Todo esto envuelto en compostura,
disciplina y buenos modales. Militó en una célula
comunista, había conocido precozmente la Casa Verde,
casó antes de la edad legal con una mujer mayor y
divorciada, pero era trabajador, cuidaba su apariencia,
no frecuentaba bares ni perdía el tiempo en charlas de
café. ¿Quién hubiera podido confundirlo con un
escritor? Sólo se hacía sospechoso cuando hablaba de
literatura o cuando contaba, transformados por un verbo
inflamado e hiperbólico, acontecimientos en la realidad
bastante pálidos.
A partir de ese viaje en ómnibus fuimos
construyendo una hermosa amistad que pronto compartimos
con Luis Loayza, el borgeano de la calle Petit Thuars. Lo
llamábamos, entre nosotros, el sartrecillo valiente:
Jean-Paul Sartre era en esos tiempos su paradigma.
Éramos íntimos, inseparables, solidarios, pero nunca
hablamos del cuento que leyó en la reunión de Letras
Peruanas. Estoy casi seguro que ni siquiera le
conté ese incidente a Loayza. Recuerdo, incluso, que me
sorprendí cuando Mario ganó el concurso de cuento que
le permitió su breve primer viaje a París. Hasta
entonces no me había dicho que escribía relatos. Tras
ese premio su creación literaria ingresó a nuestras
conversaciones, y cuando dejó el Perú fue tema
frecuente de sus cartas.
En una de ellas habla así de La
ciudad y los perros que empezaba a escribir. La
carta está fechada en Madrid, el 11 de diciembre de
1958:
Después de unos días de penosa
debilidad, volví a ponerme a trabajar, olvidándome
de la penosa relectura de mis cuentos. He conseguido
liquidar el abatimiento, reemplazándolo por la
neurosis y el desvelo. El desgarramiento y los
dolores de una madre que, caminando, pare
quíntuples, es una ridícula punzada de aguja en
comparación con lo que se siente al escribir una
novela. Ignoro si siempre ocurre así. Pero yo voy a
salir loco: frente la máquina siento malhumor,
palpitaciones, odio, impotencia, excitación, fiebre,
frío, diarrea, contención, ahogo, asco, vómito,
vértigo, una inexpresable y espantosa
desesperación. Dejo la máquina y me acuesto: sueño
despeñarme por abismos larguísimos y siniestros en
cuyas simas me aguardan las lucientes bayonetas de
los cadetes del Colegio Militar como una anchurosa
cama de fakir, o revivo los malditos sábados y
domingos de consigna, paseándome como una fiera
rabiosa dentro de la grisácea cárcel de La Perla,
sin poder salir, y las humillaciones matutinas,
vespertinas y nocturnas, constantes, ineludibles,
bochornosas, de suboficiales, oficiales, brigadieres;
la rutina y la disciplina, devorándote como un
océano de arenas movedizas, hasta succionarte la
más mínima capacidad de raciocinio; la horrorosa
soledad en medio de un mundo íntegramente hostil;
las noches interminables, tendido en una litera,
soñando con Miraflores en la hosca oscuridad de la
cuadra; la corrupción, la angustia, las pesadillas,
las imaginarias y, en fin, toda la tragedia y el
sufrimiento de dos años, que creía olvidados.
Ahora mismo releo este párrafo: es
artificioso y declamatorio, falsifica mortalmente la
verdad. Es eso exactamente lo que está ocurriendo en
lo que escribo. Me doy cuenta, a pesar de que no he
querido releer las setenta páginas que tengo
acabadas. Las voy a dejar aquí en Madrid: volveré a
seguir trabajando cuando regrese, dentro de cuatro
semanas más o menos. Adjetivos aparte, cada vez
desconfío más de mí mismo. Si antes de terminar el
año de beca no escribo algo que realmente me parezca
valioso, creo que voy a rectificar mis planes: sería
una tontería que insistiera en hacer cojudeces
decorosas.
