EL EXTRAÑO ERROR
DE WILLIAM MILLER
Capítulo 10
MÁS REMINISCENCIAS
Clara Endicott Sears, 1924
Tomado de The
Ellen White Web Site
"When shriveling like a parched scroll,
The flaming heavens together roll,
And louder yet and yet more dread,
Resounds the trump that wakes the dead!"
- Himno Millerista
La mayoría de los pueblos y aldeas en la parte occidental
del Massachusetts eran semilleros del millerismo, y cada uno tuvo su propia
experiencia mientras esperaba el fin de todas las cosas terrenales.
Westford, encaramado sobre una alta loma de rocas graníticas,
guarda un recuerdo de lo más vivo de la última noche del
gran engaño. El Sr. John Fletcher, miembro de una de las más
antiguas familias allí, hizo a la autora un relato vívido
de esa noche, que él oyó en su niñez de su padre,
que no era creyente en la doctrina del profeta Miller, pero estaba profundamente
interesado como observador, y fue testigo de todo lo que les sucedió
a los seguidores de Miller en Westford.
En ese lugar, el principal lugar de reunión de
los Milleristas era una excelente mansión antigua que daba frente
al césped del sitio donde ahora se levanta Fletcher Memorial Library.
El dueño era un hombre llamado Bancroft, y él y su familia
eran tenidos en gran estima por la gente del pueblo. Se comentaba mucho
que ellos, la familia Leighton, y la de los Richardson, todos gente acomodada
con cierta educación, hubiesen caído tan completamente bajo
el influjo del engaño, pero lo hicieron con gran entusiasmo y fe,
y la casa Bancroft se llenaba a reventar con gran número de personas
tan engañadas como ellos. En Westford, cada uno de los creyentes
era un creyente ardiente. No había una sola alma tibia entre ellos.
De acuerdo con el padre del Sr. Fletcher, muchos de ellos tenían
listas túnicas blancas, y cada uno de ellos oraba en voz alta, y
cantaba en voz alta, y gritaba a voz en cuello; y en esta última
noche los incrédulos que no estaban levantados para ver lo que iba
a suceder, se quedaron despiertos escuchando el tumulto y el ruido que
salía de la mansión Bancroft.
Había un hombre que vivía cerca, y que era
generalmente conocido por "El Loco Amos." Era un poco adicto a la bebida,
y uno de esos extraños personajes que a veces se encuentran en los
distritos rurales. Poseía un cuerno enorme, y sucedió que,
mientras estaba en su cama escuchando el sonido de las voces que subían
y bajaban como las olas de una marea que se acercaba, de repente un pensamiento
le pasó por su aturdido cerebro, y saltando de su cama, se vistió
apresuradamente, y tomando su cuerno, se puso sobre el césped, y
sopló en su cuerno, lanzando un terrible trompetazo en dirección
de la casa. Los pobres fanáticos engañados, que ahora se
habían congregado en la casa Bancroft para esperar el terrible llamado
del Santo Ángel Gabriel, oyeron el sonido y, por un momento, un
silencio como de muerte le sobrevino al gentío; entonces, con una
gran exclamación de exaltación, se lanzaron a una tumultuosamente
fuera de la casa y sobre el césped, apretujándose y empujándose
los unos a los otros en un frenético esfuerzo por conseguir una
posición ventajosa desde la cual poder ser fácilmente "arrebatados
en el aire".
Cuando llegaron al césped, miraron a su alrededor
perplejos, escudriñando los cielos, mirando primero al este, luego
al norte y al sur, después al oeste, y para su asombro, no pudieron
ver nada raro en el cielo nocturno. Entonces, de pronto se dejó
oír otro terrible trompetazo de un cuerno - fuerte y claro - y el
eco reverberó.
Al unísono, se elevó un gran grito - "¡ALELUYA!
¡ALELUYA! ¡GLORIA A DIOS!", y creyendo que había llegado
el cumplimiento de la profecía, se esforzaron en mirar hacia arriba,
escrutando los cielos de nuevo, esperando ver aparecer en cualquier momento
la hueste angélica, y alzaron sus brazos por encima de sus cabezas
en ademán de oración y súplica. Luego sonó
una fanfarria regular, y uno de ellos observó al vecino "El Loco
Amos" soplando su cuerno como si su vida dependiera de ello.
Una apagada exclamación de consternación,
mezclada con ira y resentimiento, escapó de los labios de los humillados
entusiastas, que se retiraron a la casa nuevamente llenos de confusión,
agotados y temblando por el alto grado de éxtasis que habían
alcanzado por espacio de algunos supremos instantes, y por una sensación
de vergüenza por haber sido embaucados de esa manera, mientras se
tapaban los oídos con las manos para no oír las pullas y
las mofas de "El Loco Amos," que les gritaba: "¡Estúpidos!
¡Vayan a cavar la tierra en busca de patatas, porque el Ángel
Gabriel no va a cavar la tierra por ustedes!".
Todo el lugar se conmocionó con el incidente. Algunos
se dieron palmadas en sus costados, y se rieron a carcajadas por la frustración
de los engañados milleristas, mientras otros sacudieron la cabeza,
y sintieron lástima por ellos, y deploraron la acción del
"loco Amos".
Los miembros de la familia Richardson habían escapado
a la ignominia que habían sufrido estos otros, porque esa misma
mañana habían ido a Littleton, que quedaba a sólo
unas pocas millas de distancia, para ascender con la familia Hartwell,
con la cual estaban emparentados. Antes de esto, habían dispuesto
de todas sus propiedades, regalando todos sus muebles, sus vacas, herramientas
de labranza, y dinero, creyendo que ya no necesitarían más
nada que perteneciera a la vida en esta tierra. Cuando llegaron a la casa
de la familia Hartwell, encontraron que un gran gentío se había
reunido allí y que la casa estaba llena. Había un buen número
de niños que habían ido a acompañar a sus padres.
Uno de éstos, ahora un hombre de edad, hizo a la autora un relato
de lo que sucedió.
"En este lugar de reunión, la gente estaba callada
y solemne. El peso del juicio inminente se sentía pesadamente sobe
ellos, causando largos períodos de silencio entremezclados con temblores
nerviosos. Los mayores sostenían sus Biblias sobre las piernas y
trataban de leer, pero de vez en cuando se hablaban el uno al otro en susurros,
y los niños les oían decir: 'Seguramente ocurrirá
antes de que amanezca, quizás poco después de medianoche.'
Los niños se acurrucaban juntos en las esquinas, sus pequeños
corazones encogidos de temor. Se echó paja sobre el piso de manera
que los que lo deseaban pudieran acostarse y descansar. Uno o dos lo hicieron,
pero la mayoría de las personas se sentaba en sillas y sobre bancas,
completamente despiertos y vigilantes.
"Al transcurrir la noche, los niños, que estaban
agotados por la tensión nerviosa, uno por uno se acurrucaron en
el piso y se sumieron en un sueño intranquilo. Los mayores, notando
esto, intercambiaron miradas y enarcaron las cejas, pero no dijeron nada.
