Carpentier solía afirmar que su falta de imaginación lo llevó a construir sus novelas sobre bases históricas, con la sorpresa de que la realidad americana era en sí misma mágica. Vargas Llosa demuestra en este ensayo, al analizar El reino de este mundo, cómo tras este supuesto se esconde un gran artificio literario.
Cuando
Alejo Carpentier afirmó: "Yo soy incapaz de 'inventar' una
historia. Todo lo que escribo es 'montaje' de cosas vividas,
observadas, recordadas y agrupadas, luego, en un cuerpo
coherente"1 dijo una verdad muy mentirosa. Porque, aunque es
cierto que su material de trabajo para crear ficciones era la
historia documental, las fuentes escritas para investigar el
pasado, también lo era que, en el proceso de convertir en novela
aquella materia prima, sometía ésta a una transformación tan
radical que en la ficción pasaba a ser una realidad inventada de
pies a cabeza, emancipada en cuerpo y alma de su modelo. Deshacer
y rehacer la historia, mudada en ficción, era la manera propia
de Carpentier de inventar historias.
Alcanzó, en esto, una maestría
consumada, a partir de 1949, cuando apareció su primera obra
maestra, El reino de este mundo, acaso la mejor de sus
novelas y una de las más acabadas que haya producido la lengua
española en este siglo. (Antes, en 1933, había publicado una
novela regionalista, ¡Ecué-Yamba-O!, que, luego, con
perfecta lucidez, desdeñó.) El punto de partida de El reino
de este mundo fue un viaje que hizo a Haití, en 1943,
acompañando al actor Louis Jouvet, en el que visitó la
Ciudadela La Ferriere, la Ciudad del Cabo, las ruinas de
Sans-Souci y buena parte de los lugares donde ocurre la novela.
Pero si este viaje disparó la imaginación de Carpentier sobre
el mundo de Henri Christophe y las largas luchas por la
independencia de Haití, los verdaderos materiales que utilizó
para El reino de este mundo no fueron cosas que vio y
oyó, sino que leyó. También en este caso, como en todas sus
ficciones futuras, su inspiración fue libresca.
Los críticos que se han ocupado de
esta novela Roberto González Echevarría, Richard A.
Young, Nury Raventós de Marín y otros han subrayado que
casi todos los personajes y sucesos de El reino de este mundo
tienen una correspondencia en la realidad histórica. Pero quien
ha llevado a cabo el más exhaustivo trabajo de arqueología de
las fuentes que aprovechó Carpentier es Emma Susana
Speratti-Piñero.2 En su notable investigación, demuestra que la
novela es un "mosaico increíble" de datos históricos,
mitológicos, religiosos, etnológicos y sociológicos recogidos
por Carpentier en libros de viajeros, historiadores, en
correspondencias, artículos especializados, biografías y
manuales de mera divulgación o popularización, refundidos y
organizados en un orden compacto para dar una versión literaria
es decir, ficticia de las luchas independentistas y
de los primeros años de vida soberana de Haití. La doctora
Speratti-Piñero prueba que prácticamente no hay en la novela un
solo personaje (ni siquiera Ti Noel), ni un episodio, y aun
detalle o motivo que no tenga raíces bibliográficas. Y, sin
embargo, de esta comprobación no resulta, en modo alguno,
empobrecida la originalidad de El reino de este mundo ni
el talento creativo de su autor. Por el contrario, la exposición
de las fuentes utilizadas por el novelista cubano sirve para
desvelar, de manera íntima, el procedimiento de transmutación
de una realidad histórica en realidad ficticia de que Carpentier
se valía para emancipar su ficción de todo sometimiento o
dependencia de sus fuentes e imponerse al lector como un mundo
original, dotado de unos rasgos y movimientos, colores, leyes,
personajes, acciones y de un sistema temporal absolutamente
propios e intransferibles. Pocas veces, en la crítica
latinoamericana, un trabajo de paciente erudición ha sido tan
fecundo para iluminar el encaminamiento mediante el cual un
escritor de genio saquea el mundo real, lo desmenuza y
reconstituye con la palabra y la fantasía para oponerle una
imagen literaria.
