MONTAJE TÓXICO Y SUBJETIVIDAD EN LA CLINICA DE HOY

Carlos A. Guzzetti

Las drogas nos aburren con su paraíso.
Que nos den más bien un poco de saber.
No estamos en una época de paraíso
Henri Michaux

Una afirmación de Marx marcó profundas huellas en la orientación de mi pensamiento, en psicoanálisis y en la vida: la religión es el opio de los pueblos, es aquello que detiene el movimiento de la Historia. En nuestro argot rioplatense existe la expresión "es un opio" para referirse a algo aburrido. En ambos casos el opio parece ser sinónimo del Mal, aquí encarnado en la Quietud. Esa ha sido siempre la impresión que me produjo el clima de los fumaderos de opio tal como, por ejemplo, Malraux lo describe en su "Condición humana". ¿Qué poder retenía a cientos de personas sobre los camastros de madera apilados, verdaderas estanterías humanas, inmóviles durante horas, sumidos en sus inimaginables ensoñaciones?

La pregunta cobra una nueva perspectiva ante la taxativa afirmación de Freud que los narcóticos son uno de los recursos, por completo ineludibles, a los que la humanidad apela para sobrellevar el malestar en la cultura, porque nos hacen insensibles al dolor "que el peso de la vida y las crueldades de la realidad imponen al sujeto".

En resumidas cuentas, el narcótico actúa sobre el dolor , que siendo el más imperativo de todos los procesos "puede ser vencido exclusivamente por la acción de una droga o la influencia de una distracción psíquica"

Nuestro tiempo ha elevado al tóxico a la dignidad de Semidiós, un Hércules que ha superado la depresión con el Prozac, un Prometeo que ha robado del paraíso olímpico un polvo blanco que entregará a los hombres para su felicidad, un Edipo que recurre sistemáticamente al Viagra.

La oferta cultural de recursos tóxicos no se reduce a las sustancias, lo son también las imágenes que se alternan velozmente en la pantalla, los objetos propuestos al consumo en profusión tal que excluye cualquier posibilidad de deseo sostenido.

La clínica psicoanalítica con adolescentes nos confronta cotidianamente con algunos efectos subjetivos de estas circunstancias. El desinterés, la falta de pasión, el desfallecimiento libidinal, lo que tan bien ha sido denominado la narcosis del deseo , es una forma muy frecuente de presentación de los jóvenes en la consulta. Esto sin detenernos particularmente en la clínica específica de toxicómanos.

Los mayores también, a su modo, a veces más silencioso aún, aparecen con frecuencia ante nosotros exhibiendo una suerte de anestesia de lo simbólico que nos exige poner a prueba nuestros instrumentos de trabajo, los conceptos teóricos.

Los analistas trabajamos en una zona fronteriza, un espacio transicional que se revela a veces más y a veces menos apto para el despliegue de las ficciones constitutivas de la subjetividad. La Otra escena transferencial es en ocasiones efractada por la irrupción fuera de su campo de cantidades de excitación que son tramitadas de modos que se nos aparecen como automáticos. Allí es donde se nos hace patente la compulsión a repetir como resistencia mayor al análisis, precisamente cuando se hace ver fuera del campo en el cual es posible ponerla a trabajar: el dispositivo analítico.

Actings o pasajes al acto, con mayor o menor grado de permeabilidad a la intervención analítica. Pueden ser llamados telefónicos desesperados, irrupciones en la escena de la sesión de estados afectivos desbordados, ciertos "alocamientos" de la transferencia decididamente no psicóticos, ausencias porque "estaba muy deprimido", accesos de consumo en personas con muy estrecha dependencia de sustancias (psicofármacos incluidos), atracones, masturbaciones compulsivas, etc.

