CARTAS DEL SARTRECILLO VALIENTE (1958-1963)

por Abelardo Oquendo

(VERSIÓN DE UNA CHARLA DADA POR ABELARDO OQUENDO EN LA UNIVERSIDAD DE MURCIA, CON OCASIÓN DEL DOCTORADO HONORIS CAUSA QUE ESA CASA DE ESTUDIOS DIO A MARIO VARGAS LLOSA)

La primera vez que vi a Mario Vargas Llosa fue en los alrededores de 1955. Él ha contado en sus memorias cómo concurrió cierta noche a la tertulia de una prestigiosa revista literaria que aparecía por entonces en Lima: Letras Peruanas. Lo recuerdo: llegó muy formalmente vestido, con la espalda recta y la cabeza alta y peinadísima; parecía un cadete de escuela militar pronto a presentarse ante un jurado. Un jurado que lo desaprobó sin decir nada. "Ningún comentario -escribe él-, ningún signo de aprobación o de censura: sólo un deprimente mutismo. Luego de una pausa interminable, las conversaciones renacieron, sobre otros temas, como si nada hubiera pasado". El muchacho desconocido que alguien llevó esa noche acababa de leer un cuento. Recuerdo al narrador, casi nada de ese cuento que el ignorado destruyó al llegar a su casa: "Lo hice trizas -dice en El pez en el agua- y me juré no volver a pasar por experiencia semejante".

Poco después coincidí con Vargas Llosa en un ómnibus. Ya no era para mí tan solo el autor del cuento que los contertulios de Letras peruanas rodeamos de silencio, sino el de un par de agresivos artículos sobre literatura con cuyas opiniones coincidí. Empezó así, yendo del centro de Lima hacia Miraflores, una conversación que se prolongó muchos años. Podía entonces no ser un buen narrador, pero estaba lleno de pasión por la literatura, tenía una vitalidad y un fuego que yo no había encontrado en ningún otro de los jóvenes aficionados a las letras que conocía.

Todo esto envuelto en compostura, disciplina y buenos modales. Militó en una célula comunista, había conocido precozmente la Casa Verde, casó antes de la edad legal con una mujer mayor y divorciada, pero era trabajador, cuidaba su apariencia, no frecuentaba bares ni perdía el tiempo en charlas de café. ¿Quién hubiera podido confundirlo con un escritor? Sólo se hacía sospechoso cuando hablaba de literatura o cuando contaba, transformados por un verbo inflamado e hiperbólico, acontecimientos en la realidad bastante pálidos.

A partir de ese viaje en ómnibus fuimos construyendo una hermosa amistad que pronto compartimos con Luis Loayza, el borgeano de la calle Petit Thuars. Lo llamábamos, entre nosotros, el sartrecillo valiente: Jean-Paul Sartre era en esos tiempos su paradigma. Éramos íntimos, inseparables, solidarios, pero nunca hablamos del cuento que leyó en la reunión de Letras Peruanas. Estoy casi seguro que ni siquiera le conté ese incidente a Loayza. Recuerdo, incluso, que me sorprendí cuando Mario ganó el concurso de cuento que le permitió su breve primer viaje a París. Hasta entonces no me había dicho que escribía relatos. Tras ese premio su creación literaria ingresó a nuestras conversaciones, y cuando dejó el Perú fue tema frecuente de sus cartas.

En una de ellas habla así de La ciudad y los perros que empezaba a escribir. La carta está fechada en Madrid, el 11 de diciembre de 1958:

