Feliz y alborozado va entre rocas el joven cazador; allí en el verdeciente bosque deberá su presa aparecer; aun de noche la busca con fervor. Ladran sus perros fieles en la hermosa soledad, suenan los cornos en el bosque inflamando el bravo corazón: ¡Hermosa es la caza que se da! Las simas son su patria, los árboles inclínanse ante él, fieros vientos deliran otoñales, ciervo y corzo encuéntrase esta vez; cruza jubiloso honduras abismales. Deje el campesino sus trabajos, que el navegante deje el mar, pues nadie ha visto en la mañana a la aurora sus ojos alumbrando y en la hierba al rocío descansar. Ve a Diana otorgando su sonrisa al sabio en ciervo, bosque y cacería y que su imagen llamó amor, bella siempre y encendida un día, Oh, tú, afortunado cazador.Mientras entonaba esta canción, el sol empezó a descender y enormes sombras inundaron el estrecho valle. Fresca, la penumbra se deslizaba sobre la tierra, y las copas de los árboles lo mismo que las redondas cimas de los montes se doraban con el resplandor del anochecer. El ánimo de Christian se hacía más melancólico; no quería regresar a su puesto de pajarero, pero tampoco deseaba permanecer en aquel lugar. Le pareció estar tan solo que de pronto sintió nostalgia de los hombres. Ahora deseaba tener en sus manos aquellos libros que alguna vez había visto en casa de su padre y que nunca quiso leer, aun cuando éste lo incitaba a que lo hiciera. Se le venían a la mente escenas de su infancia, los juegos con los muchachos del pueblo, los amigos de su niñez, la escuela que siempre le había resultado insoportable. Ahora quería retornar a esos lugares que por propia voluntad había abandonado para ir en busca de la felicidad en comarcas desconocidas, en medio de gente extraña y dedicándose a un nuevo oficio. A medida que iba oscureciendo y se hacía más sonoro el paso del arroyo, y cuando las aves nocturnas iniciaban su extraviado peregrinaje con circular vuelo, Christian se sentía más descontento y ensimismado; tenía ganas de llorar y no sabía en absoluto lo que debía hacer. Distraídamente arrancó una raíz que sobresalía de la tierra, para que de improviso escuchara espantado un sordo gemido en el suelo que se deslizaba subterráneamente con tono lastimero, perdiéndose luego con melancolía en la distancia. El sonido, que había penetrado en lo profundo de su corazón, le hizo pensar en que él, sin quererlo, había tocado la misma herida por la que el moribundo cuerpo de la naturaleza daría dolorosamente su último suspiro. Levantándose de golpe, quiso huir, pues en una ocasión había oído de la extraña raíz de la mandrágora que, al ser arrancada, profería un lamento tan desgarrador que hacía enloquecer al hombre que lo escuchaba. Cuando estaba a punto de marcharse, vio a sus espaldas un forastero que lo miraba afablemente y que le preguntó hacia dónde se encaminaba. No obstante haber deseado compañía, Christian tuvo miedo de esa amigable presencia. "¿Hacia dónde va con tanta prisa?", preguntó una vez más el extraño. El joven cazador intentó recomponerse y le habló de cómo su soledad así de pronto se le había hecho insoportable, y de sus deseos de librarse de las noches que eran oscuras, de las verdes sombras del bosque que ahora eran melancólicas, de los sonoros lamentos con que el arroyo discurría y de cómo las nubes del firmamento transportaban su nostalgia allende las montañas. "Usted es aún muy joven -dijo el extraño- y es posible que todavía no pueda soportar el rigor de la soledad. Me gustaría acompañarlo un trecho, pues no encontrará casa ni pueblo alguno en una milla a la redonda. Platiquemos de cualquier cosa en el camino, de ese modo lo abandonarán esos sombríos pensamientos. Dentro de una hora la luna se elevará tras las montañas y es muy probable que su luz termine iluminando nuestra alma".
Tan pronto como emprendieron el camino, al cazador le pareció que el extraño era un viejo conocido. "¿Y cómo es que llegó a estas montañas? -preguntó éste-. Por su forma de hablar deduzco que usted no pertenece a estas comarcas". "¡Ah! -dijo el joven-. De eso no habría mucho que contar; sin embargo nada ni nadie podría explicarlo. Fue algo que con extraño poder me arrancó del círculo de mis padres y parientes; mi alma no era dueña de sí, lo mismo que un pájaro está prisionero en su nido y que en vano forcejea; tan enredada estaba mi alma en ideas y deseos extraños. Vivíamos muy lejos de aquí. En una llanura en cuyo entorno no se distinguía ni siquiera una montaña o elevación; tan sólo unos pocos árboles que adornaban la verde llanura. Pero había, eso sí, praderas, ricos trigales y jardines extendiéndose tanto como alcanzaba la vista. Un gran río atravesaba reluciente los campos y praderas como si se tratase de un espíritu poderoso. Mi padre laboraba como jardinero en el castillo y estaba dentro de sus planes iniciarme en el mismo oficio. Amaba las plantas y las flores y podía abandonarse a su cuidado durante todo el día sin experimentar cansancio alguno. Llegaba hasta el punto de afirmar que casi le era posible hablar con ellas. Él aprendía tanto de su crecimiento y desarrollo como de las distintas formas y colores de sus hojas. A mí no me gustaba el oficio de jardinero y aún menos cuando mi padre recurría