Letras Libres (México) Julio del 2000 N° 19

Conversación entre Mario Vargas Llosa y Enrique Krauze: La seducción del poder

Con La Fiesta del Chivo, Vargas Llosa ingresa con brillantez en la saga de novelistas que han retratado nuestras dictaduras. La obra describe el gobierno de Leónidas Trujillo, quien llevó a límites inverosímiles su tiranía. En este diálogo, el narrador peruano y el historiador mexicano discuten sobre el poder, sus metáforas y abusos.

Enrique Krauze: Te propongo que para empezar hablemos de dos misterios: el misterio del poder y el de la libertad, cuya tensión recorre nuestra historia latinoamericana. Tengo algunas ideas sobre el primero: un poder personal opresivo, dictatorial, tiránico, como el que ha caracterizado a las sociedades latinoamericanas. Tú hablas de este poder en tu libro. Hablas de los rasgos físicos de la dominación: la mirada, el mito del hombre que no sudaba; del patrimonialismo; del organigrama de esa dominación de Trujillo, que tenía su policía, su administrador personal, su asesor legal, que era Cabral, su poeta o su intelectual de cámara, que era Balaguer; hablas de la brutalidad escalofriante de ese régimen, y también dices que había una entrega de los cuerpos, almas y conciencias de millones de personas a un solo hombre. Y hablas del masoquismo. "Trujillo les sacó —dices— del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, y sintiéndose abyectos se realizaban". También hablas en otro momento del poder hipnótico del dictador, "algo más sutil e indefinible que el miedo", dices, refiriéndote a esa parálisis, ese adormecimiento de la voluntad y del libre albedrío. Y finalmente, en una frase que me parece clave, hablas de la consustanciación mística con el jefe en la que el dominicano había vivido 32 años. ¿Consideras estos elementos constitutivos, trágicamente constitutivos de la historia latinoamericana?

Mario Vargas LLosa: Creo que esta novela la escribí a partir del misterio de que Trujillo llegara a acumular un poder semejante. Ocurrió el año 1975. Yo estuve en República Dominicana cerca de ocho meses y oí muchísimas anécdotas sobre un tema que parecía inevitable en todas las conversaciones con dominicanos: la era de Trujillo. También leí algunos libros sobre este personaje, sobre la conspiración para acabar con él, sobre la vertiginosa represión que siguió al magnicidio. Y de todo eso quizá lo que más me impresionó fue la conducta de personajes como el general Román, conspiradores importantísimos que hicieron fracasar la conspiración, la cual tuvo éxito en su primera parte, el asesinato de Trujillo, pero fracasó en su segunda, el golpe de Estado y la constitución de una junta cívico-militar que llamaría a elecciones. ¿Por qué fracasó? Porque los principales conspiradores quedaron paralizados por lo que habían hecho, como si de pronto sintieran que habían violentado un tabú, algo sagrado, que les impidió seguir actuando e incluso los llevó a una actitud tan irracional como querer borrar su participación en la conspiración mandando asesinar a sus compañeros de conjura, sabiendo muy bien que eso era quimérico, que ya estaban condenados y que precisamente tratando de retroceder, de borrar lo imborrable, lo único que conseguían era acelerar su ruina. ¿Qué ocurrió con estos hombres, que no eran cobardes, ni muchísimo menos? Que Trujillo seguía dentro de ellos, vivo aunque el cadáver estaba allí; seguía dominándolos, avasallándolos, empequeñeciéndolos desde el interior de su propia personalidad. Ese fue uno de los incentivos mayores que tuve para fantasear una historia en ese contexto. Creo que lo que ocurrió con estos personajes, y con la inmensa mayoría de los dominicanos que vivió en ese estado de sometimiento al tirano, es algo que por desgracia ha ocurrido no sólo en América Latina sino en el mundo entero, y que es la tradición más robusta de la humanidad. La verdadera tradición histórica no es la de una sociedad de ciudadanos libres que tienen una relación democrática con el poder, hecha desde la libertad, la soberanía, sino exactamente la contraria. Esa tradición ha tenido manifestaciones diversas en distintos países. En América Latina desde luego, pero tiene un denominador común con lo que ocurría en Europa, en el África, en el Asia. Entonces, una de mis preocupaciones cuando escribí la novela era mostrar cómo lo que ocurre en la República Dominicana de ninguna manera es privativo ni de ese país ni, en consecuencia, de ese personaje.

