Conferencia Magistral de Mario
Vargas Llosa
Literatura y política: dos visiones del
mundo
11 de mayo del 2000
Excelentísimo señor rector, señores profesores,
señoras y señores, queridos amigos, ante todo
permítanme agradecer al Instituto Tecnológico de
Monterrey por honrarme con esta invitación a ocupar la
cátedra creada como homenaje a Alfonso Reyes. Leí por primera vez a Alfonso Reyes cuando era muy joven, en mi primer año de universidad en Lima, y tengo todavía muy vivo en la memoria el sentimiento que fue para mi leer ese pequeño texto, es joya exquisita que se llama Visón de Anáhuac, esa descripción entre imaginaria e histórica de la capital prehispánica, escrita en una de las prosas más elegantes, más claras y más inteligentes de la lengua castellana. Desde entonces soy un admirador y un lector devoto del maestro regiomontano. Creo que leer a Alfonso Reyes es siempre un enriquecimiento. Por su sabiduría, desde luego y también por su extraordinaria belleza de su prosa, una de las más limpias, elegantes, cultas y al mismo tiempo asequibles de nuestra vieja y rica lengua. |
Creo que hay muchas cosas qué admirar en Alfonso
Reyes; la primera, su manera universal de ser
latinoamericano. Pocos intelectuales latinoamericanos han
vivido con una curiosidad tan abierta, que los haya
llevado a explorar prácticamente todas las culturas y
también a cruzar las barreras del tiempo hasta llegar a
convertirse verdaderamente en un ciudadano universal. Y
pocos han tenido la capacidad extraordinaria de convocar
en sus escritos, en sus ensayos, en sus poemas, a veces
en sus artículos o notas periodísticas una riquezas tal
de ideas, de enseñanzas y también de creaciones. Aparte de su sabiduría, de la inmensa cultura de la que estuvo dotado, es indispensable señalar como una de las mayores enseñanzas de los mejores ejemplos de Alfonso Reyes el no haber perdido de vista, jamás, que la literatura se dirige a un público y la verdadera literatura no se contenta jamás con llegar a los especialistas, sino que quiere ir más allá de ellos y alcanzar ese basto auditorio. Es otra de las grandes cualidades de Alfonso Reyes. Fue capaz - y esta es una virtud rarísima, ahora y en el pasado- sin hacer la menor claudicación al rigor, escribir para todos de una manera que todos entendían y podían disfrutar. A Alfonso Reyes lo pueden leer los lectores más cultos y exigentes, los aristócratas de la inteligencia y lo puede leer también -disfrutando y gozando a cada página- el lector profano, aquel que no tiene un bagaje cultural especialmente rico, que leyendo a Reyes, tiene sin embargo la sensación de acceder a instancias sumamente elaboradas y refinadas del pensamiento y la creación. Yo lo he seguido leyendo desde entonces y aveces releyendo. Y por eso hago esta introducción para ustedes sepan con cuanta alegría, con cuanto cariño he aceptado la invitación de ocupar esta cátedra en homenaje a un escritor al que creo deber tanto. Mi propósito es acercar dos aspectos que muchos escritores de nuestro tiempo en México, en América latina, en el mundo occidental y acaso, en el mundo entero, consideran írritas la una a la otra: la literatura y la política. Y en cierto modo lo son. La literatura no puede estar en ningún caso confinada dentro la actualidad. Una literatura que depende del presente, del ahora, del aquí, es una literatura efimera que perece con lo veloz y transitorio de la actualidad. La literatura tiene que trascenderla, tiene que poder hablar de la misma manera, persuasiva, emocionante, deslumbrante, sorprendente, al lector de hoy y al de mañana. Y al lector de esta sociedad y a los lectores de sociedades muy distintas, con tradiciones, con lenguas, costumbres muy diferentes dentro de aquellas de las cuales esa obra nació. La literatura no puede tener esa dependencia de lo práctico que tiene evitablemente la política. Por el contrario, sirve par sacarnos de esa praxis en la que estamos prisioneros como seres humanos. La política en cambio, es el ahora y el aquí y tiene que ver fundamentalmente con una problemática que nos rodea, que nos acosa, que nos angustia, nos exalta o nos motiva para actuar. Se mide fundamentalmente por sus resultados prácticos. La literatura no. Aunque los que leemos estamos seguros de que la literatura tiene consecuencias prácticas y concretas en nuestra existencia, no podemos probarlo, no hay manera de probar que El Quijote o que La Comedia Humana o que La guerra y la paz hayan contribuido de una manera mensurable, específica a mejorar la vida de los seres humanos. Por otro lado, la literatura es una actividad