William Miller

EL EXTRAÑO ERROR

DE WILLIAM MILLER

CONCLUSIÓN

Clara Endicott Sears, 1924

Tomado de The Ellen White Web Site 



¿Y el pastor Himes, aquella personalidad compleja, aquel infatigable campeón de los reavivamientos? ¿Qué fue de él? Bien, después de que, por más de treinta años había publicado periódicos, tratados, libros, y folletos llenos de exhortaciones a los hermanos de que debían permanecer firmes en su fe y continuar vigilantes sin cesar, esperando las señales del fin, súbitamente renunció a la doctrina que había ayudado a difundir, y fue ordenado clérigo de la Iglesia Episcopal. Sin previo aviso, le dio vuelta al caleidoscopio del Destino y se encontró en un nuevo campo, con una nueva perspectiva, y otra doctrina, la predicación de la cual abrió una nueva salida para su superabundante energía.

Todo esto sucedía en 1880, cuando el 9 de enero fue ordenado por el obispo Clarkson, de Nebraska, y fue asignado a la rectoría dela Iglesia de St. Andrew, en el pueblecito de Elk Point, South Dakota, que ya en 1900, cuando se tomó el último censo, se ufanaba de tener sólo 1081 habitantes.

Por cortesía de un amigo que se comunicó con el Reverendo Dr. Woodruff, Deán de la Iglesia Catedral, de Sioux Falls, South Dakota, que amablemente revisó los archivos buscando información en relación con el antiguo pastor Himes en su nuevo puesto como clérigo episcopal, la autora pudo obtener algunos detalles en relación con este hombre versátil, que, considerando las circunstancias, no estaba desprovisto de interés.

"He descubierto una personalidad única", escribió el Deán Woodruff, "pero no he encontrado nada de su historia antes de que llegara a South Dakota".

Así que, evidentemente, en este medio, el Reverendo Joshua V. Himes había escapado por fin de las pullas y el ridículo causados por el fracaso de la profecía, al cual él y los seguidores del profeta Miller habían estado sometidos por tan largo tiempo.

Un extracto de una apelación que él hizo a su congregación a la edad de ochenta y cinco años a favor de un esfuerzo para construir una nueva iglesia, muestra que su energía todavía no había disminuído a esa avanzada edad:

"No puedo hablar como un hombre joven, porque soy viejo", afirmó, "pero, como el Josué hijo de Nun, con la mirada clara y una vigorosa fuerza natural, la mejor salud, con el vigor de cuerpo y de mente para llevar a cabo cualquier trabajo de mi misión bajo la dirección de mi buen obispo, con lo que me queda de vida mortal, espero tener cinco años de buena labor con el permiso del Autor y Dador de la vida, y entonces, a los noventa años, espero decir: 'Ahora deja a tu siervo partir en paz'. Y sí vivió esos cinco años, más dos meses, porque había nacido el 19 de mayo de 1805 y murió el 27 de julio de 1895.

Refiriéndose a él después de su muerte, en su Discurso de la Convención, en 1895, el obispo Hare dijo de él: "Hasta unos pocos meses antes de su fallecimiento, en su nonagésimo año, todavía merecía el epíteto que le apliqué en su octogentésimo año: 'A los ochenta y cinco años de edad, pelea la batalla de la Iglesia con la gallardía del mozuelo David, y predica el evangelio con el poder de un juvenil Esteban'".

Está sepultado en el cementerio de Mount Pleasant, en Sioux Falls, South Dakota, en vez del de Elk Point, porque el cementerio de Sioux Falls está situado sobre una colina, y él le había pedido al obispo Hare que le consiguiera un lote sobre este punto elevado "pues quería estar en la cima de una colina cuando Gabriel hiciera sonar su trompeta".

De esta manera, parecería que, al adoptar otra doctrina, todavía quedaban detrás algunos puntos de la vieja.