Después de unos días de penosa debilidad, volví a ponerme a trabajar, olvidándome de la penosa relectura de mis cuentos. He conseguido liquidar el abatimiento, reemplazándolo por la neurosis y el desvelo. El desgarramiento y los dolores de una madre que, caminando, pare quíntuples, es una ridícula punzada de aguja en comparación con lo que se siente al escribir una novela. Ignoro si siempre ocurre así. Pero yo voy a salir loco: frente la máquina siento malhumor, palpitaciones, odio, impotencia, excitación, fiebre, frío, diarrea, contención, ahogo, asco, vómito, vértigo, una inexpresable y espantosa desesperación. Dejo la máquina y me acuesto: sueño despeñarme por abismos larguísimos y siniestros en cuyas simas me aguardan las lucientes bayonetas de los cadetes del Colegio Militar como una anchurosa cama de fakir, o revivo los malditos sábados y domingos de consigna, paseándome como una fiera rabiosa dentro de la grisácea cárcel de La Perla, sin poder salir, y las humillaciones matutinas, vespertinas y nocturnas, constantes, ineludibles, bochornosas, de suboficiales, oficiales, brigadieres; la rutina y la disciplina, devorándote como un océano de arenas movedizas, hasta succionarte la más mínima capacidad de raciocinio; la horrorosa soledad en medio de un mundo íntegramente hostil; las noches interminables, tendido en una litera, soñando con Miraflores en la hosca oscuridad de la cuadra; la corrupción, la angustia, las pesadillas, las imaginarias y, en fin, toda la tragedia y el sufrimiento de dos años, que creía olvidados.

Ahora mismo releo este párrafo: es artificioso y declamatorio, falsifica mortalmente la verdad. Es eso exactamente lo que está ocurriendo en lo que escribo. Me doy cuenta, a pesar de que no he querido releer las setenta páginas que tengo acabadas. Las voy a dejar aquí en Madrid: volveré a seguir trabajando cuando regrese, dentro de cuatro semanas más o menos. Adjetivos aparte, cada vez desconfío más de mí mismo. Si antes de terminar el año de beca no escribo algo que realmente me parezca valioso, creo que voy a rectificar mis planes: sería una tontería que insistiera en hacer cojudeces decorosas.

En febrero del 59, me escribe: "He trabajado un poco. Terminé los dos primeros capítulos de la novela y me parece que están bien". Lo que ya no le parecía bien, en cambio, eran sus cuentos. Con ellos acababa de ganar el Premio Leopoldo Alas unos meses antes ("uno de los tantos premios que hay en España", me comentó al recibirlo) y ahora -abril de 1959- estaban por aparecer en un volumen sujeto a los rigurosos trámites del franquismo:

Mi libro está en la censura. El jueves melo devuelven, ojalá sin recortes. Tú ya conoces tres de los cuentos; los otros dos son nuevos. En conjunto, el libro es una mierda, incluso para el Perú y España. Lo mejor de él es un dibujo, que me hizo una señora, en Barcelona: aparezco con las facciones desencajadas, la mirada cruel de los apaches, la frente llena de arrugas sombrías: un indio.

Lo importante es la novela que nace, aunque ésta tampoco se presente fácil ni escape a su autocrítica:

En la novela avanzo y me retuerzo. Me cuesta mucho trabajo. Creía tener el argumento perfectamente armado y ahora le encuentro puntos débiles, lunares, incoherencia. Me paso horas enteras corrigiendo una página o tratando de cerrar un diálogo y de pronto me lanzo a escribir sin parar una docena de páginas. No tengo la menor idea acerca de cómo está saliendo, pero me siento embriagado. Escribir es lo único realmente apasionante que existe.

Escribir; publicar es algo secundario. Los jefes, su primer libro, el de los cuentos premiados, ocupa muy poco espacio en sus cartas. Apenas breves referencias a sus avatares, como esta:

No sé nada de mi libro. Estaban listas las pruebas de página y uno de los editores tuvo la ocurrencia de escribirme advirtiéndome que había corregido algunos americanismos que encontraba chocantes. Le contesté en el acto como era debido y no he vuelto a saber más de ellos.

Pero la novela se ha postergado porque "estas últimas semanas he tenido un enorme trabajo con motivo de los exámenes", me cuenta. Y exacerbado por esto exclama:

No tienes idea del suplicio que significa atragantarse de literatura española de los siglos XVIII y XIX. Ya los escritor del Siglo de Oro son bastante mediocres y estúpidos, pero ¿cómo calificar a Feijoo, Isla, Torres Villarroel, etc...? De todos modos creo que este año de Universidad en España me ha servido para convencerme de algo que apenas intuía: la literatura española es ilegible, pantanosa, fanática y desdeñable.