que nace en soledad, a través de un individuo que para producirla se aparta de los demás; ese tipo de individualidad que está detrás de la creación literaria, en la política simplemente no existe. La política requiere el entrevero social, el entramado de esas vidas que se cruzan y se descruzan; dentro de una comunidad no es, no ha sido, no podrá ser jamás obra de un individuo. La literatura sí; y lo que no puede ser la literatura es esa acción entreverada del conjunto social que es la política. Quizá una de las experiencias a mi más me haya impresionado conocer a través de ensayos, es un intento durante la revolución cultural China, de destruir ese carácter individualista que parece, que bueno, yo creo es indisociable de la creación literaria. Ahí, como seguramente algunos saben, se intentó destruir la individualidad en todos los dominios de la vida social, incluso en el del arte. Y a los escritores y a los artistas también; se les incitó o se les obligó a renunciar a ese aislamiento, a la soledad en que naturalmente suelen hacer la obra artística. Y se los incitó a escribir inmersos en actividades colectivas. El resultado fue la desaparición de la literatura, el silencio de esa voz, secreta, intima, distinta del texto literario. Podíamos seguir enumerando todo aquello que diferencia, literatura y política. Esto les parece obvio a muchos escritores contemporáneos que ven la política a distancia, aveces con desdén e incluso con desprecio; consideran que la política es una actividad engolada, retórica, sin sustancia que atrae a gente poco creativa, ambiciosa. La literatura de nuestros tiempos, la literatura de los más jóvenes es una literatura que se ha a apartado, que parece negada. En lo que se llama la literatura light, la literatura liviana, la literatura ligera que es la tendencia predominante de la literatura contemporánea, la política no tiene cabida. Muchas veces he tenido discrepancias con escritores jóvenes, que se burlaban de esos escritores de las generaciones anteriores que no podían separar su trabajo intelectual, literario de una cierta visón de la política. Y sobre todo de aquellos que querían, a través de la literatura, realizar una cierta finalidad política. Esa intensión es juzgada como vanidosa, jactanciosa, ¿cómo puede la literatura pretender tener efectos sociales, resultados políticos? ¿acaso ésa es la razón de ser de la literatura? Quienes pensaron alguna vez que podían cambiar la vida, la historia, escribiendo novelas parecen, desde la perspectiva de los escritores contemporáneos, de los cultores de la literatura light como ingenuos, vanidosos o idealistas totalmente desconectados de la realidad. Sin embargo, algo muy distinto ocurría cuando yo era niño, adolescente y empezaba a sentir en mi la vocación literaria. En esa época, los fundamentos de la literatura liviana, que sólo pretende ser literatura y entretener a condición de ser una literatura hecha con rigor, con un domino de las formas, ejercitando la imaginación de la manera más audaz era inconcebible, porque la política y la literatura parecían absolutamente asociadas, aunque fueran distintas, en una empresa común. Escribir era actuar, a través de los cuentos, de las novelas, de los poemas, uno actuaba. Ejercía su condición de ciudadano, de miembro de una comunidad que tiene la obligación social y cívica de participar en el debate y en la solución de los problemas de esa sociedad. Esa era una idea que compartían escritores de muy distintas posiciones políticas. Había escritores de derecha, por ejemplo, el filosofo Gabriel Marcel, filosofo católico. El crítico, ensayista de derecha, de extrema derecha en buena parte de su vida Eugene O´Neill. Y desde luego escritores, diríamos de centro, reformistas, un François Mauriac o como un Graham Green en Inglaterra. Y desde luego escritores que estaban más bien en la izquierda del espectro político, un Sartre, un Camus, un Merlo Ponti y cito sobre todo a los franceses porque los escritores y pensadores franceses tenían en esos años - les hablo de los años cincuenta sesenta -, una enorme influencia en todo el mundo y desde luego en América Latina. El debate intelectual, filosófico, político entre esos intelectuales era intenso, era muy intenso y a veces extraordinariamente enriquecedor desde el punto de vista de las ideas y de los valores, pero marcado por ese denominador; ningún escritor de los más leídos influyentes en ese tiempo hubiera imaginado que la política y la literatura podían ser enteramente disociadas y vistas como enemigas irreconciliables. Todo lo contrario. Recuerdo