Letras Libres n°13 Enero del 2000
¿Lo real maravilloso o artimañas literarias?

Carpentier solía afirmar que su falta de imaginación lo llevó a construir sus novelas sobre bases históricas, con la sorpresa de que la realidad americana era en sí misma mágica. Vargas Llosa demuestra en este ensayo, al analizar El reino de este mundo, cómo tras este supuesto se esconde un gran artificio literario.

Cuando Alejo Carpentier afirmó: "Yo soy incapaz de 'inventar' una historia. Todo lo que escribo es 'montaje' de cosas vividas, observadas, recordadas y agrupadas, luego, en un cuerpo coherente"1 dijo una verdad muy mentirosa. Porque, aunque es cierto que su material de trabajo para crear ficciones era la historia documental, las fuentes escritas para investigar el pasado, también lo era que, en el proceso de convertir en novela aquella materia prima, sometía ésta a una transformación tan radical que en la ficción pasaba a ser una realidad inventada de pies a cabeza, emancipada en cuerpo y alma de su modelo. Deshacer y rehacer la historia, mudada en ficción, era la manera propia de Carpentier de inventar historias.
     Alcanzó, en esto, una maestría consumada, a partir de 1949, cuando apareció su primera obra maestra, El reino de este mundo, acaso la mejor de sus novelas y una de las más acabadas que haya producido la lengua española en este siglo. (Antes, en 1933, había publicado una novela regionalista, ¡Ecué-Yamba-O!, que, luego, con perfecta lucidez, desdeñó.) El punto de partida de El reino de este mundo fue un viaje que hizo a Haití, en 1943, acompañando al actor Louis Jouvet, en el que visitó la Ciudadela La Ferriere, la Ciudad del Cabo, las ruinas de Sans-Souci y buena parte de los lugares donde ocurre la novela. Pero si este viaje disparó la imaginación de Carpentier sobre el mundo de Henri Christophe y las largas luchas por la independencia de Haití, los verdaderos materiales que utilizó para El reino de este mundo no fueron cosas que vio y oyó, sino que leyó. También en este caso, como en todas sus ficciones futuras, su inspiración fue libresca.

     Los críticos que se han ocupado de esta novela —Roberto González Echevarría, Richard A. Young, Nury Raventós de Marín y otros— han subrayado que casi todos los personajes y sucesos de El reino de este mundo tienen una correspondencia en la realidad histórica. Pero quien ha llevado a cabo el más exhaustivo trabajo de arqueología de las fuentes que aprovechó Carpentier es Emma Susana Speratti-Piñero.2 En su notable investigación, demuestra que la novela es un "mosaico increíble" de datos históricos, mitológicos, religiosos, etnológicos y sociológicos recogidos por Carpentier en libros de viajeros, historiadores, en correspondencias, artículos especializados, biografías y manuales de mera divulgación o popularización, refundidos y organizados en un orden compacto para dar una versión literaria —es decir, ficticia— de las luchas independentistas y de los primeros años de vida soberana de Haití. La doctora Speratti-Piñero prueba que prácticamente no hay en la novela un solo personaje (ni siquiera Ti Noel), ni un episodio, y aun detalle o motivo que no tenga raíces bibliográficas. Y, sin embargo, de esta comprobación no resulta, en modo alguno, empobrecida la originalidad de El reino de este mundo ni el talento creativo de su autor. Por el contrario, la exposición de las fuentes utilizadas por el novelista cubano sirve para desvelar, de manera íntima, el procedimiento de transmutación de una realidad histórica en realidad ficticia de que Carpentier se valía para emancipar su ficción de todo sometimiento o dependencia de sus fuentes e imponerse al lector como un mundo original, dotado de unos rasgos y movimientos, colores, leyes, personajes, acciones y de un sistema temporal absolutamente propios e intransferibles. Pocas veces, en la crítica latinoamericana, un trabajo de paciente erudición ha sido tan fecundo para iluminar el encaminamiento mediante el cual un escritor de genio saquea el mundo real, lo desmenuza y reconstituye con la palabra y la fantasía para oponerle una imagen literaria.