a las amenazas para persuadirme en el trabajo. Lo que yo más bien quería era ser pescador; lo intenté; sólo que la vida en el agua tampoco iba conmigo. Más tarde fui confiado a un comerciante que no demoró en devolverme a la casa paterna. Una vez escuché a mi padre hablar de las montañas que había recorrido en su juventud, de las minas subterráneas y de los obreros que allí trabajaban, así como de sus cazadores y de las actividades que ejercían; todo lo que despertó en mí el fuerte impulso, el sentimiento, de que por fin había hallado la forma de vida que durante tanto tiempo había estado buscando. Día y noche me la pasaba imaginando altas montañas, abismos y bosque de abetos. Mi imaginación creaba peñas descomunales, oía en mi interior el fragor de la cacería, el estruendo de los cornos, el alarido de los perros y el grito del venado. Todos mis sueños se llenaban con esas imágenes no teniendo desde entonces paz ni reposo. La llanura, el castillo, el pequeño jardín de mi padre con sus canteros bien dispuestos, la estrecha vivienda, el vasto cielo extendiéndose tristemente por doquier, todo eso se me hizo cada vez más odioso e insoportable. Me parecía como si todos los que se encontraban a mi alrededor vivían en la más deplorable de las ignorancias, y que todos por igual pensarían y se sentirían como yo si por tan sólo una vez irrumpiese en su alma el sentimiento de su propia miseria. Así era mi vida hasta que una mañana tomé la decisión de abandonar para siempre la casa paterna. En un libro encontré noticias sobre las grandes montañas vecinas, así como ilustraciones de algunas comarcas, luego de lo cual me dispuse a partir. Se iniciaba la primavera y me sentía muy alegre y animado. Me apresuré para dejar lo más pronto la llanura hasta que en un atardecer pude divisar a la distancia cómo se erguía ante mí el oscuro perfil de las montañas. Apenas si pude dormir en la posada en que me había hospedado esa noche; tan impaciente me hallaba de entrar en la comarca, a la que ya consideraba mi patria, que me desperté muy de madrugada para emprender nuevamente el viaje. Por la tarde estaba ya a los pies de la montaña bienamada; caminaba como embriagado. Entonces, me detuve un instante volviendo mi vista hacia atrás y me extasié con la visión de las cosas que ahora me resultaban extrañas, no obstante ser para mí bien conocidas. Muy pronto dejé atrás la llanura. El susurro de las correntadas del bosque venía a mi encuentro, mientras que las hayas y encinas rugían con tembloroso ramaje al borde de cuestas escarpadas. Mi camino me condujo por abismos vertiginosos, al tiempo que montañas azules se erguían enormes e imponentes a lo lejos. Un nuevo mundo se abría ahora ante mis ojos; no estaba cansado. Así que, transcurridos algunos días en los que recorrí gran parte de la montaña, terminé con toparme con un viejo guardabosque, quien ante mis encarecidos ruegos se dispuso a iniciarme en el arte de la caza; ahora han pasado ya tres meses desde que entré a su servicio. He disfrutado de esta comarca en la que he establecido mi residencia como si se tratara de una verdadera hacienda real. Hasta he llegado a conocer todas las rocas y cada uno de los abismos de esta región. Me sentía inmensamente feliz en mi oficio cuando subía al monte muy temprano, cuando afinaba mi vista y mi rifle, cuando adiestraba a los sabuesos, mis fieles compañeros, en los ejercicios de caza. Ahora, sin embargo, desde hace ocho días voy a sentarme a ese puesto de pajarero que está allá arriba, en la montaña más recóndita, hasta el atardecer de hoy en que he llegado a sentirme más triste y desdichado que nunca. Me siento tan perdido y tan pero tan infeliz que me resulta imposible deshacerme de esta tan triste condición".
El extraño lo había escuchado atentamente mientras caminaban por un oscuro sendero del bosque. Desembocaron luego en un calvero en donde, amable, los acogió la luz de la luna en creciente, cuyas puntas se alzaban sobre la cima de un monte que hendido se erguía ante ellos con sus formas indefinibles, con sus múltiples dimensiones a las que el pálido resplandor daba enigmática unidad; por detrás, una montaña escarpada que descubría unas ruinas milenarias roídas por la intemperie y que tomaban un aspecto aterrador bajo la luz blanquecina de la luna. "Nuestro camino se bifurca en este punto -dijo el anciano-. Debo bajar por esta pendiente: mi morada queda al lado de esa vieja mina. Los minerales son mis vecinos, los manantiales de los cerros me cuentan historias maravillosas por las noches; de cualquier modo no puedes seguirme hasta allí. Pero mira la Montaña de las Runas con sus paredes empinadas, ¡con qué hermosura y seducción el viejo macizo nos contempla! ¿Has estado alguna vez ahí?". "Nunca -dijo el joven-. En alguna ocasión oí a nuestro viejo guardabosque contar maravillas de esa montaña que, muy tonto de mi parte, he vuelto a olvidar; de lo que sí me acuerdo es que esa tarde el relato me pareció de lo más espantoso. Me gustaría poder subir a esa cumbre algún día, pues allí las luces son muy bellas, en ese lugar la hierba debe ser muy verde y muy exótico el mundo que la rodea; quién sabe, hasta se podría encontrar ahí arriba alguna maravilla de la Edad Antigua".