Ningún lector que se enfrente a
esta novela sin estar al tanto de su gestación, sospecharía que
todos los sorprendentes acontecimientos y los inusitados
personajes que la pueblan son "históricos", ni
siquiera realistas. La historia que cuenta parece mucho más
cerca de lo legendario, lo mítico, lo maravilloso y lo
fantástico que del mundo objetivo y la pedestre realidad. Pero
esta impresión no resulta de la historia que El reino de este
mundo cuenta, sino, exclusivamente, de la astuta y
originalísima manera en que el narrador cuenta la novela. El
discurso del narrador, de palabras rebuscadas muchas de
ellas extraídas de diccionarios y vocabularios
especializados se halla en las antípodas del que finge lo
espontáneo, la oralidad. Este estilo representa, más bien, la
voz engolada del discurso escrito, de lo leído y premeditado, de
lo corregido y repensado, de lo artificial. Pero, pese a su
semblante fabricado, es de una gran precisión a la hora de
designar el objeto y describirlo, y de un extraordinario poder de
síntesis: describe a pinceladas rápidas, sin insistir ni
repetir. Su característica mayor, además de la exactitud
nunca vacila ni yerra a la hora de adjetivar es la
sensorialidad lujosa, la manera como se las arregla para que la
historia parezca entrarle al lector por todos los sentidos: la
vista, el oído, el olfato, el sabor, el tacto. Un estilo en el
que, curiosamente, lo amanerado no está reñido con la vida del
cuerpo, donde el adorno realza lo vital.
De este estilo, que, a diferencia
de otros, los de las novelas "realistas", no niega lo
que es pura literatura, se vale el narrador para
dotar al mundo ficticio de uno de sus rasgos prototípicos, el
que más lo aleja de la realidad real y lo vuelve realidad
inventada: el tiempo. Toda ficción tiene un tiempo, creado para
ella y por ella, y que sólo existe allí. El tiempo de El
reino de este mundo es, gracias al estilo, lentísimo, de
cámara lenta, tanto que el lector tiene a menudo la sensación
de que el tiempo se ha detenido o sido abolido, como ocurre en
los grandes frescos, en las imágenes inmóviles de las pinturas.
Y esta sensación se debe a que cada capítulo tiene un tiempo
propio una sucesión o acumulación de ocurrencias,
pero, entre capítulo y capítulo, no hay flujo cronológico, una
continuidad anecdótica que dé la impresión de un transcurrir.
La historia de la novela no avanza como el tiempo
"real", que fluye a la manera de un río, sin detenerse
nunca. Más bien, salta de un periodo a otro de un cuadro a
otro, como si aquéllos no estuvieran enlazados en una
secuencia, sino yuxtapuestos, conservando cada uno su autonomía
temporal. Por eso, leyendo esta novela el lector tiene la
sensación de estar recorriendo una galería de grandes murales
dispuestos en fila, pero desconectados cronológicamente.
Aunque, saliendo de la ficción, y
cotejándola con los hechos históricos que le sirven de materia
prima, podemos decir que El reino de este mundo cubre un
periodo de unos ochenta años de 1751 a 1830 más o
menos pues ese es el tiempo que media entre la
conspiración del manco Mackandal y el establecimiento del
gobierno republicano y la imposición del trabajo agrícola
obligatorio, lo cierto es que, ciñéndonos a los datos
contenidos en la novela, esta averiguación es imposible. Para
crear ese tiempo propio, distinto, el narrador ha borrado las
pistas, eliminando todas las fechas no hay una sola en el
libro y limitándose a vagas referencias temporales
("Sobre todo esto habían transcurrido veinticinco
años", "...esto duraba ya desde hacía más de doce
años..."), de modo que, por ejemplo, es imposible
establecer la edad de los personajes, incluida la del que sirve
de hilo conductor de la historia, Ti Noel, de quien sólo
llegamos a averiguar con certeza que muere muy anciano.
La cualidad plástica del estilo
hace que el lector sienta que, en cada capítulo, no pasan sino hay
muchas cosas. Y cada capítulo consta siempre de uno o dos
cráteres, hechos centrales, llamativos, de gran concentración
de vivencias, en torno a los cuales parece girar todo lo demás.