     Ningún lector que se enfrente a esta novela sin estar al tanto de su gestación, sospecharía que todos los sorprendentes acontecimientos y los inusitados personajes que la pueblan son "históricos", ni siquiera realistas. La historia que cuenta parece mucho más cerca de lo legendario, lo mítico, lo maravilloso y lo fantástico que del mundo objetivo y la pedestre realidad. Pero esta impresión no resulta de la historia que El reino de este mundo cuenta, sino, exclusivamente, de la astuta y originalísima manera en que el narrador cuenta la novela. El discurso del narrador, de palabras rebuscadas —muchas de ellas extraídas de diccionarios y vocabularios especializados— se halla en las antípodas del que finge lo espontáneo, la oralidad. Este estilo representa, más bien, la voz engolada del discurso escrito, de lo leído y premeditado, de lo corregido y repensado, de lo artificial. Pero, pese a su semblante fabricado, es de una gran precisión a la hora de designar el objeto y describirlo, y de un extraordinario poder de síntesis: describe a pinceladas rápidas, sin insistir ni repetir. Su característica mayor, además de la exactitud —nunca vacila ni yerra a la hora de adjetivar— es la sensorialidad lujosa, la manera como se las arregla para que la historia parezca entrarle al lector por todos los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el sabor, el tacto. Un estilo en el que, curiosamente, lo amanerado no está reñido con la vida del cuerpo, donde el adorno realza lo vital.
     De este estilo, que, a diferencia de otros, los de las novelas "realistas", no niega lo que es —pura literatura—, se vale el narrador para dotar al mundo ficticio de uno de sus rasgos prototípicos, el que más lo aleja de la realidad real y lo vuelve realidad inventada: el tiempo. Toda ficción tiene un tiempo, creado para ella y por ella, y que sólo existe allí. El tiempo de El reino de este mundo es, gracias al estilo, lentísimo, de cámara lenta, tanto que el lector tiene a menudo la sensación de que el tiempo se ha detenido o sido abolido, como ocurre en los grandes frescos, en las imágenes inmóviles de las pinturas. Y esta sensación se debe a que cada capítulo tiene un tiempo propio —una sucesión o acumulación de ocurrencias—, pero, entre capítulo y capítulo, no hay flujo cronológico, una continuidad anecdótica que dé la impresión de un transcurrir. La historia de la novela no avanza como el tiempo "real", que fluye a la manera de un río, sin detenerse nunca. Más bien, salta de un periodo a otro —de un cuadro a otro—, como si aquéllos no estuvieran enlazados en una secuencia, sino yuxtapuestos, conservando cada uno su autonomía temporal. Por eso, leyendo esta novela el lector tiene la sensación de estar recorriendo una galería de grandes murales dispuestos en fila, pero desconectados cronológicamente.
     Aunque, saliendo de la ficción, y cotejándola con los hechos históricos que le sirven de materia prima, podemos decir que El reino de este mundo cubre un periodo de unos ochenta años —de 1751 a 1830 más o menos— pues ese es el tiempo que media entre la conspiración del manco Mackandal y el establecimiento del gobierno republicano y la imposición del trabajo agrícola obligatorio, lo cierto es que, ciñéndonos a los datos contenidos en la novela, esta averiguación es imposible. Para crear ese tiempo propio, distinto, el narrador ha borrado las pistas, eliminando todas las fechas —no hay una sola en el libro— y limitándose a vagas referencias temporales ("Sobre todo esto habían transcurrido veinticinco años", "...esto duraba ya desde hacía más de doce años..."), de modo que, por ejemplo, es imposible establecer la edad de los personajes, incluida la del que sirve de hilo conductor de la historia, Ti Noel, de quien sólo llegamos a averiguar con certeza que muere muy anciano.