"Casi no podría ser de otra manera -dijo el extraño- que aquel que sólo busca lo que su corazón intuye correctamente, encuentra allí viejísimos amigos y magnificencias, todo lo que con más ardor desea". Y diciendo esto el extraño descendió presurosamente la quebrada sin despedirse de su compañero, perdiéndose pronto en la espesura de los matorrales, para que al final desaparecieran incluso las huellas que habían dejado sus pasos. El joven cazador no se sorprendió de ello, lo único que hizo fue apretar el paso en dirección a la Montaña de las Runas. Todo invitaba a que lo hiciera: parecía que las estrellas lanzaran sus rayos en ese sentido, la luna señalase un camino de luz hacia las ruinas, nubes resplandecientes se levantaran hasta la cima, mientras que del fondo de los abismos los torrentes y los bosques susurrantes le infundiesen ánimo para el ascenso. Sus pasos parecían alados, le latía con violencia el corazón, sentía en su alma una alegría tan grande que empezaba a oprimirle el pecho. Por fin llegó a un lugar en el que nunca había estado antes; allí las peñas eran más afiladas, la hierba había desaparecido, los muros pelados lo interpelaban con irritada voz, al tiempo que azotaba su rostro un fuerte viento desolado y quejumbroso. Se apresuró entonces a seguir su camino sin detenerse hasta llegar, pasada la medianoche, a un angosto sendero que penosamente corría al borde de un barranco. No se detuvo a mirar el fondo del abismo que a sus pies abría las fauces amenazando con devorarlo, pues habría provocado en él muchos deseos incomprensibles y deseos desquiciados. Ahora continuaba su marcha por un elevado muro que parecía perderse entre las nubes. A cada paso el sendero se hacía más estrecho y el joven tenía que sujetarse a las piedras que sobresalían para no desbarrancarse. Hasta que llegó a un punto en que ya no pudo seguir avanzando; la trocha terminaba al pie de una ventana por lo que tuvo que detenerse sin saber si debía regresar o permanecer en ese lugar. De pronto vio una luz que parecía moverse detrás de las viejas paredes. Siguiendo el resplandor, descubrió que podía distinguir una espaciosa sala maravillosamente adornada con las piedras y cristales más variados que destellaban con todos los brillos y que se iban entremezclando misteriosamente con esa luz movible que llevaba dentro de sí una gran figura femenina, pensativa ella, yendo de un extremo a otro de la habitación. No parecía un ser mortal; tan grandes y fuertes eran sus miembros, tan austero su rostro, y sin embargo al encandilado joven le parecía no haber visto nunca ni sospechado siquiera, la existencia de una belleza semejante. Empezó a temblar y deseó intensamente que ella se asomara a la ventana y notase su presencia. Por fin ella se detuvo, colocó la lámpara sobre una mesa de cristal y, mirando fijamente a las alturas, cantó con penetrante voz:
¿Y los ancianos, dónde están que no aparecen? Mientras lloran los cristales; de pilares diamantinos manan lágrimas que son mares; qué de voces hay adentro. Visión mágica se forja en las claras, bellas, limpias ondas transparentes, a las almas cautivando, encendiendo el corazón. ¡Acudid, oh espíritus, de la más profunda sombra al dorado aposento con la cabeza que alumbra. Con las bellas lágrimas encendidas haced de almas y corazones, que en nostalgia sedientas se consumen, omnipotentes siempre como dioses.Terminada la canción, empezó a desvestirse colocando sus ropajes en un armario preciosísimo. Primero quitó de su cabeza un áureo velo dejando caer así una larga y negra cabellera que con sus rizos abundantes le cubría la cintura, para luego deshacerse del paño que ocultaba sus pechos. El joven, al contemplar semejante belleza sobrenatural, terminó por olvidarse del mundo así como de su propia existencia. Apenas si se atrevía a respirar a medida que ella se iba desvistiendo. Desnuda por fin, reinició su recorrido de un extremo a otro del salón. Su densa y ondulante cabellera formaba en torno a ella un mar sombrío y undoso del que, en ocasiones, surgía, como de una luciente y alabastrina estatua, su cuerpo de purísimas líneas. Pasado un largo tiempo, se aproximó a otro armario de oro y sacó de él una tabla con numerosas incrustaciones de piedras, diamantes y rubíes que refulgían intensamente, y se puso a examinarla con detenimiento. La tabla parecía plasmar una silueta maravillosa e incomprensible con múltiples líneas y colores. Por momentos su resplandor alcanzaba al joven y hacía que éste encegueciera dolorosamente, para que al instante destellos verdes y azules reconfortaran su vista. De cualquier modo, él seguía allí, devorando los objetos con sus ojos, toda vez que permanecía profundamente ensimismado. En su alma se había abierto un abismo de formas y armonías, de nostalgia y voluptuosidad; enjambres de sonidos alados, de melodías melancólicas y festivas atravesaban su alma conmovida hasta el extremo: sentía surgir en su interior mundo de congoja y esperanza, pujantes rocas mágicas de confianza y audaz seguridad, ingentes ríos cuyas aguas parecían fluir melancólicamente. No podía reconocerse a sí mismo, espantándose cuando la belleza abrió la ventana y le tendió la tabla de piedra mágica diciéndole estas breves palabras: "Tómala en recuerdo mío". Al cogerla, sintió en seguida que su silueta se introducía invisible en su cuerpo, al instante en que la luz, la poderosa belleza y el extraño salón empezaban a desaparecer. Ahora sentía como si una apretada noche con inmensas cortinas de nubes se alojara en su alma; y mientras contemplaba la preciosísima tabla, en la que azulina e inerte se reflejaba la luna menguante, iba buscando sus antiguos sentimientos, su entusiasmo, su incomprensible amor.
El alba lo descubrió con la tabla asida fuertemente entre sus manos. Exhausto, mareado, medio dormido, inició el descenso de la altura escarpada. El sol quemaba el rostro del joven aturdido por el sueño quien se despertó frente a una encantadora colina. Miró a ambos lados, luego atrás, a lo lejos, y apenas si pudo distinguir en el último horizonte las ruinas de la Montaña de las Runas. Fue entonces que buscó la tabla pero no la encontró por ninguna parte. Asombrado y confundido, intentó recomponerse y hacer memoria, pero ésta se hallaba cubierta como por una espesa capa de neblina en la que borrascosas figuras se movían salvaje, confusa y vertiginosamente. Toda su vida anterior había quedado detras de él en la más distante lejanía. Para el joven estaban tan confundidos lo común y lo extraordinario que ya no los podía distinguir. Luego de una larga lucha consigo mismo, llegó a la conclusión de que un sueño o una locura repentina lo habían visitado esa noche; lo único que no fue capaz de comprender era el hecho de haberse extraviado en una comarca tan extraña y remota como aquélla.