Ubicaré algunos momentos de un tratamiento –pleno de dificultades clínicas- en que se me hizo patente la insistencia de un montaje, un recurso subjetivo para la tramitación de lo traumático del que quiero dar testimonio. En cada vuelta mostraré el modo en que este montaje entra en transferencia, de manera casi siempre violenta, dando lugar a un trabajo asociativo hasta entonces imposible.

Susana, educadora de 53 años, concurre a mi consulta acuciada por una angustia irrefrenable, desbordada. Ya en el teléfono, en el momento de establecer una cita para la primera entrevista, confiesa que para ella es muy difícil llegar, que cómo puede hacer. Me limito con mucha cordialidad a establecer un horario. Que trate de venir a la consulta y allí hablaremos y si no le es posible, que me llame nuevamente. Efectivamente llega.

En esa primera entrevista relata una enorme cantidad de circunstancias trágicas de su vida, de una complejidad tal que resultaría imposible exponer en este rato. Resultan fascinantes para cualquier psicoanalista, por más habituado que uno esté a escuchar las variadas tragedias humanas. En los últimos tiempos ha debido proteger las ventanas de su casa con un enrejado para asegurarse de no sucumbir a la tentación de arrojarse por la ventana –más tarde me pregunté si en verdad no se estaría protegiendo de la invasión de algo siniestro-. Hace unos pocos años había tenido un intento de suicidio cortándose las venas. Pero, relata, cuando comenzó a brotar la sangre se arrepintió. Fue atendida a tiempo y se salvó. El suicidio es un instante, un borde muy finito. Hay muchos que si no les sale el primer tiro, se arrepienten.

Veintisiete años atrás presenció el suicidio de su marido. Fue casi banal. Estaban en la cama, ella se dio vuelta para alcanzarle un café y en ese instante él extrajo el arma del cajón, se apuntó a la cabeza. Cuando ella vio la escena dijo: ¡Otra vez te vas a ir! Y estalló el disparo. Quedó inerte pero con vida. Lo puso de costado, con el orificio de entrada de la bala hacia abajo. Raro, porque lo lógico hubiera sido evitar que drenara sangre. Le besó el pene, lo tapó, llamó a la policía y se sentó a esperar. Se asombra de que eso siempre fuera para ella un trámite, una sucesión de acciones más o menos eficaces, desprovistas de un verdadero sentimiento.

Durante los últimos tiempos, su natural temperamento reservado y suspicaz se había ido acrecentando y había desarrollado una paulatina inhibición de los desplazamientos, resultándole imposible, al momento de la consulta, viajar en colectivo, subte, e incluso en los peores momentos, salir de su casa. Venir a la terapia se constituyó en el único desplazamiento fuera del barrio más inmediato y del recorrido ya muy demarcado hacia sus actividades laborales. Siempre en taxi.

Es obesa, alcohólica consuetudinaria, consume 3 paquetes de cigarrillos por día. Se define como lesbiana, si bien hace más de diez años que no mantiene relaciones sexuales de ninguna índole.

En numerosas ocasiones se me ha revelado la utilidad de ciertos conceptos o nociones de viejo cuño freudiano para dar elasticidad a los estrictos límites de una psicopatología que frecuentemente opera como lecho de Procusto. La perspectiva económica de la metapsicología puede ofrecernos una herramienta de esa clase.

Una de esas nociones freudianas es el dolor. Resulta indiferente, a nivel del mecanismo psíquico en juego, que se trate de dolor físico o psíquico. Decíamos recién que es el más imperativo de todos los procesos, y quizás por eso mismo es una experiencia constitutiva de la subjetividad . El dolor no es el displacer, está más acá del principio del placer. Aflujo repentino de cantidad que perfora la barrera antiestímulo, produce una profunda modificación en los sistemas, deja tras de sí facilitaciones permanentes, como si un rayo hubiera pasado por él. En este sentido el dolor es arrasador, paraliza, cesa de producir trabajo. Es, podríamos decir, desubjetivante.

