Letras Libres n°8 Agosto de 1999
Milagros en el siglo XX

El fin de la aventura de Graham Greene

A diferencia del de Mauriac o Claudel, el catolicismo de Graham Greene, que permea sus mejores obras, no está dirigido a los creyentes convencidos sino a los que dudan de su propia fe. Como en las obras de Bernanos o Unamuno, El fin de la aventura es una puesta en escena de los conflictos de una religión cuestionada.

A Graham Greene le irritaba sobremanera que lo llamaran "un escritor católico", y en el segundo volumen de su elusiva autobiografía, Ways of Escape, explicó que no era "a Catholic writer but a writer who happens to be a Catholic". Sin embargo, lo cierto es que las tres mejores novelas de su vasta obra, The Power and the Glory, The Heart of the Matter y The End of the Affaire, en las que se acercó más a la obra maestra que nunca llegó a escribir, giran en torno de la religión, del problema de la fe, y, más concretamente, del drama que significa ser católico en el mun-do moderno.
     
Donde con más audacia desarrolló este tema fue en El fin de la aventura (1951), cuyo arranque es uno de los mejores con que haya empezado jamás una novela ("Una historia no tiene principio ni fin..."), comparable a las más hechiceras frases inaugurales de una historia (como "En un lugar de la Mancha" o "Digamos que me llamo Ismael"), que inmediatamente subyugan al lector y lo instalan en un clima psicológico que la continuación del relato irá espesando. Fue la primera ficción que Greene narró en primera persona, dice que por influencia de Great Expectations de Dickens, que estaba leyendo en diciembre de 1948, en el Hotel Palma de Capri, al empezar a escribir esta historia.
     Ella narra, en el marco de un Londres sórdido, triste y pobretón, aturdido por constantes bombardeos de la aviación alemana, los amores adúlteros de un mediocre novelista ateo, Maurice Bendrix, con Sarah Miles, esposa de su amigo Henry, un funcionario apagado, eficaz y, en cierto modo, emblemático. La sencillez estructural del relato es engañosa, porque encierra una compleja trama espiritual de la que el lector va tomando conciencia tardíamente, al igual que el propio protagonista, el retorcido Bendrix, quien sólo luego de la muerte de Sarah descubre la explicación de su extraña conducta, algo que él, estúpidamente, trataba de esclarecer haciéndola seguir por un detective privado (el amable y juicioso Parkis, que inyecta algo de humor al mundo asfixiantemente depresivo en que fluye la historia).
     En verdad, el tema profundo de El fin de la aventura, que la torturada relación de Bendrix y Sarah sirve para ilustrar, es si Dios existe y si su existencia, tal como está concebida por la teología católica, es compatible con una vida que no exija de los creyentes el heroísmo, la santidad, que congenie con los vaivenes y quebrantos de la normalidad. La respuesta que la novela ofrece a esta indagación es enigmática, o, mejor dicho, librada a cada lector, porque el narrador-personaje de la historia, aunque nos transmite todos los elementos de juicio necesarios para decidir al respecto, es incapaz él mismo de sacar una conclusión, salvo —situación recurrente en las ficciones de Graham Greene— la de, pese a reconocer que la trascendencia existe, que hay un más allá y un ser superior al que sin duda el alma de Sarah ha accedido, persistir en su ateísmo y rechazar a Dios.
     No es de extrañar que la novela erizara los cabellos de un príncipe de la Iglesia Católica, el cardenal Griffin, quien, según cuenta Greene en A sort of life, lo llamó a Westminster Cathedral para decirle, sin ambajes, que aquel libro debía ser excomulgado por el Santo Oficio. El pío purpurado no había comprendido que las novelas de Greene, como los misioneros, no orientan sus empeños hacia los creyentes convencidos, sino a los dudosos y atormentados, y a los no creyentes, a los que muy sutilmente tratan de ganar para la fe. Es la superioridad, en términos literarios, del catolicismo de Graham Greene sobre el de escritores como François Mauriac o Claudel, cuyas obras, cuando abordan el tema de la fe, la presuponen en el lector, y el que no la comparte o la comparte con traumas, queda excluido de su mundo. Si a alguien se asemeja Greene es más bien al olvidado Georges Bernanos o a Unamuno, que vivieron también la fe como drama y agonía y supieron llegar en sus libros a creyentes e incrédulos por igual.
