El Mercurio (Santiago), Sábado 27 de Mayo de 2000
El conejo y su chivo, la historia de Vargas Llosa

por Mili Rodríguez Villouta

Han transcurrido cuarenta años desde "La ciudad y los perros" y nuevamente lo alcanza el éxito con "La Fiesta del Chivo", su última y torrencial novela. "El Conejo", como llaman al escritor peruano, afirma que dos tercios de sus 63 años de vida se los ha pasado en dictadura. Por eso se obsesionó con el dictador dominicano Rafael Trujillo, "el Chivo". He aquí algo de esa y otras de sus fijaciones.

Vivió una infancia triste: su padre regresó a los diez años desde la nada, cuando él lo creía muerto. Ahí empezó su carrera. Sin él, no habría sido escritor, deduce. "Los novelistas deben matar a sus padres" (literarios, claro). La suya es una vida de novela. Casado con escándalo, a los 19 años, con su tía Julia Urquidi, de 32, emigra a París, la ciudad de sus sueños. Ocho años después, el matrimonio se rompe al aparecer una segunda y definitiva pasión: su prima Patricia Llosa...

Mucho más notable: a los veintiseis años publica La ciudad y los perros, provocando la quema pública de mil quinientos ejemplares frente a la Escuela Militar Leoncio Prado de Lima. Pero también el fervor unánime de los lectores, los premios, el éxito y las reediciones, más la envidia confesa de José Donoso, Alfredo Bryce Echenique y Gabriel García Márquez, que por esos días luchaban contra mamotretos interminables, que luego se convertirían en El obsceno pájaro de la noche, Un mundo para Julius y Cien años de soledad, respectivamente.

El hecho es que Vargas Llosa tenía un timming distinto. A los treinta y tres años escribía Conversación en La Catedral a la que siguió La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras, La Casa Verde y un largo etcétera, y era reverenciado por megaeditores como Carlos Barral y brillantes cazatalentos como Carmen Balcells. "Haga como Mario", le decía Barral a Bryce Echenique, un escritor más indisciplinado.

Luego de París vino Barcelona, rambla del mundo literario de los tiempos de los hippies. Y eso: a lo largo de los años hizo toda la travesía del boom latinoamericano, y pasó alto, muy guapo, con sus insondables y monógamos ojos, por la construcción de novelas espléndidas como catedrales y otras no tanto (como sus desangelados Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto). Y por premios como el Príncipe de Asturias, el Cervantes y el de la Academia de la Lengua. También pasó por la belicosa campaña presidencial de 1990 contra Alberto Fujimori, donde le llovieron piedras y botellazos, pero que lo conmovió hasta los huesos. Y que además perdió, aunque estuvo seguro de ganar.

Ese señor que era mi padre

Su infancia comenzó bajo el arcoíris: en la casa de sus abuelos en Cochabamba donde la familia extendida de los Llosa preservaba las tradiciones de Perú, impregnados además por los ritos sociales y gastronómicos bolivianos. Allí, su prima Patricia era un pequeño diablillo que lo despertaba con un vaso de agua en la cara. "Duerme la niña / cerquita de mí", empezaba el poema que el niño Mario le escribió: la pequeña feroz se lo recitaba sin piedad ante sus compañeros de colegio.

Estaba en quinto año de primaria, en el verano desértico de Piura, donde su abuelo había sido trasladado con el nombramiento de gobernador por un presidente de la familia, cuando sucedió aquello que estaría muy bien en una telenovela, pero pésimo en su vida de adorado hijo único: su madre lo llevó donde "ese señor que era mi papá". Fue como ir a conocer el hielo. Él lo ha contado así:

"Tú ya lo sabes, por supuesto dijo mi mamá, sin que le temblara la voz. ¿No es cierto?

¿Qué cosa?

Que tu papá no estaba muerto. ¿No es cierto?

Por supuesto. Por supuesto".

Tendría que sufrir el famoso "mal carácter de Ernesto", operador de Panagra que se había casado con Dorita y hecho humo en el altiplano meses antes de su nacimiento.

"¿Este es mi hijo?, le oí decir. Se inclinó, me abrazó y me besó. Yo estaba desconcertado y no sabía qué hacer. Tenía una sonrisa falsa, congelada, en la cara", ha escrito. En El pez en el agua, el escritor también recrea la escena de pesadilla en que "ese señor" dijo "que fuéramos a dar una vuelta en auto" y luego de horas de dar tumbos por la Panamericana, los tres figuraban en Lima. La convivencia fue infernal. El marido reaparecido montaba escenas de celos y de histeria, y los golpeaba a los dos. Dorita huía con su hijo una y otra vez, y fueron incontables las mañanas en que se despertó en el sofá de unos tíos y avisando al colegio que el bus escolar no debía ir a buscarlo a Magdalena del Mar, sino a Miraflores.

Mario Vargas Llosa ha hecho de estos sucesos, materiales literarios de una venganza perpetua. Con la publicación de La tía Julia y el escribidor no sólo se enemistó con Julia Urquidi, su atractiva tía boliviana nacida en Chile. Furioso con su personaje, su padre mandó desde Estados Unidos cartas envenenadas que hizo circular entre los amigos de su hijo. No alcanzaría a ver El pez en el agua, donde Vargas Llosa dice con todas su letras que "jamás le demostré (a mi padre) más cariño que el que le tenía (es decir, ninguno)".

