- Mi niña, cuida bien a tu padre.
La muchacha no se preocupó mucho por su padre y lo dejó con hambre. Cuando regresó la madre encontró muy delgado a su esposo. Se fue corriendo al bosque a buscar a su hija. Ni bien la encontró le dio una canasta muy grande y le encargó que la llenara de tamarindo. La muchacha se dirigió a un árbol muy alto que pertenecía a los animales. Aprovechó que ellos habían salido, se subió al árbol y llenó su canasta de tamarindos. Los animales regresaron y la encontraron arriba del árbol. Se alegraron mucho por la sabrosa carne de la muchacha que comerían. Dijeron:
- No, todavía no. Mejor mañana temprano nos la comeremos.
Todos durmieron debajo del árbol para que la muchacha no se pudiera escapar.
En la noche se despertó la liebre, se subió al árbol y le preguntó a la muchacha si quería vivir o morir. Ella le dijo que deseaba vivir. La liebre le siguió preguntando:
- ¿Qué me darías si te dejara libre?
La muchacha le respondió:
- Te daría todo lo que me pidieras.
- Pues bien quisiera muchos pollos.
- Pero... ¿cuántos?
- Muchos, demasiados.
- Si me dejaras ir a mi casa, te los daría.
Ámbos bajaron del árbol y fueron a la casa de la muchacha.
Allí ella le dio a la liebre todos los pollos que quiso. La liebre los tomó y volvió al bosque. Mató a los pollos y vertió la sangre en un pequeño recipiente. Comió hasta hartarse y regresó al árbol llevando el recipiente con la sangre. Derramó la sangre en las fauces y en las garras de la hiena, y se fue a dormir.
Al día siguiente todos los animales se despertaron, sólo la liebre se hizo la que estaba dormida y escuchó todo lo que los otros hablaban: - Ahora comeremos la carne de la muchacha.
Pero la muchacha ya no estaba arriba.
Se preguntaron:
- ¿Adónde podrá haberse metido?
La liebre les dijo:
- Yo no lo sé, pero seguro que la hiena es la culpable. Mírenle su hocico y sus garras; están con sangre.
Algunos animales se pusieron furiosos y golpearon a la hiena, pero otros no lo creyeron. Entonces la liebre les dijo:
- Cavemos una fosa muy grande y hagamos fuego en ella. Todos deberemos de saltarla. El que se caiga en la fosa será el culpable.
Fueron saltando uno tras otro y todos cayeron en la fosa. Sólo la liebre no saltó y huyó por el bosque, contenta por su gran astucia. Se encontró con una zorra y se juntaron para sacar los frutos de un árbol que pertenecía a un señor. Cuando éste llegó para recoger sus frutos encontró muy pocos. Se había dado cuenta de que habían entrado ladrones y se propuso atraparlos la próxima vez que intentaran robarle. El hombre construyó una figura de goma y la colocó arriba en el árbol.
En la noche la liebre y la zorra otra vez aparecieron para robar las frutas y vieron a una muchacha sentada arriba. La liebre subió, pero la muchacha no se movió. La liebre la empujó, pero sus patas se quedaron pegadas en la goma y gritó:
- Déjame, déjame.
Pero la muchacha no la soltó. Llamó a la zorra para que la ayudara. La zorra subió y se quedó igualmente pegada. La liebre le dijo a la zorra:
- Cuando venga el dueño del árbol y nos golpee, ¿qué es lo que vas a hacer tú?.
- Pues, me quejaré.
- No te quejes mucho, sino apenas. Hazte la muerta para que él crea que has muerto.
A la mañana siguiente, llegó el dueño del árbol y encontró arriba a la zorra y a la liebre. Subió y las golpeó a ámbas. La zorra chilló de dolor, la liebre se quejó apenas y se hizo la muerta. El señor tomó consigo a los dos animales y recogió además algunos frutos. Metió todo en una canasta que llevó sobre su cabeza a su casa. En el camino se despertó la liebre y por más esfuerzo que hiciera para despertar a la zorra, no pudo; la zorra estaba muerta. La liebre se comió muchos frutos de la canasta y se hizo de nuevo la muerta. Al llegar el hombre a su casa encontró poquísimos frutos en la canasta y no pudo explicarse cómo es que había podido ocurrir tal hecho. Colocó a ambos animales con piel y pelos en una olla para cocinarlos. Cuando el agua se calentó, salió la liebre de la olla, saltó afuera de la casa y huyó. El hombre la persiguió, pero fue en vano. V