Recuerdo el
fastidio que me produjo después, en 1994, el ver
en las paredes del Museo de Arte Moderno de
Amsterdam una pareja desnuda, hecha con
estridentes y estroboscópicos tubos de neón,
que copulaba frenéticamente. Entiéndase que
aquel desvergonzado horror se mostraba, no en el
famoso Distrito Rojo de la ciudad, sino en pleno
Museo, frente a niños absortos, boquiabiertos.
Hoy he perdido el asombro ante la truculencia y
la chabacanería.
A pesar de la
aceptación o la indiferencia generalizadas me
parece que sigue siendo imperdonable que la
vulgaridad se establezca como ejemplo. También
lamento que muchos museos y bienales, obedeciendo
esa "tónica de actualidad" ni siquiera
se molesten en colgar pinturas. Al visitante se
le presenta como arte (de ultravanguardia y
transvanguardia) la más variada parafernalia de
textos, objetos encontrados, defecaciones y la
sórdida, agresiva desfachatez de aparatosas
instalaciones fálicas. Es el arte de los
deshechos urbanos. Es la manipulación (literal)
de los desperdicios de una sociedad enferma y
decadente. Se trata de una apología de lo soéz
y lo blasfemo que se corona con el aura
prestigiosa del museo; grocería disfrazada, que
se ennoblece con el título de
"ruptura".
Y no es que Vargas
Llosa arremeta contra el erotismo en el arte,
estilo que él mismo cultiva en la literatura con
deliciosa ironía y refinada irreverencia. Creo
que el escritor nos alerta que luego de
presenciar los agónicos lamentos, los estertores
del arte de fin de siglo, nos enfrentamos a las
ceremonias rituales que preceden a su entierro
definitivo. Hasta ahora, en esta procesión
infame y frente a la evidente desintegración y
podredumbre del arte de nuestros días, pocas
voces, tan autorizadas y oídas como la de Vargas
Llosa, se habían levantado. Y con tal
contundencia.
Hasta ahora casi
nadie se atrevió a arrojar un abundante puñado
de tierra al tieso y descompuesto féretro. Solo
le caían flores. Las únicas voces que se oían
eran las de un coro de venerables críticos
arrebatados y exaltados, que cantaban con gran
solemnidad las interminables liturgias y las
exequias fúnebres. Los escritores se habrán
sentido desconcertados ante tanta y tan compleja
anarquía ( o incompetencia ) y asqueados frente
al estercolero, guardaron silencio y han mirado
perplejos el degenerativo proceso de la muerte
del arte desde una cómoda lejanía. Distancia
que no ha cesado de aumentar con el fuerte olor
que despide el insepulto cadáver. Porque si bien
es triste que estos despojos hayan perdido tanto
su interés como su novedad, lo alarmante es que
la pasión por el escándalo y la morbosa
necrofilia manifiesta en el público y en los
tabloides londinenses, continúen impertérritas.
La literatura
(deja escurrir Vargas Llosa) no ha sido tocada,
afortunadamente por esa nefasta locura, por esa
anacronía perniciosa. ¿Por qué? El no lo dice.
La mayoría de los escritores se han mantenido en
resguardo, en cuarentena. Saben que en torno al
ataúd abundan los fetiches, los amuletos y los
símbolos. Con precaución observan que al lado
de la tumba abierta el artista contemporáneo
hace de mago, de brujo, de profeta. Es un show
man. Que oficia, busca y establece nuevas
relaciones de poder ( vale decir también que de
mercado) y para ello utiliza con ferocidad todo
medio posible. En este funeral nada le ha sido
negado. El artista se siente libre y poderoso.
Sabe que ahora lo que importa e interesa no es lo
que hace, ni la forma en que lo hace sino lo que
él dice que hace: su idea, su concepto, su
palabra.
Y aquí es donde
Pedro Mir, único de los escritores de renombre
que ha aceptado el desafío, se enreda y lidia
exitosamente con el mentado e indómito difunto.
En tres diáfanos ensayos, cuya profundidad es
imposible describir dentro de los estrechos
límites de este artículo, (Aproximación a la
Estética, La Estética del Soldadito y El
Lapicida de los Ojos Morados) Pedro Mir nos
induce a comprender por qué el mundo de la
literatura no ha sido estremecido por el vendaval
y las marejadas que sacudieron los predios del
arte; y nos demuestra que toda esta actitud del
arte actual se desprende de la falsa premisa
estructuralista que sostiene que el arte es
lenguaje. No dudo que la lucidez de esos textos
le traería a Vargas Llosa un refrescante alivio
y una visión menos sombría.