Se sentaban inmóviles, escuchando, y esperando el fin con el pulso
acelerado ...
"Como a mediodía del día siguiente, la
familia Richardson, completamente frustrada y y desilusionada, buscó
el camino a su casa. Era un pequeño grupo empobrecido y descorazonado,
su carreta tirada por un viejo caballo que se veía tan desamparado
como ellos. Cuando llegaron a cierto lugar cerca de la cima de la colina,
desde la cual podían contemplar su granja, vieron a dos o tres de
sus parientes más cuerdos recogiendo las cosechas que habían
sido dejadas en el abandono porque ellos habían creído realmente
que nunca más la necesitarían. Un vecino amable de un pueblo
cercano visitó a todos aquéllos a quienes habían regalado
su dinero atolondradamente, y les rogó que se lo devolvieran a estas
desafortunadas víctimas del engaño. Algunos de ellos cumplieron
con la petición, pero uno o dos rehusaron".
Una curiosa afirmación hecha por un converso de
la doctrina durante una reunión que tuvo lugar en Springfield en
este tiempo mostrará cómo convirtieron el abandono de las
cosechas en un acto de fe.
"En la primavera de ese año". se ufanó,
"mi
esposo no había visto la luz todavía, y plantó sus
campos. Pero ahora él ha encontrado al Señor, y la maleza
está más alta que el maíz. ¡Gloria a Dios!".
(Contado a Frederick L. Avery, de Ayer, Massachusetts, por la ex-seóra
de Eastman, de Springfield, Massachusetts, que recordaba incidentes que
sucedieron en esa ciudad y de los cuales ella tuvo conocimiento personal).
De acuerdo con la Sra. Rose P. Preston, de Fair Haven,
Vermont, muchos de los habitantes de esa localidad rural cortaron sus huertos
de manzanos.
En Groton, Massachusetts, la tensión estaba en
su punto culminante. Este pueblo era la patria chica del Pastor Boutelle,
pero, como él, un buen hombre, estaba corriendo de un lado para
otro con el mensaje todo el tiempo, la dirección estaba en manos
de Benjamin Hall, un fanático jactancioso, que ostensiblemente era
un seguidor de William Miller, pero que en realidad diseminaba algunas
teorías propias que estaban en completo desacuerdo con la doctrina
de Miller, con el resultado de que la confusión de ideas en relación
con lo que se anunciaba casi distraía a los que esperaban el fin.
Groton había adquirido alguna reputación como centro de rebelión
de los credos ortodoxos, y algunos años antes, en 1840, había
sido sede de una convención de seguidores de William Miller y de
Los Disidentes. Había llamado la atención del público,
y cierto número de personas había ido allí, mayormente
por curiosidad, para enterarse de en qué basaban sus teorías.
Entre otros estaban Theodore Parker, A. Bronson Alcott, Georges Ripley,
famoso por la Granja Brook, y Christopher P. Cranch, de Newton, que había
llegado caminando desde Concord. Desde entonces, los Milleristas habían
excedido con mucho a los Disidentes en número, y muchos de los hombres
más prominentes del lugar habían sucumbido al engaño
de que el fin de todas las cosas había llegado.
El edificio principal donde las reuniones Milleristas
tenían lugar se levantaba sobre el sitio de lo que es ahora el Parent´s
Club House de la Escuela de Groton. (Escuela Episcopal de Saint John. Director:
Reverendo Endicott Peabody). El edificio era una estructura de aspecto
extraño que estaba dividido en dos partes, una para los varones
y la otra para las mujeres. Alrededor del edificio había casas dispersas,
donde ahora están situados los edificios de la Escuela Groton, y
estaban ocupadas por milleristas, y a ellas se les llamaba invariablemente
la "Comunidad".
El Sr. Phineas Harrington, de Groton, que había
nacido en 1827, proporcionó a la autora los siguientes items:
"Los milleristas también tenían uin lugar
de reunión a mano izquierda bajando hacia Willowdale, y era llamado
por los 'burladores' la capilla Renacuajo, porque el terreno allí
era pantanoso. Había cultos los domingos todo el día, y la
gente traía su comida. Llegaban en todo tipo de vehículos.
Unos bueyes tiraban de un trineo cargado con personas, hombres, mujeres,
y niños, que iban a pasar el día fuera de su casa, lloviera
o tronara.
"El Sr. Pullman mandaba su yunta de bueyes a recoger
a cualquiera. Tenía reuniones en su propia casa en West Groton,
la que ahora está ocupada por James Hill. La gente llenaba todas
las habitaciones de la planta baja. En el día final, sacó
a su propia familia al campo con la yunta de bueyes. La gente se reía
y decía: ''¡Cómo! ¿Se va Ud. a llevar también
esos excelentes bueyes?'".
¡Cuán despiadados eran los "burladores" con
sus pullas y sus mofas!
La Sra. Ellen A, Barrows, de Groton, también tiene
recuerdos de aquellos días, que revelan el alcance del engaño.
Ella recuerda claramente que su madre la envió a la "Comunidad",
una semana antes del esperado fin, a tratar de conseguir que una muchacha
que vivía allí viniera a "ayudar" en la cocina. "El hombre
que guiaba el caballo", le dijo la Sra. Barrows a la autora, "afirmaba
que era una tontería ir allí porque todos estaban listos
para 'subir', y que estaban haciéndose túnicas, y todo eso.
Cuando toqué el timbre, una mujer pálida de rostro asustado
vino a la puerta, y en respuesta a mi pregunta de si tenía una hija
que pudiera ir a ayudar a mi madre, contestó: 'Lo siento mucho,
pero he llamado a mi hija a casa para que prepare su alma para el gran
cambio que viene. El tiempo se termina y vamos a abandonar la tierra'.
Yo dije: '¿Cómo se van a ir?' Ella contestó: 'El Señor
se llevará al cielo a todos los buenos que estén preparados,
y el mundo será destruído'. Yo dije: '¿Puede su hija
venir a mi casa por una semana si esto no sucede?' ¡A pesar de ser
tan joven, nunca olvidé su mirada horrorizada y las lágrimas
que llenaron sus grandes ojos azules!".
La Sra. L. E. Starr, de Pepperell, proporciona un curioso
relato de lo que sucedió en su propia familia.