Medio dormido aún, descendió la colina dándose con un sendero allanado que lo condujo de las montañas a la meseta. Todo en ese lugar le resultaba extraño. Al principio creyó haber regresado a su patria, pero luego vio que se trataba de una comarca distinta. Finalmente, supuso que debía de encontrarse más allá de la frontera sur de la montaña que explorase en primavera viniendo desde el norte. A eso del mediodía, se detuvo sobre una aldea de cuyas chozas se elevaban apacibles fumaradas. Había niños jugando en una plaza adornada como para un día de fiesta, mientras que de la pequeña iglesia provenía la música de un órgano y el canto de la comunidad. Aquello lo conmovió con una tristeza dulce e indescriptible; todo lo tocaba tan cordialmente que le entraron deseos de llorar. Los estrechos jardines, las chozas pequeñas con sus humeantes chimeneas, los trigales aparcelados le recordaron lo menesteroso que era el pobre género humano, su dependencia de la tierra generosa en cuya benignidad es preciso confiar. De ahí que el cántico y el sonido del órgano llenasen su alma con una devoción nunca antes sentida. Las sensaciones y deseos que había tenido la noche anterior le parecieron ahora impíos y llenos de soberbia. De nuevo ansiaba estrecharse infantil, humilde y menesterosamente con los hombres, sus hermanos, y alejarse de sus tan ateos sentimientos y convicciones. Espléndida y subyugante le parecía ahora la llanura y el pequeño río con sus múltiples meandros estrechando fuertemente los jardines y praderas. Con espanto pensó en la morada que tenía entre las desnudas piedras de las desoladas montañas en que habitaba, y anheló poder vivir en esa apacible aldea. Con estos sentimientos, penetró en la iglesia que a esa hora estaba colmada de gente.
El cántico había concluido y el sacerdote iniciaba ahora su sermón acerca de los beneficios de Dios en la cosecha; de cómo su bondad a todos sacia y alimenta, de lo maravilloso que es al preocuparse por el género humano brindándole cereales para su sustento, de cómo el amor de Dios se comparte sin cesar mediante el pan que el divino Cristo había asido con sus manos en una cena que nunca pasará. Mientras la comunidad era instruida, la mirada del cazador se detuvo, primero en el fervoroso sacerdote, para posarse luego en una muchacha sentada al lado del púlpito, cuya distinción y gentileza la distinguían de todos los presentes. Era rubia y esbelta, sus ojos azules resplandecían con la más penetrante suavidad, su rostro transparente florecía con los más delicados colores. Nunca antes el corazón del joven había sido tocado de manera semejante, tan lleno de amor y tan apaciguado se sentía, tan henchido de los más serenos y reparadores sentimientos. Cuando el sacerdote dio la bendición, el joven se inclinó, llorando: las palabras santas lo habían hecho sentir como si una fuerza invisible penetrase en su ser y las sombras de la noche volvieran a hundirse en la más profunda lejanía. Al abandonar la iglesia, se detuvo bajo la copa de un gran tilo y con ferviente oración agradeció a Dios por haberlo librado una vez más y sin merecerlo del Espíritu Maligno.
Ese día la aldea celebraba la fiesta de la cosecha para la que todos estaban alegremente predispuestos. Los niños ataviados se divertían con los bailes y pasteles, los jóvenes enrumbaban hacia la plaza rodeada de arbolitos para celebrar la fiesta del otoño, los músicos asían y afinaban sus instrumentos. Por otra parte, Christian volvió una vez más al campo para recomponer su ánimo y proseguir con sus reflexiones. Hecho esto, regresó a la aldea cuando todos se encontraban ya reunidos para la celebración de la fiesta. También la blonda Elizabeth había asistido acompañada de sus padres. El forastero no demoró en mezclarse con la alegre multitud. Elizabeth bailaba. Entretanto, Christian no había tardado en trabar conversación con el padre, el cual era dueño de una gran finca y una de las personas más acaudaladas del pueblo. Parecía agradarle la juventud y la conversación del invitado desconocido; no pasó mucho tiempo y ya ambos habían acordado en que Christian debería ser iniciado por él en el arte y secretos de la jardinería. Esto el joven podía llevarlo a cabo, pues confiaba en que ahora sí le serían de utilidad los conocimientos y tareas que tanto había menospreciado en su pueblo natal.
Empezaba ahora una nueva vida para él. Se había iniciado con el dueño de la finca y la familia lo consideraba ya como uno de los suyos. Con su situación cambió también su comportamiento. Era bueno, obsequioso y siempre muy amable; tan diligente en su trabajo que muy pronto todos, pero en especial la hija, lo tuvieron en alta estima. El joven la veía ir con tanta frecuencia a la iglesia los domingos que un día le colocó en sus manos un precioso ramillete de flores que ella agradeció con ruborosa amabilidad. La echaba de menos cuando no la veía durante el día, si bien cuando se encontraban por la noche ella sabía contarle cuentos de hadas y divertidas historias. Cada vez era mayor la necesidad que sentía uno del otro, y los padres, que se habían percatado del hecho, no estaban en contra de ello, ya que Christian era el joven más apuesto y trabajador de la aldea. Ellos mismos, desde el primer momento, habían sentido en su corazón una corriente viva de amor y amistad por el muchacho. Medio año había transcurrido y Elizabeth era ya su prometida. Otra vez llegó la primavera; las golondrinas y el canto de las aves cerníanse sobre la tierra y el jardín lucía con sus más bellos atavíos. La boda se celebró con la mayor de las alegrías; en ella novia y novio aparecieron ebrios de felicidad. Entrada ya la noche, cuando ya estaban en su habitación, díjole el joven novio a su amada: "Tú no eres esa visión que hace tanto tiempo me subyugara en un sueño y que nunca he podido olvidar por completo, pero en verdad que me siento dichoso en tu compañía y bienaventurado en tus brazos".
Cuánto regocijo tuvo que sentir al cabo de un año la familia al verse acrecentada en número con una niña más a la que se le puso el nombre de Leonora. En ocasiones, Christian se mostraba algo severo con ella, pero no tardaba nunca en volverle su simpática jovialidad. Ahora apenas si pensaba en su vida anterior, pues se sentía con mucha paz y como si hubiera nacido en esa comarca. No obstante ello, pasados algunos meses, la imagen de sus propios progenitores se hizo de nuevo presente en sus pensamientos, e imaginó lo muy feliz que se pondría su padre cuando supiera de su reposado destino y de su condición de jardinero y campesino. Le angustiaba pensar que ellos pudieran haberlo olvidado después de tanto tiempo; su única hija le había hecho recordar la profunda alegría que son los hijos para los padres, por lo que resolvió finalmente preparar sus avíos para volver una vez más a su patria.