El torturador sabe que para su víctima es imposible sostener la investidura psíquica frente a un dolor extremo. Toda la cuestión reside en cuál es el umbral, pero siempre lo hay. Un umbral más allá del cual el aparato psíquico se disgrega. Este punto de vista ubica al dolor como absolutamente mudo. Si la angustia es un centro gravitatorio para la experiencia analítica, el dolor, en cambio, constituye uno de los límites de su acción.

El aparato en un principio arrasado, logra una recomposición. La experiencia del dolor inscribe una imagen mnémica del objeto que genera dolor y una serie de facilitaciones "particularmente abundantes y extensas" estableciéndose alguna inhibición en el desprendimiento de displacer. Si bien no es posible la huida, sí cabe algún movimiento que posibilite la ligadura. Se produce así una suerte de aprontamiento del aparato para recibir el nuevo dolor, que ofrezca un camino a la tramitación. Es la vía que podríamos definir como la que va del dolor a la angustia . El amparo del Otro primordial es, en este proceso, decisivo .

Pero ante dolores agudos y repentinos la más ínfima estimulación de una huella mnémica, ya sensibilizada por la facilitación del dolor, hace sucumbir el apronte y manifiesta un enorme poder para engendrar un afecto oprimente, provocar una lesión psicosomática o desencadenar una compulsión irresistible.

Susana padeció de joven de afecciones psicosomáticas en la piel. El contacto con la ropa interior le producía agudos eccemas.

En cada encuentro se hacía perceptible una reacción física de recelo ante el menor contacto, por lo que me había cuidado mucho de mantener las entrevistas escritorio de por medio. El espacio en el que Susana efectuaba sus trayectos fijos era muy delimitado, cualquier irrupción del otro era sentida como una catástrofe y corría a recluirse en el interior de su casa, como su perrita ya anciana, debajo de su cama. En esos períodos acumulaba alimentos en el freezer, vino y cigarrillos y se aprestaba a hibernar. Avisaba que no podía concurrir a su sesión. En general yo no respondía esos avisos, hasta que un día que casualmente atendí personalmente una de esas llamadas, le ofrecí concurrir en otro horario dos días más tarde, a lo que accedió. El efecto fue que esta estrategia de huida hacia el interior quedó en evidencia para ella, se rió por haberse sentido descubierta, lo que al mismo tiempo le ponía un nombre al oscuro sufrimiento, silenciado a fuerza de una contrainvestidura colosal, que le impedía "llegar".

Se me hacía que la restricción de movimientos obedecía a que quedaba capturada por un dolor producido por el contacto con los otros. Huía hacia el interior en un proceso de retracción extrema pero, inscribía su falta en el contestador telefónico. El azar de un encuentro directo operó como vía para poner en forma al síntoma, permitirle llegar y habilitar un trayecto que se había cerrado momentáneamente.

Ante la irrupción del dolor el aparato registra un único movimiento: la succión de las investiduras por la huella del objeto doloroso genera una formidable contrainvestidura que empobrece al aparato y lo reduce a la parálisis. Los efectos de descarga se cumplen por vía de reflejo, vale decir, sin la mediación del aparato anímico . El grito sin duda es su paradigma.

Si la tensión provocada se hace insoportablemente grande, la represión no tiene lugar; el dolor no puede ser reprimido. Hemos aprendido con Lacan a pensar el dolor como goce, un límite, ante él la reacción motriz de huida es imposible . La quietud acompaña al dolor . De cómo cada sujeto logre tramitar el desamparo del Otro, de qué trama sea capaz de tejer en derredor de esa carencia primordial, de cómo pueda inscribirse como falta en el Otro, dependerá su destino: la angustia, equivalente general de los afectos o el dolor que rompe cualquier equivalencia posible.

Cuando el dolor se interioriza adquiere una notable semejanza con una pulsión. Pero su meta es sólo el cese del estímulo y no la ganancia de un placer directo de satisfacción. Podría pues decirse que actúa como una seudo-pulsión.

