LAS PARRANDAS DE DON FERNANDO
Por eso, y como gaje postrero de adhesión a los que fueron mis camaradas de
la vieja guardia, he prometido no guardar fe de pactos con los corifeos de
la escoba. Y he de empezar el cumplimiento de semejante promesa con
denuncios concretos.
Por regla general, las señoras creen que a sus maridos los corrompen los
amigos; es raro el caso de la que conviene en que su marido puede corromper
a los demás. Por eso, cuando los maridos salen parranderos, las esposas
comienzan por odiar a los amigos.
Pero, también por regla general, siempre hay un amigo del marido que le
inspira a la esposa un respeto especial. Cuestión de fisonomía o de fama,
lo cierto es que siempre hay alguien de quien se guarda respetuoso
concepto, hasta el punto de que la señora desearía siempre que el marido
prefiriera reunirse con él. Y por regla general, como he venido diciendo,
ese tipo que de tan alto concepto goza, resulta ser un sinvergüenza.
Bien recuerdo los días de mi vida de San Fernando de Apure; y ese recuerdo
me trae a la memoria un caso que pudiera ser ejemplo de cuanto he dicho. En
el grupo de los casados jóvenes estaba Cesar Rizo. Su gentil y honorable
esposa desconfiaba de todos los amigos de Cesar y procuraba evitar que el
virtuoso cónyuge se reuniera con ellos, porque no fuera a corromperse. Pero
la señora de Rizo guardaba un alto concepto por mi gran amigo Tulio Vásquez
Calzadilla. El aspecto severo de Tulio, sus anteojos de gruesos cristales,
su empaque y su vestir, siempre impecable, le sugerían a voces la
convicción de que Tulio era un hombre serio. Y cada vez que Cesar la
llamaba para decirle que se quedaría a almorzar con Tulio, la señora
respiraba tranquila, convencida de que Cesar estaba en buenas manos.
Un buen día de aquellos días amables, bailábamos en la hospitalaria casa de
don Félix Fernández; Cesar y Tulio andaban, no se sabe por dónde, desde
tempranas horas, y su esposa cuando le preguntábamos por el marido,
respondía tranquila:
Y al hilo de las seis de la tarde se presentaron Tulio y Cesar. Algo en la
voz o en el andar del marido hizo vacilar un poco la generosa fe de la
señora en la intachable autoridad de Tulio. Y un poco tímidamente
interrogó:
- César, mi amor, ¿dónde estabas?
Y entonces, Tulio, realmente ofendido, al ver que se ponía en tela de
juicio su reputación tutelar, se dirigió severamente a Cesar y le dijo:
¿Por qué ha de venir a cuento esta sabrosa anécdota de dos viejos honestos
amigos? Pues viene a cuento, a propósito de la triunfal permanencia en
Caracas de mi insigne amigo don Fernando de los Ríos. Casos y cosas de su
presencia en Venezuela me han traído el recuerdo del salado episodio. Pero
bueno es hacer constar que el caso de don Fernando no es exactamente igual;
en otras palabras, don Fernando juega en las nuevas ocurrencias un papel
contrario al que jugara Tulio en la ocurrencia vieja. Del texto de un
ejemplo se estimará mejor ese papel.
Desde que don Fernando dejó oír su voz noble, se apoderó de los espíritus.
Respira austeridad y grandeza la palabra del orador soberano. Y no fueron
los maridos los últimos en enterarse ni los últimos en valerse de tan
preclara ocasión. De manera que en estos días han menudeado las llamadas
telefónicas domésticas, formuladas desde el club a la hora del almuerzo o
de comida:
- Mi amor, no voy a almorzar. Estoy con don Fernando...
Y las señoras encantadas confían en la buena suerte del marido que está con
don Fernando.
Pero viene a ocurrir que esos maridos han ido presentándose a sus casas
después de esos almuerzos o comidas, a las cinco de la mañana, con los
zapatos en la mano y en el clásico andar de atajar pollos. Y lentamente,
como río que crece, la reacción de las casadas ha ido tomando cuerpo en
confidencias mutuas:
- ¡No, hija, mi marido está perdido! Tiene tres días comiendo con don
Fernando y presentándose aquí en el último estado...
Y la sentencia final ha llegado, en la voz de una hermosa apasionada:
Pero hace pocos días, un marido de zapatos en mano y plenitud alcohólica
llegó a su casa en el momento de llegar los periódicos matinales. Su joven
costilla tenía precisamente en las manos un diario en el que leía la
noticia de que don Fernando estaba en Maracaibo. Al llegar el marido le
preguntó:
El marido entre dos luces, intrigado por la insistencia con que la señora
le señalaba la noticia periodística, la leyó meditó un rato y respondió
resueltamente:
Y ya se explican ustedes cómo don Fernando de los Ríos, que no prueba el
licor y apenas nos acepta una modesta Cocacola, ha servido desde Maracaibo,
para que los inocentes casados caraqueños asocien a don Fernando con la
historia de San Fernando.
Blanco, Andrés Eloy. "Humorismo 2". Pórtico: Jesús Rosas Marcano/Aníbal
Nazoa. Ediciones Centauro 76. Caracas, 1976.
Durante mi corta vida de soltero, conservé una inquebrantable lealtad hacia
mis compañeros de estado civil; jamás traicioné a los célibes y acaso esa
lealtad personalista fue una de las circunstancias que me obligaron a
casarme. Pero no estoy dispuesto a conservar para mis nuevos colegas los
casados la misma libertad acrisolada que mantuve para los solteros. Soy
nuevo en este oficio y guardo, como prenda de noble remembranza, los
últimos jirones del pabellón celibatario que acabo de traicionar.
- Está con Tulio.
- Estaba conmigo, señora -repuso Tulio, cual si fuera criminal toda duda.
- No, claro está, pero... dime, Cesar, ¿a qué no dices un tigre, dos
tigres, tres tigres?
- César ¡No diga ningún tigre!
- Magnífico, mi vida. ¡Qué buen rato vas a pasar!
- Mira, nena, no me esperes a comer. Comeré con don Fernando...
- Ay, qué suerte, mi negro. ¡Aprovecha para que te hable bastante!
- ¿Así es la cosa?. Pues el mío también. Se la pasa comiendo con don
Fernando...
- ¡Cuándo se irá ese don Fernando! ¡Hipócrita! ¡Ese hombre va a acabar con
los hogares de Caracas! ¡Se la pasa emborrachándonos a los maridos! ¿Hasta
cuándo durarán las parrandas de don Fernando!
- ¿Dónde estabas?
- Pues, estaba por Maracaibo...