UN PAR DE NIÑOS
Cuentan
que eran un par de niños. El solía llevarla de vuelta
del trabajo en su bicicleta y el pelo largo de ella, le acariciaba el rostro,
cuando caía el sol.
Dicen
que ella era calladita y de ojos expresivos, que llegó junto a otros
migrantes desde el norte, siguiendo el trabajo de las viñas y que
el abuelo Yayo le dio un cuarto en su casa, por la temporada de cosecha.
Él
vivía solo con su nieto, recordaba como sí fuera hoy el día
en que su hijo llegó con el crío entre los brazos y lo dejó
a su cuidado. Desde entonces, el niño fue sus ojos y única
razón para continuar trabajando de sol a sol su tierra.
Al
verlos partir cada mañana, en dirección al packing, se los
imaginaba camino a la escuela: tomados de la mano. Por las tardes
les esperaba y ello, sobre la bicicleta, traían de regreso la alegría
que inundaba la casita.
Había
comenzado otro verano y por segunda vez llegó la niña desde
el norte, los ojos de su nieto recuperaron el brillo que habían
perdido desde la temporada anterior. Ecos de risas llenaron la casa
y los jóvenes siempre tomados de las manos, salían cada día
a trabajar. Una noche después de comer se lo dijeron: querían
casarse. Don Yayo los entendió, su vieja y él habían
formado el rancho a temprana edad, por lo tanto – les dijo – podían
disponer de la casa y de la tierra, él esperaría hasta el
año entrante para tener razones por las que envejecer tranquilo.
Los
enamorados iniciaron los trámites para celebrar la boda, cuando
terminara la cosecha de uva y los días pasaron desgranando planes,
para ese futuro que estaba al alcance de sus manos.
La
mañana anterior a la boda y último día de trabajo
en el packing, le extrañó no verlos salir a la hora de costumbre.
Sí bien él era algo tardo de oído, tenía buena
vista y estaba seguro que no habían pasado por el callejón.
Asaltado de un extraño presentimiento, les buscó y al abrir
la puerta del dormitorio de ella, la encontró dormida sobre la cama,
con el pelo acariciando la almohada y en el pecho... una mancha roja.
Su
niño yacía a los pies de ella, con la vieja escopeta tirada
a su lado...
Se
quedó inmóvil, recortando su figura encorvada en el dintel
de la puerta y sintiendo que el corazón se le hacía mil pedazos.
Por entre las lágrimas que inundaban sus viejos ojos, alcanzó
a ver unos papeles sobre la mesa y distinguió una nota, escrita
con esa letra redonda que tanto le enorgullecía: abuelo, que
nos entierren juntos...
Nada
más. Ninguna explicación, sus niños felices...
Llegó
la ley e hizo preguntas que él no supo responder. Se habló
de asesinato y de suicidio. Dijeron que investigarían las
razones y don Yayo, con los ojos bajos de tristeza y la garganta apretada,
arrugó en su bolsillo los certificados de nacimiento de ella y de
él, queriendo evitar que los demás se enteraran, como él
lo había hecho esa mañana, que ambos jóvenes tenían
el mismo padre y el mismo abuelo.
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