Su abuelo, Aaron Mason, vivía entonces en una bella
y antigua casa conocida ahora como el Hospital Groton. Era un ardiente
seguidor del Profeta Miller, y en una de las ocasiones en que éste
último pronunciaba una conferencia en Groton, este buen hombre asentía
en voz tan alta a todo lo que el profeta decía, y repetidamente
exclamaba "¡Amén!" en un tono de voz tan retumbante, que los
muchachos le pusieron por sobrenombre "Gabriel Mason" porque afirmaban
que la trompeta del Ángel no sonaría más fuerte de
lo que lo hacía su voz durante las reuniones. Su esposa tenía
algunas dudas vagas, pero su hija estaba igualmente convencida de la verdad
de la profecía, y la Sra. Lizzie Davis, que vivió en Groton
la mayor parte de su vida y ahora tiene ciento tres años de edad,
confeccionó una túnica de ascensión para la hija de
Aaron Mason, y también una para que se la pusiera el amigo de la
hija cuando llegara el gran momento. La autora ha conocido a la Sra. Davis
por años, y ha conversado con ella cierto número de veces
acerca de las circunstancias, y esta querida y anciana señora le
ha explicado que "la hija de Aaron Mason tuvo que contentarse con una tela
de algodón blanco que tenía un diseño de una ramita
negra, porque toda la tela blanca sencilla disponible allí se había
vendido a otras personas para la confección de túnicas, pero",
afirmó ella, "no se podían ver las ramitas a cierta distancia,
así que no importaba".
Cuando llegó el día, la familia Mason decidió
ir a la "Comunidad" para ir al cielo con sus amigos, pero temprano por
la mañana la Sra. Mason, que ostensiblemente era una firme creyente,
todavía se aferraba a ciertos elementos de cautela, y dijo que antes
de ir "le parecía que debería hacer algo de pan".
Su esposo se molestó sobremanera por la observación
y dijo que era inútil hacer pan puesto que el mundo estaba llegando
a su fin. "Sí", replicó ella, asintiendo lentamente con la
cabeza, "pero, ¿supón que no suceda?"
Al oír esta sugerencia, Aaron Mason se puso extremadamente
furioso, y allí mismo le prohibió que hiciera ningún
pan. "Pero". dice la Sra. Storr, "ella siempre horneó algo de pan
a escondidas, y lo puso en el aparador, de manera que, cuando regresaron
a la mañana siguiente, ella tenía algo para darle en el desayuno,
y después de la terrible excitación de esperar el fin y ver
que no llegaba, Dios sabe que él tenía el hambre suficiente
para comerlo".
La incapacidad para apreciar plenamente el inspirador
pensamiento del Día del Juicio era lastimosamente evidente por todas
partes. La mayoría de los cerebros no pudieron registrar el hecho;
estaban llenos de confusión. El profeta Miller y el pastor Boutelle,
así como algunos de los hermanos más espirituales, contemplaban
con gozo y reverencia la esperada Segunda Venida del Salvador. Debe decirse,
sin embargo, que en la mayoría de los casos - ciertamente en todos
los distritos rurales - esta expectación estaba tan envuelta en
misterio que la destrucción de la tierra y el mal que había
en ella, y la expectación de ser súbitamente arrebatados
en el aire con amigos y parientes, tenía prioridad sobre toda otra
consideración. Si la experiencia no mostraba nada más, sí
revelaba cuán imposible es para la mayoría de las mentes
humanas despojarse de conceptos materiales. Así, la Srta. Betsy
Farnsworth - "tía Betsy", como siempre la llamaban en Groton - sintiéndose
muy confundida por todo lo que le habían dicho en relación
con lo que estaba a punto de suceder, y estando en extremo nerviosa, declaró
finalmente que iba a prepararse para cualquier cosa, sin importar lo que
fuera, y a continuación se compró una costosa dentadura postiza,
se confeccionó una túnica de ascensión, y, cuando
fue a la "Comunidad" para irse al cielo con los demás, llevó
con ella un paraguas verde de seda, presumiblemente para usarlo como paracaídas
si fuese necesario. La pobre había regalado la mayor parte de sus
posesiones, pero afortunadamente la recuperó más tarde.
Estimados y curiosos personajes, ¿dónde
podría encontrarse alguien hoy día que reaccionara tan ingenuamente
a la expectativa de una experiencia tan avasalladora? Esto sólo
podría compararse parcialmente con un relato hecho a la autora por
la Srta. Marion R. Sawyer, de Rockville, Long Island, acerca de una anciana,
que ahora vive con ella, la hermana de cuyo esposo tenía su casa
en Edentown, New Jersey, por el tiempo de la gran excitación sobre
el inminente fin del mundo. Esta anciana, habiendo escuchado toda suerte
de especulaciones en cuanto a lo que con toda probabilidad sucedería,
y habiendo oído los puntos de vista de varios autonombrados predicadores,
pero encontrando poco a qué aferrarse con certeza, decidió
seguir sus propias impresiones, y la noche antes del esperado fin "se lavó
el cabello con gran cuidado, y a la mañana siguiente se puso una
muda de ropa completamente nueva para estar escrupulosamente limpia, y
pasó la noche entera orando por su familia entera, y para que su
vida futura fuera casi una continuación de su vida en la tierra".
Éstos son con certeza casos individuales, pero
sirven para subrayar las limitaciones de la visión espiritual que
tienen hasta personas buenas y concienzudas.
Diferentes tipos de mentes son afectadas de manera diferente.
Algunas pobres almas, oyendo hablar mucho de "ser arrebatados en el aire",
y no pudiendo entender cómo podría ocurrir una cosa así,
compraron grandes canastas de las que se usan para ropa de lavandería,
e hicieron planes para sentarse en ellas cuando llegara el momento. La
Srta. Lucy C. Hazelton, de Hampton, New Hampshire, corrobora esto en una
carta dirigida a esta autora. "Nací en Hampton", escribe, "y he
oído a mis parientes hablar de una compañia de Milleristas
vestidos de blanco que tenían canastas en las cuales ir al cielo.
Oí también que estas personas fueron a Hampton Hill y se
quedaron allí todo el día." De acuerdo con la misma carta,
regresaron después de anochecer, arrastrando las canastas tras ellos.
Debe recordarse que había una buena razón
para toda la confusión de ideas que preocupaba las mentes de tantas
personas en los distritos rurales. No había diarios ni entregas
gratis de éstos a domicilio para mantener a los que vivían
en poblados apartados o en granjas solitarias en contacto con los grandes
centros del mundo exterior. Un semanario o dos quizá llegaban a
algunos afortunados individuos, y ellos a su vez los pasaban a sus vecinos
- en el mejor de los casos un lento procesooo de impartir noticias. En esta
ocasión, sin embargo, cada poblado estaba inundado de literatura
que anunciaba el inminente fin del mundo y las teorías relacionadas
con él, muchas de las cuales eran demasiado complejas para que las
comprendiera la mente humana promedio. Más que eso, la educación
general no estaba tan disponible como ahora, y había muchos granjeros
y sus familias que no podían descifrar el difícil sueño
del rey Nabucodonosor ni la interpretación de William Miller de
las profecías de Daniel. Todo lo que entendían era que el
mundo estaba llegando a su fin, y actuaban de acuerdo con su capacidad
mental para absorber un pensamiento tan devastador. El efecto de esto sobre
algunas de las mentes menos adiestradas fue extraordinario. Por ejemplo,
John F. Wilson, de Rutland, Vermont, conocía personalmente a un
hombre que se fabricó un par de alas, "y al acercarse el momento,
se subió al granero, y al sonar la hora, se lanzó a volar,
pero terminó en el suelo a pocos pies del granero y con una pierna
rota. Este hombre después llegó a ser diácono en una
iglesia ortodoxa y era muy respetado en la comunidad cuando yo lo conocí".
