Querido Señor:
¡No se alarme! Usted verá defendiéndome alegremente, es decir, si me es dado actuar con el «espíritu», y por espíritu no quiero decir lo que entiende con esa palabra, sino el espíritu de un bulldog cuando se le pellizca o de un toro cuando se le pincha; es entonces cuando ellos realizan su mejor actuación y, puesto que mis Sensaciones ante un ataque son probablemente una combinación feliz de las energías fusionadas de estos amables animales, usted tal vez verá lo que Marral llama «raro deporte», y un buen intercambio de golpes en el transcurso de la controversia. Pero primero debo estar con el humor adecuado, y temo encontrarme ya demasiado lejos de la furia necesaria para dicho propósito, además de haberme ablandado y enervado con el amor y el verano de estos últimos meses.
El otro día le escribí al señor Hobhouse prediciéndole que Juan fracasaría completamente o triunfaría del todo; no habrá punto medio: las apariencias no son favorables. Pero, como escribiera usted al día siguiente de la publicación, apenas si se puede decidir qué opinión prevalecerá. Usted parece espantado, e indudablemente tiene toda la razón. Suceda lo que suceda, nunca voy a coquetear de modo alguno con la hipocresía de las masas. Pueda que haya habido o no circunstancias que a veces me colocasen en situación de manipular a la opinión pública, pero la opinión pública nunca me ha dirigido a mí ni me dirigirá jamás. No me sentaré «en un trono degradado», así que le ruego coloque en él a los señores Southey o Sotheby, o a Tom Moore o a Horace Twiss; todos ellos estarán encantados con su coronación.
Usted ha comprado los dibujos que Harlow hiciera de Margarita y de mí, que por lo demás resultaron bastante caros, según me parece; pero en vista de que desea conocer la historia de Margarita Cogni, se la referiré a continuación, si bien puede resultar un tanto extensa.
Su rostro es de la fina casta veneciana de la época antigua y su figura, aunque tal vez demasiado alta, no es menos fina, enmarcada enteramente por el traje nacional. Una noche del verano de 1817, Hobhouse y yo deambulábamos a caballo a lo largo del Brenta, cuando de pronto, en un grupo de campesinos, advertimos la presencia de dos muchachas, acaso las más hermosas que hubiésemos visto desde hacía tiempo. Por aquella época habían sucedido muchas desgracias en el campo, habiendo yo contribuido en aliviar en algo la difícil situación de determinadas personas del lugar. La generosidad produce una gran imagen a muy bajo costo en libras venecianas, y la mía había sido probablemente exagerada, como la de todo inglés. Si ellas repararon en que las mirábamos o no, no sabría decirlo; pero lo cierto es que una de las jóvenes me dijo en veneciano: «Tú que ayudas a otras personas, ¿por qué no piensas también en nosotras?» Volviendo el rostro le respondí: «Cara, tu sei troppo bella e giovane per aver' bisogno del' soccorso mio». Ella contestó: «Si vieras mi choza y mi comida, no dirías eso». Todo lo referido ocurrió medio en serio medio en broma, y no volví a saber de ella por algún tiempo.
Unas noches después nos volvimos a topar con esas dos muchachas, y esta vez se dirigieron a nosotros más seriamente asegurándonos que era verdad lo que nos habían dicho. Eran primas; Margarita estaba casada y la otra seguía soltera. Como aún dudaba del tipo de relación que empezábamos a trabar, decidí asumir las cosas de otro modo e hice una cita con ellas para la noche siguiente. Hobhouse se había ilusionado con la dama soltera, que era bastante más pequeña en estatura, pero también una joven muy bonita. Ellas llegaron acompañadas de una tercera mujer, un condenado estorbo. La que había encantado a Hobhouse se espantó (no de mi amigo sino de no estar ella casada, ya que aquí ninguna mujer cometerá nada que sea menos que el adulterio), y se terminó esfumando; la mía se incomodó un tanto con las proposiciones que yo le hiciera y quiso tomarse un tiempo para pensarlas. Yo le dije: «Si realmente estás pasando necesidad, te ayudaré sin condición alguna, y podrás hacer el amor conmigo o no según sea tu gusto; eso me resultará del todo indiferente. Pero si no estás en necesidad absoluta, esto es naturalmente una cita y supongo que así lo entendías cuando la acordaste». Ella dijo que no tenía ninguna objeción de hacer el amor conmigo puesto que estaba casada, y que todas las mujeres casadas así lo hacían; sin embargo, su marido era algo salvaje y podía hacerle daño. En resumen, en unas cuantas noches arreglamos nuestros asuntos y por espacio de dos años -durante los cuales tuve más mujeres de las que ahora puedo contar- ella fue la única que mantuvo sobre mí una gran ascendencia que a menudo fue disputada pero nunca destruida. Como ella solía decir públicamente: «No me importa; él podrá tener quinientas, pero siempre regresará a mí».
