Fue
también un astuto estratega de las relaciones públicas.
Invirtió importantes sumas sobornando periodistas,
políticos, funcionarios, militares, cabilderos,
religiosos de tres continentes, para edificar una
gigantesca cortina de humo encaminada a hacer creer al
mundo que su aventura congolesa tenía una finalidad
humanitaria y cristiana: salvar a los congoleses de los
traficantes árabes de esclavos que saqueaban sus aldeas.
Bajo su patrocinio, se organizaron conferencias y
congresos, a los que acudían intelectuales
mercenarios sin escrúpulos, ingenuos y
tontos y muchos curas, para discutir sobre los
métodos más funcionales de llevar la civilización y el
Evangelio a los caníbales del África. Durante buen
número de años, esta propaganda goebbelsiana tuvo
efecto. Leopoldo II fue condecorado, bañado en incienso
religioso y periodístico, y considerado un redentor de
los negros.
Detrás de esa impostura,
la realidad era esta. Millones de congoleses fueron
sometidos a una explotación inicua a fin de que
cumplieran con las cuotas que la Compañía fijaba a las
aldeas, las familias y los individuos en la extracción
del caucho y las entregas de marfil y resina de copal. La
Compañía tenía una organización militar y carecía de
miramientos con sus trabajadores, a quienes, en
comparación con el régimen al que ahora estaban
sometidos, los antiguos negreros árabes debieron
parecerles angelicales. Se trabajaba sin horarios ni
compensaciones, en razón del puro terror a la
mutilación y el asesinato, que eran moneda corriente.
Los castigos, psicológicos y físicos, alcanzaron un
refinamiento sádico; a quien no cumplía con las cuotas
se le cortaba la mano o el pie. Las aldeas morosas eran
aniquiladas y quemadas, en expediciones punitivas que
mantenían sobrecogidas a las poblaciones, con lo cual se
frenaban las fugas y los intentos de insumisión. Para
que el sometimiento de las familias fuera completo, la
Compañía (era una sola, disimulada tras una maraña de
empresas) mantenía secuestrada a la madre o a alguno de
los niños. Como apenas tenía gastos de mantenimiento
no pagaba salarios, su único desembolso fuerte
consistía en armar a los bandidos uniformados que
mantenían el orden sus ganancias resultaron
fabulosas. Como se proponía, Leopoldo II llegó a ser
uno de los hombres más ricos del mundo.
Adam Hochschild calcula, de
manera persuasiva, que la población congolesa fue
reducida a la mitad en los 21 años que duraron los
desafueros de Leopoldo II. Cuando el Estado Libre del
Congo pasó al Estado belga, en 1906, aunque siguieron
perpetrándose muchos crímenes y continuó la
explotación sin misericordia de los nativos, la
situación de éstos se alivió de modo considerable. No
es imposible que, de continuar aquel sistema, hubieran
llegado a extinguirse.
El estudio de Hochschild
muestra que, con ser tan vertiginosamente horrendos los
crímenes y torturas infligidos a los nativos, acaso el
daño más profundo consistió en la destrucción de sus
instituciones, de sus sistemas de relación, de sus usos
y tradiciones, de su dignidad más elemental. No es de
extrañar que, sesenta años más tarde, cuando Bélgica
concedió la independencia al Congo, en 1960, aquella ex
colonia en la que la potencia colonizadora no había sido
capaz de producir en casi un siglo de pillaje y abusos ni
siquiera un puñado de profesionales entre la población
nativa cayera en la behetría y la guerra civil. Y, al
final, se apoderara de ella el general Mobutu, un
sátrapa vesánico, digno heredero de Leopoldo II en la
voracidad.
No sólo hay criminales y
víctimas en King Leopold's Ghost. Hay, también,
por fortuna para la especie humana, seres que la redimen,
como los pastores negros norteamericanos George
Washington Williams y William Sheppard, que, al descubrir
la farsa, se apresuraron a denunciar al mundo la terrible
realidad en África Central. Pero quienes, con base en
una audacia y perseverancia formidables, consiguieron
movilizar a la opinión pública internacional contra las
carnicerías congolesas de Leopoldo II fueron un
irlandés, Roger Casament, y el belga Morel. Ambos
merecerían los honores de una gran novela. El primero
(que al cabo de los años sería, primero, ennoblecido y,
luego, ejecutado en Gran Bretaña por participar en una
rebelión por la independencia de Irlanda) fue, durante
un tiempo, vicecónsul británico en el Congo, y desde
allí inundó la Foreign Office con informes lapidarios
sobre lo que ocurría. Al mismo tiempo, en la aduana de
Amberes, Morel, espíritu inquieto y justiciero, se
ponía a estudiar, con creciente recelo, las cargas que
partían hacia el Congo y las que procedían de allí.