     La cualidad plástica del estilo hace que el lector sienta que, en cada capítulo, no pasan sino hay muchas cosas. Y cada capítulo consta siempre de uno o dos cráteres, hechos centrales, llamativos, de gran concentración de vivencias, en torno a los cuales parece girar todo lo demás. Separados por intervalos a veces muy largos, los capítulos de la novela arman un desfile de periodos temporales estáticos que se complementan, pero sin integrarse en un transcurrir parejo y sistemático. Ese tiempo es, como el narrador, una completa ilusión: una invención.
      
     La perspectiva mítica: los mundos del narrador
     No menos notable ni original que la invención de un sistema temporal ficticio, es la creación del espacio en El reino de este mundo, un espacio que, aunque modelado a partir de un espacio y una historia reales, se va transformando en algo esencialmente distinto —real maravilloso lo llama Carpentier, en su prólogo de 1949 a la novela, pero se podría llamar, tal vez, de una manera menos surrealista, legendario o mítico—, gracias a los habilísimos movimientos de un narrador que la señora Speratti-Piñero ha descrito con exactitud: "reducción, ampliación, desmembramiento, redistribución, combinación, contradicción, cambio de intención y de tono" (p. 106) de los materiales recogidos en las fuentes librescas.
     El narrador se vale de las mayúsculas para impregnar de solemnidad y nimbar de un aura religiosa ciertos hechos, seres o creencias, que, realzados de esta manera sobre los otros, van erigiendo una dimensión espiritual o mágica en la realidad ficticia: los Grandes Pactos, el Falso Enemigo, Aguasú, Señor del Mar, las Oraciones del Gran Juez, de San Jorge y la San Trastorno, las Muletas de Legba, el Señor de los Caminos, la Batería de las Princesas Reales, la Puerta Única, y, por supuesto, los Loas del vudú —Loco, Petro, Ogún Ferraille, Brise-Pimba, Caplao-Pimba, Marinette Bois-Cheche y otros— son más que nombres propios que ameriten aquella distinción ortográfica. Como no están definidos ni explicados, mencionados desde la perspectiva de quienes ya saben quiénes son y creen en ellos (por un sinuoso narrador que para nombrarlos se coloca cerquísima de aquellos creyentes), para el lector son figuras llamativas, espectáculos que, de tanto en tanto, colorean fugazmente la realidad ficticia, agrietándola y revelando en ella un trasfondo fantasmagórico, de dioses, diosecillos y seres malignos, y conjuros y otras fuerzas espirituales cuyo benéfico o maléfico poder opera desde la sombra en los hechos históricos y las peripecias individuales. Esas estratégicas mayúsculas van sembrando la realidad ficticia de misterio, revelando que ella está hecha, también, de un nivel sagrado al que sólo se accede a través de la fe y las prácticas mágicas.   La astucia del narrador hace que este nivel esté constantemente asomando en su relato, pero, siempre, desde la perspectiva de los personajes cuya credibilidad, ingenuidad o miedos y esperanzas sostienen en pie aquella dimensión mágico-religiosa con la que el narrador —en eso consiste su astucia— jamás se compromete pues nunca le da su propio aval.

