Intransigente con la
mentira, incómodo siempre, tránsfuga de ideologías y
creencias, Arthur Koestler creó con "El cero y el
infinito" el primer intento literario por explicar las
injustas "confesiones" que los viejos bolcheviques se
vieron forzados a hacer ante sus verdugos en las purgas de los
Juicios de Moscú.
Era un hombre bajito y fortachón,
con una cara de pocos amigos, cuadrada y abrupta. No figuraba en
la guía de teléfonos y a los candidatos al doctorado que
preparaban tesis sobre él y se atrevían a llamar a su casa, en
el barrio de Knightebridge, los despedía con brusquedad. Quienes
lo divisaban, en las grises mañanas londinenses, bajo los
árboles de Montpelier Square, paseando a un terranova peludo, se
lo imaginaban un típico inglés de clase media, benigno y
fantasmal.
En realidad, era un judío nacido
en Hungría, en 1905, que había escrito parte de su obra en
alemán y vivido de cerca los acontecimientos más notables de
nuestro tiempo la utopía del sionismo, la revolución
comunista, la captura de Alemania por los nazis, la guerra de
España, la caída de Francia, la batalla de Inglaterra, el
nacimiento de Israel, los prodigios científicos y técnicos de
la posguerra, nacionalizado británico por necesidad. La
sorpresa de sus vecinos, un día de 1983, con su muerte fue tan
mayúscula como la de la empleada doméstica que los encontró a
él y a su esposa Cynthia, sentados en la salita donde tomaban el
té, pulcramente envenenados por mano propia. No estaban
inválidos, eran prósperos. ¿Por qué se suicidaron? Porque él
estaba enfermo y ambos habían decidido, fieles a los principios
de Exit, la sociedad de la que Koestler era vicepresidente,
partir de este mundo a tiempo, con dignidad, antes de perder las
facultades, sin pasar por el innoble trámite de la decadencia
intelectual y física. El gesto puede ser discutido, pero es
difícil no reconocerle cierta elegancia.
El Apocalipsis doméstico de
Montpelier Square pinta a Arthur Koestler de cuerpo entero: la
vorágine que fue su vida y su propensión hacia la disidencia.
Vivió nuestra época con una intensidad comparable a la de un
André Malraux o un Hemingway y testimonió y reflexionó sobre
las grandes opciones éticas y políticas con la lucidez y el
desgarramiento de un Orwell o un Camus. Lo que escribió tuvo
tanta repercusión y motivó tantas controversias como los libros
y opiniones de aquellos ilustres intelec-tuales comprometidos, a
cuya estirpe pertenecía. Fue menos artista que ellos, pero los
superó a todos en conocimientos científicos. Su obra, por eso,
ofrece una visión más variada de la realidad contemporánea que
la de aquéllos.
Al mismo tiempo, es una obra más
perecedera, por su dependencia de la actualidad. Se trata, en
conjunto, de una obra periodística, en el sentido egregio que
puede alcanzar este género gracias al talento y al rigor con que
algunos escritores, como él, asumen la tarea de investigar,
interpretar y relatar la historia inmediata. No escribió para la
eternidad, sustrayendo del acontecer contemporáneo ciertos
asuntos y personajes que, gracias a la fuerza persuasiva del
lenguaje y a la astucia de una técnica, trascenderían su tiempo
para alcanzar la inmortalidad de las obras maestras de la
literatura. Aunque, a veces, como en su libro más leído, Darkness
at Noon, se disfrazaran de novelas, sus libros fueron casi
siempre ensayos, o, más exactamente, panfletos, testimonios,
documentos, manifiestos, en los que, amparado en una información
copiosa, en experiencias de primera mano y a menudo dramáticas
como sus tres meses en una celda de condenado a muerte, en
la Sevilla sometida a la férula del general Queipo de Llano,
durante la Guerra Civil y una capacidad dialéctica poco
común, atacaba o defendía tesis políticas, morales o
científicas que estaban en el vértice de la actualidad. En su
autobiografía dijo, con justicia: "Arruiné la mayor parte
de mis novelas por mi manía de defender en ellas una causa;
sabía que un artista no debe exhortar ni pronunciar sermones, y
seguía exhortando y pronunciando sermones".