De mal grado tuvo que dejar a su mujer. Todos le desearon suerte al tiempo que se hacía al camino con la hermosa estación del año. No habían pasado más que unas horas desde su partida y ya sentía que algo lo laceraba: por primera vez en su vida sentía el dolor de la separación. Encontró feroces esas comarcas desconocidas que iba atravesando; era como si de pronto se hubiese extraviado en una soledad hostil. Pensó entonces que su juventud ya había terminado, encontrando a la postre una patria a la que pertenecía y en la que su corazón había echado raíces. Casi deploraba la frivolidad de los años pasados, resultándole muy deprimente tener que pasar la noche en posadas por él desconocidas; no comprendía por qué se había alejado de su esposa y de sus nuevos padres. De cualquier modo, a la mañana siguiente se hizo de nuevo al camino, si bien de mal humor y a regañadientes.
Su angustia aumentó conforme iba aproximándose a las montañas; las lejanas ruinas eran ya visibles y poco a poco se distinguían con mayor claridad, mientras numerosas cimas se erguían redondas por entre la niebla azul. El paso del joven se hizo temeroso; a menudo se detenía asombrado de su miedo, del estremecimiento que lo sacudía más y más a medida que iba avanzando. "Te conozco bien, Locura -exclamó-, a ti y a tus peligrosos encantos, pero habré de enfrentarlos con valentía. Elizabeth no es un vil sueño; sé que ella está ahora mismo pensando en mí, que me espera y cuenta con todo su amor las horas de mi ausencia. ¿Es que no estoy viendo erguirse ante mí los bosques como negros cabellos? ¿No me siguen con la mirada resplandeciente unos ojos desde el arroyo? ¿No veo acaso venir hacia mí los enormes miembros de las montañas?". Después de estas palabras, se tendió bajo un árbol para descansar, cuando vio a un anciano que a la sombra del mismo estaba contemplando una flor con la mayor de las atenciones; unas veces la exponía al sol, otras les daba sombra con sus manos y contaba sus pétalos como si se esforzara en grabársela en la memoria. Al aproximarse, le pareció tan familiar esa figura que muy pronto no le quedó duda alguna de que el anciano con la flor no era otro que su padre. Éste se le arrojó a los brazos con violenta alegría; se le veía muy contento aunque no sorprendido de volverlo a ver de modo tan repentino. "¿Vienes a mi encuentro, hijo mío? -dijo el anciano-. Sabía que te encontraría muy pronto, si bien nunca sospeché que tendría hoy mismo esa felicidad". "¿Cómo supo, padre, que me iba a encontrar?. "Por esta flor -respondió el viejo jardinero-. Durante toda mi vida he deseado verla, aunque fuera solo una vez, pero nunca hasta hoy la fortuna me había sonreído, ya que se trata de una flor muy rara que crece únicamente en las montañas. Me hice al camino para buscarte, pues tu madre murió y la soledad en casa se había tornado tortuosa y angustiante. No sabía qué dirección tomar hasta que decidí ir por las montañas, mientras el viaje se me hacía cada vez más triste. Fui buscando la flor por el camino pero no la encontraba por ningún lado, hasta ahora que la descubro de la manera más inesperada, aquí en donde la hermosa llanura empieza a extenderse. Por eso supe que pronto habría de encontrarte; ¡mira, pues, cuánta razón tenía esta encantadora flor!". Y, abrazándose nuevamente, Christian lloró por su madre muerta. Pero el anciano, tomándolo de la mano, dijo: "Vámonos, es mejor que nuestros ojos no contemplen más la sombra de las montañas. Siempre me han oprimido el corazón sus formas salvajes y afiladas, sus horrendas quebradas, las sollozantes aguas de sus arroyos. Vamos, vamos al encuentro de la llanura amable y piadosa".
En el camino de regreso, Christian volvió a sentirse muy contento; le iba hablando al padre de la nueva vida que llevaba, de su hija y de su nuevo hogar. Su propia conversación casi como que lo embriagaba; ahora que contaba su historia comprendía que tenía de todo para hacer su felicidad completa. Así fue que entre cosas alegres y tristes que se contaban hicieron su entrada en la aldea. Todos se alegraron de la pronta culminación del viaje, pero Elizabeth más que ninguno. El padre se instaló con ellos y unió su pequeña fortuna al patrimonio familiar, constituyendo así la familia más armoniosa y feliz que se viera en mucho tiempo. Los campos de cultivo crecían y el ganado se multiplicaba; en pocos años la hacienda de Christian se convirtió en una de las más considerables de la comarca, al tiempo que éste se convertía en padre de otros hijos.
De ese modo transcurrieron cinco años, hasta que un día llegó al pueblo un forastero que se hospedó en casa de Christian, ya que ésta era la más respetable del lugar. Se trataba de un hombre locuaz y muy amable que contaba muchas cosas de sus viajes, que jugaba con los niños y les hacía regalos, y por quien en poco tiempo todos sintieron mucho cariño. Tanto había sido de su agrado la comarca que decidió permanecer unos cuantos días en la aldea, pero que luego terminaron convirtiéndose en semanas y después en meses. A nadie le sorprendía cuánto tardaba en partir, pues ya todos se habían acostumbrado a él considerándolo como un miembro más de la familia. Pero ahora a Christian siempre se le veía sumergido en sus pensamientos; le parecía como si conociese de otro tiempo al viajero, y sin embargo no lograba recordar en qué lugar lo había visto antes. Tres meses pasaron hasta que por fin el forastero se despidió diciendo: "Queridos amigos, un destino maravilloso y extrañas expectativas me impulsan hacia las montañas vecinas, pues me ha hechizado una imagen encantadora a la que no puedo resistirme. Ahora los dejo y no sé si volveré donde ustedes. Tengo conmigo una suma de dinero que en sus manos estará tan segura como en las mías, por lo que les ruego me la custodien. Si al cabo de un año aún no he regresado, entonces pueden quedarse con ella, considerándola como una forma de agradecimiento de mi parte por la amistad que me han demostrado".