Además de las mayúsculas, otros tres procedimientos contribuyen a mitificar la realidad ficticia, a desrealizarla y darle consistencia esencialmente literaria. El primero consiste en reorganizar el orden de las cosas de este mundo en forma de desfiles o colectividades compactas que se despliegan ante el lector como una cinta animada, lo que introduce, de tanto en tanto, en este tiempo lentísimo y casi suspendido, súbitas agitaciones, bruscos reordenamientos que agrupan en una secuencia narrativa a objetos y seres (de este u otro mundo) y acciones en unidades gregarias, atraídas y emparentadas por una recóndita sanguinidad: "La mano traía alpistes sin nombre, alcaparras de azufre, ajíes minúsculos; bejucos que tejían redes entre las piedras; matas solitarias de hojas velludas, que sudaban en la noche; sensitivas que se doblaban al mero sonido de la voz humana..."3 No se trata de meras enumeraciones; estas cascadas o aluviones de objetos delatan un parentesco secreto entre cosas que la simple visión objetiva no detecta, que sólo se hace visible gracias a la iniciativa de un personaje dotado de poderes especiales (en este caso Mackandal), de una percepción capaz de traspasar lo ordinario y detectar lo extraordinario (el orden secreto del mundo). A veces, como en la noche en que estallan las trompas del caracol, no es un ser humano, sino un sonido, una música, la que de pronto llama e integra en una unidad a una vasta, dispersa y hasta entonces desconocida familia: "Era como si todas las porcelanas de la costa, todos los lambíes indios, todos los abrojines que servían para sujetar las puertas, todos los caracoles que yacían solitarios y petrificados, en el tope de los Moles, se hubieran puesto a cantar en coro" (p. 96). La cantidad y variedad de estas enumeraciones (he registrado una veintena, y sospecho que hay más) van manifestando, en el curso del relato, algo más profundo que un adorno retórico: una predisposición congénita de la realidad ficticia a organizarse de manera serial, por conjuntos o asambleas de objetos que, desbordando sus confines, se acercan y afilian obedeciendo a íntimos mandatos. Este orden soterrado de la realidad no es objetivo y por lo mismo verificable; su arbitrariedad sólo se explica —y justifica— en función de una perspectiva subjetiva (mágico-religiosa).
      
     Las cosas animadas
     El segundo procedimiento consiste en dotar a lo inanimado de animación, de vivificar lo material insuflándole un alma, un espíritu, y mostrando a las cosas de manera que parezcan dueñas de iniciativa, de libre albedrío. Dicho así, da la impresión de que el narrador, empleando este recurso, abandonara el nivel de realidad objetivo y saltara a lo fantástico, a un mundo maravilloso, de total subjetividad, irreconocible a través de la experiencia racional del lector. No es así. El territorio en el que transcurre esta originalísima novela no es el fantástico, sino el mítico o legendario, que está como a caballo entre la realidad histórica y la fantástica —entre lo objetivo y lo subjetivo—, y cuya ambigua sustancia se nutre por igual de lo vivido y lo fantaseado o soñado. Para efectuar esta transformación del objeto —su humanización, diríamos— el narrador hace gala de esa formidable capacidad de tránsito de que dispone, y se coloca, utilizando a veces el estilo indirecto libre y a veces no, en la perspectiva (que conviene no confundir con el punto de vista) de uno o varios personajes, de grandes colectividades a veces, para quienes aquella animación recóndita de la materia es artículo de fe. De este modo, sin identificarse con el punto de vista de estos personajes, conservando una mínima —a veces infinitesimal— distancia de ellos, el narrador se las arregla para impregnar subjetivamente de milagro y maravilla una realidad histórica, sin, empero, convertirla en fantástica, manteniéndola levemente sujeta a la vida objetiva, en la que, sin embargo, las leyendas y los mitos coexisten, y, a menudo, devoran la experiencia histórica.
     Los críticos llaman metonimia a este procedimiento y lo definen como una figura retórica que consiste en confundir el efecto con la causa, o fingir tal cosa mediante la omisión de ésta y la exclusiva exposición de aquél. Yo prefiero llamar a este método de narrar una variante del dato escondido, la adopción de una elipsis, que, al eliminar una parte importante de la información, produce una subversión o trastorno esencial en lo narrado. "La ciudad es buena. En la ciudad una rama ganchuda encuentra siempre cosas que meter en un saco que se lleva al hombro" (p. 132). La mano de Ti Noel que sujeta y pone en movimiento a la "rama ganchuda" ha sido abolida, de modo que ésta, automáticamente, se apropia de aquellas propiedades que permiten a la mano (a Ti Noel) convertir la rama en instrumento. La omisión transforma a este ser pasivo en activo, lo anima e independiza, lo torna sujeto actuante. Sin embargo, aunque esto ocurra en el curso de estas frases, debido a ese movimiento de ocultación —a ese pase de prestidigitación del narrador—, el contexto recuerda, allá, en la periferia del episodio, que, en verdad, hay alguien, invisible, el omitido Ti Noel, que es quien en verdad vuelve activa y ejecutora a la "rama ganchuda".