La novelas pues, está detenida porque no tengo tiempo para nada. Llevo escritos tres capítulos, unas ciento cincuenta páginas, terriblemente caóticas. Prefiero terminarla antes de empezar a corregir. Tengo grandes esperanzas en esta novela. Te la mandaré.

Han terminado mayo de 1959 y los exámenes en la Universidad de Madrid. El sartrecillo valiente está fatigado y con ira: la posibilidad de una nueva beca, esta vez en París, se ha desplomado: "Se hace humo mi propósito de seguir en Europa", me dice. Decide entonces sumergirse en otro mundo:

Me voy mañana a Marruecos, solo, porque mi mujer tiene miedo de los moros que, según dice la canalla turística, escupen a los occidentales y los llaman "perros cristianos". Si eso es cierto, tal vez mejore de humor pronto. Emboscado dentro de una chilaba, en las puertas de las mezquitas, desde las ventanas de los fumaderos, en medio de la algarabía de los zocos, en los hamanes, en los antros y las avenidas, escupiré a los europeos y en un castellano gutural blasfemaré monstruosamente contra su religión y su Dios y su cultura y sus padres.

Sí, necesitaba desahogo. Dos meses y medio después la beca en España se ha acabado y el dinero para el viaje de regreso al Perú ha servido para que los Vargas Llosa -Julia y Mario- se instalen en París. Han quemado sus naves y el joven escritor recorre la ciudad en busca de trabajo. No lo ha conseguido aún cuando me dice:

Para evitar la reflexión y el suicidio me he dedicado a trabajar a fondo. Solo salgo al hotel, prácticamente, para comer. He dado un buen empujón ala novela y cada día me convenzo más de que esto sí puede ser algo valioso. Olvídate de todas las estupideces que he escrito, ejercicios ridículos de adolescente: tengo la impresión que si la novela sale tal como la presiento, seré, por fin, un escritor. Te confieso que es lo único que me retiene en Europa. Si veo que todo es un espejismo, haré las maletas y -no sé cómo- me regreso a Lima y no vuelvo a escribir una línea.

Pero la percepción de sus progresos en el arte de narrar lo mantiene. En realidad, no cree en el fracaso. Tanto es así que dispone la venta de un pequeño terreno que había comprado en Lima antes de partir. ¿Cuánto había de retórica en sus desesperaciones? No resistíamos, por esos años, la tentación de dejarnos arrastrar gozosamente por el lenguaje, de abrumar con él la realidad. De la misma carta de agosto de 1959 son estas palabras:

¡Es tan maravilloso escribir en París! La ventana de mi hotel da a la calle; en las mañanas l sol da una luminosidad mágica a este cuarto y el optimismo me ahoga; en la tarde, llueve y me deprime horriblemente. Ese es exactamente el contraste que necesito trasladar a la novela. Dudo que en alguna otra parte pueda quedarme sentado la máquina cinco horas seguidas. Creo que el dinero del terreno bastará para mantenerme hasta que la termine.

Llega diciembre de 1961, la novela no está terminada. Las cosas, entre tanto, se han resuelto. No ha encontrado un trabajo, sino varios. Y trota de uno a otro, infatigable, como en Lima, luego de su matrimonio con Julia Urquidi. Qué importa, está en París y esto lo exalta.

Un día iba por una de las callejuelas de Saint Germain, cuando de pronto en una esquina leo un aviso del partido comunista, anunciando una "Semana del pensamiento marxista", una serie de debates públicos entre los intelectuales comunistas y sus "adversarios". La primera reunión: una mesa redonda sobre la dialéctica entre Vigier y Garaudy, por el partido, y dos existencialistas, Sartre e Hippolyte. Ya puedes imaginar la alegría, la impaciencia que sentía. Me precipité a comprar una entrada -tuve que atravesar medio París, hasta el local de las "Juventudes comunistas" para comprar un billete; me atendieron unos jovenzuelos simpáticos que querían hacerme firmar toda clase de manifiestos- y estuve en la puerta de la Mutualité media hora antes. Había una muchedumbre espectacular, pero conseguí entrar a la sala, poco menos que a golpes y cabezazos. Muchas personas se quedaron sin entrar y pusieron micros en la puerta de la calle para que siguieran el debate.

