Rolling Stone (Madrid) Marzo del 2000
La noche que Vargas Llosa fue Papá Noel (Y se jodió la ficción)

Una cronica familiar de Alvaro Vargas Llosa con fotos de Morgana Vargas LLosa

Leandro, victima de la treta del abuelo, se entrega a la ficción, temiendo que Papá Noel sea de verdad

Si usted es hijo de Vargas Llosa por un rato, le será imposible no oír hablar, en algún momento de la semana, de boca del escritor peruano, de esa vaporosa linde que separa a la realidad de la ficción. Y si a usted le tocó ser hijo de Vargas Llosa en la Navidad del año pasado, en Tenerife, además de infligirle a Juan Cruz la primera y última película de Schwarzenegger de su vida en un cine de aquellos con intermedio, habrá tenido ocasión de ver cómo una noche las ideas de Vargas Llosa acerca de la frontera entre realidad y ficción se le metieron en el cuerpo. Y es que esa noche, incendiado bajo un atuendo de Papá Noel que no excluía ni las largas barbas ni el bonete cónico, con casi veinticinco grados de calor, Vargas Llosa, convertido en mentira, se dio de bruces con la verdad. La fiesta de su disfraz, claro, era para los nietos, es decir mis hijos, Leandro y Aitana, de tres años y de diez meses, y las hijas de mi hermano, Josefina y Ariadna, de cinco y de tres. Como la familia vive dispersa, las Navidades son una ocasión sacrosanta para juntar a la tribu en algún punto del globo y tragar todo lo que se pueda -la mala conciencia se limpia con la idea de que en el verano europeo el escritor irá a la clinica Buchinger de Marbella a ayunar y padecer enemas durante tres semanas, entre cachalotes y otros cetáceos humanos al lado de los cuales uno se siente Oliva, la mujer de Popeye. Esta vez fue Tenerife, donde llegamos cargados con regalos para los niños, que alguien debía entregar disfrazado de Papá Noel.

-Yo seré Papá Noel, qué carajo -dijo Vargas Llosa mayor cuando los demás candidatos posibles miramos para otro lado.

-Hace un calor de mierda aquí adentro -exclamó Mario, con una mueca de oso, cuando, poniendo a un lado el manuscrito de La Fiesta del Chivo, las nueras Susana y Josefina le enfundaron un traje de Papá Noel que pesaba más que un muerto-. Esto es peor que la cama de Gloria.

No me malinterpreten. La cama de Gloria es la cama de huésped de una amiga nuestra que vivía en la campiña británica y que funcionaba con corriente eléctrica (la cama, no ella) para calentar a su invitado. Una noche memorable que mi padre pasó allí, en Newmarket, despertó dando alaridos a las tres de la mañana:

-¡Esta cama está en llamas! He soñado con el infierno.

Bien, un calor así era el que sentía esa noche en Tenerife. Pero, nada más ajustarse el cinturón blanco y mesarse la nevada y luenga barba, bajó al primer piso, donde habíamos acondicionado un salón para el encuentro de la realidad y la ficción.

Como ya he dicho, todos habíamos venido de nuestros respectivos puntos de origen. Mis padres, Mario y Patricia, de París, donde pasarán una parte de este año por motivo de la investigación que el escritor está haciendo sobre el personaje, feminista franco-peruana rebelde y turbulenta del siglo XIX, de Flora Tristán. Si consideramos que él ha vivido en 75 casas desde su infancia y con mi madre en más de 50, entendemos que el demonio de la mudanza es el que gobierna su vida desde hace mucho rato. Yo, por mi parte, venía, junto con Susana, desde Madrid, donde acababa de poner punto final a mi libro En el reino del espanto, una "novela de no ficción", si se me permite apropiarme del término de Truman Capote, de tipo detectivesco, sobre una serie de crímenes políticos cuya investigación me llevó a internarme de manera clandestina en el Perú y convertirme en espía durante varios meses. Mi hermano Gonzalo, a sus 32 años uno menor que yo, venía, junto con Josefina, de Ginebra, donde ocupa un cargo alto en el ACNUR, la agencia mundial de los refugiados. Justo antes de embarcarse a Tenerife, Gonzalo tramaba cómo hacer para que en su próxima visita de trabajo a Venezuela, donde debe acudir acompañando al número dos del ACNUR, durante la reunión prevista con el presidente Hugo Chávez en Miraflores, éste no se dé cuenta de quién es, dado que si ve el apellido Vargas Llosa es probable que lo eche a patadas del despacho presidencial.

