Librusa.com, 2002
Mario Vargas Llosa:

Los poderes secretos de la literatura

Eduardo González Viaña
  "En esta nota, me arriesgo a lo mismo que el periodista por transcribir, en forma parecida a un reportaje algo de lo que fue, en verdad, una conversación entre viejos amigos que se ven un siglo después y comentan los movimientos que dio el planeta mientras no se vieron."
Cuando lo conocí, el 66, Mario Vargas Llosa me confesó que quería viajar a Lima –no recuerdo si estábamos en París o La Habana- para romperle el alma al cholo Hernán Velarde, un periodista que le había hecho un reportaje en el cual la retórica se imponía al contenido, y las frases supuestamente galanas del reportero estrangulaban o por lo menos velaban las declaraciones del escritor. 

Antes de transcribir una respuesta cualquiera, Velarde afirmaba que “mientras Vargas Llosa habla, Lima se va envolviendo en su baby doll de neblina.”, una metáfora de sabor dudoso que utilizaba en todos sus reportajes. En ellos, la capital de Perú practicaba strip-tease y se iba “envolviendo en su baby doll de neblina” mientras hacían declaraciones Ciro Alegría y Alberto Terry, los Panchos y el Ministro de Salud, Anakaona y la alcaldesa de Lima, entre otros personajes de entonces.

 “Mario desgrana ahora su risa de choclo y afirma…” Y embobados ante los choclos, el baby doll y otras chafalonías de ese repertorio, los lectores olvidaban al entrevistado y quizás pensaban también en el alma de Velarde.

En esta nota, me arriesgo a lo mismo que el periodista por transcribir, en forma parecida a un reportaje algo de lo que fue, en verdad, una conversación entre viejos amigos que se ven un siglo después y comentan los movimientos que dio el planeta mientras no se vieron.

  • Salvar la democracia

—Nos hemos salvado de una buena, viejo. Se ha acabado una dictadura tan feroz  y tan perfecta que parecía construida para durar hasta siempre.

Me lo dijo Mario Vargas Llosa en una conversación que tuvimos cuando hace muy poco nos encontramos en Lima.

—Gracias a unos pocos…—le respondí— y dentro de esos pocos, gracias a ti.

Se lo dije porque la dictadura que ha padecido el Perú no fue solamente el logro brutal de una imposición armada sino también el fruto de una creencia irresistible, de una mentalidad compartida por gobernantes y gobernados en el sentido de que no importan los métodos ni la ética de un gobierno con tal de que éste sea eficaz. Los miasmas contagiosos de esa mentalidad estaban en todas partes e impregnaron, incluso, a muchos que suponían ser disidentes.

Las atrocidades de Fujimori y de su banda no solamente no fueron criticadas, sino más bien aplaudidas y le hicieron subir el “rating” cada vez que ocurrían. El gobierno no se cuidó demasiado de disimular su escuadrón de la muerte, de esconder los cadáveres de los estudiantes asesinados y quemados vivos, de acallar a las mujeres violadas y torturadas, de borrar el rastro de la agente descuartizada, de negar a los miles de inocentes encarcelados, “juzgados” en menos de una hora y condenados a perpetuidad por unos aberrantes tribunales sin rostro. Aun en nuestros días, los derechos humanos no son plataforma de ninguno de los candidatos presidenciales, y los criminales gozan de una amnistía que ni siquiera han pedido porque nadie los ha acusado de genocidio.

De forma disimulada, el gobierno y la cúpula militar habían vendido la idea de que eran imprescindibles para la seguridad de la patria y de que todas las barbaridades de la “guerra sucia” eran la única forma de acabar con la subversión. Que le vendieron esas creencias incluso a los opositores es evidente. En las elecciones del 95 y del 2 mil, no se presentó una oposición unida frente a la dictadura, sino un conjunto de partidos cuya participación en cierta forma, legalizaba el régimen antidemocrático. E increíble, pero cierto, en plena campaña contra la primera reelección, muchos políticos opositores abandonaron el país y viajaron, comisionados por el gobierno, a otros países para hacer supuestamente propaganda “contra las pretensiones del Ecuador.”

—El Perú— dijo en esa época Vargas Llosa— vive una dictadura disimulada que mantiene unas formas hipócritas para aplacar a la comunidad internacional pero que de hecho perpetúa la tradición autoritaria latinoamericana. El presidente es un fantoche y las decisiones fundamentales las toma un pequeño grupo militar. Hay una política de intimidación sistemática a cualquier tipo de disidencia; la prensa es controlada, sobornada e intimidada; la opinión pública es manipulada y hasta las encuestadoras obedecen a la estrategia del régimen.

La denuncia de Vargas Llosa tuvo dos resultados. En el exterior, su autoridad moral desenmascaró al fujimorato. En el país, su admonición no fue popular. A través de todos los medios controlados, el gobierno se había adelantado a decir que el gran novelista quería dejar al país sin créditos y en la bancarrota. En consecuencia, no faltaron maritornes de la supuesta oposición que lo calificaran de exagerado, alguna revista dominical de literatura soslayó sus libros y sus premios, y los índices de las encuestadoras mostraron a Fujimori en la apoteosis del rating.