Strip-tease al revés

Por cierto que una historia como La tía Julia es de las que magnetizan a esas audiencias cautivas que son los devoradores de libros. "A fines de mayo de 1955 llegó a Lima Julia, una hermana menor de la tía Olga, para pasar unas semanas de vacaciones en casa del tío Lucho. Se había divorciado no hacía mucho de su marido boliviano...". "En el Grill del Bolívar... en una de esas piezas que bailábamos, yo besé a Julia en la mejilla, y cuando ella apartó la cara para mirarme, la volví a besar, esta vez en los labios. No me dijo nada, pero puso una expresión de estupor, como si hubiera visto a un aparecido. Más tarde, volviendo a Miraflores en el auto del tío Lucho, le cogí la mano en la oscuridad y no me la apartó... Fui a verla al día siguiente habíamos quedado en ir al cine y la casualidad hizo que no hubiera nadie más en casa. Me recibió entre risueña e intrigada, mirándome como si yo no fuera yo y no hubiera podido ocurrir que la besara. En la sala, me hizo una broma: Ya no me atrevo a ofrecerte una coca-cola. ¿Quieres un whisky?".

La fulminante decisión de casarse con ella era una transgresión que rompía el inestable equilibrio de "la familia bíblica, miraflorina, muy unida", al decir de Vargas Llosa. Hace unos años, con la puesta en escena de la historia en una teleserie colombiana, Julia Urquidi se quejaría amargamente de la malversación que había sufrido su romance: "Han explotado el único lado que se podía explotar en una cosa como esta, la diferencia de edades, que tampoco es para tirarse de espaldas". El hecho es que luego del matrimonio hubo que adulterar la partida de nacimiento de "Marito" para que alcanzara la mayoría de edad, el padre del novio se hizo presente en la redacción del diario donde trabajaba, amenazando con pegarle cinco tiros y blandiendo un revólver de verdad y una carta homicida (siempre las cartas como armas). Acusada de corrupción de menores, Julia partió una temporada donde su abuela y tíos maternos, a Chile...

Con ella viviría épocas de siete trabajos uno de ellos: inventariar lápidas en el Cementerio Colonial y serios apuros económicos, además de horas de insaciable escritura ("sigo la máxima de Balzac, hay que intentar competir con el Código Penal"), primero en Lima, y luego peor, en París. Pero el éxito estaba servido. Y no por razones extraliterarias."Nosotros elegimos París, y París nos eligió", le decía Julio Cortázar. La ciudad les había dado "algo profundo e impagable, cierto sentido tangible de la belleza". A la salida de un programa de radio conoció a Jorge Edwards, quien quedó impresionado con este peruano casi adolescente que sabía tanto de libros. Y con García Márquez tuvo una afortunada experiencia en común: en días de vacas flaquísimas, ambos habían sido trasladados, por los dueños de un viejo hotel de París, a la buhardilla. Era la habitación de los deudores de confianza. En el caso de García Márquez, pasaría casi un año hasta que con un premio, pudo saldar la deuda. Luego vendría el famoso puñetazo contra la gran cara de Gabo, "por algo relacionado con Patricia", según se dijo, pero jamás se pudo saber el verdadero motivo. "Sobre eso no diré nada. García Márquez y yo hemos hecho un pacto para darles trabajo a nuestros biógrafos", sonríe Varguitas o el Conejo, como lo llamaban de joven por su alba y contundente dentadura. Pero el memorable puñetazo hizo temblar los takes de las agencias de noticias.

"Creo que usted ha amado a muchas mujeres", le comentó una periodista del diario El País, hace unas semanas. Vargas Llosa se rió:

Bueno, imaginariamente, sí. Las mujeres siempre me han gustado mucho: tanto como la literatura no sé, pero sí me han gustado mucho. Pero tengo una vida tan ocupada, que son placeres imaginarios, más que reales ya. Me gustan las mujeres y no tengo ninguna vergüenza en decirlo, pero mi mujer no tiene ningún espíritu deportivo, así es que estoy obligado a mantener una gran prudencia al hablar de mi vida sentimental.

Pese a eso no desdeña la autobiografía. O por eso ha dicho que una novela es "como un strip-tease al revés. Al principio el novelista está desnudo y al final vestido".

Oficios peligrosos

Mario Vargas Llosa pasó de su participación en la Democracia Cristiana en la Universidad de San Marcos, al Partido Comunista en células clandestinas, en medio de la pesadísima dictadura de Odría. En los ochenta, su conversión al liberalismo y su tenaz crítica a Fidel Castro lo pusieron en la lista negra de la izquierda.

En 1989, ante el anuncio de la estatización de la banca hecho por Alan García, escribió una carta incendiaria que sería su semiinvoluntario ingreso a una larga campaña de insultos, promesas y confeti.