También creo que es muy interesante advertir cómo eso es la culminación de un proceso. Cuando Trujillo toma el poder en 1930, en unas elecciones fraguadas, no es ni sombra de lo que será diez, quince o veinte años después. ¿Por qué? Porque su poder está al principio limitado, y entonces no hay esa entrega, esa sumisión que luego va ocurriendo a medida que ese poder se consolida y aumenta, porque es la mejor autodefensa, la mejor medida de supervivencia para un pueblo que entiende que sin esa entrega simplemente tiene la vida en peligro. ¿Cómo se llegó a esos extremos? Eso es lo que, aunque uno encuentre muchas explicaciones racionales, deja siempre una cierta perplejidad. Trujillo era seguramente un hombre odiado por una inmensa masa de dominicanos, y esa masa que lo odiaba al mismo tiempo lo adoraba. Y quienes sentían esta devoción por Trujillo, al extremo de haber abdicado a la más elemental dignidad humana, no eran ni mucho menos sólo los ignorantes, los humildes. No, llegaba también de la misma forma a los dominicanos más cultos, más informados. Quizás el caso más interesante sea el de Joaquín Balaguer, un hombre con ideas, con lecturas, que en una conferencia llegó a sostener, con argumentos muy bien formulados y en la buena prosa que llegó a tener, una teoría célebre, que formuló delante de Trujillo. La teoría comenzaba con esta pregunta: "¿Cómo es posible que este paisito pequeño, tropical, haya sobrevivido a tantos cataclismos?" En cuatrocientos años de historia ha debido resistir expediciones de conquista, ocupaciones extranjeras, guerras de exterminio, catástrofes naturales, incendios, y sin embargo no se ha desintegrado, como tantas otras sociedades en la historia de la civilización humana. ¿Por qué? La respuesta es: por decisión del ser supremo, que se echó sobre los hombros a lo largo de cuatrocientos años la tarea de salvar a este país de la extinción. Ahora, a partir del año 1930 el ser supremo —dice Balaguer— decide pasar la posta, confiar a alguien más la responsabilidad de salvar a la República Dominicana, y desde 1930 es Rafael Leónidas Trujillo Molina quien se echa sobre los hombros esta ímproba tarea, y la República Dominicana no sólo sobrevive sino que además deja de ser el paisillo atrasado, bárbaro que era, y se convierte en un país que se llena de carreteras, de luz eléctrica, que empieza realmente a ingresar en la modernidad.
Creo que el poder absoluto que llegó a acumular Trujillo lo convirtió en un semidiós para todo el mundo. Por eso uno ve con pasmo los extremos de humillación que podían soportar sus propios colaboradores, al resistir esas pruebas a las que los sometía simplemente para hacerles sentir quién era el jefe, recordárselos cada cierto tiempo, y medir los extremos de sacrificio y lealtad que podían darle. Creo que ese es uno de los aspectos más horrendos y extravagantes de la relación de Trujillo con sus súbditos. Por ejemplo, se acostaba con las mujeres de sus ministros, pero muchas veces uno tiene la sensación de que se acostaba no tanto porque esas señoras le gustaran, sino porque era una manera de comprobar si sus ministros estaban dispuestos a hacerle esa ofrenda y ese sacrificio. Esto parece una broma, una mojiganga y una farsa, y sin embargo no es así. Ministros a los que humilló de esta manera fueron hasta el final, e incluso después de muerto Trujillo, trujillistas absolutamente convencidos. Esa es la viejísima tradición de la humanidad de la que vino a librarnos eso que llamamos la cultura democrática.

