En una liebre volkswagen, un tanto destartalada y apretados como para una excursión colegial, partimos rumbo a un lugar llamado Potrerillos, que nada tiene que ver con el mineral del norte del país. Bajaríamos el río Mendoza ( Argentina) montados en una balsa, haciendo lo que llaman “ rafting”, es decir, el deporte-aventura que a veces muestran los noticiarios o en reportajes especiales. Dejamos el camino internacional y descendimos hasta el río y como sí fuéramos boy scout, todo el grupo – con gran entusiasmo- ayudó a llevar la balsa hasta la orilla, donde fue inflada a su máxima capacidad. Entretanto, los futuros navegantes nos pusimos ropa apropiada, casco y chalecos salvavidas, por sí alguno terminaba en el agua. El guía de la excursión se sentó a proa y dio comienzo a las instrucciones previas para la bajada, daría tres órdenes, las que debían ser acatadas sin chistar: adelante, atrás y stop. El
grupo resultó buen alumno y terminado el ensayo en seco, aprobado
el simulacro de navegación, entre todos empujamos la balsa al río
y tomamos posición en su interior: adelante en la proa Roberto,
el banquero y Eric, el estilista. A continuación Ana, la mujer
del banquero y Dorothy, la gringa que no haba español., a popa quedamos
Cecilia y yo, novatas y asustadas.
¡
Izquierda con fuerza! Y todos los de ese lado remamos como sí fuéramos
galeotes condenados de por vida a los remos, la balsa se atravesó
en el río y de esa forma pasamos nuevos rápidos, como sí
estuviéramos esquiando y sentí que se justificaba el valor
de los veinte dólares que nos costaba el tour.
Que
nadie me pregunte cómo salimos del remolino en que estábamos
metidos, tampoco cómo volvimos a sentarnos en el borde la embarcación,
allí sólo funcionaba la adrenalina que remaba más
que uno y esa risa torpe, que sale cuando uno está nerviosa.
El grupo mojado y feliz, tal vez aliviado, celebró el más
bravo de los rápidos del río Mendoza, con los remos en alto
y con un grito, mezcla de escape terrorífico y alegría incontenible
de aún estar vivos.
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