En febrero del 59, me escribe: "He trabajado un
poco. Terminé los dos primeros capítulos de la novela y
me parece que están bien". Lo que ya no le parecía
bien, en cambio, eran sus cuentos. Con ellos acababa de
ganar el Premio Leopoldo Alas unos meses antes ("uno
de los tantos premios que hay en España", me
comentó al recibirlo) y ahora -abril de 1959- estaban
por aparecer en un volumen sujeto a los rigurosos
trámites del franquismo:
Mi libro está en la censura. El jueves melo
devuelven, ojalá sin recortes. Tú ya conoces tres
de los cuentos; los otros dos son nuevos. En
conjunto, el libro es una mierda, incluso para el
Perú y España. Lo mejor de él es un dibujo, que me
hizo una señora, en Barcelona: aparezco con las
facciones desencajadas, la mirada cruel de los
apaches, la frente llena de arrugas sombrías: un
indio.
Lo importante es la novela que nace, aunque ésta
tampoco se presente fácil ni escape a su autocrítica:
En la novela avanzo y me retuerzo. Me cuesta mucho
trabajo. Creía tener el argumento perfectamente
armado y ahora le encuentro puntos débiles, lunares,
incoherencia. Me paso horas enteras corrigiendo una
página o tratando de cerrar un diálogo y de pronto
me lanzo a escribir sin parar una docena de páginas.
No tengo la menor idea acerca de cómo está
saliendo, pero me siento embriagado. Escribir es lo
único realmente apasionante que existe.
Escribir; publicar es algo secundario. Los jefes,
su primer libro, el de los cuentos premiados, ocupa muy
poco espacio en sus cartas. Apenas breves referencias a
sus avatares, como esta:
No sé nada de mi libro. Estaban listas las
pruebas de página y uno de los editores tuvo la
ocurrencia de escribirme advirtiéndome que había
corregido algunos americanismos que encontraba
chocantes. Le contesté en el acto como era debido y
no he vuelto a saber más de ellos.
Pero la novela se ha postergado porque "estas
últimas semanas he tenido un enorme trabajo con motivo
de los exámenes", me cuenta. Y exacerbado por esto
exclama:
No tienes idea del suplicio que significa
atragantarse de literatura española de los siglos
XVIII y XIX. Ya los escritor del Siglo de Oro son
bastante mediocres y estúpidos, pero ¿cómo
calificar a Feijoo, Isla, Torres Villarroel, etc...?
De todos modos creo que este año de Universidad en
España me ha servido para convencerme de algo que
apenas intuía: la literatura española es ilegible,
pantanosa, fanática y desdeñable.
La novelas pues, está detenida porque no tengo
tiempo para nada. Llevo escritos tres capítulos,
unas ciento cincuenta páginas, terriblemente
caóticas. Prefiero terminarla antes de empezar a
corregir. Tengo grandes esperanzas en esta novela. Te
la mandaré.
Han terminado mayo de 1959 y los exámenes en la
Universidad de Madrid. El sartrecillo valiente está
fatigado y con ira: la posibilidad de una nueva beca,
esta vez en París, se ha desplomado: "Se hace humo
mi propósito de seguir en Europa", me dice. Decide
entonces sumergirse en otro mundo:
Me voy mañana a Marruecos, solo, porque mi mujer
tiene miedo de los moros que, según dice la canalla
turística, escupen a los occidentales y los llaman
"perros cristianos". Si eso es cierto, tal
vez mejore de humor pronto. Emboscado dentro de una
chilaba, en las puertas de las mezquitas, desde las
ventanas de los fumaderos, en medio de la algarabía
de los zocos, en los hamanes, en los antros y las
avenidas, escupiré a los europeos y en un castellano
gutural blasfemaré monstruosamente contra su
religión y su Dios y su cultura y sus padres.
