En efecto, el poeta, en pocos días, había llegado a concluir las hoy justamente famosas Elegías de Duino junto con sus espléndidos Sonetos a Orfeo, hecho que a todas luces es una de las más esforzadas pero también gratificantes empresas poéticas de las que haya sido testigo el siglo, y que tiene en ambas obras, sobre todo en la primera, una de las cumbres de la poesía contemporánea, así como también lo son sus coetáneas The Waste Land, de Eliot, y Trilce, de Vallejo, con quien el Rilke de las Elegías tiene múltiples consonancias.
Pero si bien éstas fueron finiquitadas en el lapso de un par de semanas, su gesta, en cambio, se remonta a diez años años antes cuando, de visita al castillo de Duino (en Nebrasina, a la sazón territorio austríaco bañado por el Adriático), Rilke compone, además del poema «Vida de María», las dos primeras así como parte de la tercera, sexta, novena y décima elegías, en una época en que el poeta se hallaba en plena crisis, personal y artística, y consideraba frente a Lou Andreas-Salomé, discípula de Freud, la posibilidad de someterse a un tratamiento sicoanalítico. Es entonces cuando, durante un paseo a lo largo de los arrecifes que a su paso le abrían sus fauces al fondo de un impresionante abismo, este verso irrumpe de pronto en su mente: «¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros celestiales?», palabras éstas que anotara enseguida con la convicción absoluta de que serían el comienzo de algo en verdad decisivo para su escritura y también para su vida.
Y esta temprana intuición fue cierta, aun cuando el poeta no sospechó en un principio que la gran tarea que debía acometer le demandaría grandes penurias a todo nivel y, sobre todo, hacerse de una paciencia y un tesón a toda prueba, aguardando el momento y el lugar oportunos para el nacimiento de ese gran poema visionario que en su conjunto lo conforman las Elegías. Así, pues, éstas no fueron concluidas hasta mucho después de la Primera Guerra. Por esa época Rilke sufría de una gran depresión y apenas si logró escribir unas cuantas composiciones, si se exceptúa la cuarta elegía que fue redactada en Munich en 1915. Tuvo que llegar 1922 para que la espera diera sus frutos, y con creces, en congruencia con lo que él desde siempre había proclamado, en el sentido de que los buenos resultados solo llegan para los que tienen paciencia y viven despreocupados y tranquilos como si ante ellos se extendiera la eternidad. «Lo aprendo diariamente -le decía a un joven poeta-, lo aprendo en medio de dolores a los cuales estoy agradecido. Paciencia lo es todo» .
Atrás queda la obra de un artista en cuya primera etapa se verifica una vena meliflua, preciosista y de corte sentimental, con una escritura fluida basada en el uso abundante de encabalgamientos, y con los temas y las posturas estéticas propios del romanticismo finisecular. El hímnico Libro de las horas (1905) es representativo de este período. Sus Nuevos poemas (1907-1908, dos volúmenes) llevan la impronta de su amistad con el escultor francés Auguste Rodin, de quien trató de aprender a conquistar su propia subjetividad de modo que pudiera, mediante el trabajo, crear de manera continua, sin depender de la inspiración. A propósito de esto, en una de sus primeras cartas al autor de La puerta del infierno, un devoto y admirador Rilke le confiesa: «No fue solo para escribir un estudio que vine hacia usted. Llegué para preguntarle: '¿Cómo se debe vivir?' Y usted respondió: 'Trabajando'. Lo comprendo. Bien comprendo que trabajar es vivir sin morir» . Es por esos años cuando acuña el término «Poema-cosa» (Ding-Gedicht), en asociación con Nuevos poemas, compuesto de textos meticulosamente elaborados y en los que el artista intenta recrear la esencia de los objetos externos. Todo esto mientras que en la novela protoexistencialista Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), el personaje principal, un pobre poeta danés -inspirado en las figuras de J. P. Jacobsen y del noruego Sigbjörn Obstfelder- trata en vano de transformar su desdicha en beatitud.
De otro lado, el anhelo de trascendencia se constituirá en uno de los temas fundamentales de las Elegías de Duino, libro con el cual Rilke considera inaugurada su «obra del corazón» (Herzwerk), superando la fase de Nuevos Poemas o bien lo que él llamaba «obra de los ojos» (Werk des Gesichts), etapa ésta en estrecha relación con las artes figurativas. Mediante las Elegías y los Sonetos a Orfeo (ambos títulos aparecidos en 1923), el poeta logra plasmar, con la mayor intensidad posible, su particular visión del mundo en la que, luego de expresar el sentimiento trágico causado por la brevedad de la existencia, se llega a una percepción casi mística de la unidad de la vida y la muerte, proclamando esta monista Weltanschauung mediante el empleo de audaces y expresivas metáforas mitopoéticas.