Mi hermana Morgana, fotógrafa, colaboradora de El País, vino también de Madrid, lugar en el que vive con su literario perro D´Artagnan, miembro de pleno derecho de la familia, y donde había estado preparando un viaje a la selva peruana por encargo de la revista Paris Match. Como queda dicho, la tercera generación vino con nosotros. Cuando Leandro y Aitana, mis hijos, y Josefina y Ariadna, las hijas de mi hermano, estuvieron ante Papá Noel, al entrar al salón después de la espera en un cuarto contiguo donde los habíamos armado psicológica y emocionalmente para el aterrizaje de la fantasía en la realidad, ocurrieron muchas cosas. Para Aitana, la de apenas diez meses, la situación era distinta. Papá Noel, su abuelo, era solamente un extraño más, excéntrico al círculo apretado y familiar de sus actuales referencias, por lo que, como siempre ante un desconocido, entró en estado de pataleta y prorrumpió a llorar y echar babas sobre el intruso con un berrinche que uno hubiera podido interpretar como un asco a la ficción encarnada. Josefina, la mayor, con cuatro años, observó a este esperpéntico ser enarcando una ceja y escrudiñándolo con una pizca de hostilidad. Ariadna, de tres, estaba arrobada, entregada a la ficción sin reservas, convencida de que Papá Noel era Papá Noel y de que la temperatura tinerfeña no era bastante para diluir en su cabeza la idea encarnada del trineo, la chimenea, la nieve y, desde luego, los regalos. Leandro, que en eso se parece a mí, también de tres, había llevado su entrega a Papá Noel un punto más allá que Ariadna, pues en su caso al embeleso y la emoción se sumaba una aprensión tiznada de miedo -la forma más absoluta de la credulidad. Leandro no sólo se creía que ése era Papá Noel: se temía que ése era Papa Noel.

Ante la cámara V-8 de mi hermana Morgana, Papá Noel empezó a repartir regalos a sus nietos, colocados en fila india. Era una de las primeras veces que Mario no salía en cámara con cara de carnero degollado, como decimos en familia cada vez que pone esa expresión difícil de describir en palabras (nunca puso una cara tan carnero degollado como el día que saludó a un prominente político español que le presentó a su mujer y Mario respondió que ya la conocía, ¿pues no los había visto juntos unos meses atrás? La consorte del político disparó, delante de todos, esta cerbatana dialéctica: -No, ésa no era yo. Era otra.

Pero aquella noche, ante la cámara V-8 familiar, nada de carneros degollados.

-¡Hohohooooooo! -dijo Papá Noel, ya hecho ficción de pies a cabeza.

Uno tenía, sin embargo, la impresión de que quien mandaba allí no era Papá Noel sino las mujeres del matriarcado Vargas Llosa. Él, en su confusión, llamó Ariadna a Aitana. También en esto -en la dependencia con respecto a otros factores, a una estructura u orden superior- Papá Noel se parecía a las ficciones según Vargas Llosa, pues se vivía allí, no el deicidio que según el escritor comete cada autor cuando crea historias suplantando a Dios, sino un noelicidio en el que las mujeres de la realidad gobernaban los movimientos del personaje de la novela, Papá Noel, suplantando su autoridad.

De hecho, Patricia, mi madre, hace posible que el escritor viva, porque su dependencia práctica, es decir su inutilidad, es tal que, cuando tiene que quedarse sin ella unos días, hace costosas llamadas trasatlánticas sólo para que se le explique cómo se hace un café o para qué sirve un tornillo. Entre mis primeros recuerdos está el que correspondía a mi madre el ejercicio de la autoridad en casa y mi padre guardaba un poco más de misterio en la relación, pues Gonzalo y yo (Morgana era aún nonata) debíamos competir, por su tiempo, con esos objetos inanimados para los que tenía reservado un lugar especial: los libros. Espiar a mi padre en el recinto sagrado de su estudio era descubrir que esos objetos tenían alma de organismos vivos. Aunque no todo fue respeto, por parte nuestra, hacia el recinto sagrado de la literatura. Cuando, en la única decisión autoritaria de su vida, Mario nos impuso dos horas de lectura diarias, nos rebelamos. Una vez que fue imposible sustraerse a la lectura, inventamos la forma de colocar revistas de mujeres en cueros dentro de los libros, de modo que las aventuras del Vizconde de Bragelonne o de Sandokán, o las intrigas de Scaramouche, se enriquecieran con las nalgas del último conejito de Playboy.

Mi propia mujer, Susana, es acusada de organizarme el tiempo y la vida. Es cierto, al menos, que comparte con mi madre el carácter de la autoridad y... los celos (plenamente injustificados, desde luego). Ellas aún no aprenden a apreciar en todo su esplendor la frase que un día se me ocurrió, inspirada en una famosa de Fidel Castro referida a otro asunto: "Dentro del matrimonio todo, contra el matrimonio nada".

Josefina, la mujer de Gonzalo, en cambio, me dice en secreto que aprecia las virtudes de ese principio y maneja a su esposo con una inteligente correa larga. Mi hermana Morgana, por su parte, ha perpetuado la tradición vargasllosiana del matriarcado, pues no se ha visto en el mundo novios más dóciles y sumisos, dispuestos a hacerle hasta las maletas y prepararle la bañera con sales. El matriarcado es una de las pocas cosas contra las que mi padre no se ha rebelado. Pero el hecho es que la rebelión es su divisa. Su primera rebelión fue contra la propia ficción, pero no en nombre de la realidad sino de una ficción superior, pues en su infancia boliviana se dedicó a cambiar los finales de las historietas del Billikens y de Penecas para adaptarlos a su propio capricho.