Defendía a veces, pero en lo que
sobresalió (y lo hizo con tanta valentía como brillo y, con
frecuencia, arbitrariedad) fue en atacar, oponerse, tomar
distancia, cuestionar. El famoso dictum que se atribuye a
Unamuno "¿De qué se trata, para
oponerme?" parece haber sido la norma que guió la
vida de Koestler. Era un disidente nato, pero no por frivolidad o
narcisismo, sino por una muy respetable ineptitud para aceptar
verdades absolutas y un horror a cualquier tipo de fe. Lo que no
fue obstáculo para que, cada vez, defendiera esas convicciones
transeúntes que fueron siempre las suyas, con el apasionamiento
de un dogmático.
Bastaba que abrazara una causa para
que empezara a cuestionarla. Le ocurrió así con el sionismo de
su juventud, que lo llevó a compartir la aventura de los
pioneros centroeuropeos que emigraban a Palestina, entonces una
perdida provincia del imperio otomano. Pronto se desencantó de
ese ideal y lo criticó hasta atraerse la hostilidad de sus
antiguos compañeros. Nacido y educado en una familia judía,
condición que reivindicaba sin complejos de superioridad ni
inferioridad, escribió un libro Thirteenth Tribe, La
tribu número trece que provocó la indignación de
incontables judíos. El ensayo sostiene que, probablemente, los
judíos europeos no descienden de aquellos que Roma expulsó de
Palestina, sino de los kazhares, centroeuropeos de un breve reino
medieval, surgido entre el Mar Negro y el Caspio, cuyos
habitantes, para defender mejor su identidad amenazada por el
cristianismo y el Islam de sus fronteras, se convirtieron al
judaísmo.
Pero la deserción que lo hizo
célebre fue la del Partido Comunista, al que se había afiliado
en Alemania, a principios de 1931, y del que se apartó siete
años más tarde, después de haber sido militante y agente de la
Komintern a tiempo completo, disgustado por las prácticas
estalinistas. "Tenía 26 años cuando ingresé en el Partido
Comunista y 33 cuando salí de él... escribió.
Nunca antes ni después fue la vida tan plena de significado como
en aquellos siete años. Tuvieron la grandeza de un hermoso error
por encima de la podrida verdad". Su renuncia fue
espectacular porque, desde que cayó en manos de los franquistas
en España y lo salvó del fusilamiento una campaña
internacional, Koestler se había hecho famoso. El cero y el
infinito (1940), novela que ilustra los mecanismos de la
destrucción de la personalidad y el envilecimiento de las
víctimas que pusieron en evidencia los procesos de Moscú de los
años treinta en los que toda una generación de dirigentes
de la Tercera Internacional colaboró con sus verdugos
autoacusándose de los crímenes y traiciones más abyectos hasta
ser fusilados, generó polémicas interminables, se dice
que influyó en la derrota comunista en el referéndum de 1946 en
Francia y convirtió a Koestler en la bestia negra de los
comunistas de todo el mundo, que, durante años, organizaron
campañas de desprestigio contra él ("hiena",
"perro rabioso del anticomunismo", cosas así). Los
tiempos atenuaron luego la acidez de ese libro: comparados con
los horrores que relataron treinta años después Solyenitzin y
otros sobrevivientes del Gulag, las acusaciones de Koestler
resultan hoy modestas.
Entre agosto de 1936 y marzo de
1938 se celebraron en Moscú unos juicios que asombraron al
mundo. Docenas de bolcheviques de la primera hora, héroes de la
Revolución que habían alcanzado los más altos cargos en el
Partido Comunista y en la Tercera Internacional, como Zinóviev,
Kámenev, Mrajkovski, Bujarin, Piatokov, Rykov y otros, fueron
juzgados y ejecutados por crímenes que incluían desde conjuras
terroristas para asesinar a Stalin y otros dirigentes del Kremlin
hasta complicidad con la Gestapo y los servicios de inteligencia
del Japón y Gran Bretaña con miras a socavar el régimen
soviético. Entre sus delitos, figuraba incluso el sabotaje a la
producción, valiéndose de métodos tan salvajes como mezclar la
harina y la mantequilla con vidrio y clavos para envenenar a los
consumidores. Lo extraordinario fue que los acusados reconocieron
estos crímenes, y, en las sesiones, compitieron con el fiscal
Vishinski en autolapidarse como "fascistas pérfidos" y
"trotskistas degenerados". Y, algunos, en reclamar la
pena de muerte como castigo a sus acciones
contrarrevolucionarias.