la impresión que me causó leer en un libro de Jan Paul Sartre, uno de mis mentores intelectuales durante mi juventud, ese prólogo, esa presentación que escribió para ese primer número de la revista que dirigió a partir de la posguerra, en 1945 Los tiempos modernos, (Le temps moderns). Es un texto que me sobrecogió y a me inundó de entusiasmo. ¿Qué es lo que decía ese texto del que yo llegué a saber párrafos de memoria? Decía: las palabras son actos. A través de la escritura uno participa en la vida. Escribir no es un ejercicio gratuito, no es una gimnasia intelectual, no en una acción que desencadena efectos históricos, que tiene reverberaciones sobre todas las manifestaciones de la vida, por lo tanto es una actividad profunda, esencialmente social. Y ya que es así nosotros tenemos la obligación, a la hora que nos sentamos frente a la página en blanco y tomamos una pluma, de ser responsables, de saber que aquel acto que iniciamos, garabatear unas líneas, desarrollar un pensamiento, va a tener unas consecuencias y que esas consecuencias van a recaer sobre nosotros desde el punto de vista mortal y desde el punto de vista social y ya que es así, nosotros tenemos la obligación de comprometernos; ésa era una palabra clave de la época. ¿Qué quería decir comprometerse, comprometernos como escritores? Quería decir asumir, ante todo es convicción, de que escribiendo no sólo materializábamos una vocación, algo a través de lo cual realizábamos nuestros más íntimos anhelos, materializábamos una predisposición anímica, espiritual que estaba en nosotros, sino que a través de ella también ejercitábamos nuestras obligaciones de ciudadanos y de alguna manera participábamos en esa empresa maravillosa y exaltante de resolver los problemas, de mejorar el mundo. Esas ideas vistas desde la actualidad parecen muy remotas, prehistóricas, y sin embargo ese era el aire intelectual de la época, lo que unía a escritores de muy distintas culturas, de muy distintos países e incluso, como dije, de posiciones políticas. Así comencé a escribir; no me sentía un político, pero hubiera sido para mí imposible concebir una literatura que estuviera totalmente de espaldas a la política. Estas ideas de los grandes escritores, de los existencialistas, tuvieron una vigencia muy fuerte en América Latina, por razones precisamente de orden político. Nosotros vivíamos en una época -que no ha desaparecido del todo- de problemas políticos atroces, es decir de dictaduras, había sobre todo dictaduras militares de distintos signo en todo el continente. Las democracias eran escasas y frágiles y todas ellas parecían estar en una cuerda floja, al borde del abismo, siempre a punto de desplomarse con un golpe militar. Las sociedades latinoamericanas estaban corroídas por la injusticia, había tremendas desigualdades, desequilibrios sociales, la explotación era visible de una insolencia a veces sublevante. Los contrastes entre riqueza y pobreza, entre cultura e ignorancia, entre modernidad y atraso nos saltaban a la vista. El ideal de una sociedad justa, de una sociedad con oportunidades para todos, de una libertada a la que tuvieran realmente acceso todos los ciudadanos de un país latinoamericano parecía algo remoto, tan inalcanzable y entonces, que alguien que nos dijera que a través de esa vocación que era la nuestras, la de escribir poemas, la de escribir novelas, obras de teatro o ensayos literarios, podíamos combatir esa realidad que nos entristecía o nos indignaba, resultaba por su puesto algo muy persuasivo. Y no solo persuasivo, algo que nos justificaba en nuestra vocación, algo que nos decía que, contrariamente a lo que en el pasado o incluso en el presente, muchas personas creían, la literatura no era un lujo, no era algo que se podían permitir solamente esas sociedades que habían alcanzado un nivel de desarrollo y de cultura, en las que ciertos ambientes podían, como quien se dedica a un deporte esquisto y raro, hacer literatura No, esas voces nos decían por el contrario, la literatura es un instrumento formidable de transformación, de resistencia a la injusticia, de lucha contra la explotación, contra la adversidad. A través de la literatura uno puede abrir la conciencia de sus contemporáneos, hacerles ver aquello que, porque viven en sociedades tan profundamente injustas y manipuladas por poderes corrompidos y dictatoriales, no pueden ver los mecanismos que están detrás de las injusticias, de la explotación, de la violencia convertida en poder. Eran ideas ingenuas, como se vio después. No es verdad que una novela o un poema, tan generosamente