Se rebeló también contra el padre que hacía sufrir a su madre y a él, y que además le dijeron que estaba muerto hasta que a sus diez años se apareció en su vida (cuánto me alegro de que Vargas Llosa, que me dio el manuscrito a leer, me hiciera caso de colocar ese capítulo impactante al comienzo de El Pez en el agua, en lugar de abrir el libro con la política). Se rebeló, luego, contra la escuela militar en espíritu, pues allí incubó, casi tanto como durante los años que padeció a su padre, el deseo de novelar para vengarse de la vida. Cuando muchos años más tarde, en el mitin de cierra de campaña en su natal Arequipa, un mundo de volcanes, chupe de camarones y rocoto relleno, y también de juristas y, más recientemente, inmigrantes puneños, dijo: "Seré un presidente rebelde y turbulento", es probable que nadie en esa plaza crepitante entendiera el sentido profundo de lo que decía. Algo literario hubo también, ya que hablamos de la remota campaña electoral que vio a mi padre hecho candidato, en el encuentro secreto que tuvo con el arzobispo de Lima, que doblado en el asiento trasero de una camioneta con lunas oscuras, ingresó por el garaje para reunirse con el entonces candidato. Por haber contado este episodio maravilloso en mi primer libro, El diablo en campaña, me gané un escándalo monumental y la reprobación ácida del cura, a quien admiro por su defensa de la democracia peruana en estos años aciagos. Ese encuentro, en el que el mitrado le leía salmos al agnóstico para convencerlo de no retirarse de la campaña antes de la segunda vuelta, fue una pieza de literatura en la realidad. Gonzalo y yo nos hemos rebelado también, a menudo, por ejemplo en un internado donde estuvimos un tiempo, lejos de Londres. Al llegar allí, a los trece años, yo había preguntado, temeroso de no hablar con nadie dada mi timidez y nulo inglés: -Papá, ¿tú crees que si uno deja de hablar muchos días se puede quedar mudo para siempre? y él, demasiado honesto y ajeno a mis temores, me respondió:-Sí, supongo que sí, que puede ir desvaneciéndose esa facultad por no hacer uso de ella mucho tiempo.

Esa noche no pegué los ojos. Más adelante, con un grupo de amigos de todas las nacionalidades, hicimos una revolución en el internado. Nos hicimos rastafaris, mi hermano mucho más que yo, y encontramos en la religión de Bob Marley, en su culto a Hailé Selasié, el negus etíope, el odio a Babilonia, la encarnación de la civilización horrorosa, y el humo, no siempre de cigarrillo, la razón de ser. Aquello disparó en la cabeza de mi padre una crónica que escribió para el New York Times, contando las andadas de Gonzalo con el título de Mi hijo el rastafari. Un día, en una entrevista en un canal de televisión en Estados Unidos, el presidente de la cadena me saludó y lo primero que me dijo fue:-Así que tú eres el rastafari, ¿no? -y yo temblé-.

Fue inútil explicar que no, que era mi hermano, pero que yo... Quién diría, años después, que Gonzalo va por el mundo visitando jefes de Estado para rescatar víctimas y acoger refugiados. A lo mejor, el espíritu sigue siendo el mismo: una rebelión contra el poder jugando con las cartas de la civilización.

Las rebeldías de Morgana -por su carácter, ya que nació en Barcelona, a veces la llamamos la catalana- son también perpetuas, con la diferencia de que a ella, venida al mundo más tarde, las incertidumbres emocionantes de la independencia le llegaron más pronto.

Pero, volviendo a Tenerife, la escena siguió alborotada. Papel de regalo por todas partes, muñecos que hablaban y hacían otras cosas, vías de coches y piscinas inflables y libros de cuentos, rodeaban a Papá Noel, que parecía vivir cada instante chupándole hasta la última gota de sustancia a esa ficción.

Más tarde, cuando empezaban a salir en fila india, logrado el milagro del silencio, Josefina, la hija de mi hermano, se volteó hacia Papá Noel. Con la franqueza de sus cuatro años, y acaso inconsciente de la huella que esa frase tendría en las generaciones venideras de la familia, señalando con un dedito mortal, proclamó:

-Ja, ja, tú no eres Papá Noel, eres el abuelo Mario. Es la voz del abuelo. Ja, ja.

Esa noche alguien confundió a Vargas Llosa con Gabriel García Márquez en la ciudad. Al día siguiente, en el aeropuerto de París alguien le dijo que lo admiraba, señor Manuel Puig. Cuando un día después, aún bajo el impacto letal de Josefinita, en el restaurante Deux Magots, una brasileña lo miró con arrobo y le informó: ¿Usted es Julio Cortázar, el peruano?, yo vi en su cara, y juré que lo haría, la expresión de querer contestar: -No, señora, soy Carlos Fuentes, el nicaraagüense.

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© Augusto Wong Campos, 2000. Yahoo! Geocities Inc.