Este acto de saltar desde lugares altos prevalecía
mucho. George Newhall, de Swampscott, cuenta de otro caso. "Recuerdo muy
bien", escribe, "haber oído a mi madre contar acerca de la carpa
en el potrero para caballos en North Salem, cerca de donde nosotros vivíamos
en aquél tiempo. Recuerdo un incidente en particular que ella decía
que ocurrió en esos días. Un hombre de nombre Chase (lo conocí
bien años después) parecía muy excitado y entusiasmado
por el Millerismo. Se subió a un árbol como a treinta pies
de altura y saltó. Por fortuna para él, aterrizó sobre
una gran parra de bérbero que le salvó la vida. Yo conocí
a varias familias de Milleristas. Una de ellas era la Glidden y otra era
la Hambler".
Una corresponsal de Worcester contribuyó con un
incidente aún más lastimoso pero ridículo, que mostraba
la condición de las pobres mentes desviadas que quedaron, al menos
temporalmente, desequilibradas por el engaño.
"Un hombre", escribe ella, "(no usaré nombres,
pues puede que a sus descendientes no les guste que los use) se puso unas
alas de pavo, se subió a un árbol, y oró para que
el Señor le llevara al cielo. Trató de volar, cayó,
y se rompió el brazo... Recuerdo bien a mi padre y a mi madre hablando
de ello. Recuerdo oírles decir que algunos se volvieron locos por
el engaño".
Como se dijo más atrás, las estadísticas
muestran que el asilo para locos de Worcester estaba lleno de desafortunados
hombres y mujeres de aquel tiempo cuyas mentes habían cedido bajo
el esfuerzo de esperar el llamado que precedería a la terrible destrucción
del mundo.
Por medio de su madrastra, que vivía en Springfield
durante este tiempo y que estaba interesada, aunque no era creyente en
la profecía, y presenció muchas demostraciones de la febril
excitación que existía en ese mismo tiempo entre los adherentes,
Frederick L. Avery, de Ayer, Massachusetts, proporcionó algunos
hechos interesantes, habiéndole escuchado a ella contarlos muchas
veces. Él citó un caso de la misma clase que el anterior,
como sigue:
Cuando llegó el día señalado,
un gran número de asustados hombres y mujeres fueron conducidos
por uno de los pastores hasta un lugar a medio camino hacia arriba de una
colina fuera de la ciudad, y bajo la influencia de una anormal exaltación,
él fue vencido por este mismo deseo de saltar en el aire, que había
atacado a tantos otros. Mientras que todos trémulamente buscaban
señales del inminente fin, y mientras el tiempo pasaba y no sucedía
nada, la tensión se volvió muy severa. "Después de
una larga espera", dice el Sr. Avery, "el pastor, vestido en una túnica
blanca, se subió sobre un gran tocón de árbol, y con
los brazos abiertos, saltó hacia arriba, pero aterrizó en
la tierra. Este engaño", continúa diciendo, "resultó
en la locura de muchos".
Hay un hecho curioso en relación con este extraordinario
período, y es que los hombres eran aún más proclives
a cometer extravagancias que las mujeres, las cuales no era raro que creyeran,
aunque con reservas. La Sra.de Aaron Mason, de Groton, que horneó
una hogaza o dos de pan antes de prepararse para ascender al cielo, para
estar lista, sucediera lo que sucediera, era sólo una de muchas
esposas que conservaron un ápice de sentido común dentro
de sus cerebros, aunque sus esposos habían lanzado el suyo a los
cuatro vientos. Estaba la esposa del Dr. Smith, un dentista de Castleton,
Vermont, que ilustra esto muy claramente. Su esposo era un hombre muy prominente
allí; poseía una granja grande, y también un hato
de fino ganado. Al acercarse el otoño, él cayó víctima
del engaño, y cuando el tiempo señalado se aproximó,
se sentó por tres días y tres noches en el pasillo frontal
con la capa a cuadros de su esposa, esperando el terrible llamado. Su esposa
pensaba mucho en su capa, y le sugirió que cuando llegase el momento
"de ser arrebatado en el aire, era mejor que dejase caer la capa de sus
hombros".
¡La felicitamos por su sentido ahorrativo y su previsión!
La Srta. Honora Harrison, de ochenta y nueve años,
y su hermana la Srta. Sarah N. Harrison, de ochenta y seis años,
de Castleton, Vermont, conocían muy bien al Dr. Smith y a su esposa,
y le comunicaron a esta autora muchas cosas acerca de ellos, como también
lo hizo la Srta. Mary Gerrish Higly, cuyo padre sabía todo sobre
este incidente tan bien como los demás. Pero, cuando la Sra. de
E. H. Parmelee, de Brandon, Vermont, escribió que había conocido
al Dr. Smith cuando era un anciano una mañana de Navidad, y lo saludó
con un alegre "Feliz Navidad," recibió la siguiente respuesta, un
tanto alarmante: "Usted no sabe si el Señor nació el cuatro
de julio o no". Es permisible sospechar que las nieblas del engaño
aún entonces no se habían disipado por completo del cerebro
del pobre hombre.
Es un hecho curioso que oleadas de engaño producen
impulsos similares, prescindiendo de latitudes y longitudes geográficas.
Con Lady Hester Stanhope, la excéntrica inglesa que vivía
en su villa en Mount Lebanon, estas oleadas tomaron la forma de mantener
un caballo árabe blanco en el cual el Señor pudiera entrar
en Jerusalén a su Segunda Venida, a tantos miles de millas de distancia.
En el pequeño pueblo de Castleton, Vermont, en la Nueva Inglaterra,
la gente confeccionó una túnica blanca para cuando Él
viniera, y la Sra. Catherine (White) Grant, de Leicester, Massachusetts,
dice: "He oído decir a mi padre que David Parsons, de Worcester,
estaba tan seguro de la venida del Señor que hizo que su coche ligero
fuera pintado, barnizado, y reparado, para que el Señor pudiera
viajar en él". Y de la misma manera que la hermosa aunque excéntrica
Harriet Livermore se subió a un árbol en el Monte de las
Olivas y pasó la noche entre las ramas, así también,
en un distante punto del globo terráqueo, en Harvard, Massachusetts,
el anciano Sr. Hardy, un hombre respetable, aunque lleno de reumatismo,
se las arregló para subirse a la misma copa de un manzano que había
en el pastizal, y pasó en él una noche de lo más incómoda,
esperando el fin, y cuando fue descubierto allí por sus vecinos
a la mañana siguiente, había quedado como enyesado, y no
podía mover ni las manos ni los pies, y se necesitaron horas para
bajarlo. El Sr. Chaffee, padre de la Sra. W. S. Dudley, de Harvard, fue
uno de los vecinos que ayudaron en la empresa.