Sí, necesitaba desahogo. Dos meses y medio después
la beca en España se ha acabado y el dinero para el
viaje de regreso al Perú ha servido para que los Vargas
Llosa -Julia y Mario- se instalen en París. Han quemado
sus naves y el joven escritor recorre la ciudad en busca
de trabajo. No lo ha conseguido aún cuando me dice:
Para evitar la reflexión y el suicidio me he
dedicado a trabajar a fondo. Solo salgo al hotel,
prácticamente, para comer. He dado un buen empujón
ala novela y cada día me convenzo más de que esto
sí puede ser algo valioso. Olvídate de todas las
estupideces que he escrito, ejercicios ridículos de
adolescente: tengo la impresión que si la novela
sale tal como la presiento, seré, por fin, un
escritor. Te confieso que es lo único que me retiene
en Europa. Si veo que todo es un espejismo, haré las
maletas y -no sé cómo- me regreso a Lima y no
vuelvo a escribir una línea.
Pero la percepción de sus progresos en el arte de
narrar lo mantiene. En realidad, no cree en el fracaso.
Tanto es así que dispone la venta de un pequeño terreno
que había comprado en Lima antes de partir. ¿Cuánto
había de retórica en sus desesperaciones? No
resistíamos, por esos años, la tentación de dejarnos
arrastrar gozosamente por el lenguaje, de abrumar con él
la realidad. De la misma carta de agosto de 1959 son
estas palabras:
¡Es tan maravilloso escribir en París! La
ventana de mi hotel da a la calle; en las mañanas l
sol da una luminosidad mágica a este cuarto y el
optimismo me ahoga; en la tarde, llueve y me deprime
horriblemente. Ese es exactamente el contraste que
necesito trasladar a la novela. Dudo que en alguna
otra parte pueda quedarme sentado la máquina cinco
horas seguidas. Creo que el dinero del terreno
bastará para mantenerme hasta que la termine.
Llega diciembre de 1961, la novela no está terminada.
Las cosas, entre tanto, se han resuelto. No ha encontrado
un trabajo, sino varios. Y trota de uno a otro,
infatigable, como en Lima, luego de su matrimonio con
Julia Urquidi. Qué importa, está en París y esto lo
exalta.
Un día iba por una de las callejuelas de Saint
Germain, cuando de pronto en una esquina leo un aviso
del partido comunista, anunciando una "Semana
del pensamiento marxista", una serie de debates
públicos entre los intelectuales comunistas y sus
"adversarios". La primera reunión: una
mesa redonda sobre la dialéctica entre Vigier y
Garaudy, por el partido, y dos existencialistas,
Sartre e Hippolyte. Ya puedes imaginar la alegría,
la impaciencia que sentía. Me precipité a comprar
una entrada -tuve que atravesar medio París, hasta
el local de las "Juventudes comunistas"
para comprar un billete; me atendieron unos
jovenzuelos simpáticos que querían hacerme firmar
toda clase de manifiestos- y estuve en la puerta de
la Mutualité media hora antes. Había una
muchedumbre espectacular, pero conseguí entrar a la
sala, poco menos que a golpes y cabezazos. Muchas
personas se quedaron sin entrar y pusieron micros en
la puerta de la calle para que siguieran el debate.
En la sala había un desorden y un estruendo sin
límites, un verdadero magma: el huayco de gente
invadió los asientos reservados a los invitados, el
servicio de orden fue desbordado, el debate estaba
anunciado para las ocho y medio y a las nueve seguía
entrando gente. Eran en su mayoría estudiantes y
profesores, con papeles y lápices en las manos. Yo
me había colocado estratégicamente en la cuarta
fila, pero de pronto fui arrancado de mi asiento y
empujado junto al escenario. Trataba de separar a un
árabe que me aplastaba el espinazo, cuando de pronto
vuelvo la vista al estrado y allí estaba Sartre, a
menos de dos metros, hojeando unos papeles. Sólo a
medio debate descubrí a Simone de Beauvoir, sentada
tras él, junto a un anciano decrépito, con el pecho
lleno de medallas, tal vez sobreviviente de la
Comuna, la revolución francesa o la noche de San
Bartolomé.
