EL PERIODISTA

Yosmar Lorena Pineda Monroy

ANUNCIO DE LA MUERTE DE TAI-PE

Mis queridas Lola y Totoña: Hoy seis de marzo, día de San Marciano, ha muerto nuestro perrito pekines. Ha muerto bajo el signo de Marte -en su mes y en el día de su encendido patronato-. Marzo marciano en todo el mundo acribillado, se llevó al noble Tai, nieto de chinos, como se está llevando a tantos otros niños de la tierra celeste.

Quiero recordarles la historia de Tai; una historia sin guerras, como la de los pueblos buenos. Vivió diez años, que es bastante para un perro y para un niño; por eso los niños y los perros son tan buenos amigos. Nació en el día de los inocentes y parece que a cada cumpleaños se le doblaba la inocencia. Fue pacífico y débil como un niño chino.

Recordemos que fui yo quien le puso el nombre. Le puse un nombre casi divino; lo llamé Li-Tai-Pé, que así se llamó el más grande poeta lírico de China. Pero resultaba más breve llamarle Tai. Y así le llamábamos. Pero él era Li-Tai-Pé, de bautizo.

Y vino a suceder que, al bautizarle, en vista de su fiero semblante, acudí al nombre del poeta. Porque Li-Tai-Pé no fue manso; fue un raro caso en la historia de su pueblo. Al contrario de la índole china, el poeta era pendenciero y disipado. Amaba el licor y la vida sin rumbo. En varias ocasiones fue perseguido y hasta condenado a muerte o a ostracismo. Escribió, además de sus maravillosas elegías, cantos de guerra y de embriaguez.

Nuestro Tai era más chino que el poeta, en el sentido de la filosofía. Más bien se asimilaba a Lao-Tse, por su odio a la guerra, su desdén al mordisco, su aprensión al ladrido. Claro está que resultaba más Lao-Tse que Confucio, porque este era claro en la expresión y Tai usaba un lenguaje de símbolos, de un idioma de gestos, algo abstracto a veces, pero de fácil traducción sensitiva.

Su conducta era china. China, de la milenaria conducta humanísima. Venía de perros próceres, que habían dormido en muelles palanquines, al vaivén de braceros transparentes y descalzos; sus abuelos bebieron el agua en ilustres porcelanas y el arroz en cuencos de oro y reposaron sobre pies de arroz. Y tenía como cierto orgullo de su tolerancia. Como el pueblo chino, fue pacifista y si alguna vez luchó, lo hizo a la defensiva. En su vida mordió a nadie, en su vida asustó a nadie. Todos temíamos que muriera bajo las ruedas de un automóvil y en varias ocasiones escapó de ellas por milagro. Y murió con dignidad de cardíaco. Murió del corazón. Los automóviles no llegaron a matarle, pero él murió de un largo susto ciudadano.

Recordemos también su gran amor por nuestra casa, su gran amor por nuestra gente; y sobre todo, su gran amor por mí. Me presentía cuando todavía me faltaban muchos metros para llegar a la casa. Y a cada nueva entrada, se ponía en dos patas y me rascaba las rodillas con sus manos, vertiginosamente. Y a la hora de pasearle, adivinaba en mis movimientos la intención de llevarlo conmigo; y entonces hacía la estampa de un pequeño león, todo fiero y estremecido de gozo. Y cuando yo estaba ausente, a la puerta de mi cuarto se echaba a esperarme con esperar de chino antiguo. Ha sido el primer ser que me ha querido como a un padre.

Varios días estuvo agonizando; lejos del comedor y de los cuartos, lejos de "acá dentro"; varios días, "allá fuera", junto al garaje, acezando, temblando, deshecho el corazón. Y esta mañana sentimos que arañaba la puerta que separa "allá fuera" de "acá dentro". Abrimos y le encontramos moribundo. Se había arrastrado, porque quería morir junto a nosotros. Murió al minuto escaso de su último golpe en nuestra puerta.

Tai era fiel como un buen hombre. Era leal y manso y tenía el valor de la bondad. Qué valiente es el ser que llega a la muerte sin haber mordido a nadie, sin haber ladrado a nadie! ¡Qué buenos, perro y hombre, sin mordedura ni ladrido!

Recordemos ahora cómo un día se lo llevaron los empleados porque no tenía collar; y le metieron en la Perrera Municipal. Allí fui a buscarle. Y él, el noble Tai, de abuelos mandarines, estaba con los perros de la calle, sin morder y sin ladrar, hasta que ellos le cobraron respeto. Porque los perros de la calle lo conocieron al tratarle. Supieron que era un perrito chino, con los dientes en paz y el corazón en lucha.

Yo hubiera querido ponerle un collar después de muerto; un collar que llevara estas palabras del celeste filósofo "Leal consigo mismo y bueno con los demás". Pero también hubiera agregado: Este era un perro para jugar con los perros, con los niños y con los pájaros.

Nuestro buen Tai se va detrás de nuestros muertos, moviendo su gran cola. Y yo escribo esta carta para anunciar su muerte. Muchas gentes dirán que es un abuso y una trivialidad ocupar las columnas de un periódico serio, que habla de la política y de la economía, para anunciar la muerte de un pequeño perro chino. Pero a esas gentes, yo les contestaría: Y todos los periódicos del mundo ¿no ocupan sus columnas para anunciar todos los días la muerte de los japoneses?

Y Tai era mejor, mucho mejor que un hombre japonés. Acaso era mejor que un niño japonés. Llego hasta creer que era mejor que un perro japonés. Era tan bueno como uno de esos niños asesinados por los japoneses.

Y si hay muertos que viajan y si hay cielos de niños, habrá cielos con perros; o los cielos de niños no son cielos o han de tenerles perros a los niños. Y así en los cielos chinos irá Tai a jugar con los niños asesinados por los japoneses. Y rascará sus rodillas y se echará en las puertas de los que estén dormidos. Y echado allí, sus dientes que no mordieron nunca a nadie, roerán alguna vez los huesos de los ángeles que se coman a los niños.

7-3-45

Blanco, Andrés Eloy. Obras Completas. Tomo II - Vol. IV - Periodismo. Ediciones del Congreso de la República. Caracas, Venezuela, 1973.


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