Las razones de ello fueron, en primer lugar, su aspecto: muy morena, alta, el rostro veneciano, ojos negros muy delicados, así como otras cualidades que no necesitan ser mencionadas. Tenía veintidós años y, al no haber tenido nunca hijos, no había estropeado su figura ni ninguna otra cosa, lo que es, se lo aseguro, extremadamente deseable en un clima cálido donde las mujeres crecen relajadas y pastosas, poniéndose regordetas a la hora de procrear. Por lo demás, ella era una veneciana completa por su dialecto, por su forma de pensar, por su catadura; en fin, por todo, incluyendo su ingenuidad y su humor chabacano. Además, no sabía leer ni escribir y no podía importunarme enviándome cartas, salvo en dos ocasiones en las que pagó seis peniques a un escribano de la piazza para que le redactase sendas misivas en un tiempo en que me hallaba enfermo y no podía verla. En otros aspectos, ella era algo brusca y prepotente, es decir, despótica, y se aparecía cuando le venía en gana, sin considerar para nada tiempo, lugar o persona, y si encontraba a mujeres en su camino, las noqueaba.
Cuando la vi por primera vez, yo estaba en relazione con la signora Segati que, acompañada de algunas amigas una noche en Dolo, fue lo bastante tonta como para amenazarla, pues los chismosos de la Villeggiatura ya se habían enterado una noche, por los relinchos de mi caballo, de mis andanzas nocturnas para encontrarme con la Fornarina. Margarita retiró su velo (fazziolo) y replicó en un muy explícito veneciano: «Tú no eres su esposa, yo no soy su esposa; tú eres su donna, yo soy su donna, tu esposo es un cornudo y el mío también. Por lo demás, ¿qué derecho tienes tú de reprocharme? Si él prefiere lo mío a lo tuyo, ¿es acaso mi culpa? Si deseas asegurártelo, átalo a las tiras de tu enagua, pero no pienses que me vas a dirigir la palabra sin que te responda solo porque eres más rica que yo». Luego de esta buena muestra de elocuencia (que traduzco tal como me la relatara un circunstante), continuó su camino dejando atrás a una numerosa audiencia con Madame Segati para que considerase a sus anchas el diálogo que habían sostenido.
Cuando llegué a Venecia para el invierno ella me siguió. Nunca había tenido una liaison regular con Margarita, pero cada vez que yo llegaba nunca permitía que hubiese otra relación que interfiriera entre nosotros y, como viese que era la favorita, venía muy a menudo. Sin embargo, ella era dueña de una autoestima muy poco ordinaria y, además, intolerante con otras mujeres, a excepción de la Segati, que era, como había dicho, mi amica regular, allá en tiempos cuando llevaba una vida un tanto promiscua, en la que había gran confusión de tocados y pañuelos, y en la que a veces mis criados, mediando en riñas entre ella y otras mujeres, recibían más golpes que agradecimientos por sus esfuerzos pacifistas. En la Cavalchina, en pleno baile de disfraces del último día de carnaval, a donde todo el mundo va, Margarita le arrebató la máscara a Madame Contarini -noble dama por nacimiento y de conducta intachable- por la sencilla razón de haberse apoyado en mi brazo. Usted podrá imaginarse el condenado escándalo que hiciera; pero ésta es solo una de sus travesuras.
Hasta que ella peleó con su marido y una noche huyó a mi casa. Le dije que no lo hiciera; respondió que entonces se quedaría tirada en la calle pero que no regresaría. Él la golpeaba (¡oh, mansa tigresa!), gastaba su dinero y descuidaba escandalosamente su Horno. Como ya era medianoche, le permití quedarse y al día siguiente no hubo manera de hacerla partir. Llegó su esposo rugiendo, llorando e implorándole para que regresara. «No», dijo ella. Entonces el marido acudió a la policía y la policía acudió a mí. Yo les dije al esposo y a la policía que se la llevaran; yo no la quería; ella había entrado a mi casa y yo no podía arrojarla por la ventana, pero ahora ellos podían sacarla por allí o por la puerta, si así lo deseaban. Margarita se presentó ante el Comisario y fue obligada a regresar con ese becco ettico (cornudo tísico), como llamaba a ese pobre diablo con tuberculosis. A los pocos días volvió a fugarse. Después de una estupenda maniobra, terminó instalándose en mi casa, real y sinceramente sin mi consentimiento, pero sí gracias a mi indolencia y a la debilidad de mi carácter, porque si me encolerizaba, ella siempre terminaba haciéndome reír con cualquier payasada veneciana; y la gitana sí que conocía muy bien todo eso, tan bien como sus otros poderes de persuasión, y los utilizaba con el mismo tacto y el mismo suceso que todas las mujeres, sin importar su condición, que para ello todas son iguales.