Una anciana señora de New Bedford le escribió
a la autora acerca de una familia entera (parientes de la suya) que se
encaramaron en las ramas de un manzano con sus túnicas blancas puestas,
y se quedaron allí una noche entera. "Pasó la noche", escribió,
"y el padre y su familia bajaron a tierra desilusionados y empobrecidos,
a comenzar la vida otra vez".
En un extracto de un documento preparado en relación
con la celebración del sesquicentenario de la incorporación
del pueblo de Wilbraham, Massachusetts, en junio 15, 1913, un documento
escrito por Chauncey E. Peck, se dice:
"Recuerdo haber oído al Dr. Abial Bottom, de
South Wilbraham, contarle a mi tío abuelo, el Dr. Gideon Kibbs,
una experiencia que tuvo mientras conducía su coche por Main Street
hacia su casa, un poco al sur de los 'Greens'. Era temprano por la noche,
y de repente su caballo se detuvo, aparentemente asustado por algo que
vio arriba en un árbol cercano. El doctor mismo miró y vio
una forma parecida a una figura humana entre las ramas, y preguntó:
'¿Qué está Ud. haciendo allá arriba a estas
horas de la noche?' Una voz de mujer contestó, más o menos:
'Antes de que el sol de la mañana salga, descenderá fuego
del cielo y esta tierra será consumirá por el terrible calor.
Me he puesto mi túnica de ascensión, y estoy esperando ser
llevada por el aire al reino de la luz más allá del firmamento'.
"El sonido de la voz de la mujer alivió la ansiedad
del caballo, y el doctor continuó su camino hacia us casa sin más
contratiempos".
Actos como éste nos parecen inconcebibles en estos
tiempos más ilustrados, pero en todos los tiempos hay personas desafortunadas
que carecen de la capacidad de mantener su equilibrio mental bajo la tensión
de grandes emociones, y esperar un suceso lleno de tan terribles posibilidades
como una conflagración y la completa destrucción de la tierra
que se siente tan sólida debajo de nuestros pies, y la súbita
llegada del juicio, fue suficiente para aturdir y confundir a más
de un cerebro que, bajo circunstancias ordinarias, funcionaba con cordura
y en orden. Los espantosos efectos se manifestaban en jóvenes y
viejos; ninguna edad era inmune a los desintegradores procesos producidos
por esta aplastante anticipación del caos.
Gran número de mujeres jóvenes de Lowell
quedaron sujetas a las devastadoras emociones, y la Sra. S. H. Parker,
de Pratt´s Junction, cuya madre vivía en Lowell durante este
período, hace el siguiente relato de ellas:
"Recuerdo bien oír a mi madre contarme cuando
yo era joven", escribe ella, "acerca de una joven que ella conocía,
que se fue al río, vestida con su túnica de ascensión
y en compañía de muchas otras jóvenes, después
de despedirse de los amigos que no habían llegado a creer realmente
que ascenderían entonces. Los que se habían convencido pasaban
mucho tiempo cantando y orando mientras las horas pasaban una tras otra,
y por fin sintieron que había habido un error, así que con
tristeza regresaron a sus hogares o lugares de alojamiento.
"Una muchacha, de nombre Hannah Dodge, se alojaba en
el mismo lugar que mi madre, y cuando ella y otras llegaron a la casa y
trataron de entrar, encontraron la puerta asegurada. Alguien vino a la
puerta y llamó: '¿Quién está allí?'
Hannah Dodge dio su nombre. '¡Oh, no!', dijo la persona desde dentro.
'Ud. no es Hanna Dodge - ella se fue al cielo!' Cada vez que Hannah pedía
que se le permitiera entrar, recibía la misma respuesta: 'Oh, no
- ella se fue al cielo!' Pareció m&aamp;aaacute;s bien difícil,
pero finalmente se les permitió entrar a Hannah y a las otras".
Más de una desilusionada víctima de la profecía
tuvo esta misma clase de recibimiento cuando regresó a su hogar.
En la mayoría de los casos, era una manera de burlarse, que hería
a las víctimas en lo más vivo. No era raro que los que tenían
que soportar el ridículo que seguía al desengaño se
apartaran de las otras personas y se volvieran tímidos e hipersensibles.
Sin embargo, aquí y allá la sorpresa de
los que abrían la puerta a los cansados que regresaban era legítima.
En la confusión general de pensamiento, había quienes, profesando
ser no creyentes en la profecía, ocultaban dentro una sensación
de incertidumbre acerca de lo que podría o no podría suceder.
Por largo tiempo después de que la oleada de este engaño
hubo retrocedido, muchos de los habitantes de las áreas rurales
acostumbraban referirse a este período como "la vez que los milleristas
se fueron al cielo". Hay registrado un cierto número de casos de
así llamados incrédulos en la profecía, que corrían
hacia lugares elevados desde podían contemplar a alguna familia
especial de Milleristas subiendo al cielo.
La Sra. Caroline F. Austen, de New Bedford, que pasó
su niñez en la Isla de Nantucket, dice que había una mujer
llamada Meader, a la cual muchos esperaban ver subir al cielo, y que había
niños de escuela, de los cuales la Sra. Austen era una, reunidos
alrededor de su casa con la esperanza de presenciar el vuelo de Meader.
En muchos sectores, prevalecían los engaños ópticos,
y la Sra. Elmira Edson Titus, que vivía en Claremont, New Hampshire,
cuando era jovencita, dice que "algunas personas allí vieron ángeles
volar por el aire, que iban en dirección de Woodstock, Vermont".
La gente consideraba la situación, y reaccionaba
a ella, cada uno de acuerdo con su manera de ser. Lo que parecía
un caso individual resultaba pertenecer a un grupo, miembros del cual podían
estar separados y en varios lugares de la tierra, o muy cerca los unos
de los otros. El único eslabón entre ellos era una inconsciente
similitud de acción. Así, algunos se sentían impulsados
a destruir cosas o a lanzar lejos de sí sus más preciadas
posesiones en los últimos momentos del tiempo. En Portland, Maine,
al acercarse el momento esperado, de acuerdo con la Sra. Ellen M. Davenport,
de Worcester, cuyo padre recordaba todo lo que sucedió, "las mujeres
se cortaban el cabello, cortaban los volantes de sus faldas, lanzaban lejos
y regalaban sus joyas, y de hecho todas sus posesiones en algunos casos".
Otros rompían todos sus muebles, declarando que ya no habría
más necesidad de mesas, sillas, o las armazones de las camas, y
las demolían sin piedad.
La Sra. Delia E. Dalrymple, de Millbury, Massachusetts,
dice que su abuelo era amigo personal de una familia que rajó para
leña cada uno de los muebles. Otros fanáticos lanzaban sus
posesiones a las calles de las ciudades o a los caminos rurales. Un zapatero
de New York, el día anterior al esperado fin, se sintió impulsado
a lanzar a la calle todas sus botas y zapatos, así como sus herramientas,
y los que no creían en la profecía se aprovecharon al máximo,
peleándose por cualquier cosa a la que pudieran ponerle las manos
encima.