     Casi en cada capítulo del libro, vemos asomar este procedimiento que va perfilando una característica sui géneris, inmensamente atractiva por su singularidad y sus efectos inesperados, a la realidad ficticia: la de un mundo panteísta en el que no hay fronteras esenciales entre lo animado y lo inanimado, porque todo lo que existe tiene una vida propia: un espíritu. "Los techos estiraban el alero, las esquinas adelantaban el filo y la humedad no dibujaba sino oídos en las paredes". No es raro, por eso, que en un mundo de este cariz, los cañones de la Ciudadela tengan nombres propios —Escipión, Aníbal, Amílcar— y que algo tan impalpable como las "noticias" corran y se muevan, dotadas de patas: "Pronto las noticias bajaron por los respiraderos, túneles y corredores, a las cámaras y dependencias" (p. 147).
     Uno de los episodios más deslumbrantes de la novela —uno de sus cráteres—, el v, "De Profundis", está enteramente narrado según este procedimiento: la animación de lo inerte a través de datos escondidos. Me refiero a la rebelión del manco Mackandal, quien trata de eliminar a los blancos de la colonia mediante el veneno. Éste adquiere independencia —"El veneno se arrastraba por la Llanura del Norte..."— y aparece como un personaje movedizo y siniestro, velocísimo y plural, que contamina de muerte y podredumbre los establos, las cocinas, las farmacias, las panaderías y hasta el aire que respiran los dueños y hacendados de la colonia. La extraordinaria eficacia de la prosa, que parece, en su cuidadosa elección de las palabras, transpirar la ponzoña y el miedo que ella propaga en la comarca, consigue un efecto de suceso sobrenatural, de plaga demoniaca. Pero no lo es, se trata de un "efecto", de una consecuencia psicológica de los doctos alardes narrativos del narrador, quien, al abolir a Mackandal, el manipulador y distribuidor de venenos, ha conseguido una admirable muda en la realidad ficticia: volver legendario, mítico, casi sobrenatural, un hecho muy concreto y circunscrito de la historia haitiana.
     El tercer procedimiento, complementario y a menudo utilizado al mismo tiempo que el anterior, pero mucho más difícil y sutil que éste, consiste, de parte del narrador, en narrar tan cerca de una subjetividad que lo que ésta registra o cree registrar pasa por ser la realidad. El narrador de El reino de este mundo está siempre moviéndose entre distintos planos o niveles de realidad; el más arriesgado y radical de sus desplazamientos es éste, que lo lleva casi —pero sin nunca franquear esta frontera— a saltar a lo fantástico. Para ello, se sitúa para narrar en la perspectiva de un personaje crédulo —creyente, alucinado o supersticioso— y narra desde allí escenas o hechos que de este modo alcanzan una suerte de fantasmagoría, hechizo o encantamiento. Sin embargo, el diestro narrador se las arregla para conservar siempre su autonomía —un punto de vista propio, diferenciado del personaje cuya perspectiva ha adoptado para narrar—, de modo que la historia ficticia se mantenga dentro de una verosimilitud racional y objetiva; es decir, para nunca mudar a lo puramente fantástico.
     Un buen ejemplo de este procedimiento aparece en otra de las más llamativas escenas de la novela, en Roma, cuando Solimán reconoce en una estatua (la Venus de Cánova) el cuerpo de su antigua ama, Paulina Bonaparte. Esta es la culminación de una aventura semiprodigiosa, en la que el masajista acaba de recorrer las galerías del Palacio Borghese en las que "un mundo de estatuas" le ha parecido animarse, moverse, hacerle señas. Luego, cuando empieza a repetir sobre la estatua los antiguos ritos, tiene la certeza de que está masajeando el cadáver de Paulina, y esta idea lo pone fuera de juicio. Nada de ello, en verdad, ha ocurrido. Pero el lector tiene la sensación del hecho maravilloso, de la muda milagrosa, porque, para narrar el episodio, el narrador se ha acercado tanto al espíritu embrujado de Solimán que ha llegado casi a vivir el episodio desde la erizada crispación anímica del exiliado.