Madame Benzone también la tomó bajo su protección y fue entonces que perdió el juicio. Siempre estaba en los extremos, llorando o bien riendo, y se volvía tan feroz cuando se encolerizaba que era el terror de hombres, mujeres y niños, pues tenía las fuerzas de una amazona y el carácter de Medea. Era un animal fino pero completamente indomable. Yo era la única persona que de alguna manera podía controlarla, y cuando ella me veía realmente furioso (me decían que tenía un aspecto más bien salvaje) se apaciguaba. Pero Margarita cometía infinidad de tonterías: con su fazziolo, prenda de las clases inferiores, lucía hermosa, pero ¡ay! anhelaba un sombrero con plumas, y todo lo que yo podía hacer o decir (y yo decía mucho) no lograba detener a esa travesti.
Prendí fuego al primero, solo que después me cansé de quemarlos antes que ella de comprarlos, de manera que no tardó en convertirse en todo un espectáculo, pues los sombreros no le iban en absoluto.
Luego llevaría sus vestidos con una cola; como una dama, ciertamente; nada le alegraba más que l'abito colla coua o cua (que es el equivalente veneciano a coda o cola), y en vista de que su condenada forma de pronunciar la palabra me hacía reír, se dio por terminada aquella controversia arrastrando Margarita tras de sí esa diabólica cola por todas partes.
Entretanto, golpeaba a las mujeres e interceptaba mi correspondencia. Un día la encontré examinando una de mis cartas: solía tratar de averiguar por su forma si eran o no de procedencia femenina, lamentándose de su ignorancia, por lo que empezó a estudiar el alfabeto con el propósito (así lo declaró) de abrir todas mis cartas y leer su contenido.
No debo omitir hacer justicia a sus cualidades en el cuidado de la casa: tan pronto como la tuve haciendo las veces de donna di governo, los gastos se redujeron a menos de la mitad y todos hacían mejor su tarea; las habitaciones estaban en orden, lo mismo que todos y todo, con excepción de ella.
Que Margarita tuviera bastante consideración para conmigo no obstante su modo silvestre de ser es algo que creo por muchas razones. Mencionaré una. Un día de otoño, yendo al Lido con mis gondoleros, nos acometió una tremenda borrasca que hizo peligrar la embarcación; los sombreros se perdieron, la góndola empezó a hacer agua, los remos se extraviaron, el mar se puso turbulento, tronaba y llovía a cántaros, mientras oscurecía y el viento soplaba más y más. A nuestro regreso, después de una denodada lucha, la encontré en las gradas abiertas del Palacio Mocenigo, en el Gran Canal, con sus inmensos ojos negros relampagueando de lágrimas y con su largo cabello oscuro empapado por la lluvia que le caía por sus pechos y el rostro. Estaba completamente expuesta a la lluvia, al tiempo que el viento le agitaba el pelo y el vestido a través de su esbelta y espigada figura, con los relámpagos relumbrando a su alrededor y las olas revolviéndose a sus pies, todo lo que la hacía parecer como Medea apeada de su carruaje, o como la Sibila en medio de una tempestad, y era la única criatura viva en ese instante con excepción de nosotros. Al verme a salvo no se aproximó a saludarme como hubiera sido de esperar, sino que me increpó: «Ah! can' della Madonna, xe esto il tempo per andar' al' Lido?» (¡Ah! Hijo de perra, ¿acaso éste es tiempo para ir al Lido?), corrió hacia la casa y se solazó regañando a los barqueros por no prever el temporale. Los criados me contaron que a Margarita solo le habían impedido subir a un bote para salir en mi búsqueda ya que ningún gondolero del Canal había querido embarcarse en un momento como ése; y fue entonces cuando ella se sentó en aquellas gradas en lo más intenso de la tormenta sin que nadie pudiera sacarla de allí ni consolarla. La dicha de volverme a ver se mezcló con su furia, antojándoseme la idea de Margarita tal si fuera una tigresa con su cachorro recobrado.