Dicho esto, el forastero partió quedándose Christian a cargo del dinero. Éste lo había guardado cuidadosamente para que después, de vez en cuando, se le viera contándolo con exagerada ansiedad, pues quería saber que nada faltaba, mientras imaginaba todas las cosas que podían hacerse con él. "Ciertamente que esta suma podría hacernos felices -díjole una vez a su padre-. Si el forastero no regresa, los niños y nosotros mismos estaremos para siempre resguardados". "Olvídate de eso -dijo el anciano-, que en él no se halla la dicha que hasta ahora, gracias a Dios, no nos ha faltado, y abandona de una buena vez esos pensamientos".
Ahora Christian solía levantarse por las noches y llamaba a trabajar a los peones inspeccionando él mismo las labores. Su padre llegó a temer que su exagerada diligencia pudiera perjudicar su salud y quebrantar sus fuerzas, de ahí que una noche el anciano fuese a su encuentro para aconsejarle que no se afanara tanto. Cuál no sería su asombro al encontrarlo sentado junto a una lamparilla contando una y otra vez las piezas de oro con el más grande de los celos. "Hijo mío -dijo el viejo con profundo dolor- ¡hasta qué punto has llegado! ¿Es que acaso ese maldito metal ha sido traído a esta casa para desgracia nuestra? Recapacita, querido mío, de lo contrario el Maligno Enemigo te consumirá en cuerpo y alma". "Tiene razón -dijo Christian-, ni siquiera yo mismo me entiendo ahora. No encuentro la paz en ningún momento del día. ¡Mire ahora cómo aparezco, el rojo resplandor ha penetrado en lo más profundo de mi corazón! ¡Escuche cómo resuena esta sangre de oro! Ella me llama cuando duermo, la oigo cuando tañe la música y el viento sopla, e incluso cuando la gente habla en las calles. Así como el sol brilla, del mismo modo veo esos ojos amarillos lanzándome guiños, mientras ansían decirme al oído y en secreto palabras de amor. De manera que ahora tengo que acudir todas las noches a su encuentro para satisfacer sus ímpetus de amor. Cuando toco el oro con mis dedos, siento en mi interior sus gritos de triunfo y alegría, y veo que de contento se vuelve más rojo y espléndido. ¡Mire cómo arden ahora las brasas de su encanto!". Llorando, el anciano tomó temblorosamente a su hijo en brazos, oró y dijo finalmente: "Christel, debes volver a la palabra de Dios, debes ir con más frecuencia y devoción a la iglesia, de lo contrario te consumirás y perecerás en la más triste de las miserias".
El dinero fue guardado de nuevo y Christian prometió cambiar y volver en sí, todo lo que tranquilizó al anciano. Había transcurrido ya un año o más desde que el forastero se marchase sin tenerse ninguna noticia de él; fue entonces que el viejo accedió por fin a los ruegos de su hijo, invirtiendo el dinero confiado en la compra de tierras y otras cosas más.
Muy pronto en la aldea empezó a hablarse de la riqueza del joven propietario que ahora lucía extraordinariamente feliz y satisfecho; el padre se alegraba de verlo tan jovial y contento: el miedo había desaparecido de su alma. Cuál no sería la sorpresa del anciano cuando una tarde Elizabeth, llevándolo a un lado, le contó entre lágrimas que ya no comprendía a su esposo: Christian hablaba ahora de forma tan extraviada -sobre todo en las noches-, tenía pesadillas, caminaba dormido por la habitación contando cosas extraordinarias que la mayoría de las veces la hacían estremecerse. Lo más terrible para ella era verlo alegre en las mañanas, pues su risa era salvaje e insolente, su mirada enigmática y extraviada. El padre no pudo sino espantarse conforme la afligida esposa continuaba su relato: "Siempre está hablando del a forastero y asegura haberlo conocido mucho antes que a nosotros, ya que el hombre en realidad es una doncella bellísima y maravillosa. Ya no quiere tampoco salir al campo ni trabajar en el jardín porque dice escuchar un gemido espantoso y subterráneo tan pronto como arranca una raíz; siempre anda sobresaltado y parece espantarse de todas las hierbas y plantas como si se trataran de fantasmas". "¡SantoDios! -exclamó el padre-. ¿No es eso acaso producto de esa terrible codicia que se ha afincado tan fuertemente dentro de él? ¿O es que su encantado corazón ha dejado de ser humano para convertirse en gélido metal? Quien ya no ama las flores, ha perdido el amor y el temor de Dios".
A la mañana siguiente padre e hijo salieron a dar un paseo en el que aquél repitió lo que había escuchado de labios de Elizabeth, exhortándolo a que tuviera mayor devoción y a que dedicara su espíritu a la reflexión de los temas sagrados. Christian dijo: "Enhorabuena, padre; así me sentiría mejor y las cosa marcharían bien. He podido olvidar por mucho tiempo, por años diría, la verdadera forma de mi alma y al mismo tiempo llevar con facilidad una vida distinta. Pero de pronto el astro reinante, que soy yo mismo, se levanta como luna nueva en mi corazón y consigue derrotar al extraño poder. Pude haber sido realmente feliz, pero sucedió que en una noche muy extraña un signo misterioso y resplandeciente se introdujo a través de mi mano hasta lo más profundo de mi alma. Por lo general, la mágica silueta duerme y reposa; incluso a veces creo que se ha marchado, pero de pronto brota como un veneno moviéndose en todas las direcciones. Después, sólo me quedo sintiéndola y pensando en ella, para que a la postre todo termine transformado, o muchas veces devorado, por esa figura. Así pues, como el demente se horroriza con la visión del agua y el veneno se hace más ponzoñoso dentro de él, del mismo modo me sucede con toda figura angulosa, con cada línea, con cada brillo; lo que hace que mi alma y mi cuerpo se espanten. Así como mi espíritu la recibió a través de un sentimiento exterior, de la misma manera, penosa y arduamente, quiere arrojarla fuera de sí para estar libre de ella y recuperar por fin su paz".