En la sala había un desorden y un estruendo sin límites, un verdadero magma: el huayco de gente invadió los asientos reservados a los invitados, el servicio de orden fue desbordado, el debate estaba anunciado para las ocho y medio y a las nueve seguía entrando gente. Eran en su mayoría estudiantes y profesores, con papeles y lápices en las manos. Yo me había colocado estratégicamente en la cuarta fila, pero de pronto fui arrancado de mi asiento y empujado junto al escenario. Trataba de separar a un árabe que me aplastaba el espinazo, cuando de pronto vuelvo la vista al estrado y allí estaba Sartre, a menos de dos metros, hojeando unos papeles. Sólo a medio debate descubrí a Simone de Beauvoir, sentada tras él, junto a un anciano decrépito, con el pecho lleno de medallas, tal vez sobreviviente de la Comuna, la revolución francesa o la noche de San Bartolomé.

Tenía una idea muy distinta de él. Por las fotos y caricaturas pensaba que era un sapo bizco y desastrado, pelucón y contrahecho. Nada de eso; al contrario, su elegancia era un poco exhibicionista, en comparación con el abandono de Hippolyte (un gran rostro de indio sudamericano de pómulos feroces) y la suciedad de Garaudy, que espiaba al auditorio con sus ojos malignos. No pensé nunca que un hombre tan inteligente como Sartre pudiera ser rubio y de ojos azules de madona, ni que fuera tan coqueto: en efecto, cada vez que tomaba la palabra, se complacía en mostrar sus hermosas manos blancas paseándolas ante su rostro como un recitador. No es un expositor brillante, sino macizo, una verdadera catapulta intelectual, que acumula argumentos y ejemplos y lanza de pronto pequeñas frases implacables (mi querido Vigier, hace media hora que chapotea usted en plena teología, sin darse cuenta; me entiendo mejor con Garaudy que con Vigier, no sé por qué tengo la impresión que este último quiere devorarme; Vigier ¿Por casualidad será usted Dios?) frases como estas, que desconciertan al auditorio. Su primera intervención fue bastante larga y compleja. No se oía ningún otro ruido que el de su voz, y tenía verdaderamente fascinada a la gente, con sus ejemplos insólitos, con la facilidad espeluznante conque apoyaba su tesis en hechos de la actualidad política, económica y artística, con su tono apasionado, con el encadenamiento perfecto y abrumador de su razonamiento.

La carta que estoy citando empieza así:

Anoche oí hablar a Sartre. Ya sabes que esto era una vieja aspiración de adolescente. Como es natural estoy muy impresionado y tengo una urgencia por hablar de eso, horas de horas. ¡Helas! Con la partida de Luis me he quedado sin un "interlocutor válido", como dice De Gaulle; los amigos que tengo aquí son otra cosa, no pueden comprender lo que esto significa exactamente, se quedarían sorprendidos si me vieran tan excitado, pensarían que soy un pequeño burgués incorregible, un alienado, un beato. Tú y Loayza en cambio, saben que Sartre no es para mí una estrella de cine, sino un instrumento, el único, creo, que tiene respuestas precisas y definitivas para los problemas que me tocan de veras.

Sabíamos eso y más, Luis Loayza y yo: sabíamos que él era el sartrecillo valiente y que lo sería con o sin Sartre. Y aunque en ocasiones me desconcertó, nunca nos defraudó. Pero volvamos a La ciudad y los perros. Estamos en febrero de 1962 y la novela, concluida, está en proceso de revisión:

No puedes saber hasta qué punto es fatigoso y exasperante este trabajo. A medida que avanzo en la revisión, tengo la sensación de que las arenas movedizas me devoran. Podría pasarme toda la vida corrigiendo el texto; a veces es el argumento, que presenta huecos, contradicciones, vaguedades; otras, el diálogo, demasiado forzado, vulgar o rígido; otras, la técnica. Y cada corrección me obliga a rehacer capítulos íntegros, porque todo se modifica. En fin, a pesar de que estoy convencido de que con un poco de paciencia y de esfuerzo, la no vela podría salir realmente bien, he decidido dejarla tal como está. Me deprime su dimensión (700 páginas) su tema, y ya no tengo simpatía por los personajes. Me parece que le he dedicado demasiado tiempo, es mejor que ase a otra cosa. Ojalá se pueda publicar allá aunque su extensión espantará a los editores. Sería triste que se quedara inédita.

