VERSIONES 17

Año del Buey - Diciembre 1997/Enero1998


Director, editor y operador: Diego Martínez Lora.
Versiones se elabora desde la ciudad de Vila Nova de Gaia, Portugal


Diego Martínez Lora:
El adiós se lo dijo al gato


La gente empezaría a llegar a las siete. Era más que seguro que la temperatura bordeaba los quince grados. La neblina era un pañuelo transparente que helaba los rostros. Todas las luces del primer piso estaban encendidas. La casa brillaba por dentro. Los baños lucían impecables. Flotaba un aroma suave de jazmines. El profesor se acababa de poner los zapatos de cuero inglés. Mirándose en el espejo revisó su barba y dejando los lentes en la mesita de noche se acercó al baño para lavarse la cara. Aaahh..., se quejó como si al tocarse las mejillas, con las manos mojadas, se le rompiera la armonía interior. Cogió la toalla sin ninguna gana de querer estar con alguna otra gente. Se quedó pensando un gran rato en todo lo que había hecho a lo largo de sus cuarenta y tres años de vida, pero el sonido del timbre lo trajo nuevamente a sus obligaciones. Tenía que asumir todas las invitaciones que en un momento de entusiasmo había hecho. Su mujer le gritó desde la cocina:

-Alberto... Anda, abre la puerta. La Justina está cuidando al niño. El profesor ensayó una sonrisa y levantando la cabeza se dirigió hacia la puerta. Ya iba a abrirla cuando una idea lo hizo detenerse. Corrió a la sala, recogió una pipa y unos fósforos chinos, y regresó ya más lentamente como si se hubiera transformado mágicamente para recibir al primer invitado.

-Hola, Eduardo. ¿Cómo estás? Pasa...

-¿Qué tal, Alberto? Recibí tu invitación ayer. Me la comunicó Mariana.

-Sí, pues, yo le dije que por favor no se olvidara, y como siempre te ves con ella. ¿O me equivoco?.

-No, Alberto. A ella sólo la veo cuando voy a la universidad.

-Vamos a la sala. Siéntate un momento... Ahora vuelvo.

El profesor se fue a la cocina. Su mujer le preguntó si se trataba de Chabuca, él le respondió que el primero en llegar había sido Eduardo y se sentó en un pequeño banco para cogerse la cabeza manifestando un gran cansancio que su mujer, atenta a un caño que no cerraba bien, no quería, ni le interesaba darse cuenta.

Eduardo llevaba cinco minutos esperando. Prendió un cigarrillo y se puso a caminar por la biblioteca. Miró algunos cuadros. Se detuvo en una pequeña escultura serrana que representaba un nacimiento. Al tomar un cenicero, un gato de repente apareció en la sala. De susto botó la ceniza sobre la alfombra. El gato lo miraba desde una mesa llena de adornos orientales.

-Michi, michito...No vayas a decir nada.

Al pasar un camión muy pesado toda la casa tembló. El gato se fue disparado desapareciendo por las escaleras. Eduardo fumaba con cierta preocupación. No estaba muy seguro de por qué había decidido venir a la fiesta. No se sentía muy bien. Había muchas cosas que no le agradaban. Los profesores y los alumnos que los rodeaban eran pura pose. Pura mierda, le había dicho Rodríguez. Si no se aprovechan de las alumnas, son cabros y tarde o temprano te van a querer agarrar la pichula.

-¿Verdad, Rodríguez?. Anda, pendejo, te gusta hablar mal de las personas. -No. Te hablo en serio, huevón. El que menos crees, es el más cabro. Y si no lo son ya, se están queriendo comer a tu enamorada. Suave, cuñau. Ábrete, simplemente, safa de allí. Está bien hola, que tal y punto. No te compliques la vida.

Eduardo se quedó pensando en las palabras del curtido Rodríguez. Su cigarro no totalmente apagado producía un desagradable olor. Alberto, el profesor, sintiéndose tan solitario al lado de su mujer, se acordó de Eduardo y salió de la cocina. Hizo un gesto de disgusto, algo le olía mal y buscando el pucho mal apagado comentó con Eduardo la fea sensación, recriminándolo indirectamente por su descuido, en realidad grave, porque atentaba contra su fino olfato.