     Otro de los cráteres de la novela es la transformación final de Mackandal —un hombre al que los esclavos creen dotado de poderes licántropos, es decir, de mudarse en animal— el día de su ejecución. Colocándose en la perspectiva de ese pueblo de seguidores de Mackandal reunidos en torno al patíbulo, y convencidos de que el hechicero manco escaparía a la muerte, el narrador inicia el desplazamiento hacia aquella subjetividad colectiva: "¿Qué sabían los blancos de cosas de negros? En sus ciclos de metamorfosis, Mackandal se había adentrado muchas veces en el mundo arcano de los insectos, desquitándose de la falta de un brazo humano con la posesión de varias patas, de cuatro élitros o de largas antenas. Había sido mosca, ciempiés, falena, comején, tarántula, vaquita de San Antón y hasta cocuyo de grandes luces verdes" (p. 84). Sin comprometerse él mismo, cediendo toda la responsabilidad de aquella creencia en las aptitudes licantrópicas del manco, a aquéllos desde cuya perspectiva narra, el narrador ha preparado el clima para el milagro, el hecho sobrenatural: "Sus ataduras cayeron, y el cuerpo del negro espigó en el aire, volando por sobre las cabezas...". Sin embargo, luego de este clímax el narrador abandona aquella perspectiva mítica, y regresa a un nivel histórico, de realidad objetiva, para narrar "que muy pocos vieron que Mackandal, agarrado por diez soldados, era metido de cabeza en el fuego..." Las mudas del narrador entre estos distintos niveles de realidad son inapresables en el curso de la lectura, por la delicadeza y velocidad con que están hechos, y por la unidad que el estilo impone a todo el episodio, distrayendo al lector de las mudas y alteraciones que experimenta.
     El narrador emplea muchas veces estos cambios de nivel de realidad para imprimir una atmósfera de hechizo, encantamiento o milagro a lo narrado, pero, en cada caso, como en la ejecución de Mackandal, se da maña para mantener aunque sea con la punta de un pie el contacto con esa realidad histórica, a la que transforma, sí, en leyenda y mito, pero nunca en pura fantasía. Por ejemplo, en los años finales de Ti Noel, quien, en su senectud, nos dice, se vuelve ave, garañón, avispa, hormiga, ganso. ¿Se vuelve de veras todas estas cosas? Es ya un hombre muy anciano que vive de historias y recuerdos, en un mundo más imaginario que real. El narrador narra aquellas metamorfosis desde muy cerca, poco menos que confundido con esa mente centenaria y en proceso de disolución, de modo que así quede abierta la posibilidad de que aquellas transformaciones que expresan las creencias del vudú, sean sólo eso, creencias, ilusiones, como los milagros con que suelen etiquetar a menudo los creyentes los hechos insólitos o que parecen romper la normalidad.
     En el prólogo que escribió para esta novela, Carpentier enarboló la bandera de lo "real maravilloso" como un rasgo objetivo de la realidad americana, y se burló de los surrealistas europeos, para los que, aseguró, lo "maravilloso" "nunca fue sino una artimaña literaria". La teoría es bonita, pero falsa, como demuestra su novela, donde el mundo tan seductor, mágico, o mítico, o maravilloso, no resulta de una descripción objetiva de la historia haitiana, sino del consumado manejo de las artimañas literarias que el novelista cubano empleaba a la hora de escribir novelas.

Washington, dc, noviembre de 1999.

1 Jaime Labastida "Alejo Carpentier: realidad y conocimiento estético", Casa de las Américas, XV, 87 (1994), 21-22
2 Pasos hallados en El reino de este mundo, El Colegio de México, México, 1981
3 Alejo Carpentier, El reino de este mundo, estudio preliminar por Florinda Friedman de Goldberg, Edhasa, Barcelona, 1992, p. 68. Todas las citas son de esta edición.

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