     EK: Hay que decir que un intelectual mexicano admirable, cuando menos el más admirable hasta 1929, es uno más en la lista de los intelectuales que admiraron a Trujillo, al grado de prologar un libro de su esposa. Se llamó José Vasconcelos. Volviendo a lo de la cultura política latinoamericana, ésta probablemente tiene su origen —el historiador Richard Morse lo ha estudiado muy bien— en un paradigma que proviene del neotomismo. Porque de acuerdo con esta reformulación, en los siglos XVI y XVII el pueblo no sólo está dispuesto, dice Morse, a delegar el poder, sino a enajenarlo de hecho a un centro patrimonial, llámese rey, virrey, cacique, caudillo, dictador, presidente, que coordina en un marco corporativo la energía social. La enajenación del poder en esta tradición es difícilmente revocable por medios pacíficos. Si a juicio de la soberanía popular el príncipe se comporta como un tirano o si flaquea en su apego teórico a la ley, en su vocación de bien común, el camino único es la insurrección y el tiranicidio. Es decir, debido a la falta de costumbres y de cultura democrática-liberal en nuestros países, no ha quedado más que la oscilación entre el poder enajenado de manera total y absoluta y, cuando éste llega a extremos inadmisibles, al grito de "¡Fuenteovejuna!", el tiranicidio. Uno de los personajes más conmovedores de tu libro, Estrella Sadhalá, es un hombre que encarna el otro misterio, el de la libertad. Es el libre albedrío que no puede tolerar al poder absoluto y que, motivado por la actitud de la Iglesia —es la época de Juan XXIII—, reacciona, vuelve a la teoría original del tiranicidio, y entonces se enrola para cortar la vida del tirano.

