ANUNCIO DE LA MUERTE DE TAI-PE
Quiero recordarles la historia de Tai; una historia sin guerras, como la de
los pueblos buenos. Vivió diez años, que es bastante para un perro y para
un niño; por eso los niños y los perros son tan buenos amigos. Nació en el
día de los inocentes y parece que a cada cumpleaños se le doblaba la
inocencia. Fue pacífico y débil como un niño chino.
Recordemos que fui yo quien le puso el nombre. Le puse un nombre casi
divino; lo llamé Li-Tai-Pé, que así se llamó el más grande poeta lírico de
China. Pero resultaba más breve llamarle Tai. Y así le llamábamos. Pero él
era Li-Tai-Pé, de bautizo.
Y vino a suceder que, al bautizarle, en vista de su fiero semblante, acudí
al nombre del poeta. Porque Li-Tai-Pé no fue manso; fue un raro caso en la
historia de su pueblo. Al contrario de la índole china, el poeta era
pendenciero y disipado. Amaba el licor y la vida sin rumbo. En varias
ocasiones fue perseguido y hasta condenado a muerte o a ostracismo.
Escribió, además de sus maravillosas elegías, cantos de guerra y de
embriaguez.
Nuestro Tai era más chino que el poeta, en el sentido de la filosofía. Más
bien se asimilaba a Lao-Tse, por su odio a la guerra, su desdén al
mordisco, su aprensión al ladrido. Claro está que resultaba más Lao-Tse que
Confucio, porque este era claro en la expresión y Tai usaba un lenguaje de
símbolos, de un idioma de gestos, algo abstracto a veces, pero de fácil
traducción sensitiva.
Su conducta era china. China, de la milenaria conducta humanísima. Venía de
perros próceres, que habían dormido en muelles palanquines, al vaivén de
braceros transparentes y descalzos; sus abuelos bebieron el agua en
ilustres porcelanas y el arroz en cuencos de oro y reposaron sobre pies de
arroz. Y tenía como cierto orgullo de su tolerancia. Como el pueblo chino,
fue pacifista y si alguna vez luchó, lo hizo a la defensiva. En su vida
mordió a nadie, en su vida asustó a nadie. Todos temíamos que muriera bajo
las ruedas de un automóvil y en varias ocasiones escapó de ellas por
milagro. Y murió con dignidad de cardíaco. Murió del corazón. Los
automóviles no llegaron a matarle, pero él murió de un largo susto
ciudadano.
Recordemos también su gran amor por nuestra casa, su gran amor por nuestra
gente; y sobre todo, su gran amor por mí. Me presentía cuando todavía me
faltaban muchos metros para llegar a la casa. Y a cada nueva entrada, se
ponía en dos patas y me rascaba las rodillas con sus manos,
vertiginosamente. Y a la hora de pasearle, adivinaba en mis movimientos la
intención de llevarlo conmigo; y entonces hacía la estampa de un pequeño
león, todo fiero y estremecido de gozo. Y cuando yo estaba ausente, a la
puerta de mi cuarto se echaba a esperarme con esperar de chino antiguo. Ha
sido el primer ser que me ha querido como a un padre.
Varios días estuvo agonizando; lejos del comedor y de los cuartos, lejos de
"acá dentro"; varios días, "allá fuera", junto al garaje, acezando,
temblando, deshecho el corazón. Y esta mañana sentimos que arañaba la
puerta que separa "allá fuera" de "acá dentro". Abrimos y le encontramos
moribundo. Se había arrastrado, porque quería morir junto a nosotros. Murió
al minuto escaso de su último golpe en nuestra puerta.
Tai era fiel como un buen hombre. Era leal y manso y tenía el valor de la
bondad. Qué valiente es el ser que llega a la muerte sin haber mordido a
nadie, sin haber ladrado a nadie! ¡Qué buenos, perro y hombre, sin
mordedura ni ladrido!
Recordemos ahora cómo un día se lo llevaron los empleados porque no tenía
collar; y le metieron en la Perrera Municipal. Allí fui a buscarle. Y él,
el noble Tai, de abuelos mandarines, estaba con los perros de la calle, sin
morder y sin ladrar, hasta que ellos le cobraron respeto. Porque los perros
de la calle lo conocieron al tratarle. Supieron que era un perrito chino,
con los dientes en paz y el corazón en lucha.
Yo hubiera querido ponerle un collar después de muerto; un collar que
llevara estas palabras del celeste filósofo "Leal consigo mismo y bueno con
los demás". Pero también hubiera agregado: Este era un perro para jugar con
los perros, con los niños y con los pájaros.
Nuestro buen Tai se va detrás de nuestros muertos, moviendo su gran cola. Y
yo escribo esta carta para anunciar su muerte. Muchas gentes dirán que es
un abuso y una trivialidad ocupar las columnas de un periódico serio, que
habla de la política y de la economía, para anunciar la muerte de un
pequeño perro chino. Pero a esas gentes, yo les contestaría: Y todos los
periódicos del mundo ¿no ocupan sus columnas para anunciar todos los días
la muerte de los japoneses?
Y Tai era mejor, mucho mejor que un hombre japonés. Acaso era mejor que un
niño japonés. Llego hasta creer que era mejor que un perro japonés. Era tan
bueno como uno de esos niños asesinados por los japoneses.
Y si hay muertos que viajan y si hay cielos de niños, habrá cielos con
perros; o los cielos de niños no son cielos o han de tenerles perros a los
niños. Y así en los cielos chinos irá Tai a jugar con los niños asesinados
por los japoneses. Y rascará sus rodillas y se echará en las puertas de los
que estén dormidos. Y echado allí, sus dientes que no mordieron nunca a
nadie, roerán alguna vez los huesos de los ángeles que se coman a los
niños.
7-3-45
Blanco, Andrés Eloy. Obras Completas. Tomo II - Vol. IV - Periodismo.
Ediciones del Congreso de la República. Caracas, Venezuela, 1973.
Mis queridas Lola y Totoña: Hoy seis de marzo, día de San Marciano, ha
muerto nuestro perrito pekines. Ha muerto bajo el signo de Marte -en su mes
y en el día de su encendido patronato-. Marzo marciano en todo el mundo
acribillado, se llevó al noble Tai, nieto de chinos, como se está llevando
a tantos otros niños de la tierra celeste.