La Srta. Marion R. Sawyer, de Rockville, Long Island,
escribe acerca de esta ocurrencia, diciendo: "Hasta la fecha, tenemos con
nosotros uno de los martillos de zapatero que mi abuelo, que era entonces
un chiquillo, trajo a casa".
El Sr. Henry Kittredge, de Lowell, que ha hecho un extenso
estudio detallado de la historia de Massachusetts, proporcionó a
esta autora la siguiente anécdota, la verdad de la cual ella está
en condiciones de confirmar, puesto que se la contó el ahora difunto
Frank B. Sanborn, familiarmente conocido como "el sabio de Concord", cuya
muerte rompió uno de los últimos eslabones en la cadena de
hombres eminentes asociados con Emerson, Thoreau, Hawthorne, Channing,
Alcott, etc., que vivían en ese pintoresco e histórico pueblo.
Habiendo oído repetir esta anécdota, el Sr. Sanborn le preguntó
un día al Sr. Emerson si era cierta, y éste último
dijo que sí con una sonrisa. Se incluye aquí, de acuerdo
con una carta del Sr. Kittredge fechada el 2 de julio de 1921:
"Un hombre bastante emocionado, que había aceptado
la creencia de que el mundo se iba a acabar ese día en particular,
se encontró en los caminos de Concord con Ralph Waldo Emerson y
Tehodore Parker. Parecían muy calmados e imperturbables. El Millerista
pensó que era su deber informarles y avisarles del hecho trascendental
del cual ellos no parecían estar nada conscientes. Así que
caminó hacia ellos de manera que delataba su excitación,
y dijo: '¡Caballeros! ¿SABEN ustedes, se dan CUENTA, de que
el mundo llega a su fin hoy?'
"El Sr. Parker dijo: 'Eso no me preocupa a MÍ,
porque yo vivo en Boston.' Y el Sr. Emerson dijo: 'El fin del mundo no
me afecta a mí; yo me las puedo arreglar sin él'".
Lo cual quiere decir que estos serios caballeros no estaban
desprovistos de cierto sentido del humor.
Otra fase curiosa del engaño se hizo presente entre
ciertos creyentes en la profecía que vivían en Harvard, Massachusetts.
Su actitud es exactamente opuesta a la de los que botaban sus pertenencias
o abandonaban sus cosechas. Había un hombre llamado Andrew Lawrence,
que vendió sus vacas, con toda seguridad perdiendo mucho dinero,
porque dijo que no habría nadie que las cuidase cuando él
se hubiera ido. Sin embargo, tuvo buen cuidado de aferrarse fuertemente
al dinero que recibió por sus animales, dinero que esperaba llevarse
con él. Otro granjero, que vivía cerca de él, casi
se mata tratando de recoger sus cosechas antes del 22 de octubre, que se
decía iba a ser el último día de la tierra, y hasta
contrató cierto número de peones para que le ayudaran.
Varias sensatas matronas de Bare Hill, que es parte de
Harvard, trabajaron hasta casi agotarse para terminar de enlatar sus conservas
como de costumbre. Cuando sus escépticos y perplejos vecinos les
preguntaron por qué hacían esto, replicaron que su punto
de vista personal del asunto era que "Dios aprobaba a los cristianos ahorrativos,
y que dejar todo en orden se les acreditaría en su favor".
Éstos son hechos bien conocidos en Harvard, y muestran
las aterradoras limitaciones de la comprensión espiritual que puede
existir en hombres y mujeres que por lo demás son fuertes, capaces,
ahorrativos, y sensatos.
Y mientras registramos los efectos del engaño entre
la gente del campo de Harvard, Massachusetts, debemos contarles acerca
de Ben Whitcomb, de Stow, porque, no sólo era un personaje como
rara vez se puede encontrar fuera de un apartado poblado de la Nueva Inglaterra,
sino que fue un trágico ejemplo de los terribles efectos que la
profecía producía en ciertos tipos de mentes. La autora tuvo
la fortuna de escuchar este relato de labios de aquéllos cuyo recuerdo
de él permanecía vívido, y que podían hacer
una descripción exacta de este hombre extraño. La Sra. Annie
Page, que vive en la cima del Cerro Boxboro, la Srta. Sarah Houghton, de
Bolton, el Sr. Frank Stevens, de Stow, el Sr. Jerome Dwennell y su esposa,
y el Sr. Eliphalet Tenney (conocido entre sus vecinos como "Life" Tenney),
todos lo recuerdan bien.
Pregúntesele a algunos ancianos en esas áreas
si recuerdan a Ben Whitcomb, y alzarán los brazos y exclamarán:
"¿RECORDARLO? ¡Bueno, creo que sí! ¡Caramba,
él acostumbraba asustarme cuando yo era niño! ¡Todos
los mayores estaban asustados también, por millas a la redonda!"
El siguiente es un bosquejo de su espantosa experiencia:
Habiendo recibido calabazas el hermano de Ben Whitcomb,
James, se dio a la bebida y se ahorcó. Después de esto, Ben
vivió solo en la antigua propiedad situada sobre un solitario lote
de terreno fuera del pueblo de Stow, un lugar que por alguna razón
inexplicable era conocido como Monkey Street.
Sobre el camino entre Stow y West Acton vivía un
hombre a quien sus vecinos llamaban el "profeta" Houghton, porque se había
echado sobre los hombros la tarea de predicar la profecía de William
Miller de que el mundo se acercaba a su fin, y estaba dejando a su hato
de fino ganado morir de hambre porque declaró que alimentarlo era
un desperdicio de tiempo y dinero estando el fin tan cerca. En un intento
de demostrar que estaba imbuído de poderes sobrenaturales, permaneció
un día entero en su campo mirando directamente al sol, o al menos
así lo afirmó. Sin embargo, algunos que lo vieron de pie
allí dijeron que el hecho de que su tía Martha Houghton había
salido y sostenido una sombrilla sobre la cabeza de él buena parte
del tiempo en gran medida empañó la impresión que
él deseaba producir. Pero era considerado un líder,
y su casa era un centro de reuniones de naturaleza de lo más exagerada
y fanática. Fue allí donde Ben Whitcomb se convirtió
en ardiente seguidor de la versión del Profeta Houghton de la profecía
de William Miller, y una y otra vez alzó su voz para testificar
de su creencia de que el fin estaba cerca. La excitación y y la
aprensión fueron más de lo que su sobrecargado cerebro podía
soportar y se convirtió en la criatura extraña y estrafalaria
que, según se recordaba, había aterrorizado a toda la región
rural.