El profesor encendió su pipa. Aaahhh...qué rico tabaco. Qué aroma suave se juntaba al de los jazmines. El secundero dio la vuelta varias veces antes de que Eduardo rompiera el silencio nuevamente. Se puso a silbar. Alberto lo miró como si no mirara nada y a nadie, y se levantó de vuelta para arreglar una bombilla de luz supuestamente quemada.

-Oye, Alberto... ¿Desde cuándo fumas en pipa?.

-¿Por qué me preguntas eso?-

-Es una curiosidad nomás... ¿Por qué? ¿Te molesta?

-Eduardo , espérame un momentito.

Alberto, el profesor, fue a probar la bombilla quemada a la cocina. Hizo todos los ademanes como para que Eduardo no creyera de que se iba por sus preguntas tontas, pero al llegar a la cocina se sentó otra vez en el banquito que no hacía mucho que había abandonado. Su mujer seguía observando el caño. Sólo cuando Alberto dejó caer la bombilla al piso provocando un fuerte ruido, su mujer dio un grito y le dirigió la palabra:

-Alberto, anda corre, trae la escoba, la criatura puede hacerse daño con los vidrios, mi gato también...Alberto , por favor...

-Ya, ya mujer. Suficiente.

Eduardo escuchaba todos los gritos y prendió otro cigarrillo. La cerilla no cayó en el cenicero, pero tampoco la recogió. Se sentía demasiado incómodo. No sabía si irse en ese preciso momento o asumir su afán de nuevas experiencias para escribir más historias. Optó por quedarse un poco más. Le resultaba increíble que apareciera por segunda vez el gato. El felino se subió a un sofá y desde allí lo miraba detenidamente. Ningún michi, ni michito inquietaban su mirada. En sus ojos grises se veía claramente la silueta de un gato que desde el borde de una azotea dirigía la cabeza hacia el cielo. La silueta se dispersaba en varias imágenes, en varias noches, en varias calles en las que Eduardo recordaba haber caminado. LLegó a la vez a tanto sitio diferente, cuánto pasado reclamaba su presencia, cuántas voces, cuántas caricias, cuántas esperanzas, cuántos quejidos, cuántas veces su sombra fija en una esquina detenida en vano sin llegar a encontrarse con nadie, cuántas conversaciones, tantos días distintos y sin embargo, él mismo que amaba la vida, que tenía fe en el hombre. Cuántas veces en sueños el logro de tanta realización, cuántas veces la buena suerte. Tanta escena vivida aparecida en un solo instante, cada momento disuelto en tantos otros, siempre los ojos, siempre el color gris, siempre el gato en el mismo sitio.

Retornó de súbito al sofá de la sala del profesor. El gato jugaba con un frasquito de aceite aromático y al dejarlo caer, huyó velozmente. El timbre anunciaba la llegada de algún otro invitado. Eduardo se levantó arreglándose la casaca y sacudiéndose la ceniza de los pantalones.

Alberto, el profesor, salió de la cocina con la pipa en la boca. Abrió la puerta y abrazó calurosamente a su amigo, el profesor Ricardo, que sacaba unos ojos soberbios por unos lentes cuadrados de montura metálica y fina.

-Ricardo, qué alegría...

-¿Cómo andamos, Alberto?.

-Caramba, pues. Dispuestos a compartir el lugar de Baco hacia la lucidez del vino.

-Por favor, Alberto, schön, schön. Ahora o nunca. La libertad es nuestra, la inventó el hombre para gozar sin restricciones. Como te darás cuenta mi mujer no ha venido. A la pobre le dolía la cabeza. Eso lo del divorcio la pone medio histérica, tonta. No sé para qué ha estudiado. Sigue siendo tan limitada, celosa y caprichosa. Así que espero que hayas invitado a buenos elementos femeninos.

-No te preocupes por eso. He invitado a las mejores alumnas. Espero que vengan. Son unas ricuras.

Los dos profesores entraron a la cocina. Se sirvieron un par de tragos. Comieron algunas aceitunas de botija y picaron otros bocaditos. Alberto, el profesor, se acordó de Eduardo. Fue a buscarlo para servirle un whisky. No lo encontró. Tocó la puerta del baño, pero en vano. No había ni rastros de Alberto. El gato jugaba con un pucho de cigarro debajo del sofá.V


(*)El adiós se lo dijo al gato forma parte del libro inédito Entredientes.