VERSIONES 13


Año del buey - Abril/Mayo de 1997


Diego Martínez Lora:
Yo, también

Lo que le apetecía a Manfredo era comer un buen sándwich de pollo. Caminaba como un zombi por la calle pensando en morder el pan de yema tostado y sentir la sabrosa mezcla de pollo en hilachas, mayonesa, apio en cuadraditos y pimienta molida que entraba lentamente en su boca. En el reloj de la torre de la iglesia daban las dos de la mañana y cinco minutos. Qué felicidad para Manfredo que todavía estuvieran abiertas tantas sandwicherías al paso. El hambre y la sed le crecían en cada metro que se acercaba al lugar que le gustaba y acostumbraba ir. Había hecho el amor con su amiga Caty con mucha satisfacción y ni bien terminara de exprimir todo su placer, lo primero que se le había venido a la cabeza había sido ese sándwich de pollo que ya estaba a pocos minutos de pedir. En los últimos cincuenta metros que le faltaban para llegar a la sandwichería se dio cuenta de que alguien lo venía siguiendo. Se detuvo para amarrarse los pasadores de sus zapatos. Miró discretamente hacia atrás y era un hombre alto y barbudo que se le aproximaba cada vez más.
- De nuevo, caramba, se dijo Manfredo.
Se levantó y aceleró el paso. Todo el hambre se le fue de pronto. LLegó a la sandwichería y no se detuvo, continuó hasta doblar la esquina y comenzó a correr como en sus buenos tiempos de cien metros planos en la escuela. Corrió desesperadamente hasta la casa de su amiga Caty. Tenía la llave y entró sin hacer mucho ruido. Se dirigió al dormitorio. Caty seguía durmiendo profundamente, tal como la había dejado antes de salir. Manfredo se sentó en el sofá de la sala y se estiró. Se levantó a beber agua, casi medio litro para compensar su esfuerzo. Se secó los labios. Tomó un pan duro que yacía despreciado en una vieja panera de paja apolillada y lo masticó tranquilo con un poco de mantequilla. Se volvió a sentar en el sofá.

Por qué diablos se le había ocurrido a ese tipo raro perseguirlo? Por qué en el preciso momento en que con tantas ganas había deseado comer un sándwich de pollo para vencer su brutal hambre y reparar todas las fuerzas que se le habían ido haciendo el amor con su insistente amiga. Ella le había pedido para quedarse toda la noche y él le había dicho que tenía que regresar a su casa, que simplemente tenía que hacer. Manfredo se había despedido de Caty con un beso frío y un abrazo no muy convincente, pero con un deseo obsesivo de respirar aire de la calle, caminar libre por la madrugada y comer ese sándwich, casi mítico, de pollo. No quiso quedarse y pasar toda la noche con Caty. Sentía que perdía su libertad. Más le gustaba la idea de poder corretear por la ciudad como un perro callejero, regresar a su propia casa y poder dormir todo lo que necesitaba. Tenía que mentirle un poco a su amiga. Ella no lo hubiera podido entender. Que cómo la cambiaba por un miserable sándwich comido solitariamente, que él era un tipo muy egoísta, una persona que no había aprendido a querer a nadie.

Manfredo estaba muy incómodo en el sofá. Se levantó y se acercó otra vez al dormitorio. Caty dormía en el lado izquierdo de la cama como dejando un espacio reservado. A él le provocó echarse junto a ella y abrazarla, pero no quer’a comprometerse y complicarse la vida. Sabía que si se quedaba a dormir iría a pasar todo el día siguiente con ella, y quería hacer otras cosas. Salió del cuarto y se volvió a sentar en el sofá. Un zancudo lo molestaba de vez en cuando. Desde una ventana miraba el reloj de la iglesia. Eran las tres y media de la mañana. Manfredo sabía que ese tipo que lo había estado persiguiendo era un marica, que ya otra noche se le había acercado en un carro invitándolo a dar una vuelta. Él lo había rechazado gritándole con toda su furia:
- Hijo de puta anda a convidar a tu madre.
Y se había corrido del marica perdiéndose entre las calles. Por qué, carajo, a él le ocurrían esas cosas? Ya otros amigos le habían contado experiencias similares y cada uno había reaccionado de manera diferente. Uno se había trompeado con el marica. Otro se lo había trabajado con la razón. Manfredo estaba en desventaja, el marica que lo perseguía era más grande y más fuerte que él. Manfredo recordaba todo lo que había corrido para que el marica no lo alcanzara y no se diera cuenta en qué edificio se había metido. Sabía que en la madrugada la calle estaba llena de personajes raros y peligrosos. Prefería correr ese riesgo, que quedarse a dormir con su amiga Caty, porque sentía que todavía no estaba preparado para convivir con nadie ni menos para casarse. Manfredo se tocó el cuello con las dos manos, le estaba empezando a doler la cabeza por la mala posición en que estaba sentado. Se sentó mejor y se dijo:
_ Caramba, no he avisado a nadie que no voy a ir a dormir a casa. Se van a preocupar...
El zancudo se le acercó a la oreja derecha. Lo atrapó rápidamente y sintió que entre sus dedos el bicho se deshacía. Estaba muy cansado ya. Las piernas le temblaban. Sacudió su cabeza. Se levantó para ver el reloj. Eran las cuatro de la mañana. Tenía tantas ganas de ir a su casa y dormir plácidamente en su propia cama. Pero como no le gustaba la idea de tener que correr otra vez de su obsecado perseguidor, se quitó toda la ropa en la sala, fue al dormitorio totalmente desnudo y se metió en la cama. Caty abriendo los ojos semidormida le dijo:
- Yo sabía que hoy te ibas a quedar conmigo. Te amo tanto.
Manfredo la abrazó fuerte y le susurró al oído:
- Yo también. V


(*)Diego Martínez Lora, pintor y escritor peruano. Vive en Vila Nova de Gaia. Este cuento forma parte del libro inédito: Entredientes.


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