Ben poseía dos caballos, y después de que
perdió la razón, les explicó a sus amigos que guardaba
uno de ellos en excelente forma para poder entrar al reino de los cielos
en él cuando llegara el momento. Adiestró al otro caballo
para que saltara sobre las más altas cercas y muros de piedra, para
que diestramente salvara de un salto los gallineros y pilas de leña
de sus vecinos, y para galopar sobre los papales y a través de los
maizales sin dañarlos; y aunque probablemente se le podía
encontrar cabalgando por los caminos a todo galope, dando a gritos una
advertencia de condenación inminente, era más frecuente que
cabalgara a campo traviesa, salvando todos los obstáculos a su paso
como si las pezuñas de su caballo tuvieran alas. Algunas veces,
para terror de los viandantes, Ben y su caballo saltaban por encima de
los arbustos que bordeaban el camino, aterrizando en medio de los viajeros
y dispersándolos, llenos de pánico y con los corazones golpeándoles
dentro del pecho, porque cuando él cabalgaba tenía un aspecto
extraño y de lo más asombroso, aunque, de acuerdo con Eliphalet
Tenney, se sentaba sobre su caballo como un general, y tenía una
figura dominante, a pesar de su extraño atuendo. Este atuendo era
tan extraordinario como para merecer una minuciosa descripción.
Maravillaba a todos los que lo contemplaban. Desde los hombros, una capa
de llameante escarlata se agitaba al viento, cubierta con lo que Eliphalet
Tenney llamó "un revoltijo de estrellas doradas" que brillaban a
la luz del sol. Algunas veces, este revoltijo se derramaba detrás
de él, y algunas veces a sus costados, pero se desenrollaba en amplias
curvas envolventes cuando la elevaba el viento, como una enseña
de guerra de extraño presagio.
La anciana Sra. Sawin, quw vivía más abajo
sobre el camino, confeccionó esta capa para Ben Whitcomb durante
uno de sus ataques de locura. Ella los sufría a veces, y los vecinos
tenían que ir y sostenerla.
Si la capa era alarmante, más lo era el enorme
nido de avispas cortado en dos que llevaba sobre los hombros como gigantescas
charreteras que le cubrían la mayor parte de la espalda y el pecho,
dándole la apariencia de un gran crustáceo prehistórico.
Un viejo, negro y raído birrete de colegial, coronado por un penacho,
le cubría la cabeza, con un trozo de tela negra cosido a él,
que le caía sobre las orejas y le pasaba bajo la barbilla, de manera
que sólo su rostro demacrado y pálido era visible. Algunas
veces variaba su tocado poniéndose en la cabeza la andrajosa ala
de un viejo sombrero de paja, y poniendo encima de él los restos
de una raída gorra de tela, fruncidos en forma de tres picos, con
largas y estrechas tiras de franela roja flotando desde cada esquina, mientras
de la frente se levantaba hacia arriba un enorme cepillo de escoba de maíz,
arrancado de alguna escoba vieja. Como si esto no fuera suficiente, tenía
cosidas por todas partes en su ropa campanas de todas las formas y todos
los tamaños, siguiendo las costuras de su chaqueta y sus pantalones.
Había campanas de trineo, cencerros, una gran campana de llamar
a comer, e innumerables campanitas tintineantes; más que eso, había
cortado en cintas ondeantes todos los trapos viejos que pudo encontrar.
Estas flámulas también habían sido cosidas por toda
su ropa, así como cintas de todas las longitudes y colores y botones
de todas clases, y en la espalda, atado por un cordón que le colgaba
del cuello, tenía un avispero de buen tamaño. Algunas veces
blandía dos espadas desenvainadas, mientras que en otras ocasiones
llevaba en alto, como una bandera, uno de los gráficos milleristas
hechos de lino, en el cual había pintadas ilustraciones de bestias
terribles, y del carnero, el macho cabrío, y el gran cuerno, todos
intrincadamente envueltos n la profecía.
Seguramente no fue ninguna sorpresa que cuando Ben Whitcomb,
montado en su caballo, venía galopando a toda velocidad por el camino,
con su maravillosa capa arremolinándose y ondeando al viento detrás
de él, y el avispero rebotando hacia arriba y hacia abajo, o de
un lado al otro, con todas las campanas sacudiéndose y tintineando,
y los trapos y las cintas flameando, y las hojas de las espadas desenvainadas
destellando, y él gritando que el Día del Juicio se acercaba,
que los niños de escuela que jugaban durante el recreo tuvieran
que correr enseguida hacia el edificio de la escuela a la vista de él
y trancar la puerta, gritando de terror: "¡Aquí viene Ben
Whitcomb! ¡Aquí viene Ben Whitcomb! ¡Cuidado con Ben
Whitcomb!", y acurrucarse llenos de pánico por temor de que
él sospechara el lugar en el que se ocultaban y los buscara.
La esposa del Sr. Jerome Dwennell, que se crió
en Stow, experimentó esto muchas veces en su niñez, como
también lo hicieron la Srta. Sarah Houghton, de Bolton, y la Sra.
Annie Page, de Boxboro, porque Ben Whitcomb cabalgaba a lo largo y a lo
ancho de la campiña.
La gente decía que era un loco fanático,
y por extraño que parezca, él asentía a esto. "No
tienen que tenerme miedo", algunas veces le confiaba a los asustados viajeros
que encontraba en el camino. "Sólo soy un loco fanático religioso.
Eso es todo". Para los desconocidos, sin embargo, esta afirmación
no siempre era por completo convincente.
Pero, a pesar de estas evidencias de locura, Ben Whitcomb
tenía períodos de lucidez, cuando era como cualquier otra
persona. Era por naturaleza un hombre amable, y algunas veces iba a la
casa de la Sra. Dwennell cuando ella era niña y ella se sentaba
sobre sus rodillas y escuchaba los relatos que él le hacía,
y en aquellas ocasiones ella no tenía temor de él. Era cuando
él estaba a horcajadas sobre su caballo y galopaba a toda velocidad
por el campo cuando causaba alarma.
Algunas veces sus observaciones eran singularmente atinadas.
Había un hombre que vivía en las cercanías y que era
adicto al alcohol, de acuerdo con el Sr. Tenney. Cuando estaba bajo la
influencia del licor, iba al establo y le cortaba el rabo a una de sus
vacas, dejándole sólo un muñón. Después
de un tiempo, casi todas sus vacas estaban desprovistas de cola, y fue
cuando él cayó enfermo.
Oyendo decir que su amigo estaba moribundo, Ben Whitcomb
fue a verlo. Permaneció de pie mirándolo en silencio por
varios segundos.
"¡Bueno," dijo como pensativo, "apuesto a que a
donde vas no le vas a cortar la cola a ninguna vaca!"
Y muy probablemente tenía razón.
