Allí, desde su puesto de venta al aire libre, la mujer desafiaba el tiempo frío y húmedo de la primavera temprana, recibiendo a cambio el estímulo de ver prosperar rápidamente su hacienda gracias a la celebración del aniversario del natalicio de Lenin. Se trataba, sin duda, de una aldeana de los alrededores de Moscú, una pobre mujer sin demasiadas luces, pero con mucha voluntad para atender solícitamente a la pequeña fila de compradores que se alineaban frente a su rudimentario establecimiento. Éstos adquirían las flores, y con aire digno y en ocasiones hasta espiritual y devoto, daban algunos pasos hacia el monumento y las colocaban al pie de la imponente estatua de bronce.
Cuando los admiradores de Lenin hubieron agotado las flores que vendía la vieja aldeana, tuvieron que dispersarse por la plaza o los portales de la cercana estación del Metro. Bien pronto la zona estuvo desierta, con la casi única excepción de la vendedora, que pareció quedar congelada en su sitio, inserta ella también en el conjunto monumental de la plaza de Octubre.
Sin embargo, pasaron algunos minutos y la diligente aldeana se puso en pie y se acercó con paso lento al pedestal de la estatua. Al llegar junto a ella elevó la vista a las alturas y dirigió una respetuosa mirada al fundador del estado soviético. Luego observó de soslayo a los escasos paseantes que en aquel momento se movían por los alrededores, y meneando la cabeza como si se disculpara, se apropió rápidamente de las ofrendas florales. Enseguida, sin dejar una sola para consuelo del amado dirigente, las colocó otra vez en la caja de donde provenían y se sentó a esperar la llegada de los nuevos compradores.V