emilio dormía en su ataúd. La muerte
lo
había
sorprendido en la plaza, a la vista y paciencia de todo el mundo; era
medio
día y un ataque fulminante terminó con su existencia de hombre
joven
y
buenmozo.
El
primer movimiento de la tierra interrumpió los rezos de las mujeres,
todas
vestidas de negro, que paralizaron sus oraciones. A medida que
pasaba
el tiempo, las miradas giraban en torno a los presentes, la puerta
de
salida, el féretro y la viuda. El segundo sacudón borró
cualquier duda,
aquello
era algo más que un temblor y los varones salieron en estampida,
buscando
la seguridad de la calle. Tras ellos y en un grito, mezcla de
oración
con pánico, bajaron la larga escala las mujeres. La viuda olvidó
su
dolor y también a su difunto marido, quién se quedó
solo en el medio del
salón,
mecido en su ataúd por los movimientos de la tierra, mientras las
velas
iluminaban tétricamente el lugar y el polvo, como una nube
irrespetuosa,
caía sobre él.
Un
caballo galopó desbocado por la calle Pinto y el sonido de sus cascos
estremeció
las conciencias de los que, en la calle y olvidados del difunto,
imploraban
clemencia al cielo. A los lejos, con la seguidilla de
temblores,
los muros cansados de soportar techumbres añejas, se desplomaban
hacia
el interior de las viviendas, como queriendo proteger – aún en su
agonía-
la intimidad de sus moradores. Fue entonces cuando vino aquél
grito
que desató el pánico:
¡
el mar se está recogiendo !
La
gente corrió cerro arriba, como alma en pena, las madres llevaron
a sus
retoños
en ropas de dormir y los relojes detenidos por los sacudones,
marcaron
las 11:30 del 10 de noviembre de 1922 con una noche oscura y de
velorio.
El agua del mar llegó a la calle Melgarejo y trepó por las
esquinas
buscando las líneas del tren y a su paso cambió de lugar
la garita
de
los marinos, dejándola en el medio de la línea férrea.
Volteó con
fuerza
oceánica a una locomotora en la estación de trenes y penetró
- sin
permiso
- en las oficinas de la Aduana, sacando todos sus enseres al
patio.
El
mar no sólo buscó las vías del tren, también
las emprendió contra el
barrio
Baquedano e hizo navegar por entre las casas los botes de los
pescadores
y en el interior de las viviendas, flotaron las camas para
alegría
de la chiquillería y espanto de sus madres.
La
tierra cesó en sus quejidos y movimientos; el mar volvió
a su lecho
original
y el velorio continuó, don Emilio Castex Tondreau, pese a lo
ocurrido,
tuvo al día siguiente el funeral acorde a su señorío.