La pulsión se articula en un montaje -fuente, objeto, perentoriedad y meta- que pone de manifiesto que la sexualidad se sostiene mal ; el dolor como seudo-pulsión también posee el suyo.

El circuito pulsional es una medida de la exigencia de trabajo que impone al sujeto su condición sexual. El dolor es imperativo sin medida; no recorre un circuito, se impone sencillamente una cancelación en la fuente misma, por la vía tóxica. No aspira a la satisfacción, por lo cual la vía de la sustitución, esto es, del trabajo psíquico, no está abierta. La represión no es un destino del dolor, la defensa frente a él es de un carácter tan perentorio como él mismo. El objeto no es contorneado sino colapsado sobre la fuente. En esto consiste la detención de todo movimiento, la estasis libidinal. Es lo que denomino montaje tóxico.

Un llamado telefónico perentorio –yo le había ofrecido oportunamente todos los modos posibles de contactarme telefónicamente en cualquier momento- y concertamos una entrevista pocas horas más tarde. Llega en un estado calamitoso, su aspecto descuidado como nunca, un zapato de cada color, oliendo terriblemente a alcohol y se desploma sobre el diván, rompiendo con la regularidad de nuestros encuentros. Es difícil transmitir la conmoción afectiva que me produjo. Lloraba a los gritos, repitiendo que no quería vivir más. Profería verdaderos alaridos, que pronto se me presentaron como descargas casi automáticas, sólo podía esperar que gastasen su energía. Mi presencia por sí sola era la garantía de que ese gasto se efectuaría. Así fue, por cierto. Al cabo de algunos minutos, habiéndole ofrecido un vaso de agua logramos hilvanar, con enorme dificultad, una vieja historia. Poco después del suicidio de su marido, un socio en actividades muy fronterizas con lo delictivo, supuestamente la habría mandado tomar presa (eran tiempos de terrorismo de estado en nuestro país). Una noticia que escuchó casualmente en TV había asociado ese nombre al episodio que hasta entonces estaba sepultado en su memoria. Durante esa detención, que duró muy pocos días, fue sometida a vejámenes y muy probablemente violada. No fue posible avanzar más en la construcción de la escena. Al cabo de una hora y media y antes de retirarse del consultorio visiblemente recompuesta, me pregunta:

- ¿Qué tengo que hacer?

- Nada. Si puede evitarlo, no beba, tome su medicación y duerma. Mañana me llama por teléfono.

Es la primera vez que exhibe abiertamente ante mí su borrachera. El dolor de una escena intolerable, reactivado por una asociación nimia, la empuja a beber hasta el límite. Pero de algún modo este montaje es puesto en transferencia. En el curso de la entrevista el dolor da paso a la angustia y se inicia un trabajo de duelo hasta entonces impedido.

¿Ahora bien, qué es el tóxico? Es el narcótico capaz de cancelar el dolor, pero también es una noxa. En la noción de neurosis actual la noxa es la libido estancada. La estasis libidinal es lo que enferma y sólo el amor de objeto constituye un recurso frente a ella. La puesta en movimiento de la libido en los desfiladeros del significante, el camino que va de la pulsión al deseo constituye el capital con que el sujeto hace frente al desafío de la vida. Insisto aquí en que esos desfiladeros son balizados por el Otro, que ofrece al desamparo originario el marco del fantasma. Allí la angustia, lugar medio entre el goce y el deseo.

El sueño fundacional de la Inyección de Irma constituye una compleja elaboración de la experiencia de Freud con la cocaína y su concepción tóxica de las neurosis. Una frase me resuena al escuchar a Susana: sobrevendrá una disentería y se eliminará el veneno.

Durante una comunicación telefónica de un par de horas escucha los infortunios y desengaños de una compañera de trabajo. En cierto momento le cuenta los detalles de un intento de suicidio reciente. Instantáneamente Susana se caga encima. Interrumpe la conversación y debe ir al baño a higienizarse.