"Una estrella malaventurada es la que te ha arrancado de nosotros -dijo el anciano-. Naciste para llevar una vida tranquila. Tu espíritu siempre estuvo inclinado a la paz y a la vida con las plantas, hasta que tu impaciencia te llevó a la compañía de las piedras salvajes; las peñas, los desgarrados riscos con sus formas escarpadas te trastornaron el alma, sembrando en ti el devastador hambre del metal. Siempre debiste guardarte y cuidarte de la visión de las montañas, y precisamente fue eso lo que traté de inculcarte, pero por desgracia no dio resultado. Tu humildad, tu paz y tu espíritu infantil han terminado sepultados por la obstinación, la impetuosidad y la petulancia que ahora demuestras".
"No -replicó el hijo-, recuerdo claramente que fue una planta la que me hizo conocer por primera vez la desdicha de toda la tierra; es desde entonces cuando recién entiendo los gemidos y las quejas que en toda la naturaleza son perceptibles por doquier y que sólo escucha aquel que lo desea. En las plantas, hierbas, árboles y flores, nace y se agita dolorosamente una llaga enorme; ellos no son más que el cadáver de pétreos mundos anteriores y magníficos que muestran a nuestros ojos la más terrible putrefacción. Recién ahora comprendo que eso fue lo que quiso decirme aquella raíz con ese gemido profundo y sostenido que, extraviada en su dolor, terminó revelándomelo todo. Por eso las plantas están irritadas conmigo y me acechan; quieren apagar esa silueta dorada y fulgurante en mi corazón y conquistar mi alma en cada primavera con su deformado y fúnebre amor. Ilícita y alevosa es la forma como te han embaucado, anciano, ya que han tomado total posesión de tu espíritu. Anda, pregúntale a las piedras y te asombrarás cuando las escuches hablar".
El padre lo miró largamente y ya no pudo responderle. Sin hablar, retornaron a casa y al anciano le tocó espantarse de la alegría de su hijo, pues la encontraba sumamente extraña, como si de él, lo mismo que de una máquina, emergiera un espíritu torpe y desmañado.
La fiesta de la cosecha iba a celebrarse nuevamente; la comunidad entera se dirigió a la iglesia al igual que Elizabeth y sus dos hijos para participar en el oficio religioso. También su esposo se dispuso a acompañarlos, pero cuando llegaron al atrio éste dio media vuelta y salió de la aldea sumergido en sus pensamientos. Fue a sentarse en lo alto de una colina desde donde contempló nuevamente los tejados humeantes del pueblo; podía oír el cántico y el sonido del órgano que provenían de la iglesia mientras observaba a los niños bien vestidos que jugaban y bailaban en el verde césped. "¡Cómo he perdido mi vida por un sueño! -se dijo a sí mismo-. Han pasado ya muchos años desde que bajé a donde están los niños. Los que entonces allí jugaban son los mismos que ahora se hallan muy serios en la iglesia. Recuerdo muy bien aquella ocasión en que entré por primera vez a ese templo, en especial a Elizabeth, y ahora veo que ella ya no es la muchacha infantil y floreciente de entonces: su juventud se ha desvanecido. Ya no puedo buscar ansiosamente la mirada que sus ojos en un tiempo poseían. De ese modo he desperdiciado irresponsablemente un destino elevado y eterno por otro temporal y perecedero".
Lleno de nostalgia, se internó ene e bosque más próximo, perdiéndose muy pronto en la espesura de sus sombras. Le rodeaba una quietud estremecedora; no había ráfaga de aire que siquiera remeciese el follaje. Fue entonces que a la distancia vio acercársele un hombre en el que creyó reconocer al forastero. Se espantó, pues el primer pensamiento que le vino a la mente fue que éste le reclamaría el dinero que había dejado en custodia. Pero cuando la figura estuvo más cerca pudo comprobar que se había equivocado por completo, pues no eran tales los rasgos que creía haber reconocido. Se trataba, más bien, de una vieja de la más horrible de las fealdades que se le aproximaba vestida con repugnantes harapos, con un pañuelo deshilachado sujetando su escaso cabello gris, y que cojeaba sosteniéndose en una muleta. Se dirigió a Christian con espeluznante voz, preguntándole su nombre y por su condición. Éste le respondió con mucho detalle y luego le preguntó quién era ella. "Se me conoce como la Dama del Bosque -dijo- y todos los niños han oído hablar de mí. ¿Acaso tú no?", y con estas palabras continuó su camino. Christian creyó reconocer entre los árboles el velo dorado, la magnificencia de su paso, la sólida constitución de sus miembros. Quiso darle alcance, pero sus ojos ya no pudieron encontrarla.
De pronto algo que brillaba hizo que dirigiese su mirada sobre el verde césped. Al inclinarse para recogerlo, vio que se trataba de la misma tabla mágica incrustada con una abigarrada pedrería, y siempre de una extraña silueta, que perdiera hace tantos años. El objeto y las luces multicolores impresionaron con la fuerza más viva todos sus sentidos. Asió fuertemente la tabla como para convencerse de que de nuevo la tenía entre sus manos y se apresuró a volver con ella a la aldea. Cuando el padre le salió al encuentro, Christian se dirigió a él, exaltado: " Mire, aquello de lo que yo le hablaba tanto y que creía haber visto sólo en sueños, existe realmente y ahora me pertenece". El anciano contempló largamente la tabla y dijo: "Hijo mío, en verdad mi corazón se estremece ahora que contemplo la forma de estas piedras y que adivino el cruel significado de su constitución. Mira, pues, cuán fríamente centellean; qué feroz mirada nos lanzan, sanguinaria como los ojos rojos del tigre. Arroja esa criatura que te hace tan frío y tan cruel y que te petrifica el corazón:
Mira cómo las tiernas flores brotan, cómo ellas por sí mismas se despiertan y te sonríen dulcemente como niños bellos en sus sueños. Al dorado sol su color jugando han vuelto y su beso cálido reciben como al máximo placer. Y se consumen por los besos y en tristeza y en amor perecen y en quieta humildad se agostan las que dulce rieron en un tiempo. Ésta es pues su mayor dicha; en el amado consumirse, en la muerte florecerse, ir muriendo en dulce pena. Y con júbilo derraman su fragancia, el espíritu. embriagándose los aires con balsámico deleite. Y el amor al humano corazón vuelve templando ahora sus doradas cuerdas, y dice el alma animosa: siento lo que es más bello, lo que yo aspiro, nostalgia, pena, pesares del amor.