Pero su reino estaba a punto de concluir. Algunos meses después se volvió completamente ingobernable, y una serie de quejas, muchas falsas, algunas verdaderas, (una favorita no tiene amigas), me decidió terminar con ella de una vez por todas. Le dije serenamente que debía volver a su casa (se había hecho de suficientes provisiones estando a mi servicio), pero rehusó a hacerlo. Me puse firme hasta que terminó marchándose, no sin antes amenazarme con cuchillos y su venganza. Le dije que había visto cuchillos desenfundados antes de conocerla y, que si quería empezar, había un cuchillo y también un tenedor a su disposición sobre la mesa, y que no lograría intimidarme. Al día siguiente, mientras cenaba, Margarita llegó (luego de haber quebrado el vidrio de la puerta que daba al vestíbulo del primer piso) y, avanzando sin vacilar hacia mi mesa, me arrebató el cuchillo que yo tenía en la mano, llegando a cortarme ligeramente el dedo pulgar. Si quería usarlo contra ella o contra mí, no sabría decirlo a ciencia cierta; probablemente contra ninguno de los dos. Pero el hecho fue que Fletcher la tomó de los brazos y la desarmó. Entonces llamé a mis barqueros y les dije que alistasen la góndola y la condujeran de nuevo a su casa, cuidando de que no se hiciera ningún daño durante el trayecto. Parecía del todo serena, y así descendió las escaleras. Volví a mi cena.
De pronto oímos un gran tumulto: salí y los encontré subiéndola por las escaleras. Se había arrojado al Canal. Que intentara matarse es algo que no puedo creer, pero si consideramos el miedo que los hombres y las mujeres que no saben nadar tienen a las aguas profundas, e incluso a las que no lo son (y sobre todo los venecianos, si bien viven sobre las olas), y que también era de noche, muy fría y muy oscura, resulta que ello debía de ser señal de que Margarita estaba poseída por algún espíritu maligno. La rescataron sin mucha dificultad y sin haberse lastimado demasiado, con excepción del agua salada que había tragado y del remojón que había sufrido.
Vi entonces que intentaba reaccionar y envié por un médico a quien pregunté cuánto tomaría para que Margarita se restableciera de su agitación, y él dijo el tiempo. A lo que yo repliqué: «Le doy ese tiempo y más si así lo precisa, pero a la expiración del período prescrito, si ella no abandona la casa, lo haré yo».
Todos los míos se quedaron lelos; Margarita siempre les había producido pánico, y ahora estaban como paralizados. Querían que fuera a la policía para pedir protección, etc., etc., como que eran una sarta de serviles y llorones gaznápiros. No hice nada de eso, pensando que podía terminar ya sea de un modo como de otro; además yo estaba habituado a las mujeres salvajes y conocía sus maneras.
La despaché tranquilamente a su casa luego de su convalecencia y nunca la volví a ver desde entonces, salvo dos veces en la ópera, de lejos entre el público. Margarita hizo muchos intentos para regresar, pero ninguno violento. Y ésta es la historia de Margarita Cogni tanto como me concierne. Olvidé mencionar que era muy devota y que se persignaba cuando oía las campanas del Ángelus, si bien el gesto no parecía estar demasiado en consonancia con la manera como ella se comportaba en ese entonces.
Era muy rápida para replicar. Un día, por ejemplo, hizo que me enfureciera mucho porque ella había golpeado a una persona. La llamé vacca (esta palabra italiana es un insulto muy grave y equivale a «puta»). Le dije vacca. Ella se volvió y, con una reverencia, me respondió: «Vacca tua, 'Celenza» (Puta tuya, Excelencia).
En resumen, era, como dije antes, un animal muy fino, de notable belleza y energía, con muy buenas y divertidas cualidades, pero salvaje como una bruja y feroz como un demonio. Le gustaba vanagloriarse de su ascendencia sobre mí, contrastándola con la de otras mujeres y atribuyéndola a diversas razones físicas y morales que daban más crédito de su persona que de su modestia. Cierto era que todas trataron de deshacerse de Margarita y que ninguna tuvo éxito hasta que su necedad así lo hizo posible. Cada vez que había que competir y que, en ocasiones, era preciso encerrar a una y a otra en habitaciones separadas para evitar una batalla campal, ella, por lo general, tenía la preferencia.
Muy sinceramente suyo y con mucho afecto, B.
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