Tenía una idea muy distinta de él. Por las fotos
y caricaturas pensaba que era un sapo bizco y
desastrado, pelucón y contrahecho. Nada de eso; al
contrario, su elegancia era un poco exhibicionista,
en comparación con el abandono de Hippolyte (un gran
rostro de indio sudamericano de pómulos feroces) y
la suciedad de Garaudy, que espiaba al auditorio con
sus ojos malignos. No pensé nunca que un hombre tan
inteligente como Sartre pudiera ser rubio y de ojos
azules de madona, ni que fuera tan coqueto: en
efecto, cada vez que tomaba la palabra, se complacía
en mostrar sus hermosas manos blancas paseándolas
ante su rostro como un recitador. No es un expositor
brillante, sino macizo, una verdadera catapulta
intelectual, que acumula argumentos y ejemplos y
lanza de pronto pequeñas frases implacables (mi
querido Vigier, hace media hora que chapotea usted en
plena teología, sin darse cuenta; me entiendo mejor
con Garaudy que con Vigier, no sé por qué tengo la
impresión que este último quiere devorarme; Vigier
¿Por casualidad será usted Dios?) frases como
estas, que desconciertan al auditorio. Su primera
intervención fue bastante larga y compleja. No se
oía ningún otro ruido que el de su voz, y tenía
verdaderamente fascinada a la gente, con sus ejemplos
insólitos, con la facilidad espeluznante conque
apoyaba su tesis en hechos de la actualidad
política, económica y artística, con su tono
apasionado, con el encadenamiento perfecto y
abrumador de su razonamiento.
La carta que estoy citando empieza así:
Anoche oí hablar a Sartre. Ya sabes que esto era
una vieja aspiración de adolescente. Como es natural
estoy muy impresionado y tengo una urgencia por
hablar de eso, horas de horas. ¡Helas! Con la
partida de Luis me he quedado sin un
"interlocutor válido", como dice De
Gaulle; los amigos que tengo aquí son otra cosa, no
pueden comprender lo que esto significa exactamente,
se quedarían sorprendidos si me vieran tan excitado,
pensarían que soy un pequeño burgués incorregible,
un alienado, un beato. Tú y Loayza en cambio, saben
que Sartre no es para mí una estrella de cine, sino
un instrumento, el único, creo, que tiene respuestas
precisas y definitivas para los problemas que me
tocan de veras.
Sabíamos eso y más, Luis Loayza y yo: sabíamos que
él era el sartrecillo valiente y que lo sería con o sin
Sartre. Y aunque en ocasiones me desconcertó, nunca nos
defraudó. Pero volvamos a La ciudad y los perros.
Estamos en febrero de 1962 y la novela, concluida, está
en proceso de revisión:
No puedes saber hasta qué punto es fatigoso y
exasperante este trabajo. A medida que avanzo en la
revisión, tengo la sensación de que las arenas
movedizas me devoran. Podría pasarme toda la vida
corrigiendo el texto; a veces es el argumento, que
presenta huecos, contradicciones, vaguedades; otras,
el diálogo, demasiado forzado, vulgar o rígido;
otras, la técnica. Y cada corrección me obliga a
rehacer capítulos íntegros, porque todo se
modifica. En fin, a pesar de que estoy convencido de
que con un poco de paciencia y de esfuerzo, la no
vela podría salir realmente bien, he decidido
dejarla tal como está. Me deprime su dimensión (700
páginas) su tema, y ya no tengo simpatía por los
personajes. Me parece que le he dedicado demasiado
tiempo, es mejor que ase a otra cosa. Ojalá se pueda
publicar allá aunque su extensión espantará a los
editores. Sería triste que se quedara inédita.
A fines de 1962 se encuentra aún más crítico
respecto a su obra:
Hace tres días cayó a la casa de improviso el
editor Carlos Barral, de Barcelona. Está
entusiasmado con mi novela. Después de leerla yo la
encontré juvenil y mediocre, así que le dije a
Barral que no quería ya publicarla, en todo caso no
antes de rehacerla. Pero él no quiere que la toque.