MVLL: Estrella Sadhalá efectivamente es un personaje muy conmovedor, porque personalmente no tenía absolutamente ninguna rencilla con el dictador, ni nada que reprocharle a la dictadura; al contrario, tenía muy buena posición: había recibido buenos contratos o buenos cargos de las empresas que la dictadura controlaba directa o indirectamente. En su caso, formar parte de la conjura es un movimiento puramente ético, que parte de su rechazo, su náusea ante lo que estaba ocurriendo en su país. Él era un hombre profundamente religioso, un católico que trató de vivir, sin conseguirlo por supuesto, absolutamente de acuerdo con los postulados de su fe; y eso lo torturaba, le provocaba crisis morales tremendas. En su caso, la carta pastoral de los obispos dominicanos criticando a Trujillo fue un paso definitivo para sentirse llamado a la acción. Qué tipo de acción era posible frente a Trujillo, tú lo has explicado muy bien: frente a un poder absoluto, no hay ninguna acción cívica pacífica posible; resulta, si se consigue realizarla, puramente retórica, transitoria, sin ningún efecto. Entonces él desde un principio llega a ese convencimiento: la única manera de acabar con este régimen es acabar con el centro, el corazón, el eje, la columna vertebral del régimen, que es Trujillo. Pero eso significaba matar y él era un católico. Esto le plantea un dilema moral, y consulta a su director espiritual, un padre canadiense que lo lleva donde el nuncio apostólico. El nuncio lo recibe, lo escucha y le acerca unos textos de Santo Tomás justificando el tiranicidio. Eso significa para Estrella Sadhalá una transformación extraordinaria: sale de ahí rejuvenecido, como liberado de un horrible peso, y se incorpora inmediatamente a una conspiración que sabía que estaba en marcha porque la dirigía uno de sus amigos más íntimos. El caso de Estrella Sadhalá de alguna manera contrarresta esa imagen tan deprimente, tan desmoralizante de un pueblo entero de rodillas y que parece satisfecho con la dictadura. No es el único caso. Hay personajes secundarios en mi libro que están ahí porque representan justamente esa alternativa que parece imposible, la de la resistencia al dictador; ahí están los conjurados, ahí está Estrella Sadhalá, y ahí están esas tres mujeres maravillosas que son las hermanas Miraval, que desde muy jóvenes comienzan a resistir en la medida pequeñita de sus posibilidades y que poco a poco —sobre todo una de ellas, mujer extraordinaria en la historia de América Latina, Minerva Miraval— se convierten en resistentes políticas, organizadoras de una acción clandestina, que pasan por la experiencia de la cárcel, las torturas, las humillaciones atroces a las que sometía Trujillo a las mujeres y sobre todo a las disidentes, que finalmente son asesinadas de la manera más atroz. Ese es un elemento fundamental en la conjura. Por lo menos cuatro de los siete conjurados realmente se deciden a dar el paso cuando ocurre lo de las Miraval. El único sobreviviente de ellos cuenta que la primera vez que lloró en su vida fue esa noche, cuando llegó la noticia a Ciudad Trujillo del asesinato, y exclamó una frase que aparece en todos los testimonios sobre la conjura: "Aquí nos matan a los padres, nos matan a los hermanos, nos matan a los amigos, y ahora también nos matan a nuestras mujeres. Esto es el límite: hay que matar a Trujillo".
     En mi novela hay un personaje femenino central, Urania Cabral, que nace de esta idea: la dictadura desde luego fue feroz y sus efectos se hicieron sentir sobre toda la población dominicana, pero sobre la mujer esos efectos se ejercitaron con mucha más crueldad y violencia que sobre los hombres, porque en este caso al autoritarismo se sumaba el machismo. El machismo es un ingrediente central no sólo de la vida, sino de la política de control y de coerción de la sociedad dominicana ejercido por Trujillo, un dictador que desde un principio utiliza el sexo como uno de sus instrumentos de sujeción. De ahí viene el apodo El Chivo. Algunos, sobre todo entre los humildes, le mostraban al jefe su devoción haciéndole ofrenda de lo que más podían respetar dentro de una cultura machista: la virginidad de sus hijas. Esto, la primera vez que lo leí o lo escuché, me pareció de ciencia ficción, del famoso realismo mágico latinoamericano. Y sin embargo no es así, hay muchísimos testimonios. El testimonio para mí más fehaciente al respecto es el de un secretario de Trujillo que me contó esta historia alucinante: que en las giras de Trujillo no era infrecuente que en los pueblos aparecieran campesinos, hombres del lugar, que se acercaran "al jefe" con su hijita. Él me dijo: "Era un problema, porque el jefe naturalmente no podía recibir todos estos regalos, y entonces cómo no herir la susceptibilidad de estas gentes generosas que querían mostrarle respeto, cariño, admiración al superhombre". Bueno, es toda una idea de los extremos profundamente corruptores que tiene una dictadura a todos los niveles de la vida, incluso en lo más privado, en el interior de los hogares, en las costumbres más privadas. No era tonta esa ceremonia que obligaba a los dominicanos a tener dentro de su casa ese pequeño cartel que decía "En esta familia Trujillo es el jefe".
      
     EK: Hay una larga genealogía de novelas de dictadores en América Latina. Es un género íntimamente ligado a la historia cultural, literaria, de nuestros países. Empieza en el siglo XIX, con las novelas sobre caudillos: el Facundo de Sarmiento, Valle Inclán con su Tirano Banderas, y luego las novelas de tu propia generación, o un poco anteriores, pero, en fin, publicadas en los cincuenta y sesenta: Yo el supremo, El señor presidente, las dos novelas de García Márquez, El otoño del patriarca y El general en su laberinto, y otras que tienen como escenario nuestros países y que atrajeron la atención de grandes escritores de habla inglesa, por ejemplo Nostromo de Conrad. Me gustaría que describieras cómo ves el lugar de La fiesta del Chivo en esta sucesión literaria, de cuál de esas novelas sientes que está cerca, de cuál lejos, por su actitud. Porque hay en ellas una diferencia entre el escritor que tiene una actitud libertaria o crítica, una distancia del poder, y el que tiene una fascinación por el poder. Porque muchas cosas pueden decirse y seguirán diciéndose sobre tu novela, pero tú logras revivir literariamente ese momento de América Latina y de la República Dominicana y a cada uno de esos personajes, pero en ningún momento sentí, en ninguna página, fascinación por el poder.
      
