El fin de la aventura de Graham Greene
A diferencia del de Mauriac o Claudel, el catolicismo de Graham Greene, que permea sus mejores obras, no está dirigido a los creyentes convencidos sino a los que dudan de su propia fe. Como en las obras de Bernanos o Unamuno, El fin de la aventura es una puesta en escena de los conflictos de una religión cuestionada.
A Graham Greene le irritaba
sobremanera que lo llamaran "un escritor católico", y
en el segundo volumen de su elusiva autobiografía, Ways of
Escape, explicó que no era "a Catholic writer but a
writer who happens to be a Catholic". Sin embargo, lo cierto
es que las tres mejores novelas de su vasta obra, The Power
and the Glory, The Heart of the Matter y The End of
the Affaire, en las que se acercó más a la obra maestra que
nunca llegó a escribir, giran en torno de la religión, del
problema de la fe, y, más concretamente, del drama que significa
ser católico en el mun-do moderno.
Donde con más audacia desarrolló este tema fue en El
fin de la aventura (1951), cuyo arranque es uno de los
mejores con que haya empezado jamás una novela ("Una
historia no tiene principio ni fin..."), comparable a las
más hechiceras frases inaugurales de una historia (como "En
un lugar de la Mancha" o "Digamos que me llamo
Ismael"), que inmediatamente subyugan al lector y lo
instalan en un clima psicológico que la continuación del relato
irá espesando. Fue la primera ficción que Greene narró en
primera persona, dice que por influencia de Great Expectations
de Dickens, que estaba leyendo en diciembre de 1948, en el Hotel
Palma de Capri, al empezar a escribir esta historia.
Ella narra, en el marco de un
Londres sórdido, triste y pobretón, aturdido por constantes
bombardeos de la aviación alemana, los amores adúlteros de un
mediocre novelista ateo, Maurice Bendrix, con Sarah Miles, esposa
de su amigo Henry, un funcionario apagado, eficaz y, en cierto
modo, emblemático. La sencillez estructural del relato es
engañosa, porque encierra una compleja trama espiritual de la
que el lector va tomando conciencia tardíamente, al igual que el
propio protagonista, el retorcido Bendrix, quien sólo luego de
la muerte de Sarah descubre la explicación de su extraña
conducta, algo que él, estúpidamente, trataba de esclarecer
haciéndola seguir por un detective privado (el amable y juicioso
Parkis, que inyecta algo de humor al mundo asfixiantemente
depresivo en que fluye la historia).
En verdad, el tema profundo de El
fin de la aventura, que la torturada relación de Bendrix y
Sarah sirve para ilustrar, es si Dios existe y si su existencia,
tal como está concebida por la teología católica, es
compatible con una vida que no exija de los creyentes el
heroísmo, la santidad, que congenie con los vaivenes y
quebrantos de la normalidad. La respuesta que la novela ofrece a
esta indagación es enigmática, o, mejor dicho, librada a cada
lector, porque el narrador-personaje de la historia, aunque nos
transmite todos los elementos de juicio necesarios para decidir
al respecto, es incapaz él mismo de sacar una conclusión, salvo
situación recurrente en las ficciones de Graham
Greene la de, pese a reconocer que la trascendencia existe,
que hay un más allá y un ser superior al que sin duda el alma
de Sarah ha accedido, persistir en su ateísmo y rechazar a Dios.
No es de extrañar que la novela
erizara los cabellos de un príncipe de la Iglesia Católica, el
cardenal Griffin, quien, según cuenta Greene en A sort of
life, lo llamó a Westminster Cathedral para decirle, sin
ambajes, que aquel libro debía ser excomulgado por el Santo
Oficio. El pío purpurado no había comprendido que las novelas
de Greene, como los misioneros, no orientan sus empeños hacia
los creyentes convencidos, sino a los dudosos y atormentados, y a
los no creyentes, a los que muy sutilmente tratan de ganar para
la fe. Es la superioridad, en términos literarios, del
catolicismo de Graham Greene sobre el de escritores como
François Mauriac o Claudel, cuyas obras, cuando abordan el tema
de la fe, la presuponen en el lector, y el que no la comparte o
la comparte con traumas, queda excluido de su mundo. Si a alguien
se asemeja Greene es más bien al olvidado Georges Bernanos o a
Unamuno, que vivieron también la fe como drama y agonía y
supieron llegar en sus libros a creyentes e incrédulos por
igual.