Un malestar estupefacto recorrió
todo Occidente ante estos juicios. ¿Qué había ocurrido,
exactamente? Para quien conocía algo del movimiento obrero
resultaba inconcebible que hubieran cometido tales delitos y
mostrado semejante duplicidad los mismos hombres que, codo a codo
con Lenin, habían dirigido el Partido en la clandestinidad,
encabezado la Revolución de Octubre, combatido en la guerra
civil y organizado al país en los heroicos años iniciales del
socialismo. De otro lado, ¿qué podía haberlos llevado a
ofrecer ese espectáculo de autovilipendio y humillación? La
humanidad no había visto nada parecido desde los grandes fastos
de la Inquisición. Parecía poco probable que gentes como
Bujarin, Kámenev y Zinóviev hubieran actuado bajo presión.
¿Acaso no habían pasado todos ellos, sin doblegarse, por las
cámaras de tortura de la policía zarista, y, algunos, por los
calabozos fascistas de Europa? ¿Cómo entender el comportamiento
de estos fogueados dirigentes ante sus jueces? El inmenso éxito
de la novela de Koestler, Darkness at Noon, se debió a
que proponía una respuesta, que en su momento pareció
convincente, a este enigma que desasosegaba a tantos comunistas,
socialistas y demócratas de todo el mundo.
Para entender cabalmente la
desilusión y el pesimismo que impregnan lanovela hay que tener
en cuenta el momento en que fue escrita: entre el Pacto de
Munich, en el que el Occidente liberal se rindió
diplomáticamente ante Hitler, y abril de 1940, pocas semanas
antes de la ocupación de Francia. También, la situación
personal del autor en ese periodo, que Koestler relató, a trazos
ágiles, en su testimonio autobiográfico Scum of the Earth
(Escoria de la tierra). En los meses que precedieron y
siguieron al estallido de la Segunda Guerra Mundial, Koestler,
como miles de antifascistas refugiados en Francia, fue acosado
sin misericordia por el gobierno democrático de París, que
requisó todos sus papeles el manuscrito de la novela se
salvó de milagro, lo sometió a interrogatorios y
encarcelamientos varios, hasta, por último, encerrarlo en un
campo de concentración cerca de los Pirineos. Más tarde, ya
libre, Koestler vagó como un paria por la Francia ocupada,
tratando de escapar de los nazis de cualquier manera
intentó, incluso, inscribirse en la Legión
Extranjera, hasta que, luego de peripecias múltiples,
consiguió huir a Inglaterra, país en el que, luego de otra
temporada en la cárcel, pudo por fin enrolarse en el ejército.
Para quienes, como él, habían dedicado buena parte de su vida a
luchar por el socialismo, y vieron, en ese año, avanzar el
nazismo por Europa como una tempestad incontenible, se sintieron
tratados como delincuentes por los gobiernos democráticos a los
que pidieron protección, y debieron suprema
decepción tragarse el escándalo del pacto
nazi-soviético, el mundo tuvo que parecer un irrespirable
absurdo, una trampa mortal. Incapaces de soportar tanta
ignominia, muchos intelectuales amigos de Koestler, como Walter
Benjamin y Carl Eistein, se suicidaron. La atmósfera de
desesperación y fracaso que vivieron esos hombres es la que
respira, de principio a fin, el lector de Darkness at Noon.
La novela, una suerte de glacial
teorema, transcurre en la prisión a la que ha sido conducido un
dirigente de la vieja guardia bolchevique caído en desgracia,
Rubashov, personaje, según cuenta Koestler en sus memorias,
calcado en sus ideas de Nikolai Bujarin, y en su personalidad y
rasgos físicos de León Trotski y Karl Radek. Aunque, para
debilitar su resistencia, Rubashov es sometido a mortificaciones
como impedirle dormir y enfrentarlo a reflectores deslumbrantes,
no se puede decir que sea torturado. En verdad, es
dialécticamente persuadido por los dos magistrados que preparan
su juicio su antiguo amigo Ivanov, primero, y, luego, el aparatchik
Gletkin de autoculparse de una larga serie de delitos y
traiciones contra el Partido.