Separados por intervalos a veces muy largos, los capítulos de la
novela arman un desfile de periodos temporales estáticos que se
complementan, pero sin integrarse en un transcurrir parejo y
sistemático. Ese tiempo es, como el narrador, una completa
ilusión: una invención.
La perspectiva mítica: los
mundos del narrador
No menos notable ni original que la
invención de un sistema temporal ficticio, es la creación del
espacio en El reino de este mundo, un espacio que, aunque
modelado a partir de un espacio y una historia reales, se va
transformando en algo esencialmente distinto real
maravilloso lo llama Carpentier, en su prólogo de 1949 a la
novela, pero se podría llamar, tal vez, de una manera menos
surrealista, legendario o mítico, gracias a los
habilísimos movimientos de un narrador que la señora
Speratti-Piñero ha descrito con exactitud: "reducción,
ampliación, desmembramiento, redistribución, combinación,
contradicción, cambio de intención y de tono" (p. 106) de
los materiales recogidos en las fuentes librescas.
El narrador se vale de las
mayúsculas para impregnar de solemnidad y nimbar de un aura
religiosa ciertos hechos, seres o creencias, que, realzados de
esta manera sobre los otros, van erigiendo una dimensión
espiritual o mágica en la realidad ficticia: los Grandes Pactos,
el Falso Enemigo, Aguasú, Señor del Mar, las Oraciones del Gran
Juez, de San Jorge y la San Trastorno, las Muletas de Legba, el
Señor de los Caminos, la Batería de las Princesas Reales, la
Puerta Única, y, por supuesto, los Loas del vudú Loco,
Petro, Ogún Ferraille, Brise-Pimba, Caplao-Pimba, Marinette
Bois-Cheche y otros son más que nombres propios que
ameriten aquella distinción ortográfica. Como no están
definidos ni explicados, mencionados desde la perspectiva de
quienes ya saben quiénes son y creen en ellos (por un sinuoso
narrador que para nombrarlos se coloca cerquísima de aquellos
creyentes), para el lector son figuras llamativas, espectáculos
que, de tanto en tanto, colorean fugazmente la realidad ficticia,
agrietándola y revelando en ella un trasfondo fantasmagórico,
de dioses, diosecillos y seres malignos, y conjuros y otras
fuerzas espirituales cuyo benéfico o maléfico poder opera desde
la sombra en los hechos históricos y las peripecias
individuales. Esas estratégicas mayúsculas van sembrando la
realidad ficticia de misterio, revelando que ella está hecha,
también, de un nivel sagrado al que sólo se accede a través de
la fe y las prácticas mágicas. La astucia del
narrador hace que este nivel esté constantemente asomando en su
relato, pero, siempre, desde la perspectiva de los personajes
cuya credibilidad, ingenuidad o miedos y esperanzas sostienen en
pie aquella dimensión mágico-religiosa con la que el narrador
en eso consiste su astucia jamás se compromete pues
nunca le da su propio aval.