A fines de 1962 se encuentra aún más crítico respecto a su obra:

Hace tres días cayó a la casa de improviso el editor Carlos Barral, de Barcelona. Está entusiasmado con mi novela. Después de leerla yo la encontré juvenil y mediocre, así que le dije a Barral que no quería ya publicarla, en todo caso no antes de rehacerla. Pero él no quiere que la toque. Me aseguró que la censura no suprimirá nada, pero que en caso de que quiera hacer cortes, hará dos ediciones simultáneas, una censurada (de cien ejemplares) y la otra integral de cuatro mil. Le dije que estaba en comité de lectura en Julliard y me exigió que la retirara porque dice estar seguro de colocarla en Gallimard, en mejores condiciones, y también de vender los derechos al inglés, al alemán, y al italiano. Ya estoy viejo para alucinarme y sé de sobra que mi novela no es ni de lejos una obra que justifique ese entusiasmo. Pienso que lo ha seducido la abundancia de carajos en el diálogo.

Pidió tiempo para presentar un manuscrito definitivo para la edición y obtuvo un mes.

En ese tiempo no podré sino corregir algunos capítulos y, como estoy embrutecido y no veo con claridad cuáles son las fallas más saltantes, quisiera que tú y Lucho me ayudaran. ¿Qué partes se pueden suprimir, qué frases convendría cambiar, etc.? No dejen de hacerlo, por favor, y lo más pronto posible, pues tengo que mandar el libro antes del quince de octubre. Me gustaría que me indicaran los cambios posibles de manera bien precisa, indicando incluso el número de página.

Reunidos con Luis Loayza tras leer la novela, le escribimos largamente al amigo. No estábamos en todo de acuerdo, nosotros dos, pero las propuestas de cambio eran abundantes y en algún momento temimos que de nuestras sugerencias resultara una novela distinta. Por fortuna, Mario hizo poco caso de ellas. Por lo demás, La ciudad y los perros había iniciado ya su camino, pese a su ineditez y al margen de toda crítica:

Tengo la impresión de estar soñando. Acaba de venir a mi casa un tal Michel Chodkiewics, que se presentó como jefe de servicio de ediciones de la Editorial du Seul y poco menos que me exigió que le cediera los derechos para la traducción francesa de mi novela. Quiere que firme el contrato pasado mañana y me ha citado para las once en la editorial. Me pide que retire en el acto el manuscrito de Julliard, me habló pestes de la colección de 'Les Lettres Nouvelles': que las tiradas son muy reducidas, que los derechos son muy bajos, etc. Lo extraordinario es que no ha leído la novela y toda su agitación se debe a lo que le dijo Carlos Barral. Éste, al parecer, ha hecho una propaganda brutal a mi libro en la Feria de Francfort, porque ayer recibí una carta de un editor alemán, que tampoco conoce mi novela, y me pide una opción. No puedo creer lo que oigo y veo, porque todo es tan sorpresivo y tan absurdo que no sé qué hacer.

El Premio Biblioteca Breve que obtiene la novela lo confunde un poco, y los festejos en Barcelona los cuenta de este modo:

Carlos Barral había montado un monstruoso programa de recepciones, entrevistas y conferencias de prensa y cada noche me llevaba al Barrio Chino a beber. Total: me envenenó el hígado. Para reponerme, me llevó a pasar el fin de semana a Calafel, un pueblo de pescadores, donde tiene una casa de verano.

En resumen, ni la plata, ni los apéndices publicitarios del premio me han producido el menor halago. Los últimos días en Barcelona estuve incluso realmente fastidiado y con una intolerable sensación de ridículo encima.

En marzo de 1963 está embarcado en una nueva novela. Sigue en París, con más tiempo ahora para escribir.