La tarea de Ivanov y Gletkin es
posible porque entre ellos y Rubashov hay un denominador común
ideológico. Los tres son "almas inflexibles", seres
convencidos de que "el Partido es la encarnación de la idea
revolucionaria en la Historia", y de que la Historia, que no
conoce escrúpulos ni vacilaciones, "nunca se
equivoca". El revolucionario auténtico, según ellos, sabe
que la humanidad importa siempre más que los individuos y no
teme seguir cada uno de sus pensamientos hasta su conclusión
lógica. Los tres sienten idéntico desprecio por el
sentimentalismo burgués y sus nociones hipócritas del honor
individual y de una ética no subordinada a los intereses de la
praxis política. Los verdugos y la víctima creen ciegamente que
la "verdad es aquello que es útil a la humanidad" y
"la mentira lo que le es perjudicial".
Todo el trabajo de Gletkin
consiste, pues, en demostrar lógicamente a Rubashov que, al
criticar la línea del Partido fijada por el líder máximo, se
ha equivocado, y la mejor prueba de ello es su derrota. Es la
historia, encarnada en el Partido y en Stalin (quien en la novela
aparece como el Número Uno), la que lo ha arrojado al calabozo y
la que lo va a fusilar. Como buen revolucionario, consecuente con
su propio modo de razonar, Rubashov debe sacar las conclusiones
pertinentes. ¿Qué importa que, en el trivial acontecer
cotidiano, él no haya conspirado con el enemigo y saboteado las
fábricas? Objetivamente ha sido un opositor, es decir un
traidor, pues si su oposición hubiera tenido éxito habría
provocado una división en el Partido, tal vez la guerra civil:
¿acaso eso no hubiera favorecido a la reacción y a los enemigos
exteriores?
Utilizando con impecable técnica
los escritos y argumentos del propio Rubashov, Gletkin convence
al viejo militante de que le toca ahora a él dar pruebas
concretas de su antigua convicción, según la cual el
revolucionario, para facilitar la acción de las masas, debe
"dorar lo bueno y lo justo y oscurecer lo malo y lo
injusto". Si de veras cree que hay que preservar ante y
sobre todo la unidad del Partido ya que éste es el
"único instrumento de la Historia", Rubashov
tiene ahora, en su derrota, la ocasión de prestar un último
servicio a la causa, mostrando a las masas que la oposición al
Número Uno y al Partido es un crimen y los opositores unos
criminales. Es preciso que lo haga de manera sencilla y
convincente, capaz de ser asimilada por esos humildes campesinos
y obreros a los que conviene inculcar esa "verdad
útil". Ellos no entenderían jamás las complicadas razones
ideológicas y filosóficas que indujeron al viejo bolchevique a
cuestionar la línea del Partido. En cambio, comprenderán en el
acto si Rubashov, llevando hasta el límite la lógica de su
actuación, da a sus errores las formas gráficas de la conjura
terrorista, la complicidad con la Gestapo y otras infamias
igualmente evidentes. Rubashov acepta, asume esos crímenes, es
condenado y recibe un pistoletazo en la nuca convencido de haber
llevado a buen término, como ha dicho Gletkin, la última
misión que le confió el Partido.
Esbozado así el argumento de Darkness
at Noon, puede dar la impresión de que la novela es una
tragedia de corte shakespeariano sobre el fanatismo, una
subyugante parábola moral. En realidad, es un libro sobrecogedor
pero frío, una demostración abstracta en la que los discursos
de los personajes se suceden unos a otros como manifestaciones de
una sola conciencia discursiva que se vale de episódicos
comparsas, sobre el fracaso de un sistema que ha querido valerse
exclusivamente de la razón para explicar el desenvolvimiento de
la sociedad y el destino del individuo. Querer suprimir la
posibilidad del error, del azar, del absurdo y de factores
irracionales inexplicables en el destino histórico ha llevado al
sistema, pese a su rigurosa solidez intelectual interna, a
apartarse de la realidad hasta volverse totalmente impermeable a
ella. Por eso, sólo puede sobrevivir, en esa Historia que usa
como coartada para todo, a costa de ficciones y crímenes como
los que protagonizan Gletkin y Rubashov.