¿Qué extraño comercio era este? Hacia el Congo iban
sobre todo rifles, municiones, látigos, machetes y
baratijas sin valor mercantil. De allá, en cambio,
desembarcaban valiosos cargamentos de goma, marfil y
resina de copal. ¿Se podía tomar en serio aquella
propaganda según la cual gracias a Leopoldo II se había
creado una zona de libre comercio en el corazón del
África que traería progreso y libertad a todos los
africanos?
Morel no sólo era un
hombre justo y perspicaz. También, un comunicador fuera
de serie. Enterado de la siniestra verdad, se las
arregló para hacerla conocer a sus contemporáneos,
burlando con ingenio las barreras que la intimidación,
los sobornos y la censura mantenían en torno a los
asuntos del Congo. Sus análisis y artículos sobre la
explotación a que eran sometidos los congoleses y la
depredación social y económica que de ello resultaba
fueron poco a poco imponiéndose, hasta generar una
movilización que Hochschild considera el primer gran
movimiento a favor de los derechos humanos en el siglo
XX. Gracias a la Asociación para la Reforma del Congo
que Morel y Casament fundaron, la aureola mítica
fraguada en torno a Leopoldo II como el civilizador fue
desapareciendo hasta ser reemplazada por la más justa de
un genocida. Sin embargo, por uno de esos misterios que
convendría esclarecer, lo que todo ser humano
medianamente informado sabía sobre él y su torva
aventura congolesa en 1909, cuando Leopoldo II murió,
hoy se ha eclipsado de la memoria pública. Ya nadie se
acuerda de él como lo que en verdad fue. En su país, ha
pasado a la anodina condición de momia inofensiva, que
figura en los libros de historia; tiene buen número de
estatuas, un museo propio, pero nada que recuerde que él
sólo derramó más sangre y causó más sufrimientos en
el África que todas las tragedias naturales y las
guerras y revoluciones de aquel desgraciado continente.
II
Konrad Korzeniowski en el
Congo
En 1890, el capitán de la
marina mercante Konrad Korzeniowski, polaco de origen y
nacionalizado británico desde hacía dos años, como no
podía encontrar un puesto adecuado a su rango en
Inglaterra, firmó un contrato, en Bruselas, con uno de
los tentáculos de la Compañía de Leopoldo II, la
Société Anonyme Belge para el comercio en el Alto
Congo, como capitán de uno de los vaporcitos de la
empresa que navegaban en el gran río africano entre
Kinshasa y Stanley Falls. Fue contratado por el capitán
Albert Thys, director ejecutivo de la firma y colaborador
estrecho de Leopoldo II, para comandar el Florida,
cuyo capitán anterior, llamado Freisleben, había sido
asesinado por los nativos.
El futuro Joseph Conrad
tomó el tren a Burdeos y allí embarcó hacia el África
en el Ville de Maceio, con la idea de permanecer
en su flamante cargo por tres años. Desembarcó en Boma,
en la desembocadura del río Congo, y de allí, en un
pequeño barco, surcó las cuarenta millas hacia Matadi,
a donde llegó el 13 de junio de 1890. En esta localidad
conoció al justiciero irlandés Roger Casament, con
quien convivió un par de semanas, y de quien dejó
escrito en su diario que, entre todas las personas que
había conocido en su estancia congolesa, era la que más
admiraba. Sin duda, a través de Casament recibió
informes detallados sobre otros horrores que allá
ocurrían, además de los que saltaban a la vista. De
Matadi partió a pie hacia Kinshasa en una caravana de
treinta cargadores nativos, con los que, según sus notas
de viaje, compartió peripecias y desventuras muy
semejantes a las que experimenta Charlie Marlow, en El
corazón de las tinieblas, recorriendo las doscientas
millas de selva que separan el campamento de la Estación
Central.