¿Qué te puedo contar de mí, cher frére? La verdad es que mi vida es bastante artificial, tengo la impresión de perder cada vez más el contacto con el espacio y el tiempo, y no es una frase. Ocurre que de lunes a sábado me paso el día escribiendo, o tomando apuntes para la novela, o traduciendo a Beckett y sólo los domingos desciendo y vivo un poco. No puedes imaginarte hasta qué punto me he vuelto metódico. Tengo un horario que se ha ido elaborando solo, y que es más rígido que el de un bancario. Me levanto a mediodía, salgo a almorzar al restaurante de la esquina y a las dos de la tarde comienzo a trabajar. Hasta las seis o siete me dedico exclusivamente a la novela (ahora a los cuentos, que corrijo, para Cuba), mejor dicho hasta completar diez páginas de texto. Luego traduzco un par de horas, si Beckett resulta demasiado asfixiante y fúnebre, hago fichas sobre la Amazonía. A las nueve, como y después leo hasta las once, en que me voy a la radio. Ya al día siguiente, lo mismo, y después lo mismo y lo mismo. Cuando eso que los franceses llaman la "lucha con el ángel" -y que es, simplemente, un acceso de impotencia creativa- se convierte en lucha grecorromana y me empiezan a doler la cabeza y los huesos y el aburrimiento me da náuseas, me siento en la cama y blasfemo hasta las nueve de la noche, hora en que salgo disparado a ver un western. Pero he conseguido no salir de la casa ni ver a nadie entre dos y nueve. Los domingos me humanizo, voy a exposiciones, al cine, al teatro, a comer a un restaurant, me acuesto a las doce y paso cinco horas irremediables de desvelo: esta carne transitoria se ha acostumbrado al horario impuesto por la radio y no duerme jamás antes del alba. Me olvidaba: al regresar del trabajo, a las tres y media, leo o escribo (a mano, los franceses no toleran el ruido después de las diez) hasta las cinco.

De apenas unos días después, del 3 de marzo, son estas líneas suyas:

¿Quieres que te confiese una cosa? Escribir es sólo apasionante como perspectiva, como proyecto, como necesidad. El ejercicio mismo, en cambio, es fatigante, atrozmente penoso. Es una especie de masturbación maniática, que se prolonga y lo devora a uno, lo aísla de todo, lo desrealiza. Te juro que por momentos tengo la impresión de dejar de vivir. Quisiera salir, tener toda clase de aventuras, tomar trenes, barcos, hacerme gángster, guerrillero, viajante de comercio, cualquier cosa que signifique un mínimo de riesgo y tránsito físico. La vida puramente intelectuales absurda y triste, sólo admirable en los otros. En otros tiempos, uno podía escribir estimulado por ciertos espejismos: la gloria, el dinero. He leído una maravillosa frase de Balzac: "los orígenes de mi vocación, de mis libros y de mi vida, son exclusivamente pecuniarios". Pero hoy día uno escribe casi sin esperanzas, para llenar ciertos vacíos y deficiencias, para desquitarse de algo anormal. ¿Quién puede creer ahora que una novela va a cambiar algo y si así fuera, qué mierda me importa si yo no seré jamás el beneficiado? Creo que la condición intelectual privilegiada es la del estricto lector. Vive y cuando quiere coge un libro, vuela un rato, lo cierra y regresa. A mí me jode horrores vivir volando, no quiero pasarme la vida como un cometa. Estoy irritado con mi vocación, sobre todo porque ya no hay marcha atrás posible, si no tuviera tiempo para escribir me sentiría desesperado. Pero pienso que hubiera sido mil veces preferible otra vocación, menos exclusiva y tiránica, más sociable y concreta. He estado leyendo las cartas de Flaubert y no hay nada más espeluznante ni conmovedor. Es horrible llevar una vida de trapista sin creer en el paraíso.

Y el 5 de marzo hace esta confesión:

Estoy un poco avergonzado del largo chorro nihilista anterior. Es un poco literario y rebuscado, hermano, pero en el fondo siento algo así. Ya voy a cumplir un año más, debe ser eso.

Estaba a escasos días de cumplir 27 años.

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© Augusto Wong Campos, 2000. Yahoo! Geocities Inc.
© Revista Cultural Peruana Hueso Húmero #35, Diciembre de 1999.