JOSÉ ANTONIO RAMOS SUCRE

Angel Méndez


José Antonio Ramos Sucre nació en Cumaná, Venezuela, el 9 de junio de 1890 y murió en Ginebra el 13 de julio de 1930 tras ingerir arsénico; en varias oportunidades había intentando quitarse la vida.

Su obra poética se condensa en los siguientes libros: La Torre de Timón (1925), Trizas de papel (1921), El cielo de esmalte, de carácter intimista y hermético, y Las Formas del Fuego (1929).

De Ramos Sucre se dice que tal vez sea el más admirado por las últimas generaciones poéticas de Venezuela. De haber nacido antes, Rubén Darío lo hubiese incluido entre sus "raros". Pero su rareza no se manifiesta como en muchos de los parnasianos y simbolistas franceses que seguramente leyó con devoción en algunas señaladas excentricidades, sino en un constante desarraigo, que en definitiva paga con su propia vida, cuando apenas cumplía los 40 años de edad.

En su época se urdió un silencio en torno a él. Es considerado un adelantado a su tiempo. Darle paso hubiera implicado, colateralmente, la ruina de muchos prestigios literarios a la vez que al impulso de un movimiento poético mucho más audaz y menos provinciano.

El desencanto, la vigilia y la soledad se van apoderando del poeta. Fue extranjero en su propia tierra, y por eso "resolvió esconderse para el sufrimiento".




TORRE DE TIMON

Preludio


Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras.

Entonces me habrán abandonado los recuerdos: ahora huyen y vuelven con el ritmo de infatigables olas y son lobos aullantes en la noche que cubre el desierto de nieve.

El movimiento, signo molesto de la realidad, respeta mi fantástico asilo; más yo lo habré escalado del brazo con la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor.

Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras.

Entonces me habrán abandonado los recuerdos: ahora huyen y vuelven con el ritmo de infatigables olas y son lobos aullantes en la noche que cubre el desierto de nieve.

El movimiento, signo molesto de la realidad, respeta mi fantástico asilo; más yo lo habré escalado del brazo con la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor.

La vida del maldito


Yo adolezco de una degeneración ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad. Sobre todo esta última, que sirve para destruir un mundo abandonado al mal. Imagino constantemente la sensación de padecimiento físico, de la lesión orgánica.

Conservo recuerdos pronunciados de mi infancia, rememoro la faz marchita de mis abuelos, que murieron en esta misma vivienda espaciosa, heridos por dolencias prolongadas. Reconstituyo la escena de sus exequias, que presencié asombrado e inocente.

Mi alma es desde entonces crítica y blasfema; vive en pie de guerra contra los poderes humanos y divinos, alentada por la manía de la investigación; y esta curiosidad infatigable declara el motivo de mis triunfos escolares y de mi vida atolondrada y maleante al dejar las aulas. Detesto íntimamente a mis semejantes, quienes sólo me inspiran epigramas inhumanos; y confieso que, en los días vacantes de mi juventud, mi índole destemplada y huraña me envolvía sin tregua en reyertas vehementes y despertaba las observaciones irónicas de las mujeres licenciosas que acuden a los sitios de diversión y peligro.

No me seducen los placeres mundanos y volví espontáneamente a la soledad, mucho antes del término de mi juventud, retirándome a ésta mi ciudad nativa, lejana del progreso, asentada en una comarca apática y neutral. Desde entonces no he dejado esta mansión de colgaduras y de sombras. A sus espaldas fluye un delgado río de tinta, sustraido de la luz por la espesura de árboles crecidos, en pie sobre las márgenes, azotados sin descanso por un viento furioso, nacido de los montes áridos. La calle delantera, siempre desierta, suena a veces con el paso de un carro de bueyes, que reproduce la escena de una campiña etrusca. La curiosidad me indujo a nupcias desventuradas, y casé improvisamente con una joven caracterizada por los rasgos de mi persona física, pero mejorados por una distinción original.

La trataba con un desdén superior, dedicándole el mismo aprecio que a una muñeca desmontable por piezas. Pronto me aburrí de aquel ser infantil, ocasionalmente molesto, y decidí suprimirlo para enriquecimiento de mi experiencia.

La conduje con cierto pretexto delante de una excavación abierta adrede en el patio de esta misma casa. Yo portaba una pieza de hierro y con ella le coloqué encima de la oreja un firme porrazo. La infeliz cayó de rodillas dentro de la fosa, emitiendo débiles alaridos como de boba. La cubrí de tierra, y esa tarde me senté solo a la mesa, celebrando su ausencia.

La misma noche y otras siguientes, a hora avanzada, un brusco resplandor iluminaba mi dormitorio y me ahuyentaba el sueño sin remedio. Enmagresí y me torné pálido, perdiendo sensiblemente las fuerzas. Para distraerme, contraje la costumbre de cabalgar desde mi vivienda hasta fuera de la ciudad, por las campiñas libres y llanas, y paraba el trote de la cabalgadura debajo de un mismo árbol envejecido, adecuado para una cita diabólica. Escuchaba en tal paraje murmullos dispersos y confusos, que no llegaban a voces. Viví así innumerables días hasta que, después de una crisis nerviosa que me ofuscó la razón, desperté clavado por la parálisis en esta silla rodante, bajo el cuidado de un fiel servidor que defendió los días de mi infancia.

Paso el tiempo en una meditación inquieta, cubierto, la mitad del cuerpo hasta los pies, por una felpa anchurosa. Quiero morir y busco las sugestiones lúgubres, y a mi lado arde constantemente este tenebrario, antes escondido en un desván de la casa.

En esta situación me visita, increpándome ferozmente, el espectro de mi víctima. Avanza hasta mí con las manos vengadoras en alto mientras mi continuo servidor se arrincona de miedo; pero no dejaré esta mansión sino cuando sucumba por el encono del fantasma inclemente. Yo quiero escapar de los hombres hasta después de muerto y tengo ordenado que este edificio desaparezca, al día siguiente de finar mi vida y junto con mi cadáver, en medio de un torbellino de llamas.