     MVLL: No consigo juzgar mi obra con esa distancia, esa objetividad que me permita darle su posición exacta dentro de una clasificación. Quizá podría decir que en mi novela, por una predisposición natural, hay un tratamiento realista del tema del dictador, del caudillo, de la dictadura. Realista en el sentido de que a mí como escritor me gusta fingir la realidad, así como a los escritores de tipo fantástico les gusta fingir la irrealidad. En muchas novelas el tratamiento del dictador ha sido más bien farsesco, extravagante, teatral. Es el caso de El señor presidente de Asturias o El otoño del patriarca. Son personajes donde está fundamentalmente subrayado ese aspecto grotesco, extravagante, de anomalía humana y política. Ese es un tipo de aproximación que yo no haría. Conscientemente no creo haber tenido como modelos próximos ninguno de esos libros, aunque probablemente los he leído todos, y a algunos los admiro muchísimo. Uno de los libros que yo más admiro de la literatura latinoamericana es un libro sobre un dictador que es El reino de este mundo de Carpentier, una de las obras maestras que se han escrito en nuestra lengua, y una novela que parece de pura imaginación, y en la que en realidad, como demostró aquí una crítica del Instituto de Altos Estudios, todas las extravagancias, los excesos, las truculencias, las delirantes realizaciones están documentados en crónicas, en testimonios, en biografías.
     Quizá lo que podría decir es que parece un poco absurdo seguir escribiendo novelas sobre el dictador habiendo tantas y tan buenas. Sin embargo, creo que, como a todos los escritores, me ocurre que yo no elijo realmente los temas con esa libertad; los temas se me van imponiendo de una manera impremeditada, van formando parte de mi experiencia a través de imágenes que están en la memoria y que luego generan un fantaseo, un embrión de historia, y cuando tomo realmente conciencia cabal de que estoy embarcado en esta aventura, la aventura está ya muy avanzada. Escribo sobre ese tema porque siento que a esas alturas no puedo dejar de hacerlo. Así he escrito todas mis novelas.
     La segunda parte de tu pregunta toca un punto neurálgico de la creación literaria. Cuando uno escribe sobre algo a lo que dedica tanta curiosidad, tanto esfuerzo, puede mantener una distancia, una hostilidad, una actitud crítica como la que yo mantengo en la vida real contra las dictaduras. Si hay algo que yo odio, que me repugna profundamente, que me indigna, es una dictadura. No es solamente una convicción política, un principio moral: es un movimiento de las entrañas, una actitud visceral, quizá porque he padecido muchas dictaduras en mi propio país, quizá porque desde muy niño viví en carne propia lo que es esa autoridad que se impone con brutalidad. En La fiesta del Chivo, cuando escribía sobre Abbes García, la conducta de ese personaje me hizo sentir lo que es el mal, es decir, ese vértigo de crueldad, de frialdad que puede producir abominaciones tan horrendas como las que llegó a producir este personaje. Pero aun en el caso de Abbes García no hubiera sido posible inventarlo a partir del puro odio, eso es imposible. Uno no puede inventar a un personaje creíble sin mostrar de alguna manera su humanidad, es decir, junto a los demonios que lo habitan y que nos habitan a todos, algo de los ángeles que también nos habitan a todos, a los peores monstruos o a los seres respetables y dignos. Es esa paradoja de la literatura: al final el horror, la violencia, la crueldad, son también hijos de quien los crea y con los hijos uno tiene una relación entrañable, una relación que tiene que ver con los sentimientos, con la pasión, casi hasta con la admiración. Uno escribe sobre un personaje como Trujillo y aunque se toma una distancia crítica y la conciencia funciona con libertad, en ese proceso lento, largo, de convertirlo en algo que finge la vida y que llega a ser vida es imposible no sentir fascinación y hasta cariño por algo que nace de lo que uno hace. En la literatura lograda todo es bello. Incluso lo feo, lo horrible, lo atroz, tiene que convertirse en algo que nos seduzca para que le demos nuestra credulidad.

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