No sabemos si las
lúgubres premoniciones de Vargas Llosa auguran
solo la extinción del arte contemporáneo, o si
la de la especie completa, incluyendo al artista
talentoso y dedicado a su oficio que posee
"con una concepción atísima, nobilísima
del arte de pintar, como fuente autosuficiente de
placer y de realización del espíritu",
según las palabras que ese autor le dedicara al
pintor Seurat. No sabemos si en este entierro hay
o no velas para aquellos artistas que, fieles a
una tradición cambiante y milenaria, tallan un
mármol o un tronco y se deleitan en la exquisita
untura de sus lienzos. Por suerte no asistimos a
la muerte del arte en sentido general, sino al
entierro de una de sus más flameantes secuelas:
arte contemporáneo.
Hace ya varios
años desapareció (físicamente) Joseph Beuys,
su más insigne adalid y desde entonces el
movimiento , acéfalo, no hizo más que dar
tumbos. Joseph Beuys mismo se empeñó en
demostrar, con su propia obra, la inutilidad del
arte: manteca rancia y llena de gusanos,
alimentos podridos encerrados en el marco de una
ruidosa y omnipresente propensión al escándalo,
de una insaciable búsqueda de notoriedad. Yo
admiraba la figura, el hombre, mas que su arte y
sobre todo aquel riguroso y complejo manejo del
concepto y la palabra. Su verdadero arte era el
discurso: Falso, convincente, absurdo e
impenetrable, pero absolutamente divertido.
Hoy la Dokumenta
de Kassel, la Bienal de Venecia y muchos otros
"acontecimientos artísticos" no se
cansan de repetir la misma historia que hicieran
Marcel Duchamps a principios de siglo, y Joseph
Beuys en los setenta. El problema no es que las
variantes sean ínfimas, sino que en ausencia del
verbo, de la amenidad y la gracia de sus grandes
teóricos, su arte o se ha hecho fétido o se ha
empobrecid, aburriéndonos terriblemente.
Agotado y confuso,
el arte contemporáneo se volvió reiterativo y
vácuo, quizás porque no comprendió que el
dominio del arte no es el del concepto y la
palabra, (como en el caso de Vargas Llosa, y los
intelectuales ) sino el de la imagen. En su
interés por hacer del arte una
"declaración" intelectual o
"statement" los contemporáneos
sacrificaron su conexión con la imagen.
Sacrificaron el oficio y la manera ( palabra que
en latín se deriva de la palabra mano). Esto es,
invalidaron los aspectos sensoriales y sensuales
de la forma, que posee cualidades físicas
concretas y leyes muy distintas de las que
regulan el pensamiento y el lenguaje. De modo que
el cadaver que velamos ahora no es el del arte,
sino solo el del arte contemporáneo. Y ya era
hora de que comenzaran a sonar esas campanas.
¿Qué significa
este redoble? ¿Muerte, fin, principio,
extinción, Renacimiento ? Aunque Hegel fue quien
habló primero de la muerte del arte, este asunto
se vió como una simple alegoría hasta que en
los setenta un grupo de artistas conceptuales la
intituyera por decreto. Era un plan macabro,
precedido de no poca alaraca. La idea era
envenenarlo con una lenta dosis de quinina. Luego
algún iluminado advirtió esa imposibilidad
aduciendo que si el arte efectivamente muriera,
algo nos inventaríamos para sustituirlo. Octavio
Paz, sin embargo, ve esa muerte como cíclica y
recurrente, agregando que lo que muere no es el
arte sino el estilo : "El arte vive y muere
de su enfermedad congénita, el estilo. No hay
arte que no engendre un estilo y no hay estilo
que no termine por matar el arte."
(Conjunciones y Disyunciones)
El problema reside
en que el arte contemporáneo no es un estilo,
sino un movimiento. E incluso carece de estilo .
(Si entendemos como tal la reunión de aquellas
cualidades comunes que caracterizan y describen
una manera particular de hacer arte.) El arte
contemporáneo es una enorme e informe diversidad
que lo abarca todo. Cosa que no es posible en la
música ni en la literatura. Y como quien todo lo
abarca poco aprieta, la momia todavía anda
suelta y desatada; ensaya esto y lo otro sin
poder lograr volver a la vida, y sin hallar paz
ni sepultura.
De modo que,
Señor Vargas Llosa, no debe usted preocuparse.
No muere el arte, no muere un estilo, lo que
muere es una actitud frente al arte. Y por tanto
frente a la vida. Ya era hora, dijimos. Ahora
surgirán otras. Sin oráculos y sin el efod de
profeta me atrevo a apostar que el Siglo XXI
rescatará la imagen para el arte y tendremos de
nuevo una pintura echa con, por y para el
exquisito deleite de los sentidos. Mientras
tanto, siga usted utilizando tan admirablemente
el concepto y la palabra y permítanos seguir
haciendo pintura y escultura como siempre, con
las manos dotadas de talento.
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