En Kinshasa Conrad fue
informado por los directivos de la Compañía de que, en
vez de abordar el Florida, barco del que había
sido nombrado capitán y que aún se encontraba en
reparaciones, serviría, como segundo de a bordo, en otro
steamer, el Roi des Belges, bajo las
órdenes del capitán sueco Ludwig Koch. La misión de
esta nave era ir a recoger, río arriba, en el campamento
de Stanley Falls, al agente de la Compañía, Georges
Antoine Klein, que se hallaba gravemente enfermo. Al
igual que el Kurtz de la novela, este Klein murió en el
viaje de regreso a Kinshasa, y el capitán Ludwig Koch
cayó también enfermo durante la travesía, de modo que
Conrad acabó por tomar el mando del Roi des Belges.
Afectado por diarreas, disgustado y decepcionado de su
experiencia congolesa, en vez de permanecer los tres
años previstos en el África regresó a Europa el 4 de
diciembre de 1890. Su paso por el infierno manufacturado
por Leopoldo II duró, pues, poco más de seis meses.
Escribió El corazón de
las tinieblas nueve años después, siguiendo, a
través de Marlow, al que no es injusto llamar su álter
ego en la novela, con bastante fidelidad, los hitos y
trayectorias de su propia aventura congolesa, pero
tratando de borrar las pistas. En el manuscrito original
figuraban una alusión sardónica a Leopoldo II ("un
rey de tercera clase") y algunas referencias
geográficas, así como los nombres auténticos de las
estaciones y factorías de la Compañía en las orillas
del río Congo, que fueron luego suprimidos o cambiados
en la novela. El corazón de las tinieblas se
publicó por entregas, en febrero, marzo y abril de 1899,
en la revista londinense Blackwood's Magazine, y
tres años más tarde (1902) en un libro (Youth: A
Narrative; and Two Other Stories) que contenía otros
dos relatos.
III
El corazón de las
tinieblas
Conrad no hubiera podido
escribir jamás esta historia sin los seis meses que
pasó en el Congo devastado por la Compañía de Leopoldo
II. Pero, aunque esa experiencia fue la materia prima de
esta novela que puede leerse, entre otras lecturas
posibles, como un exorcismo contra el colonialismo y el
imperialismo, El corazón de las tinieblas trasciende
la circunstancia histórica y social para convertirse en
una exploración de las raíces de lo humano, esas
catacumbas del ser donde anida una vocación de
irracionalidad destructiva que el progreso y la
civilización consiguen atenuar pero nunca erradicar del
todo. Pocas historias han logrado expresar, de manera tan
sintética y subyugante como esta, el mal,
entendido en sus connotaciones metafísicas individuales
y en sus proyecciones sociales. Porque la tragedia que
personifica Kurtz tiene que ver tanto con unas
instituciones históricas y económicas a las que la
codicia desnaturaliza y corrompe como con aquella
propensión recóndita a la "caída", a la
corrupción moral del espíritu humano, eso que la
religión cristiana denomina el pecado original y el
psicoanálisis el instinto de muerte.
La novela es mucho más
sutil e inapresable que las contradictorias
interpretaciones a que ha dado lugar: la lucha entre
civilización y barbarie, el retorno al mundo mágico de
rituales y sacrificios del hombre primitivo, la frágil
corteza que separa la modernidad del salvajismo. En un
primer plano, es, sin duda, y pese a las severísimas
condenas que lanzó contra ella el escritor africano
Chinua Achebe acusándola de prejuiciada y salvajemente
racista (bloody racist) contra los negros, una
dura crítica a la ineptitud de la civilización
occidental para trascender la naturaleza humana, cruel e
incivil, tal como ella se manifiesta en esos blancos que
la Compañía tiene instalados en el corazón del África
para que exploten a los nativos y depreden sus bosques y
su fauna, desapareciendo a los elefantes en busca del
precioso marfil. Estos individuos representan una peor
forma de barbarie (ya que es consciente e interesada) que
la de aquellos bárbaros, caníbales y paganos, que han
hecho de Kurtz un pequeño dios.