motivado en este designio de tipo social y ético, pueda cambiar una realidad histórica o una realidad política, lo comprobó el propio Sartre, que fue uno de los grandes teóricos de la literatura del compromiso. Él escribió prácticamente toda su obra guiado por estas convicciones y pese a la gigantesca influencia que él tuvo y que tuvieron quienes pensaban como él, la realidad política en Francia, en Europa, en el mundo, no evolucionó en la dirección que ellos esperaban; al contrario, en muchos casos evolucionó en la contraria. En el caso de Sartre, esa revolución socialista a la que el se adhirió y por la que el combatió con cierta independencia, con cierta heterodoxia, no sólo no ocurrió, sino lo que vino en cambio, fue más bien, un movimiento hacia el orden, para no hablar usando esa formula tan consabida hacia la reacción. La quinta república de Gaulle, tan inmensamente popular entre los franceses, y que inauguró toda una nueva época en la historia de Francia, estaba exactamente en las antípodas de lo que Sartre y gente afín a él esperaban. Y eso fue afectando tremendamente la labor creativa de Sartre. Dejó sin terminar su ciclo novelesco de los caminos de la libertad y en un momento dado dejó de hacer literatura de creación para escribir solamente ensayos; llegó incluso en un momento de su vida, a descreer de todo aquello que había creído en su juventud y que nos había hecho creer a nosotros discípulos y sus lectores por todo el mundo. Yo recuerdo que mi decepción de Sartre comenzó un día de mediados de los años sesenta en que leí una entrevista que le hizo Le Monde de París. Era una entrevista justamente sobre éso, sobre el compromiso, sobre la literatura y la política, y de pronto, ahí en las respuestas de Sartre se translucía una inmensa decepción con la literatura, no con la política y decía algo que a mí me afecto en lo personal. Decía, Yo entiendo que un escritor africano renuncie a hacer literatura para luchar de una manera más efectiva por una revolución, por un cambio social que permita algún día a su país darse el lujo de tener una literatura, y frente a los problemas sociales decía: la literatura no tiene poder, no tiene peso suficiente como para contrarrestarla. Y se ponía como ejemplo así mismo, decía: La nausea, frente a un niño que se muere de hambre, no tiene poder. No tiene peso alguno, no sirve para nada. Yo recuerdo haber sentido como una acto de traición hacia quien, como yo y miles de jóvenes en el mundo entero le habíamos creído y habíamos escrito con esa buena conciencia que él nos dio, haciéndonos creer que escribiendo también luchábamos por la justicia, también actuábamos para reformar la historia en la buena dirección. He citado el caso de Sartre y estos dos extremos de su actitud frente a la literatura y la política, porque creo que la relaciónentre la literatura y la política debería situarse en un punto intermedio, entre esos dos extremos, entre quienes creen que la literatura puede ser un arma, un instrumento de acción política y social, y de quienes creen que por el contrario que la literatura y la política son cosas esencialmente distintas y que tratar de acercarlas y fundirlas, de alguna manera destruyen la literatura y no tiene la menor consecuencia política. Creer que la literatura no tiene nada que ver con la política y que si se acerca a ella, de alguna manera se degrada es creer que la literatura es un juego, distracción, entretenimiento. Tengo el convencimiento de que, si la literatura sólo es éso y sólo propone éso, está condenada a empobrecerse e incluso a desaparecer. No creo que proponiéndose solo entretener, la literatura pueda sobrevivir en una sociedad en la que hay tantas maneras de entretener, divertir, distraer, apartar a la gente de lo que es la rutina cotidiana. Hay entretenimientos que son más espectaculares y menos exigentes que la literatura, aquél que proporciona los grandes medios de comunicación, por ejemplo. El cine, es un arte entretenido por definición. La televisión, no se diga. Y además películas, programas de televisión, hoy día demás las nuevas técnicas audiovisuales despliegan ante el público unas posibilidades de entretenimiento a través de la imagen casi infinitas. Y esas formas tienen además la ventaja para el espectador promedio de la mínima exigencia intelectual que las acompaña. El 99.9% de las películas o de los programas de televisión sólo exigen de nosotros la pasividad, vienen a nosotros, nos bañan, nos embriagan, nos llevan por un mundo generalmente ligero, superficial y a veces inmensamente entretenido. No creo que la literatura