Pero el hecho de cambiar algunos dogmas de su fe no cambió por completo sus características. A la edad de noventa años, y a sólo unos pocos meses de su muerte, el Reverendo Joshua V. Himes, evidentemente todavía sintiendo escozor por el recuerdo del ridículo al cual él y todos los creyentes en la profecía fueron sometidos en 1843 y en 1844, tomó su pluma y escribió la siguiente carta, fechada el 29 de octubre de 1894 y que fue publicada en The Outlook Magazine:

"A los editores de The Outlook:

"He estado muy interesado en los artículos que han estado apareciendo últimamente en The Outlook acerca de la cuestión de las túnicas para la ascensión. Me alegro de que el interés del público se haya despertado nuevamente sobre este tema, pues es tiempo de que se decida correctamente, y nada está verdaderamente decidido hasta que se haya decidido correctamente. Deseo decir que yo estuve íntimamente asociado con William Miller por once años, comenzando en 1839; que con él asistí a cientos de reuniones, trabajando con él en público y en privado, y que estuve con él en su hogar en el estado de New York en la noche del día décimo del mes séptimo, cuando esperábamos que viniese el Señor; que teniendo perfecto conocimiento de todo lo relacionado con esa obra, sé que la historia entera de las túnicas de ascensión es una maquinación de los enemigos de los Adventistas, nacida de prejuicios religiosos, y que no hay una partícula de verdad en ella. No es de sorprenderse que el escritor de The Outlook de octubre 27 no diera ni su nombre ni su dirección. La afirmación de que 'estar preparados, vestidos con sus túnicas de la ascensión, fueron las instrucciones dadas por sus dirigentes a la generalidad de los milleristas', es casi demasiado tonta para ser notada. El escritor originó, y firmó con otros, el llamado para la primera conferencia Adventista que tuvo lugar con la Iglesia en la cual él fue pastor (la Iglesia Bautista de Chardon Street) en Boston, Massachusetts, en 1840.

"Durante esos días memorables, desde 1840 hasta 1844, y por varios años después, estuve encargado de toda su obra de publicación, y ningún hombre, vivo o muerto, conocía mejor que yo lo que los Adventistas enseñaban y hacían. Hubo algunos excesos, como los que siempre acompañan a los grandes cataclismos religiosos, pero no se cometieron siguiendo las instrucciones de sus dirigentes, y el ponerse túnicas de la ascensión no era uno de estos excesos.

"Cuando estas historias se iniciaron primero, y mientras yo publicaba en interés de la causa Adventista, mantuve en pie en el periódico del cual yo era editor una oferta de una gran recompensa a cambio de un bien autenticado caso en el cual uno de los que esperaban el regreso del Señor se hubiese puesto una túnica de la ascensión. Ni una sola prueba ha sido presentada jamás. Fue siempre un rumor, y nada más. Nunca se ha presentado una evidencia absoluta. Siempre ha sido una de esas deliciosas falsedades que mucha gente ha deseado creer, y de aquí su popularidad y su perpetudad hasta el presente. He refutado la historia cientos de veces tanto en el Advent Herald de Boston, Massachusetts, como en The Midnight Cry, que tuvo una circulación de decenas de miles de copias; y ningún acusador hizo jamás un intento de defenderse, aunque yo mantuve mis columnas abiertas para que lo hicieran. Y ahora, a la edad de noventa años, con plena experiencia personal de aquellos tiempos, delante de Dios que es mi Juez, y delante cuyo tribunal debo presentarme pronto, declaro nuevamente que la historia de las túnicas de la ascensión es una maraña de falsedades de principio a fin, y que me alegro de tener una oportunidad de negarla una vez más antes de morir.

"La preparación a la que se instaba a la generalidad de los que esperaban la venida del Señor era la del corazón y la vida mediante la confesión de Cristo, abandonando los pecados y viviendo una vida piadosa. La única túnica que se les exhortaba a ponerse era la de la justicia, obtenida por la fe en Cristo Jesús, ropaje emblanquecido en la sangre del Cordero. Nada acerca de la apariencia externa se les enseñó o mencionó jamás.

"Joshua V. Himes, Rector de la Iglesia Episcopal de St. Andrew, Elk Point, South Dakota".

Ahora bien, debe haber sido este cambio de fe, o el hecho de predicar otra doctrina, o sus noventa años, que confundieron la memoria del anciano caballero en relación con este asunto, que parece un insignificante detalle en comparación con la abrumadora magnitud del tema de la profecía.