Kurtz, en teoría el
personaje central de esta historia, es un puro misterio,
un dato escondido, una ausencia más que una presencia,
un mito que su fugaz aparición al final de la novela no
llega a eclipsar reemplazándola por un ser concreto. En
algún momento, fue un hombre muy superior intelectual y
moralmente a esa colección de mediocridades ávidas que
son sus colegas empleados de la Compañía, según las
versiones que de él va recogiendo Marlow mientras
remonta el gran río, rumbo a esa remota estación donde
aquél se encuentra, o después de su muerte. Porque era,
entonces, un hombre de ideas un periodista, un
poeta, un músico, un político, convencido, a
juzgar por el informe que redactó para la Sociedad para
la Eliminación de las Costumbres Salvajes, de que,
haciendo lo que hacía recogiendo el marfil para
exportarlo a Europa el capitalismo europeo cumplía
una misión civilizadora, una especie de cruzada
comercial y moral a la vez, de tanta significación que
justificaba incluso las peores violencias cometidas en su
nombre. Pero este es el mito. Cuando vemos al Kurtz de
carne y hueso, es ya una sombra de sí mismo, un
moribundo enloquecido y delirante, en el que no quedan
rastros de aquel proyecto ambicioso que, al parecer, lo
abrasaba en el comienzo de su aventura africana, una
ruina humana en la que Marlow no advierte una sola de
aquellas supuestas ideas portentosas que antaño lo
animaban. Lo único definitivo que llegamos a saber de
él es que ha saqueado más marfil que ningún otro
agente para la empresa, y que en esto sí que es
diferente y superior a los otros blancos ha
conseguido comunicarse con los nativos, seducirlos,
hechizar a aquellos "salvajes" a los que sus
colegas se contentan con explotar, y, en cierto modo,
convertirse en uno de ellos: un reyezuelo al que aquellos
profesan una devoción sin reservas y sobre los que él
ejerce el dominio despótico de las tribus más
primitivas.
Esta dialéctica entre
civilización y barbarie es tema neurálgico en El
corazón de las tinieblas. Para cualquier lector sin
orejeras, es evidente que de ningún modo se desprende de
la novela que la barbarie sea el África y Europa la
civilización. Si hay una barbarie explícita, cínica,
la encarna la Compañía, cuya razón de ser en las
selvas y ríos donde se ha instalado es saquearlos,
explotando para ello con ilimitada crueldad a esos
caníbales a los que esclaviza, reprime o mata sin el
menor escrúpulo, igual que a las manadas de elefantes,
para conseguir el oro blanco, el ansiado marfil. La
locura de Kurtz es la exacerbación hasta el extremo
límite de esta barbarie que la Compañía (presentada
como un ente abstracto demoniaco) lleva consigo al
corazón de las tinieblas africanas.
La locura, por lo demás,
no es patrimonio exclusivo de Kurtz, sino un estado de
ánimo o enfermedad que parece apoderarse de los europeos
apenas pisan suelo africano, tal como insinúa a Marlow
el médico de la Compañía que lo examina y le mide la
cabeza en la "ciudad espectral", al hablarle de
"los cambios mentales que se producen en los
individuos en aquel sitio..." Así lo confirma
Marlow nada más llegar a la boca del gran río, cuando
divisa un barco de guerra francés cañoneando
absurdamente no un objetivo militar concreto, sino las
selvas, el continente africano, como si aquellos soldados
hubieran perdido el juicio. Buena parte de los blancos
con los que alterna en el viaje dan síntomas de
desequilibrio o alteración del carácter, desde el
maniático contador imperturbable y los exaltados
peregrinos hasta el trashumante y gárrulo ruso vestido
como un arlequín. La frontera entre la lucidez y la
locura destella en la nota feroz, destemplada, que
aparece al pie del informe de Kurtz a la Sociedad para la
Eliminación de las Costumbres Salvajes. ¿Cuánto tiempo
media entre el informe y esa exhortación:
"¡Exterminad a estos bárbaros!"? No lo
sabemos. Pero sí que entre ambos textos se interpuso la
realidad africana y que ella bastó para que la mente de
Kurtz (o su alma) basculara de la razón a la sinrazón
(o del Bien al Mal). Cuando garabateó ese mandamiento
exterminador, Kurtz ya lo ponía en práctica, sin duda,
y alrededor de su cabaña se balanceaban las cabezas
clavadas en estacas.
Del relato se desprende una
visión muy pesimista, por decir lo menos, de esa
civilización europea representada por la "ciudad
espectral" o "sepulcro blanqueado" donde
está la casa matriz de la Compañía, a cuyas puertas
reciben al visitante unas mujeres tejiendo, que, como han
señalado los críticos, se parecen sospechosamente a las
Parcas de Virgilio y Dante que cuidan las puertas del
averno. Si esa civilización existe, ella, como el dios
Jano, tiene dos caras: una para Europa y otra para el
África, donde reaparecen toda la violencia y crueldad en
las relaciones humanas que en el viejo continente se
creían abolidas. En el mejor de los casos, la
civilización luce como una delgada película, debajo de
la cual siguen agazapados los viejos demonios esperando
las circunstancias propicias para reaparecer y ahogar en
ceremonias de puro instinto e irracionalidad, como las
que preside Kurtz en su reino irrisorio, al precario
civilizado.