Ahora, todos en el Perú son partidarios de la democracia, pero no los había tantos en la época de Fujimori. Por su parte, la oposición —“moderada, responsable, decente” evitó declarar ilegal al gobierno porque ello habría significado no participar en la búsqueda de una curul parlamentaria. Arrinconado, solitario, calificado de ex peruano, Vargas Llosa insistió. Con obstinación, con inteligencia, con denuedo y con agallas, interpuso su demanda ante personajes y organismos internacionales, y su tremendo poder de convicción logró que la tiranía perdiera la máscara y fuera señalada como tal.

La publicación de la La fiesta del Chivo y su presentación desafiante en Lima fueron el hachazo final. La identificación de Trujillo con Fujimori y  de Johnny Abbes con Montesinos era inmediata y mostraba ante el mundo la verdadera cara del régimen, colmada de sangre y de boñiga pestilente, mucho antes de que los vladivideos la hicieran pública. Como Juan Montalvo, Mario bien podría decir de la dictadura “mi pluma la liquidó.”

  •  Salvar una vida

Lo anterior viene a cuento ahora porque también en 1966, en conversación informal, le escuché a Mario celebrar con fe intransigente los poderes de la literatura.

-Si como dices, quieres luchar por tu país, tu literatura también puede servir para eso. Tu obra puede ser más contundente que las armas.

La persona a quien estaba dirigida esta frase era un joven sudamericano, a quien llamaré Andrés aunque ese no sea su nombre. Andrés, de 22 años y autor de un libro de cuentos, estaba preparado para ir a su país e incorporarse a la lucha guerrillera. El ejemplo romántico del poeta Javier Heraud le hacía pensar que no había otro camino para derrotar a una sociedad corrupta que un sacrificio valeroso y una muerte honorable.

—Vi a Javier Heraud en París poco antes de su viaje al Perú. Si hubiera sabido que iba a tomar las armas, habría tratado de convencerlo de que no lo hiciera. Su poesía, y no su muerte innecesaria, es el más poderoso argumento para la edificación de una sociedad justa— alegó Mario- Además, en las presentes circunstancias, creo que tú sencillamente te estas suicidando.

 Andrés respondió que no tenía  deseos de suicidarse y que no creía que su decisión pudiera estar motivada por algún problema emocional. “Sencillamente, quiero ser útil a la causa de la libertad y del socialismo.”

 —El trabajo del escritor —insistió Mario- no alcanza a transformar al mundo ni al hombre, pero nos induce a servir valores sin los cuales es desesperante el mundo, y el hombre deja de ser respetable.

Después habló con pasión sobre los poderes secretos de la literatura, insistió en que tal vez ella era capaz de cambiar el mundo sin que el mundo lo advirtiera y de preparar las conciencias para el advenimiento de una sociedad más humana.

—Tú quieres rehuir esa tarea- le dijo a Andrés. Estás tomando el camino más fácil. Cuando hayas publicado siquiera diez libros, tendrás derecho a pensar en lo que ahora estás pensando.

Por fin, luego de una larga charla, Andrés quedó convencido, y no viajó a su cita con la muerte. Hasta el momento, ha publicado más de los diez libros que Mario le sugirió escribir y cree que su decisión de entonces fue acertada. Está seguro, además, de que la paz es el mejor camino hacia la justicia.

Por coincidencia temible, el avión en el que Andrés iba a hacer transbordo obligado para regresar a su patria se estrelló

Todos saben lo que Mario Vargas Llosa ha estado haciendo en los años que van o vienen desde entonces. Desde “Los jefes” hasta “El paraíso en la otra esquina”, este escritor torrencial ha visitado el mundo de los jóvenes, ha revelado la brutalidad de la institución militar, ha desenmascarado la corrupción de la dictadura, ha rastreado las rebeliones religiosas, ha recorrido los misterios de su propia vida,  ha señalado las contradicciones de algunos grupos de izquierda, ha caminado por el mundo sin tiempo de la Amazonía, ha descrito el terror en los Andes, ha mostrado la fiesta atroz de los tiranos y, por fin, ha seguido los pasos y peregrinaciones de una agitadora social del siglo XIX.

Nuestra América ha recibido de él una profecía como la de Whitman y una lección moral como la de Tolstoy, pero sobre todo, su propio país, que conoció ayer la cobardía y el crimen y anda hoy extasiado frente a los videos de la corrupción, sabe hoy que todavía existen hombres honestos y aprende que escribir y leer son actividades que pueden tornar al mundo más decente.

Mario sería un premio para el premio Nobel, y yo creo que merece mucho más. Andrés, que no se llama Andrés sino Eduardo, lo visitó recientemente para obsequiarle su libro Los sueños de América. La próxima vez que lo vea, estoy seguro de que le dirá: “Gracias, Mario, por haberme salvado la vida. Gracias por habernos salvado el alma”, aunque creo que eso ya fue dicho, el corazón no tiene memoria.

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EDUARDO GONZALEZ VIAÑA, escritor peruano residente en Oregón, Estados Unidos. Acaba de publicar el libro de relatos Los sueños de América (Alfaguara 2000).
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