Y se fue rápidamente. En vano se esforzó el anciano en retenerlo; muy pronto sus ojos lo perdieron de vista. Después de varias horas y tras muchos esfuerzos, el padre llegó a la bocamina donde halló unas huellas impresas en la arena. Llorando, rehizo sus pasos con la convicción de que su hijo había enloquecido, hundiéndose en los abismos y en los antiguos torrentes del lugar.
Desde entonces se le veía siempre afligido y con el rostro bañado en lágrimas. Todo el pueblo lamentaba la suerte del joven propietario. Elizabeth estaba inconsolable, sus hijos lo lloraban a viva voz. Medio año después murió el anciano y los padres de Elizabeth no tardaron en seguirlo, teniendo que administrar ella sola la gran hacienda que poseía. Sus muchos negocios mitigaron un tanto el pesar que la afligía, la educación de sus hijos y la administración de sus bienes apenas si le dejaron tiempo para estar a solas con su dolor. Después de dos años se hallaba tan decidida a contraer nuevamente matrimonio que dio su mano a un hombre joven y muy alegre que la había amado desde la juventud. Sin embargo, las cosas tomaron muy pronto otro cariz. El ganado murió, los sirvientes y peones se volvieron desleales, los graneros llenos de fruta fueron consumidos por el fuego, la gente de la aldea huyó con el dinero que se le había confiado. Al poco tiempo la finca se vio obligada a vender algunos campos y tierras de cultivo, para que después un nuevo año de escasez y encarecimiento de la vida la pusiera una vez más en apuros. Daba la impresión de que el dinero, que había sido adquirido de forma tan maravillosa, buscase ahora emprender la fuga por todos los medios. Mientras, el número de hijos iba en aumento y Elizabeth y su esposo lenta e inadvertidamente empezaban a desesperar. A éste, tratando de olvidar los problemas, se le dio por beber grandes cantidades de fuerte vino que lo volvieron irascible y malhumorado, lo que hacía que Elizabeth se lamentara todo el tiempo y con amargo llanto de su miseria. Hasta tal punto cambió su suerte que incluso sus amigos del pueblo terminaron por alejarse de ellos, viéndose algunos años después completamente abandonados, con la única preocupación de ir sobreviviendo semana tras semana.
Ahora apenas si les quedaba una vaca y unas cuantas ovejas que a menudo la misma Elizabeth y sus hijos apacentaban. Un día se hallaba Elizabeth trabajando en el campo con Leonora y con un niño en su pecho cuando distinguió a lo lejos una figura extraña que se les aproximaba. Era un hombre descalzo y con las ropas desgarradas, su rostro estaba tostado por el sol y unas hirsutas y luengas barbas lo desfiguraban aún más. Su cabeza no llevaba ningún abrigo, tan sólo una corona de verdes hojas trenzándose con sus cabellos que hacían más extraño e incomprensible su aspecto salvaje. A sus espaldas transportaba un saco fuertemente atado en el que al parecer había una carga muy pesada; su paso era lento y se apoyaba en un pequeño pino que le servía de bastón.
Cuando estuvo más cerca, dejó su bulto en el suelo y respiró profundamente. Dio buenos días a la mujer, la cual se había asustado de su aspecto lo mismo que la niña, que ahora corría a arrebujarse contra las faldas de su madre. Luego de haber descansado un poco, el extraño dijo: "Vengo de hacer un peregrinaje muy fatigoso por las montañas más escabrosas de la tierra, pero vengo al fin con los tesoros más maravillosos que sólo la imaginación puede alcanzar y el corazón desear. ¡Miren aquí y maravíllense!", y abriendo el saco vació su contenido. Estaba lleno de pedernales y de pedazos grandes de cuarzo y otras piedras más. "Lo único que ocurre -continuó diciendo- es que estas joyas no han sido frotadas ni pulidas, y por eso es que no lo parecen tanto. Su vivo fuego y brillo están asentados aún en lo más profundo de su corazón. Pero se trata sólo de sacarlos fuera, ya que ahora están aterradas al ver que su disfraz ya no les es de ninguna utilidad. Recién entonces se puede ver lo niñas que ellas son". Luego, tomó una piedra muy dura y la golpeó violentamente contra otra haciendo saltar chispas de ellas. "¿Vieron qué brillo? -exclamó-. Estas joyas son luz y puro fuego que iluminan lo sombrío con su risa; lo que sucede es que aún no lo hacen de propia voluntad"; y diciendo esto las volvió a meter con mucho cuidado en el saco, cerrándolo después fuertemente. "Te conozco muy bien -dijo, con melancolía-. Tú eres Elizabeth". La mujer se espantó. "¿Cómo es que sabes mi nombre?", preguntó, temblando intensamente. "Oh, Dios mío -dijo el desdichado-. Yo soy Christian, ese cazador que un día llegó a tu hogar; ¿es que ya no me reconoces?"
Ella no supo qué decir con todo el miedo y la profunda compasión que en esos momentos sentía. El hombre se lanzó a sus brazos y la besó, al tiempo que Elizabeth exclamaba: "Oh Dios, mi esposo ha regresado!".
"Tranquilízate -dijo él-, es mejor que para ti siga como si estuviera muerto. Allá en el bosque me está aguardando mi hermosura, la Prodigiosa, la que se cubre con el velo dorado. Ah, pero ésta es Leonora, mi hija más amada. Ven aquí, amor mío, y dame un beso, sólo uno, que quiero sentir una vez más tus labios sobre los míos. Luego las dejaré".
Leonora lloraba apretada contra su madre quien entre lágrimas y sollozos estaba medio vuelta al caminante que la atraía hacia sí, hasta que éste la tomó entre sus brazos estrechándola fuertemente contra su pecho. Luego, continuó su camino en silencio, para que después ellas lo vieran conversar en la espesura de los árboles con la aterradora Dama del Bosque.
"¿Qué les pasa?", preguntó el esposo cuando vio bañados en lágrimas los pálidos rostros de madre e hija. Ninguna quiso responderle.
Desde entonces nadie volvió a ver al desdichado. V