Además de las
mayúsculas, otros tres procedimientos contribuyen a mitificar la
realidad ficticia, a desrealizarla y darle consistencia
esencialmente literaria. El primero consiste en reorganizar el
orden de las cosas de este mundo en forma de desfiles o
colectividades compactas que se despliegan ante el lector como
una cinta animada, lo que introduce, de tanto en tanto, en este
tiempo lentísimo y casi suspendido, súbitas agitaciones,
bruscos reordenamientos que agrupan en una secuencia narrativa a
objetos y seres (de este u otro mundo) y acciones en unidades
gregarias, atraídas y emparentadas por una recóndita
sanguinidad: "La mano traía alpistes sin nombre, alcaparras
de azufre, ajíes minúsculos; bejucos que tejían redes entre
las piedras; matas solitarias de hojas velludas, que sudaban en
la noche; sensitivas que se doblaban al mero sonido de la voz
humana..."3 No se trata de meras enumeraciones; estas
cascadas o aluviones de objetos delatan un parentesco secreto
entre cosas que la simple visión objetiva no detecta, que sólo
se hace visible gracias a la iniciativa de un personaje dotado de
poderes especiales (en este caso Mackandal), de una percepción
capaz de traspasar lo ordinario y detectar lo extraordinario (el
orden secreto del mundo). A veces, como en la noche en que
estallan las trompas del caracol, no es un ser humano, sino un
sonido, una música, la que de pronto llama e integra en una
unidad a una vasta, dispersa y hasta entonces desconocida
familia: "Era como si todas las porcelanas de la costa,
todos los lambíes indios, todos los abrojines que servían para
sujetar las puertas, todos los caracoles que yacían solitarios y
petrificados, en el tope de los Moles, se hubieran puesto a
cantar en coro" (p. 96). La cantidad y variedad de estas
enumeraciones (he registrado una veintena, y sospecho que hay
más) van manifestando, en el curso del relato, algo más
profundo que un adorno retórico: una predisposición congénita
de la realidad ficticia a organizarse de manera serial, por
conjuntos o asambleas de objetos que, desbordando sus confines,
se acercan y afilian obedeciendo a íntimos mandatos. Este orden
soterrado de la realidad no es objetivo y por lo mismo
verificable; su arbitrariedad sólo se explica y
justifica en función de una perspectiva subjetiva
(mágico-religiosa).
Las cosas animadas
El segundo procedimiento consiste
en dotar a lo inanimado de animación, de vivificar lo material
insuflándole un alma, un espíritu, y mostrando a las cosas de
manera que parezcan dueñas de iniciativa, de libre albedrío.
Dicho así, da la impresión de que el narrador, empleando este
recurso, abandonara el nivel de realidad objetivo y saltara a lo
fantástico, a un mundo maravilloso, de total subjetividad,
irreconocible a través de la experiencia racional del lector. No
es así. El territorio en el que transcurre esta originalísima
novela no es el fantástico, sino el mítico o legendario, que
está como a caballo entre la realidad histórica y la
fantástica entre lo objetivo y lo subjetivo, y cuya
ambigua sustancia se nutre por igual de lo vivido y lo fantaseado
o soñado. Para efectuar esta transformación del objeto su
humanización, diríamos el narrador hace gala de esa
formidable capacidad de tránsito de que dispone, y se coloca,
utilizando a veces el estilo indirecto libre y a veces no, en la
perspectiva (que conviene no confundir con el punto de vista) de
uno o varios personajes, de grandes colectividades a veces, para
quienes aquella animación recóndita de la materia es artículo
de fe. De este modo, sin identificarse con el punto de vista de
estos personajes, conservando una mínima a veces
infinitesimal distancia de ellos, el narrador se las
arregla para impregnar subjetivamente de milagro y maravilla una
realidad histórica, sin, empero, convertirla en fantástica,
manteniéndola levemente sujeta a la vida objetiva, en la que,
sin embargo, las leyendas y los mitos coexisten, y, a menudo,
devoran la experiencia histórica.
Los críticos llaman metonimia a
este procedimiento y lo definen como una figura retórica que
consiste en confundir el efecto con la causa, o fingir tal cosa
mediante la omisión de ésta y la exclusiva exposición de
aquél. Yo prefiero llamar a este método de narrar una variante
del dato escondido, la adopción de una elipsis, que, al eliminar
una parte importante de la información, produce una subversión
o trastorno esencial en lo narrado. "La ciudad es buena. En
la ciudad una rama ganchuda encuentra siempre cosas que meter en
un saco que se lleva al hombro" (p. 132). La mano de Ti Noel
que sujeta y pone en movimiento a la "rama ganchuda" ha
sido abolida, de modo que ésta, automáticamente, se apropia de
aquellas propiedades que permiten a la mano (a Ti Noel) convertir
la rama en instrumento. La omisión transforma a este ser pasivo
en activo, lo anima e independiza, lo torna sujeto actuante. Sin
embargo, aunque esto ocurra en el curso de estas frases, debido a
ese movimiento de ocultación a ese pase de
prestidigitación del narrador, el contexto recuerda,
allá, en la periferia del episodio, que, en verdad, hay alguien,
invisible, el omitido Ti Noel, que es quien en verdad vuelve
activa y ejecutora a la "rama ganchuda".