puede realmente competir con esos géneros si se propone solo entretener. La literatura exige un esfuerzo, descodificación de las palabras. Aún la literatura más primitiva, más primaria, más elemental, exige ese mínimo esfuerzo intelectual que los grandes medios masivos audiovisuales no exigen. Entonces, esa competencia es una competencia, mortal para la literatura. Aquellas obras literarias que exigen de nosotros un inmenso esfuerzo y que, sin embargo estamos dispuesto a hacer, porque leyéndolas tenemos la sensación de que nos acercamos a algo desconocido, a una dimensión de la experiencia humana que hasta ese momento apenas adivinábamos y que ahí, gracias a esa obra literaria, se nos presenta como una realidad que podemos abarcar y comprender. Cuando uno lee a Tolstoi por ejemplo, lo cito porque es uno de los autores que a mi más me ha importado, que he leído con más devoción y creo que también desde mi punto de vista de mi trabajo de escritor con más provecho. Cuando se lee a Tolstoi, por, uno se sumerge en ese universo que es La guerra y la paz y entra y participa con los personajes de la novela en lo que fueron las guerras napoleónicas, el avance de los ejércitos de Napoleón por las estepas rusas y lo que esto significó en Rusia y la manera como ese pueblo resistió y como estos episodios épicos repercutieron en la vida de las personas, de todos, de los grandes, de los poderosos, y también de los anónimos, de los siervos, de los campesinos. Y a través de estas experiencias, tan ajenas, geográfica, temporalmente para un lector de nuestros días, empezamos de pronto a aprender muchas cosas sobre nosotros mismos y sobre nuestro derredor, y empezamos a descubrir lo que son esas complejas estructuras de relación entre el poder político y la ciudadanía y el poder político y el poder militar, y la función que juega en esa sociedad el pensamiento, las ideas; como ese mundo abstracto, invisible, inmaterial está sin embargo, impregnando todo aquello que ocurre y cómo en función de eso, ciertos valores aparecen tan convincentes, tan necesarios, y otros, por el contrario, como meros embelecos, como fraudes. Cómo podemos, cuando terminamos esa experiencia, decir que la literatura es sólo entretenimiento, sólo un juego del espíritu, un malabarismo, un espectáculo. No, es evidente que en nosotros la experiencia de leer La guerra y la paz o las novelas equivalentes algo ha cambiado en nosotros, no sólo como lectores, sino como seres humanos. Algo que no sabíamos ha llegado hasta nosotros con esa experiencia como lectores. Y si ha sido así, si esa experiencia de alguna manera ha enriquecido nuestra sensibilidad, nuestra conciencia; nos ha hecho más capaces, por lo menos, de comprender aquello que ocurre en torno, en el mundo social en el que formamos parte. Entonces, esa literatura pues es algo más que entretenimiento, es una literatura que de alguna manera, a través de esas conductas que son la de lectores afectados por esa experiencia, se convierte en una forma de acción. Sin embargo, esto que para mi es una realidad indiscutible, es una realidad también inverificable; no hay manera de demostrarlo, no existe una sola prueba concreta de que una gran obra ha provocando una secuencia de acciones en lo llamaríamos de una manera grandilocuente, el camino de la justicia, del bien, palabras que con mucha razón, por lo mal usadas que han sido, muchas veces pone la carne de gallina. Sin embargo, hay una realidad: el mundo esta mal hecho. Hay mucho sufrimiento, hay mucho dolor, hay mucha injusticia a nuestro rededor y toda persona sanamente inclinada quiere, siente, que aquello debería cambiar Y es indudable que una buena obra literaria, además de hacernos gustar el placer, de lo que es un lenguaje bien manejado, es capaz de despertar en nosotros unas resonancias emotivas, alertar nuestra inteligencia, enriquecer nuestro conocimiento; algún efecto tiene que tener en esa realidad tan dolorosa, tan lastimada, que es la realidad social, prácticamente en todas las sociedades, aunque desde luego en unas muchísimo más que en otras. Yo estoy seguro que efectivamente es así, que esa literatura que es grande, lo es no sólo por razones estrictamente literarias, sino porque en ella, el talento, el dominio del lenguaje, la sabiduría en el uso de las formas sirve para que en nosotros se produzca unos cambios, ya no solo como individuos, amantes de la belleza literaria, sino como ciudadanos, como miembros de un conglomerado social. Creo que el efecto político, que se puede llamar político, de la literatura más visible es el de despertar en