     La relación de Bendrix y Sarah comienza a alterarse por culpa de él, no de ella, y no por falta sino exceso de amor. Porque la desea y goza con ella más que con ninguna otra mujer, Maurice la cela e importuna, como si, de manera inconsciente, temiera la felicidad y quisiera atajarla. La aventura concluye de manera abrupta. Un encuentro casual, tiempo después, parece reavivarla, pero no llega a suceder por una recóndita resistencia de Sarah, que, sin embargo, quiere a Maurice tanto como él a ella. La sustracción de un diario de Sarah, por obra de Parkis, revela a Maurice la verdad. Es decir, la conversión de Sarah al catolicismo en medio y a raíz de sus amores clandestinos, y el dilema que la desgarra desde entonces entre su pasión y su fe.
     Esta historia pasablemente convencional experimenta un brusco trastorno cuando, a pocos, con astucia, como sin quererlo ni advertirlo, el narrador nos revela que la conversión de Sarah no fue un acto espontáneo, sino de alguna manera inducido por el más allá. ¿Cómo? A través de un milagro. Este episodio, el cráter de la novela, está admirablemente contado, según un dato escondido que, de manera ambigua y demorada, va transpareciendo hasta hacerse visible, pero siempre de modo que quede, respecto a su naturaleza profunda, un margen de duda, una interpretación que permita rechazarlo —es lo que hace Bendrix— como hecho sobrenatural. Una de las tardes en que la pareja se encuentra en la pensión de Maurice para hacer el amor, sobreviene uno de los periódicos bombardeos nazis, y los amantes divisan incluso por la ventana algunos de los cohetes y proyectiles con paracaídas que lanza el enemigo contra la ciudad. Uno de ellos estalla en el edificio, mientras Bendrix bajaba las escaleras hacia la salida, enterrándolo bajo los escombros. Cuando recobra el sentido y vuelve a la habitación, Sarah, de rodillas, está rezando. Sólo mucho después averiguamos que, en el intervalo, algo ocurrió que Bendrix ignoraba. Luego de la explosión, Sarah corrió en su busca y lo encontró sepultado bajo los restos de la escalera. Tocó su mano yerta y supo que estaba muerto. Entonces, imploró a Dios que hiciera un milagro y (según ella) lo hizo.
     Ese episodio desencadena o acelera el proceso de conversión que devolverá a Sarah a la Iglesia (había sido secretamente bautizada por su madre al nacer, pero ella nunca lo supo), la apartará de Maurice y, en cierto modo, pondrá fin a su vida terrenal. Pero no a la otra, la trascendente, la eterna, desde la cual una invisible Sarah seguirá discretamente manifestándose en los últimos capítulos al privilegiado grupo de personas que la conoció y amó. No creo que haya hazaña más difícil, en una novela contemporánea, que narrar un milagro con poder de persuasión suficiente para hacerlo verosímil a creyentes y no creyentes por igual. Y Greene lo consigue en este caso, gracias a la destreza con que descoloca y disimula los datos que conforman lo ocurrido. Pero que, además de este milagro, haya otros dos más, es demasiado, literariamente hablando. Por más dominio técnico, por más rodeos y precauciones verbales que el narrador adopte para referirlas, aquellas misteriosas ocurrencias que por acción de Sarah parecen haber sucedido —la desaparición de la marca que afeaba la cara del predicador racionalista Smythe y la curación in extremis del hijo de Parkis— fuerzan la credibilidad del lector de manera excesiva. Es verdad que Maurice Bendrix, curándose en salud, se resiste a aceptarlos como milagros, que se empeña en rebajarlos a la miserable condición de sucesos naturales, hablando de coincidencias y excepciones científicas. Pero no le creemos porque —basta arañar la superficie de sus palabras para descubrirlo— él tampoco se lo cree. Y la
prueba es que este ateo termina blasfemando contra Dios.

FALTA

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© Augusto Wong Campos, 2000. Yahoo! Geocities Inc.