Casi en cada capítulo del libro,
vemos asomar este procedimiento que va perfilando una
característica sui géneris, inmensamente atractiva por su
singularidad y sus efectos inesperados, a la realidad ficticia:
la de un mundo panteísta en el que no hay fronteras esenciales
entre lo animado y lo inanimado, porque todo lo que existe tiene
una vida propia: un espíritu. "Los techos estiraban el
alero, las esquinas adelantaban el filo y la humedad no dibujaba
sino oídos en las paredes". No es raro, por eso, que en un
mundo de este cariz, los cañones de la Ciudadela tengan nombres
propios Escipión, Aníbal, Amílcar y que algo tan
impalpable como las "noticias" corran y se muevan,
dotadas de patas: "Pronto las noticias bajaron por los
respiraderos, túneles y corredores, a las cámaras y
dependencias" (p. 147).
Uno de los episodios más
deslumbrantes de la novela uno de sus cráteres, el
v, "De Profundis", está enteramente narrado según
este procedimiento: la animación de lo inerte a través de datos
escondidos. Me refiero a la rebelión del manco Mackandal, quien
trata de eliminar a los blancos de la colonia mediante el veneno.
Éste adquiere independencia "El veneno se arrastraba
por la Llanura del Norte..." y aparece como un
personaje movedizo y siniestro, velocísimo y plural, que
contamina de muerte y podredumbre los establos, las cocinas, las
farmacias, las panaderías y hasta el aire que respiran los
dueños y hacendados de la colonia. La extraordinaria eficacia de
la prosa, que parece, en su cuidadosa elección de las palabras,
transpirar la ponzoña y el miedo que ella propaga en la comarca,
consigue un efecto de suceso sobrenatural, de plaga demoniaca.
Pero no lo es, se trata de un "efecto", de una
consecuencia psicológica de los doctos alardes narrativos del
narrador, quien, al abolir a Mackandal, el manipulador y
distribuidor de venenos, ha conseguido una admirable muda en la
realidad ficticia: volver legendario, mítico, casi sobrenatural,
un hecho muy concreto y circunscrito de la historia haitiana.
El tercer procedimiento,
complementario y a menudo utilizado al mismo tiempo que el
anterior, pero mucho más difícil y sutil que éste, consiste,
de parte del narrador, en narrar tan cerca de una subjetividad
que lo que ésta registra o cree registrar pasa por ser la
realidad. El narrador de El reino de este mundo está
siempre moviéndose entre distintos planos o niveles de realidad;
el más arriesgado y radical de sus desplazamientos es éste, que
lo lleva casi pero sin nunca franquear esta frontera
a saltar a lo fantástico. Para ello, se sitúa para narrar en la
perspectiva de un personaje crédulo creyente, alucinado o
supersticioso y narra desde allí escenas o hechos que de
este modo alcanzan una
suerte de fantasmagoría, hechizo o encantamiento. Sin embargo,
el diestro narrador se las arregla para conservar siempre su
autonomía un punto de vista propio, diferenciado del
personaje cuya perspectiva ha adoptado para narrar, de modo
que la historia ficticia se mantenga dentro de una verosimilitud
racional y objetiva; es decir, para nunca mudar a lo puramente
fantástico.
Un buen ejemplo de este
procedimiento aparece en otra de las más llamativas escenas de
la novela, en Roma, cuando Solimán reconoce en una estatua (la
Venus de Cánova) el cuerpo de su antigua ama, Paulina Bonaparte.
Esta es la culminación de una aventura semiprodigiosa, en la que
el masajista acaba de recorrer las galerías del Palacio Borghese
en las que "un mundo de estatuas" le ha parecido
animarse, moverse, hacerle señas. Luego, cuando empieza a
repetir sobre la estatua los antiguos ritos, tiene la certeza de
que está masajeando el cadáver de Paulina, y esta idea lo pone
fuera de juicio. Nada de ello, en verdad, ha ocurrido. Pero el
lector tiene la sensación del hecho maravilloso, de la muda
milagrosa, porque, para narrar el episodio, el narrador se ha
acercado tanto al espíritu embrujado de Solimán que ha llegado
casi a vivir el episodio desde la erizada crispación anímica
del exiliado.