El montaje tóxico es un recurso defensivo, muy arcaico, constitutivo de la subjetividad. Las condiciones peculiares de la historia infantil de un sujeto determinarán el grado de facilitación de este recurso en detrimento del circuito pulsional y sus destinos. Una vez puesto en marcha este montaje, el sujeto es aplastado por el automatismo de la respuesta tóxica, que lo cortocircuita, lo reduce a un aparato no deseante, opacado como está por la presencia inconmovible de la Cosa tóxica. De una suerte de agujero en el psiquismo, horadado por el desamparo de y ante el Otro, surge el dolor y su montaje.

Por razones y circunstancias que no podría relatar ahora, le propuse la consulta con un psiquiatra, que ordenase de algún modo su impulso al tóxico mediante la introducción de un fármaco, que, por añadidura a su acción bioquímica, operase de significante transferencial. La medica con Zoloft y un ansiolítico y contra toda expectativa farmacológica ceden significativamente sus fobias de modo casi inmediato. Puede volver a salir a la calle, camina por su barrio, puede entrar al supermercado, recompone lazos familiares y laborales.

Se abre así un corto período de optimismo. Al poco tiempo plantea que la psiquiatra le habla de la conveniencia de un tratamiento cognitivo para la cura de las fobias. Mi firme oposición a mantener dos tratamientos psicoterapéuticos simultáneos produce una nueva conmoción. La sesión que refiero se produce un viernes por la noche. El lunes siguiente encuentro en mi contestador tres mensajes consecutivos. El primero a pocas horas de la sesión, es un amargo reproche cargado de epítetos contra mí por haberle planteado un dilema que era incapaz de resolver. El segundo, no menos agresivo, y muy altanero, me informa su decisión de interrumpir el tratamiento. En el tercero, doce horas después del anterior, me solicita que no ocupe la hora de su sesión. No quería hablar personalmente, ya que no recurrió ni al teléfono particular ni al celular.

Vuelve y es posible remontar la situación, se relanza el trabajo. Su proceso elaborativo había pasado por el papel y la tinta. Me muestra unas páginas escritas en su momento de furia, plagadas de reproches infantiles de abandono y que culminan con la cuidadosa redacción del último mensaje que me deja en el contestador. Le solicito que me deje ese escrito, que nunca reclamó.

El signo más enigmático para ella, no obstante, es que durante las horas de sufrimiento que sucedieron a la sesión del viernes no se emborrachó. Habló por teléfono y escribió. Durmió plácidamente y al despertar estaba por completo aliviada.

Se abre entonces un período de trabajo analítico. Sueña profusamente, recuerda circunstancias de su pasado, averigua cosas con su madre, habla con su hijo, entra en movimiento. Es el tiempo de trabajar la oralidad, me dice. Tanta comida, tanto alcohol, tanto humo, la boca siempre llena. Indico allí que las palabras también salen de la boca. Hay también en el bla bla un goce oral que se realiza.

Se inicia un tiempo de abstinencia relativa. Puede pasar varios días sin fumar o sin beber. Muchas veces por no salir de casa a comprar cigarrillos o vino. Esos períodos alternan con algunos episodios aislados de compulsión, que pueden llegar a constar de una ingesta claramente excesiva... de agua! Toma litros de agua o infusiones.

Con el costo de un ineludible aplanamiento del caso clínico, he querido mostrar ciertos momentos de entrada en transferencia de algunos montajes tóxicos, vías facilitadas de múltiples maneras por la historia subjetiva, cuya reescritura constituye buena parte del trabajo de este análisis. Este tratamiento deja para mí en evidencia que la persona del analista es un medio de pago, pero quizás más aún me hace pensar que su presencia y permanencia es un requisito indispensable para situar al trabajo del análisis en el camino que va de la ensoñación opiácea, expresión de un deseo narcotizado, al trabajo del sueño.

Septiembre de 1998

Carlos A. Guzzetti


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