"Tal vez la causa más
profunda del fracaso de los socialistas es que han tratado de
conquistar el mundo por la razón", escribió Koestler en Scum
of the Earth. Curiosamente, algo semejante puede decirse de El
cero y el infinito en nuestros días: la explicación que
ofrece de los juicios de Moscú de los años treinta fracasa por
su excesivo racionalismo. Medio siglo más tarde, sabemos que los
bolcheviques que se inmolaron en ellos no lo hicieron la
mayoría, al menos por el altruismo fanático y lógico de
Rubashov, sino, según reveló el informe de Kruschev en el XX
Congreso, porque fueron torturados durante meses, como Zinóviev,
o porque querían salvar a algún ser querido, como Kámenev (a
quien se amenazó con ejecutar al hijo que adoraba), o salvarse a
sí mismos de la muerte, como Radek, quien ingenuamente creyó
que si "confesaba" lo que le pedían iría a prisión
en vez de ser ejecutado. De todos los reos de la fantástica
mojiganga, sólo uno, al parecer, Mrajkovski, actuó ante el
tribunal por una convicción semejante a la de Rubashov, pues fue
convencido por sus interrogadores de que su confesión era
necesaria para impedir que las masas soviéticas descontentas se
volvieran contra el régimen, lo que significaría no sólo el
derrumbe de Stalin sino del socialismo en el mundo.
Eso que ocurrió en la realidad,
esas menudas y legítimas pequeñeces humanas de las víctimas
el pavor ante la muerte, el miedo al dolor físico, el
deseo de salvar a un hijo, el abatimiento y el hartazgo,
está ausente en la novela de Koestler y esa ausencia la priva de
verosimilitud psicológica. La verdad histórica, más pobre que
la ficción, ha vuelto a la novela inactual y algo fantástica.
Hoy sabemos que detrás del horror de las purgas hubo menos
dogmatismo ideológico y más mezquindad, egoísmo y crueldad;
que víctimas y verdugos no fueron esos superhombres dialécticos
y sin apetitos ni sentimientos que fabuló Koestler, sino seres
comunes espoleados, unos, por la codicia del poder absoluto, y,
otros, doblegados por la violencia y la coacción moral, que
enmascaraban esas miserias bajo el ropaje mentiroso de la
ideología.
En los años cincuenta, después de
una exitosa campaña contra la pena de muerte en Inglaterra, de
la que salió su ensayo Reflections on Hanging (Reflexiones
sobre la horca), formidable alegato histórico y ético en
contra de la máxima pena, Koestler anunció que se desinteresaba
de la política y que no escribiría ni opinaría más sobre ese
tema. Cumplió puntualmente y nadie más pudo arrancarle una
firma, un artículo o una declaración sobre cuestiones
políticas.
Pero no se había retirado a sus
cuarteles de invierno ni renunciado a la polémica intelectual y
a posturas heterodoxas. Ejerció esas disposiciones, desde
entonces, en el campo científico. Había sido su primer amor;
había estudiado ciencias en la Universidad de Viena y trabajado
como periodista especializado en cuestiones científicas en
Alemania y Francia. Esa formación le permitió moverse con
desenvoltura en el complejo escenario de las grandes
transformaciones de la física, la biología, la química, la
astronomía y las matemáticas. También la parapsicología
imantó su curiosidad y provocó sus impertinencias. Porque,
naturalmente, lo que escribió sobre estas disciplinas no fue
jamás mera divulgación, sino interpretación polémica y
flagrantes herejías. Es tal vez en lo único en que fue
consecuente de principio a fin: en buscar siempre tres pies al
gato aunque tuviera cuatro. Por eso, como antes los sionistas,
los judíos, los comunistas y los psicoanalistas, los
científicos recibieron por lo general con incomodidad y
antipatía los trabajos de Koestler sobre la técnica, la
máquina, el acto de creación o las raíces del azar.
Conociéndolo, podemos estar
seguros de que, si no lo impidiera una causa mayor, a la corta o
a la larga habría terminado también por exasperar a sus aliados
de la última hora, los de Exit, esos caballeros tan ingleses que
se asociaron para ayudar a salir de esta vida a los que están ya
hartos de ella. Del escritor que fue se puede decir mucho de bien
y sin duda algo de mal. Pero hay que reconocer que fue una figura
apasionante, un barómetro que registró las más recias
tormentas de nuestro tiempo. Releer sus libros es pasar revista a
lo más vibrante y trémulo del siglo que termina. -
París, mayo de 1999