Otro de los cráteres de la novela
es la transformación final de Mackandal un hombre al que los
esclavos creen dotado de poderes licántropos, es decir, de
mudarse en animal el día de su ejecución. Colocándose en
la perspectiva de ese pueblo de seguidores de Mackandal reunidos
en torno al patíbulo, y convencidos de que el hechicero manco
escaparía a la muerte, el narrador inicia el desplazamiento
hacia aquella subjetividad colectiva: "¿Qué sabían los
blancos de cosas de negros? En sus ciclos de metamorfosis,
Mackandal se había adentrado muchas veces en el mundo arcano de
los insectos, desquitándose de la falta de un brazo humano con
la posesión de varias patas, de cuatro élitros o de largas
antenas. Había sido mosca, ciempiés, falena, comején,
tarántula, vaquita de San Antón y hasta cocuyo de grandes luces
verdes" (p. 84). Sin comprometerse él mismo, cediendo toda
la responsabilidad de aquella creencia en las aptitudes
licantrópicas del manco, a aquéllos desde cuya perspectiva
narra, el narrador ha preparado el clima para el milagro, el
hecho sobrenatural: "Sus ataduras cayeron, y el cuerpo del
negro espigó en el aire, volando por sobre las cabezas...".
Sin embargo, luego de este clímax el narrador abandona aquella
perspectiva mítica, y regresa a un nivel histórico, de realidad
objetiva, para narrar "que muy pocos vieron que Mackandal,
agarrado por diez soldados, era metido de cabeza en el
fuego..." Las mudas del narrador entre estos distintos
niveles de realidad son inapresables en el curso de la lectura,
por la delicadeza y velocidad con que están hechos, y por la
unidad que el estilo impone a todo el episodio, distrayendo al
lector de las mudas y alteraciones que experimenta.
El narrador emplea muchas veces
estos cambios de nivel de realidad para imprimir una atmósfera
de hechizo, encantamiento o milagro a lo narrado, pero, en cada
caso, como en la ejecución de Mackandal, se da maña para
mantener aunque sea con la punta de un pie el contacto con esa
realidad histórica, a la que transforma, sí, en leyenda y mito,
pero nunca en pura fantasía. Por ejemplo, en los años finales
de Ti Noel, quien, en su senectud, nos dice, se vuelve ave,
garañón, avispa, hormiga, ganso. ¿Se vuelve de veras todas
estas cosas? Es ya un hombre muy anciano que vive de historias y
recuerdos, en un mundo más imaginario que real. El narrador
narra aquellas metamorfosis desde muy cerca, poco menos que
confundido con esa mente centenaria y en proceso de disolución,
de modo que así quede abierta la posibilidad de que aquellas
transformaciones que expresan las creencias del vudú, sean sólo
eso, creencias, ilusiones, como los milagros con que suelen
etiquetar a menudo los creyentes los hechos insólitos o que
parecen romper la normalidad.
En el prólogo que escribió para
esta novela, Carpentier enarboló la bandera de lo "real
maravilloso" como un rasgo objetivo de la realidad
americana, y se burló de los surrealistas europeos, para los
que, aseguró, lo "maravilloso" "nunca fue sino
una artimaña literaria". La teoría es bonita, pero falsa,
como demuestra su novela, donde el mundo tan seductor, mágico, o
mítico, o maravilloso, no resulta de una descripción objetiva
de la historia haitiana, sino del consumado manejo de las
artimañas literarias que el novelista cubano empleaba a la hora
de escribir novelas.
Washington,
dc, noviembre de 1999.
1 Jaime Labastida "Alejo Carpentier:
realidad y conocimiento estético", Casa de las Américas,
XV, 87 (1994), 21-22
2 Pasos hallados en El reino de este mundo, El Colegio de
México, México, 1981
3 Alejo Carpentier, El reino de este mundo, estudio
preliminar por Florinda Friedman de Goldberg, Edhasa, Barcelona,
1992, p. 68. Todas las citas son de esta edición.