Me aseguró que la censura no suprimirá nada, pero
que en caso de que quiera hacer cortes, hará dos
ediciones simultáneas, una censurada (de cien
ejemplares) y la otra integral de cuatro mil. Le dije
que estaba en comité de lectura en Julliard y me
exigió que la retirara porque dice estar seguro de
colocarla en Gallimard, en mejores condiciones, y
también de vender los derechos al inglés, al
alemán, y al italiano. Ya estoy viejo para
alucinarme y sé de sobra que mi novela no es ni de
lejos una obra que justifique ese entusiasmo. Pienso
que lo ha seducido la abundancia de carajos en el
diálogo.
Pidió tiempo para presentar un manuscrito definitivo
para la edición y obtuvo un mes.
En ese tiempo no podré sino corregir algunos
capítulos y, como estoy embrutecido y no veo con
claridad cuáles son las fallas más saltantes,
quisiera que tú y Lucho me ayudaran. ¿Qué partes
se pueden suprimir, qué frases convendría cambiar,
etc.? No dejen de hacerlo, por favor, y lo más
pronto posible, pues tengo que mandar el libro antes
del quince de octubre. Me gustaría que me indicaran
los cambios posibles de manera bien precisa,
indicando incluso el número de página.
Reunidos con Luis Loayza tras leer la novela, le
escribimos largamente al amigo. No estábamos en todo de
acuerdo, nosotros dos, pero las propuestas de cambio eran
abundantes y en algún momento temimos que de nuestras
sugerencias resultara una novela distinta. Por fortuna,
Mario hizo poco caso de ellas. Por lo demás, La
ciudad y los perros había iniciado ya su camino,
pese a su ineditez y al margen de toda crítica:
Tengo la impresión de estar soñando. Acaba de
venir a mi casa un tal Michel Chodkiewics, que se
presentó como jefe de servicio de ediciones de la
Editorial du Seul y poco menos que me exigió que le
cediera los derechos para la traducción francesa de
mi novela. Quiere que firme el contrato pasado
mañana y me ha citado para las once en la editorial.
Me pide que retire en el acto el manuscrito de
Julliard, me habló pestes de la colección de 'Les
Lettres Nouvelles': que las tiradas son muy
reducidas, que los derechos son muy bajos, etc. Lo
extraordinario es que no ha leído la novela y toda
su agitación se debe a lo que le dijo Carlos Barral.
Éste, al parecer, ha hecho una propaganda brutal a
mi libro en la Feria de Francfort, porque ayer
recibí una carta de un editor alemán, que tampoco
conoce mi novela, y me pide una opción. No puedo
creer lo que oigo y veo, porque todo es tan
sorpresivo y tan absurdo que no sé qué hacer.
El Premio Biblioteca Breve que obtiene la novela lo
confunde un poco, y los festejos en Barcelona los cuenta
de este modo:
Carlos Barral había montado un monstruoso
programa de recepciones, entrevistas y conferencias
de prensa y cada noche me llevaba al Barrio Chino a
beber. Total: me envenenó el hígado. Para
reponerme, me llevó a pasar el fin de semana a
Calafel, un pueblo de pescadores, donde tiene una
casa de verano.
En resumen, ni la plata, ni los apéndices
publicitarios del premio me han producido el menor
halago. Los últimos días en Barcelona estuve
incluso realmente fastidiado y con una intolerable
sensación de ridículo encima.
En marzo de 1963 está embarcado en una nueva novela.
Sigue en París, con más tiempo ahora para escribir.