Fueron meses de sumergirse en el rostro más pobre, violento y desesperado de Perú. Luego de perder la primera vuelta de las elecciones frente a Fujimori en medio de un combate étnico que lo ponía irremediablemente del lado de los blancos y ricos frente a los pobres e indígenas que prefirieron al Chinito, decidió renunciar a su candidatura. El anuncio produjo una batahola y debió salir, exhausto, a la segunda vuelta, y combatir y perder. Al cierre de la campaña, hizo sus maletas y partió a Londres. "Soy un intelectual políticamente incorrecto: defiendo la empresa privada y el capitalismo". Como símbolo harto final de este episodio, se nacionalizó español y su casa en el hermoso barrio de Barranco fue demolida... "Si la presidencia de Perú no hubiera sido el oficio más peligroso del mundo, jamás hubiera sido candidato", bromea aún. O: "Cada vez que me han preguntado por qué estuve dispuesto a dejar mi vocación de escritor por la política, he respondido: por una razón moral. Porque las circunstancias me pusieron en una situación de liderazgo en un momento crítico de la vida de mi país. Porque me parecía que se presentaba la oportunidad de hacer, con el apoyo de una mayoría, las reformas liberales que desde comienzos de los años setenta, yo defendía en artículos y polémicas, como necesarios para salvar a Perú".

"Pero alguien que me conoce tanto como yo, acaso mejor, Patricia, no lo cree así: La obligación moral no fue lo decisivo dice ella. Fue la aventura, la ilusión de vivir una experiencia llena de excitación y de riesgo. De escribir, en la vida real, la gran novela".

Ahora vuelve a publicar una nueva gran novela literaria: La fiesta del chivo, que empezó a gestarse en 1975, cuando el escritor pasó ocho meses de perplejidad en República Dominicana. En sus páginas volvemos a 1961, cuando la capital dominicana aún se llamaba Ciudad Trujillo.

¿Por qué obsesionarse con Rafael Trujillo, un hombre que no suda y que se aplica cremas en la cara para disimular su piel morena, un tipo que asiste a los funerales de sus víctimas e incluso ayuda económicamente a sus viudas, pero que tiranizó a tres millones de personas?

"El propósito último de Vargas Llosa no ha sido representar imaginariamente a la figura del tirano", dice el crítico literario José Promis,"sino la radical alteración de las relaciones humanas que provoca la tiranía. La fiesta del chivo muestra que la dictadura es un fenómeno político donde sólo existen esbirros y víctimas, cada uno manchado de diferente manera por las lacras del sistema".

Vargas Llosa, por su parte, ha explicado: "Tengo 63 años y he pasado dos terceras partes de mi vida bajo dictaduras. La dictadura es, sobre todo, la corrupción generalizada, donde es imposible mantener la dignidad... Quizás Trujillo sea la encarnación extrema de lo que es una dictadura militar".

A Balaguer le gustó la novela

Fue el propio Rafael Leonidas Trujillo quien bautizó a su colaborador Joaquín Balaguer como la Sombra, por discreto, ascético y escurridizo. Entre 1930 y 1961, la Sombra fue embajador, ministro, vicepresidente y presidente pelele de República Dominicana. Ahora, a los 94 años, es uno de los postulantes derrotados en la reñida elección dominicana de la semana pasada, después de una carrera política que incluye ¡ocho! postulaciones a la presidencia.

El empecinamiento de la hoy apergaminada Sombra y su estrecha relación con el dictador Trujillo, lo convirtieron en la descascarada vedette de una elección que, de no ser por el éxito mundial de la última novela de Vargas Llosa, habría pasado inadvertida en las notas breves de los cables.

Esa es la fuerza de la buena literatura.

Y eso que el escritor peruano, quien sostuvo tres largas conversaciones con Joaquín Balaguer mientras recopilaba material para su libro, ha reconocido su incompetencia para calar en la insondable naturaleza del personaje. Ha dicho que no pudo comprender del todo al hombre ni al político.

Durante la reciente campaña, los colaboradores de Balaguer han debido cargarlo en brazos desde una tarima hasta un vehículo: la escena fue captada por un fotógrafo, al que los miembros de su servicio de seguridad despojaron de cámara y película. Un error, porque la imagen habría apoyado su eslogan: "Balaguer, un presidente de dos siglos". A él probablemente le habría gustado más que dijera: "Balaguer, presidente por todos los siglos".

Mario Vargas Llosa, con ese talante tipo Hemingway de escritor recio que adora el peligro, presentó su novela en República Dominicana, en abril. Lo hizo con un visible despliegue de seguridad en un gran hotel del malecón, el mismo lugar donde comienza su relato y en medio de lúgubres anuncios de la prensa dominicana sobre un presunto plan para asesinarlo. No pasó nada.

Tal vez porque el anciano Balaguer, con el mismo estilo sibilino con que aparece retratado en La fiesta del chivo, se ha mostrado encantado con la publicación: "Es una bonita novela. Lo ha hecho muy bien, ha hecho un gran trabajo, es un maestro de la novelística; la ha escrito en la forma en que acostumbra a hacer las cosas, con gran agudeza, con gran soltura de estilo".

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© Augusto Wong Campos, 2000. Yahoo! Geocities Inc.