nosotros una sensación respecto a las deficiencias del mundo que nos rodea para satisfacer nuestras expectativas, nuestras ambiciones, nuestros deseos; y que éso es político, ésa es una manera de formar ciudadanos alertas y críticos sobre lo que ocurre en rededor. Todo poder, también el poder democrático, pero sobre todo y fundamentalmente el poder autoritario, el poder totalitario, aquel poder que quiere controlar el movimiento de la sociedad, a la vida entera de un país, de una nación, quiere siempre convéncenos de que la vida está bien hecha, de que la realidad que ese poder maneja, organiza, encamina, va en la buena dirección y que vivimos en el mejor de los mundos; eso es natural, esa es la justificación natural de todo poder. En el caso de la sociedad democrática, aquella pretensión es constantemente fiscalizada por una prensa crítica, por unas fuerzas política de oposición y por una información que se despliegue y le permite al ciudadano, comprobar hasta qué punto es cierto y hasta qué punto es falso aquello de que vivimos bien y vamos para mejor. Pero en las dictaduras, en las sociedades autoritarias, aquella convicción se impone a través de una manipulación de la información y el ejercicio de la censura y distintas formas de coerción. Mientras exista una buena literatura en una sociedad, yo creo que no hay poder que puede convencer a ese público de lectores que la vida esta bien hecha y que vamos para mejor. Creo que la literatura es el mejor antídoto que ha creado la civilización frente al conformismo que revela aquella convicción. La literatura nos demuestra que la vida esta mal hecha, que no es verdad que vayamos para mejor, incluso aquellas sociedades que las cosas van mucho mejor que en otras. ¿Y cómo no lo demuestra? No lo demuestra, no con argumentos políticos, en eso si se equivocaron los escritores que pensaron obtener finalidades políticas escribiendo poemas o novelas políticamente. No, nos demuestra que el mundo está mal hecho exponiéndolos a la experiencia de mundos que si están muy bien hechos. A mundos, donde a diferencia del mundo en que vivimos, todo es bello, incluso aquello que es feo, que es horrible y es atroz. Y nos lo demuestra también mostrándonos unos mundos donde a diferencia del mundo real, los actos aparecen explicados por las motivaciones por las raíces intelectuales, sentimentales que están detrás de las conductas de los ciudadanos. Dándonos de este modo una visión coherente, totalizadora de la vida misma que no podemos llegar a tener jamás cuando somos parte de esa vida que esta continuamente haciéndose, y deshaciéndose, y que nos priva, de toda perceptiva para juzgarla cabalmente. El mundo de la literatura, el mundo del arte, es el mundo de la perfección. Es el mundo donde la belleza, que es lo que en última instancia le da su independencia, su verdad, su autenticidad, nos enfrenta a la acabado, a lo absolutamente abarcable con el conocimiento, con la conciencia además con una visón esférica que jamás llegamos a tener. Entonces, cuando nosotros regresamos de una gran novela, de ese mundo de ilusión, de ese espejismo, deslumbrante que es el de una ficción lograda que se nos impone como una verdad irresistible a este mundo nuestro, ¿cuál es la reacción natural? El cotejo es inevitable. Y la conclusión de ese cotejo es el de que pequeño es este mundo comparado con ese mundo tan grande, tan rico del que acabamos de salir. Y que feo, mediocre y sórdido es este mundo comparado con ese mundo donde todo aprecia tan bello, incluso las peores aspectos de la condición humana, las manifestaciones más sombrías, tétricas, crueles de lo que es el hombre tenia un encanto que el escritor, el creador había conseguido impregnarle, que a nosotros nos lo hacia aceptable, incluso emocionante y por lo tanto bello. Yo creo que un ciudadano soliviantado por el contacto de la ficción, de la ficción lograda de la que se vive como una experiencia auténticamente compartida, es inevitablemente un ciudadano crítico frente a la realidad ,y, por lo tanto un ciudadano políticamente incorrecto. Un ciudadano al que es mucho más difícil hacerle pasar gato por liebre. Que está en un estado de perpetua desconfianza a lo que ve, porque está inconscientemente cotejando aquello que veo con aquello que ha leído, con aquello que ha pasado a formar parte de su experiencia vital. Y que expuesto a esa riqueza, a esa diversidad que es el mundo de la ficción, difícilmente se contentará ya como alguien resignado, fatalista a ese mundo en el que vive. Estará en perpetua exigencia de algo distinto, de algo mejor. |