Una muy fría mañana de febrero, Ben fue
visto entrando al cementerio. Se hicieron observaciones sobre este hecho,
que despertó cierta curiosidad. Sin embargo, a la noche siguiente,
cuando ocurrió lo mismo, uno de los hombres del pueblo decidió
averiguar el significado de ello, y se coló en el lugar detrás
de él. A la mañana siguiente, se entrevistó con los
miembros del concejo municipal y les dio el aterrador informe de que Ben
Whitcomb se las había arreglado para quitar la lápida de
la tumba de la familia Whitcomb y estaba pasando la noche allí con
el termómetro cerca de cero. La sola idea de una cosa así
era para pasmar a cualquiera, y los concejales no sabían cómo
enfrentarse a esta contingencia, especialmente porque Ben era un hombre
corpulento y fuerte, y en extremo inclinado a salirse con la suya. El asunto
estaba siendo discutido, cuando se oyó el ruido de los cascos de
un caballo, y un alboroto de excitación enseguida tuvo lugar en
la calle del poblado. La gente corría fuera de sus casas, gesticulando
y protestando con vehemencia, y luego corría hacia adentro nuevamente
como para ponerse a salvo, pues Ben, con su capa escarlata y todos sus
adornos, galopaba en su caballo de un extremo al otro del pueblo, y luego
repetía la maniobra, con la nueva adición de un cráneo
humano que le colgaba del cuello por un hilo, que se sacudía hacia
arriba y hacia abajo mientras él galopaba, y que se golpeaba contra
el avispero.
¡Había consternación en todos los
rostros! "¡No me digan que es el cráneo de su papá!",
alguien exclamó excitadamente. "¡O el de su mamá!",
sugirieron las mujeres, poniendo los ojos en blanco de horror.
Pero Ben Whitcomb adivinó lo que estaban diciendo:
"¡Es el de mi hermano Jim!", gritó, blandiendo sus espadas,
y al decir esto, hundió un par de viejas espuelas de caballería
en los ijares de su caballo y desapareció camino abajo.
Era inútil especular sobre lo que probablemente
sucedería después, porque el cerebro de Ben Whitcomb cambiaba
de idea inesperadamente, como todo el mundo sabía, pero creó
una sensación cuando comenzó a acercarse caminando a la gente
del pueblo a la hora de la comida y a poner la horrible reliquia bajo la
mesa cuando la gente estaba tranquilamente comiendo bizcochos y donas.
Los timoratos por naturaleza quedaban completamente desconcertados al verla,
y algunos hasta se ponían histéricos. Nadie se atrevía
a meterse con él porque era muy fuerte, pero finalmente los concejales,
estimulados por la opinión pública, se pararon firmes. Le
ordenaron que pusiera el cráneo de su hermano donde lo había
encontrado, lo que en seguida se negó a hacer, pero accedió
a llevarlo con él en una bolsa de papel, lo cual era mejor, sin
duda, pero que no conducía a un completo sentido de seguridad, como
averiguó una ama de casa cuando se sentó sola en su cocina
para comer y entró Ben Whitcomb con la bolsa bajo el brazo.
"¡Llévate esa bolsa, te digo!", le gritó
aterrorizada. "¡No te atrevas a acercárteme con esa bolsa,
Ben Whitcomb! ¡Sé muy bien lo que hay en ella!" Y sintiéndose
súbitamente imbuída de una fuerza nacida del miedo, se las
arregló para hacer que caminara hasta la puerta, y enseguida la
cerró y la trancó, y luego se sentó junto a la estufa
y echó una buena llorada.
Finalmente llegó el día en que los distraídos
concejales pudieron poner el pobre cráneo donde pudiera continuar
su largo sueño en paz, pero Ben buscó otros medios de usar
la energía que le sobraba. Los encontró cuando cabalgó
hasta una carpa en Sterling llevando puestos todos sus adornos, y allí
creó un alboroto tal que fue llevado al asilo en Worcester.
"No es necesario que se preocupen por mí", les
aseguró amablemente cuando llegó allí. "Yo soy un
loco religioso. Nada más". Y se comportó tan cuerdamente
que lo enviaron de vuelta a Stow, declarando que, hasta donde podían
ver, él había diagnosticado su caso correctamente y que era
inofensivo. Y hasta la fecha, permanece en la memoria de los que todavía
viven y que pueden recordarlo apareciendo y desapareciendo en los caminos
rurales o sobre los campos de labranza, con su capa color de fuego ondeando
detrás de él, y sus cintas y trapos, y todos sus trastos
estrafalarios, sacudiéndose al viento, todavía pronunciando
su advertencia de que el fin de todas las cosas estaba cerca, aunque William
Miller y su profecía ya habían pasado a la historia, y la
vida había continuado su curso sobre la tierra serenamente y sin
cambiar.
Fue en la mañana del 11 de marzo de 1877 cuando
Ben Whitcomb, trágica víctima de la profecía, desapareció
de la tierra, dejando sólo su extraño recuerdo como prueba
de que había estado aquí. Sucedió de esta manera:
Estaba cansado de la vida, el pobre hombre engañado;
se estaba haciendo viejo, y se sentía infeliz. Los que lo vieron
informaron que parecía abatido, y temieron que falleciera de la
misma manera que su hermano James. Comenzó a hablarse mucho de esto
en el pueblo. En la noche del 10 de marzo, tres de sus vecinos, Jerome
Dwennell, Fred Moore, y Eliphalet Tenney, fueron a su casa preparados para
quedarse allí hasta la mañana, pues ese día parecía
especialmente desanimado.
Era una noche fría y borrascosa, y la nieve todavía
era profunda en el suelo. Se sentaron cerca de la estufa de la cocina conversando
en voz baja. Ben había estado allí con ellos, y no les había
preguntado por qué estaban allí, lo cual les sorprendió.
Había parecido tranquilo y hasta alegre, y después de un
rato, se había ido a la cama. Los tres hombres continuaron sentados
al lado de la estufa, alimentándola con combustible de vez en cuando.
Al pasar las horas, recordaron a James, el hermano de Ben, y cómo
le habían dado calabazas y se había dado a la bebida, y luego
se había colgado; y luego recordaron a su padre y a su madre, y
toda la historia de la familia, una historia que era conocida en el pueblo.
Poco después de medianoche, uno de ellos tomó una luz y fue
a la puerta de la recámara de Ben y, abriéndola suavemente,
se asomó, y al hacerlo, lanzó una exclamación que
atrajo a los otros rápidamente a su lado. ¡La habitación
estaba vacía - y la ventana abierta de par en par!
"¡Por los cielos, se ha ido!", exclamó uno
de ellos; y se miraron entre sí entre asustados susurros, y volvieron
a mirarse y permanecieron silenciosos por unos instantes. "Quizás
sea mejor mirar en el granero", sugirió el tercer hombre nerviosamente.
Los otros asintieron con la cabeza.
Su búsqueda fue en vano.
En la profundidad del bosque, donde el helado y cortante
viento no podía penetrar, Ben Whitcomb ya había cortado de
un sólo golpe el delicado cordón que lo ataba a la tierra,
y cuando en las tempranas horas de la madrugada Eliphalet Tenney lo encontró
colgando de la rama de un pino, su alma se había ido volando a otra
y más feliz esfera.
Y el pueblo lo comentó; y los que lo conocían
mejor dijeron de él: "Digan lo que quieran, pero Ben Whitcomb era
inofensivo. Nunca tuvo mala intención. Sólo era un loco religioso".
Y así, le pusieron al lado de su hermano James
en la tumba familiar en el centro del antiguo cementerio. Que descanse
su alma en paz.
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