La extremada complejidad de
la historia está muy bien subrayada por la compleja
estructura de la narración, por los narradores,
escenarios y tiempos superpuestos que se van alternando
en el relato. Vasos comunicantes y cajas chinas se
relevan e imbrican para edificar un todo narrativo
funcional y sutil. El río Támesis y el gran río
africano (el Congo, aunque no sea nombrado) son los dos
escenarios enhebrados por la historia. Dos ríos, dos
continentes, dos culturas, dos tiempos históricos, entre
los que va mudando el principal personaje-narrador, el
capitán Charlie Marlow, que cuenta, a cuatro amigos, en
la noche fluvial londinense, su antigua aventura
africana. Pero, en esta realidad binaria, en la que hay
dos mujeres asociadas a Kurtz la negra
"bárbara y soberbia" y su delicada novia
blanca hay también dos narradores, ya que Marlow
narra dentro de la narración de otro narrador-personaje
(que habla de "nosotros", como si fuera uno de
los amigos que escuchan a Marlow), éste anónimo y
furtivo, cuya función es la de velar la historia,
disolviéndola en una neblina de subjetividad. O, mejor,
de subjetividades que se cruzan y descruzan, para crear
la enrarecida atmósfera en que transcurre el relato. Una
atmósfera a ratos de confusión y a ratos de pesadilla,
en la que el tiempo se adensa, parece inmovilizarse, para
luego saltar a otro momento, de manera sincopada, dejando
vacíos intermedios, silencios y sobreentendidos. Esta
atmósfera, uno de los mejores logros del libro, resulta
de la poderosa presencia de una prosa cargada, por
momentos grandilocuente y torrencial, llena de imágenes
misteriosas y resonancias mágico-religiosas, se diría
que impregnada de la abundancia vegetal y de los vahos
selváticos. El crítico inglés F.R. Leavis deploró en
este estilo la "insistencia adjetivadora" (adjectival
insistence), algo que, a mi juicio, es más bien uno
de sus atributos imprescindibles para desracionalizar y
diluir la historia en un clima de total ambigüedad, en
un ritmo y fluencia de realidad onírica que la hagan
persuasiva. Esta atmósfera reproduce el estado anímico
de Marlow, a quien lo que ve, en su viaje africano, en
los puestos y factorías de la Compañía, deja perplejo,
confuso, horrorizado, en un crescendo del exceso
que hace verosímil la historia de Kurtz, el horror
absoluto que la narración alcanza con él. Relatada en
un estilo más sobrio y circunspecto, aquella desmesurada
historia sería increíble.
La experiencia africana
cambia la personalidad de Marlow, como cambió la de
Conrad. Y, también, su visión del mundo, o por lo menos
de Europa. Cuando retorna a la "ciudad
espectral" con los papeles y el recuerdo de Kurtz,
contempla a distancia y con desprecio a esa "gente
que se apresuraba por las calles para extraer unos de
otros un poco de dinero, para devorar su infame comida,
para tragar su cerveza malsana, para soñar sus sueños
insignificantes y torpes". ¿A qué se debe esta
aversión? A que estos seres eran "una infracción a
mis pensamientos", "intrusos cuyo conocimiento
de la vida constituía para mí una pretensión
irritante, porque estaba seguro de que no era posible que
supieran las cosas que yo sabía". Lo que, gracias a
aquel viaje, ha aprendido sobre la vida y el ser humano,
ha hecho de él un ser sin inocencia ni espontaneidad,
muy crítico y desconfiado de sus congéneres.
Marlow, que antes de viajar
al África odiaba la mentira, a su regreso no vacila en
mentir a la prometida de Kurtz, a la que engaña
diciéndole que las últimas palabras de éste fueron el
nombre de ella, cuando, en verdad, exclamó: "¡Ah,
el horror¡ ¡El horror!" ¿Fue una mentira piadosa
para consolar a una mujer que sufría? Sí, también.
Pero fue, sobre todo, la aceptación de que hay verdades
tan intolerables en la vida que justifican las mentiras.
Es decir, las ficciones; es decir, la literatura. -
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