¿Qué te puedo contar de mí, cher frére? La
verdad es que mi vida es bastante artificial, tengo
la impresión de perder cada vez más el contacto con
el espacio y el tiempo, y no es una frase. Ocurre que
de lunes a sábado me paso el día escribiendo, o
tomando apuntes para la novela, o traduciendo a
Beckett y sólo los domingos desciendo y vivo un
poco. No puedes imaginarte hasta qué punto me he
vuelto metódico. Tengo un horario que se ha ido
elaborando solo, y que es más rígido que el de un
bancario. Me levanto a mediodía, salgo a almorzar al
restaurante de la esquina y a las dos de la tarde
comienzo a trabajar. Hasta las seis o siete me dedico
exclusivamente a la novela (ahora a los cuentos, que
corrijo, para Cuba), mejor dicho hasta completar diez
páginas de texto. Luego traduzco un par de horas, si
Beckett resulta demasiado asfixiante y fúnebre, hago
fichas sobre la Amazonía. A las nueve, como y
después leo hasta las once, en que me voy a la
radio. Ya al día siguiente, lo mismo, y después lo
mismo y lo mismo. Cuando eso que los franceses llaman
la "lucha con el ángel" -y que es,
simplemente, un acceso de impotencia creativa- se
convierte en lucha grecorromana y me empiezan a doler
la cabeza y los huesos y el aburrimiento me da
náuseas, me siento en la cama y blasfemo hasta las
nueve de la noche, hora en que salgo disparado a ver
un western. Pero he conseguido no salir de la casa ni
ver a nadie entre dos y nueve. Los domingos me
humanizo, voy a exposiciones, al cine, al teatro, a
comer a un restaurant, me acuesto a las doce y paso
cinco horas irremediables de desvelo: esta carne
transitoria se ha acostumbrado al horario impuesto
por la radio y no duerme jamás antes del alba. Me
olvidaba: al regresar del trabajo, a las tres y
media, leo o escribo (a mano, los franceses no
toleran el ruido después de las diez) hasta las
cinco.
De apenas unos días después, del 3 de marzo, son
estas líneas suyas:
¿Quieres que te confiese una cosa? Escribir es
sólo apasionante como perspectiva, como proyecto,
como necesidad. El ejercicio mismo, en cambio, es
fatigante, atrozmente penoso. Es una especie de
masturbación maniática, que se prolonga y lo devora
a uno, lo aísla de todo, lo desrealiza. Te juro que
por momentos tengo la impresión de dejar de vivir.
Quisiera salir, tener toda clase de aventuras, tomar
trenes, barcos, hacerme gángster, guerrillero,
viajante de comercio, cualquier cosa que signifique
un mínimo de riesgo y tránsito físico. La vida
puramente intelectuales absurda y triste, sólo
admirable en los otros. En otros tiempos, uno podía
escribir estimulado por ciertos espejismos: la
gloria, el dinero. He leído una maravillosa frase de
Balzac: "los orígenes de mi vocación, de mis
libros y de mi vida, son exclusivamente
pecuniarios". Pero hoy día uno escribe casi sin
esperanzas, para llenar ciertos vacíos y
deficiencias, para desquitarse de algo anormal.
¿Quién puede creer ahora que una novela va a
cambiar algo y si así fuera, qué mierda me importa
si yo no seré jamás el beneficiado? Creo que la
condición intelectual privilegiada es la del
estricto lector. Vive y cuando quiere coge un libro,
vuela un rato, lo cierra y regresa. A mí me jode
horrores vivir volando, no quiero pasarme la vida
como un cometa. Estoy irritado con mi vocación,
sobre todo porque ya no hay marcha atrás posible, si
no tuviera tiempo para escribir me sentiría
desesperado. Pero pienso que hubiera sido mil veces
preferible otra vocación, menos exclusiva y
tiránica, más sociable y concreta. He estado
leyendo las cartas de Flaubert y no hay nada más
espeluznante ni conmovedor. Es horrible llevar una
vida de trapista sin creer en el paraíso.
Y el 5 de marzo hace esta confesión:
Estoy un poco avergonzado del largo chorro
nihilista anterior. Es un poco literario y rebuscado,
hermano, pero en el fondo siento algo así. Ya voy a
cumplir un año más, debe ser eso.
Estaba a escasos días de cumplir 27 años.
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