Huelga decir que el mismo Rilke estaba consciente de la trascendencia de esta demorada obra mucho tiempo antes de haberla llevado a término, pues desde siempre tuvo la certeza de que en su interior se iba incubando el germen de algo que, si bien suyo, parecía completamente diferente a lo que él era y a lo que hasta entonces había hecho. Llevarlo a cabo, contra todo obstáculo, luchando en especial contra su propio ser retorciéndose dividido por la angustia y el dolor, ésa era su misión. El 26 de junio de 1914, desde París, cuando apenas si había logrado pergeñar las tres primeras elegías, le escribe a Lou Andreas-Salomé: «(...) me crispo en una espera incesante que agota mi vista, que extenúa mi cuerpo. (...) Yo me entrego a esta espera, pero no lo hace así mi alma, (...), y por eso mi cuerpo se contorsiona en esta árida solicitud. (...) (Mi alma) es el metal de la campana y Dios la mantiene incandescente y prepara la hora potente de la fundición» . Años más tarde, un mes después de haber concluido las Elegías (Muzot, 17 de marzo de 1922), más sereno, satisfecho y con justificada inmodestia, se dirige a la Condesa de Sizzo en los siguientes términos:
Y dicha amarga fatalidad habría sido también la de todo aquel que considere la poesía algo más que un artículo suntuario, de fácil consumo y de corta duración, y es en tal sentido que las Elegías no son para todo el mundo. Nuestra necesidad de una poesía de corte metafísico se ve muchas veces mitigada, en especial cuando no se trata de una que sea «bella», como se entendería normalmente, o que se ocupe de temas de actualidad tal como acaso muchos lectores quisieran. Se podría reaccionar frente a la obra máxima de Rilke como lo hiciese Ricarda Huch ante el fiel editor Kippenberg, cuando le dijo que el libro le parecía tan incomprensible como bohemio (de Bohemia, en cuya capital, Praga, nació el poeta), y que todo su ser se le erizaba si se veía obligada a meditar acerca de su significado profundo. Y, no obstante, este volumen tan breve que solo contiene 853 versos goza de tal prestigio que aún hoy, a más de siete décadas de su nacimiento, sigue concitando la atención de nuevos lectores y generando nuevas interpretaciones. Como señala Wolfgang Leppmann, algunos quedan fascinados por su intento de otorgarle una razón de ser a la existencia humana en un tiempo por demás secularizado y en el cual ya no se cree en un más allá . (Por cierto, Rilke no da ninguna respuesta directa al respecto, aunque hay que destacar lo extraordinario de sus cuestionamientos e inquietudes que tocan a diferentes áreas del saber: artes plásticas, sicoanálisis, antropología, historia de la literatura, angelología, técnica, mitología...). Otros se sienten deslumbrados por la amplitud del panorama que el poeta despliega ante sus ojos. No solo el que tiene que ver con el espacio cósmico interior (Weltinnenraum), sino también con el espacio histórico que va desde el Tobías del Antiguo Testamento hasta nuestros días de burgueses entrando a su casa por la cocina, y esto Rilke lo realiza unas veces usando su propia voz y otras desde la perspectiva del prójimo.
¿Pero cuál es el tema o temas de las Elegías, en el supuesto caso de que se pueda hablar de temas en una obra tan sui generis como la que nos ocupa? Difícil, muy difícil aventurar una lectura en ese sentido sin ir en detrimento de la extraordinaria ambigüedad tan cargada de significación que ellas albergan, y, sin embargo, acaso sea preciso hacerlo, si no intentando (en vano) aprehender su centro -que en realidad son varios-, al menos mediante sucesivas aproximaciones que traten de captar lo que en un momento dado ellas nos permitan vislumbrar. Porque si bien la poesía en general se convalida en la medida que se dirige a nuestra emotividad, se hace todavía más crucial y decisiva si, como las Elegías, logran también conmocionar nuestro intelecto necesitado siempre de algún tipo de exégesis.
No obstante lo dicho, y porque la falta de espacio así lo dictamina, optamos por remitir a la bibliografía adjunta a fin de que se encuentre algunas luces con su repaso, no sin antes tratar de reproducir, a grandes rasgos y por nuestra propia cuenta y riesgo, el ritmo interior que las anima en la disposición como ahora las conocemos, y con ello esbozar, a la postre, nuestra propia lectura.
(I) El texto se inicia con el poeta de cara a un mundo salvaje e incomprensible (de ángeles, de animales, de hombres) que lo cuestionan y lo apelan. En lugar de gritar, decide escuchar con el objeto de explorar, de saber. (II) El poeta, entonces, se compara con la inalcanzable y desdeñosa perfección de los ángeles, y es así que se le revela su propia transitoriedad y delicuescencia. (III) Se remonta al pasado, a los orígenes, en búsqueda de sus primeras causas (padres, ancestros), (IV) y después al presente donde descubre que todo es contradicción, hostilidad, viaje ineluctable hacia la muerte. (V) Aun cuando el mundo sea solo apariencia o espectáculo, el vate ansía una utopía y se pregunta si habrá algo duradero y auténtico en el futuro. (VI) Desearía ser como el héroe que asciende a esa utopía desde el seno materno, (VII) pero como no puede conseguirlo, ve en la poesía el instrumento más idóneo para llevar a cabo tal ascensión. (VIII) La conciencia de esta potencialidad lo lleva a considerar las diferencias radicales que existen entre el hombre y el animal, así como a evaluar sus eventuales posibilidades de acceder a «lo abierto». (IX) Finalmente, el poeta cree que su misión es transformar en nuestro interior, mediante el canto, todo lo existente, todo lo perecedero para alcanzar la dicha y la tan ansiada trascendencia, (X) la cual se verá coronada con la muerte en tanto comienzo de un nuevo tipo de vida.
Las Elegías de Duino serían, entonces, la Pregunta constante, el asordinado grito de espanto y de protesta ante la brevedad y el misterio de la existencia, pero también el testimonio de la voluntad y la fe inquebrantables de un poeta capaz de desplazarse con su voz, al igual que Orfeo, por los ríos de la muerte y de la vida, para terminar ascendiendo y precipitándose por un torrente feliz «que casi nos aterra».
Renato Sandoval
Praga, 1997