Su obra poética se condensa en los siguientes libros: La Torre de Timón (1925), Trizas
de papel (1921), El cielo de esmalte, de carácter intimista y hermético, y Las Formas del Fuego (1929).
De Ramos Sucre se dice que tal vez sea el más admirado por las últimas
generaciones poéticas de Venezuela. De haber nacido antes, Rubén Darío
lo hubiese incluido entre sus "raros". Pero su rareza no se manifiesta
como en muchos de los parnasianos y simbolistas franceses que
seguramente leyó con devoción en algunas señaladas excentricidades,
sino en un constante desarraigo, que en definitiva paga con su propia
vida, cuando apenas cumplía los 40 años de edad.
En su época se urdió un silencio en torno a él. Es considerado un adelantado a su
tiempo. Darle paso hubiera implicado, colateralmente, la ruina de muchos
prestigios literarios a la vez que al impulso de un movimiento poético
mucho más audaz y menos provinciano.
El desencanto, la vigilia y la soledad se van apoderando del poeta. Fue extranjero en su propia tierra,
y por eso "resolvió esconderse para el sufrimiento".
Entonces me habrán abandonado los recuerdos:
ahora huyen y vuelven con el ritmo de infatigables olas y son lobos
aullantes en la noche que cubre el desierto de nieve.
El movimiento, signo molesto de la realidad,
respeta mi fantástico asilo; más yo lo habré escalado del brazo con
la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de
la luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente
y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor.
Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige,
impertinente amada que me cuenta amarguras.
Entonces me habrán abandonado los recuerdos:
ahora huyen y vuelven con el ritmo de infatigables olas y son lobos
aullantes en la noche que cubre el desierto de nieve.
El movimiento, signo molesto de la realidad,
respeta mi fantástico asilo; más yo lo habré escalado del brazo con
la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de
la luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente
y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor.
Conservo recuerdos pronunciados de mi infancia,
rememoro la faz marchita de mis abuelos, que murieron en esta misma vivienda
espaciosa, heridos por dolencias prolongadas. Reconstituyo la escena de sus
exequias, que presencié asombrado e inocente.
Mi alma es desde entonces crítica y blasfema;
vive en pie de guerra contra los poderes humanos y divinos, alentada por la
manía de la investigación; y esta curiosidad infatigable declara el motivo
de mis triunfos escolares y de mi vida atolondrada y maleante al dejar las
aulas. Detesto íntimamente a mis semejantes, quienes sólo me inspiran
epigramas inhumanos; y confieso que, en los días vacantes de mi
juventud, mi índole destemplada y huraña me envolvía sin tregua en
reyertas vehementes y despertaba las observaciones irónicas de las
mujeres licenciosas que acuden a los sitios de diversión y peligro.
No me seducen los placeres mundanos y volví
espontáneamente a la soledad, mucho antes del término de mi juventud,
retirándome a ésta mi ciudad nativa, lejana del progreso, asentada en una
comarca apática y neutral. Desde entonces no he dejado esta mansión de
colgaduras y de sombras. A sus espaldas fluye un delgado río de tinta,
sustraido de la luz por la espesura de árboles crecidos, en pie sobre
las márgenes, azotados sin descanso por un viento furioso, nacido de los
montes áridos. La calle delantera, siempre desierta, suena a veces con
el paso de un carro de bueyes, que reproduce la escena de una campiña
etrusca. La curiosidad me indujo a nupcias desventuradas, y casé
improvisamente con una joven caracterizada por los rasgos de mi persona
física, pero mejorados por una distinción original.
La trataba con un desdén superior,
dedicándole el mismo aprecio que a una muñeca desmontable por piezas. Pronto
me aburrí de aquel ser infantil, ocasionalmente molesto, y decidí
suprimirlo para enriquecimiento de mi experiencia.
La conduje con cierto pretexto delante de
una excavación abierta adrede en el patio de esta misma casa. Yo portaba
una pieza de hierro y con ella le coloqué encima de la oreja un firme
porrazo. La infeliz cayó de rodillas dentro de la fosa, emitiendo débiles
alaridos como de boba. La cubrí de tierra, y esa tarde me senté solo a
la mesa, celebrando su ausencia.
La misma noche y otras siguientes, a hora
avanzada, un brusco resplandor iluminaba mi dormitorio y me ahuyentaba
el sueño sin remedio. Enmagresí y me torné pálido, perdiendo sensiblemente
las fuerzas. Para distraerme, contraje la costumbre de cabalgar desde mi
vivienda hasta fuera de la ciudad, por las campiñas libres y llanas, y
paraba el trote de la cabalgadura debajo de un mismo árbol envejecido,
adecuado para una cita diabólica. Escuchaba en tal paraje murmullos dispersos
y confusos, que no llegaban a voces. Viví así innumerables días hasta que,
después de una crisis nerviosa que me ofuscó la razón, desperté clavado
por la parálisis en esta silla rodante, bajo el cuidado de un fiel servidor
que defendió los días de mi infancia.
Paso el tiempo en una meditación inquieta,
cubierto, la mitad del cuerpo hasta los pies, por una felpa anchurosa.
Quiero morir y busco las sugestiones lúgubres, y a mi lado arde constantemente
este tenebrario, antes escondido en un desván de la casa.
En esta situación me visita, increpándome
ferozmente, el espectro de mi víctima. Avanza hasta mí con las manos
vengadoras en alto mientras mi continuo servidor se arrincona de miedo;
pero no dejaré esta mansión sino cuando sucumba por el encono del fantasma
inclemente. Yo quiero escapar de los hombres hasta después de muerto y tengo
ordenado que este edificio desaparezca, al día siguiente de finar mi vida
y junto con mi cadáver, en medio de un torbellino de llamas.
|