La relación de Bendrix y Sarah
comienza a alterarse por culpa de él, no de ella, y no por falta
sino exceso de amor. Porque la desea y goza con ella más que con
ninguna otra mujer, Maurice la cela e importuna, como si, de
manera inconsciente, temiera la felicidad y quisiera atajarla. La
aventura concluye de manera abrupta. Un encuentro casual, tiempo
después, parece reavivarla, pero no llega a suceder por una
recóndita resistencia de Sarah, que, sin embargo, quiere a
Maurice tanto como él a ella. La sustracción de un diario de
Sarah, por obra de Parkis, revela a Maurice la verdad. Es decir,
la conversión de Sarah al catolicismo en medio y a raíz de sus
amores clandestinos, y el dilema que la desgarra desde entonces
entre su pasión y su fe.
Esta historia pasablemente
convencional experimenta un brusco trastorno cuando, a pocos, con
astucia, como sin quererlo ni advertirlo, el narrador nos revela
que la conversión de Sarah no fue un acto espontáneo, sino de
alguna manera inducido por el más allá. ¿Cómo? A través de
un milagro. Este episodio, el cráter de la novela, está
admirablemente contado, según un dato escondido que, de manera
ambigua y demorada, va transpareciendo hasta hacerse visible,
pero siempre de modo que quede, respecto a su naturaleza
profunda, un margen de duda, una interpretación que permita
rechazarlo es lo que hace Bendrix como hecho
sobrenatural. Una de las tardes en que la pareja se encuentra en
la pensión de Maurice para hacer el amor, sobreviene uno de los
periódicos bombardeos nazis, y los amantes divisan incluso por
la ventana algunos de los cohetes y proyectiles con paracaídas
que lanza el enemigo contra la ciudad. Uno de ellos estalla en el
edificio, mientras Bendrix bajaba las escaleras hacia la salida,
enterrándolo bajo los escombros. Cuando recobra el sentido y
vuelve a la habitación, Sarah, de rodillas, está rezando. Sólo
mucho después averiguamos que, en el intervalo, algo ocurrió
que Bendrix ignoraba. Luego de la explosión, Sarah corrió en su
busca y lo encontró sepultado bajo los restos de la escalera.
Tocó su mano yerta y supo que estaba muerto. Entonces, imploró
a Dios que hiciera un milagro y (según ella) lo hizo.
Ese episodio desencadena o acelera
el proceso de conversión que devolverá a Sarah a la Iglesia
(había sido secretamente bautizada por su madre al nacer, pero
ella nunca lo supo), la apartará de Maurice y, en cierto modo,
pondrá fin a su vida terrenal. Pero no a la otra, la
trascendente, la eterna, desde la cual una invisible Sarah
seguirá discretamente manifestándose en los últimos capítulos
al privilegiado grupo de personas que la conoció y amó. No creo
que haya hazaña más difícil, en una novela contemporánea, que
narrar un milagro con poder de persuasión suficiente para
hacerlo verosímil a creyentes y no creyentes por igual. Y Greene
lo consigue en este caso, gracias a la destreza con que descoloca
y disimula los datos que conforman lo ocurrido. Pero que, además
de este milagro, haya otros dos más, es demasiado,
literariamente hablando. Por más dominio técnico, por más
rodeos y precauciones verbales que el narrador adopte para
referirlas, aquellas misteriosas ocurrencias que por acción de
Sarah parecen haber sucedido la desaparición de la marca
que afeaba la cara del predicador racionalista Smythe y la
curación in extremis del hijo de Parkis fuerzan la
credibilidad del lector de manera excesiva. Es verdad que Maurice
Bendrix, curándose en salud, se resiste a aceptarlos como
milagros, que se empeña en rebajarlos a la miserable condición
de sucesos naturales, hablando de coincidencias y excepciones
científicas. Pero no le creemos porque basta arañar la
superficie de sus palabras para descubrirlo él tampoco se
lo cree. Y la
prueba es que este ateo termina blasfemando contra Dios.
FALTA