Pero, para hacerles justicia a los muchos relatos de los días que precedieron al esperado fin, relatos que han sido reunidos en este volumen, la autora se siente llamada a declarar que, al hacer un afirmación tan abarcante, él excedió el blanco por mucho. Creemos que es bastante cierto que la dirigencia principal no dio ninguna orden, es decir, él mismo y el profeta Miller, el pastor Bliss, y un pequeño grupo de predicadores asociados con ellos desde el comienzo, en cuanto a ponerse túnicas blancas, pero no hay nada que justifique la afirmación de que no se la puso ninguno de los engañados seguidores de la profecía. Y muchos que viven todavía pueden dar testimonio de lo contrario, algunos de los cuales lo han hecho así en este libro, y en manera alguna pueden ser llamados 'enemigos de los Adventistas'. Además, la autora ha revisado diligentemente los archivos de The Midnight Cry y The Advent Herald (ésta última publicación cubriendo los años hasta 1860, de los cuales sólo faltan algunas copias), y no ha encontrado ninguna referencia en absoluto a las túnicas de la ascensión, o cualquier mención de la recompensa de la cual habla el anciano caballero en su carta; ni ha podido descubrir las refutaciones que él declara haber impreso 'cientos de veces' en las columnas de estos dos periódicos. Hubo frecuentes recriminaciones en relación con algunos otros actos simbólicos en los cuales se participaba, y es posible que el recuerdo de éstas pueda haber causado confusión en su mente, pero la única referencia al muy inofensivo acto de ponerse las túnicas blancas está en el libro Life of William Miller, por el pastor Bliss, que fue publicado por el pastor Himes en 1853, nueve años después del gran fiasco de la profecía, en el cual dice: "Se ha demostrado una y otra vez que todos los informes con respecto a la preparación de túnicas de la ascensión, etc., que muchos creen todavía, son falsos y escandalosos. En la investigación de la verdad acerca de las tales túnicas no se escatimó esfuerzo ni gasto, y se hizo moralmente cierto que ningún caso de esta clase ocurrió en ninguna parte". [Cartas como la siguiente son ciertamente suficientemente definidas: "Oí a mi madre contar que ella recuerda que, cuando era joven, su madre confeccionó una túnica blanca, puso la casa en orden, puso lámparas en las ventanas, y se sentó toda la noche a esperar que viniera el fin del mundo. Esperando que esta información le sea de algún valor, soy suya atentamente, Ida M. Wing, New Bedford, agosto 21, 1921"].

Pero el pastor Luther Boutelle, un hombre cuya integridad no ha sido nunca puesta en duda, al escribir su "Autobiografía," en la cual describe lo que ocurrió en esos días, cita directamente de la misma página en la cual aparece esta afirmación y, continuando hacia abajo hasta el mismo párrafo, se detiene en seco y pasa por alto su contenido por completo. ¿Por qué? Porque el pastor Boutelle sabía perfectamente bien que en su pueblo natal de Groton y en su propio estado de Massachusetts, especialmente en los distritos rurales, por no decir nada de otras localidades, este trozo perfectamente inocente de simbolismo se usaba, si no universalmente, al menos de manera muy prevaleciente. El pastor Boutelle, como el profeta Miller, era franco por naturaleza y directo en el pensar y en el hablar, y libre de subterfugios, y mientras ciertos hermanos, bajo el aguijón de la humillación, negaban esto y negaban que antes del gran fiasco, ni él ni su dirigente jamás empequeñecieron el recuerdo de su supremo desengaño haciendo o refutando preguntas de importancia menor como aquélla a la cual nos referimos, sus pensamientos estaban completamente ocupados con la absorbente esperanza a la cual se aferraban, a pesar de que había dejado repetidamente de materializarse. En una carta a la autora, la nieta del pastor Boutelle declara que hasta el fin de su vida de noventa y dos años "el abuelo estuvo corriendo con el mensaje la mayor parte del tiempo".

"Que las escenas finales del drama de la vida sean usadas en el servicio de nuestro Cristo, que pronto aparecerá," escribió al final de su "Autobiografía", "que podamos decir con el Apóstol: "Si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Ya sea que vivamos o muramos, del Señor somos".

¡Excelente pastor Boutelle! ¡Firme y antiguo cristiano! Si estuvo equivocado en cuanto a la manera y el tiempo de la Venida, nadie podría poner en tela de duda la legitimidad de su amor por su Maestro. Yace en el cementerio de Groton, teniendo a la vista las distantes colinas que amaba. Pero él y otros fallecieron hace años; todas esas almas sinceras que esperaban la destrucción de la tierra por el fuego, así como la inmediata venida del Señor - el profeta Miller, el pastor Bliss, el hermano Storrs, y el hermano Southard, y el ejército de hermanos cuyas voces despertaban ecos por todas partes con sus alarmantes exclamaciones de advertencia - todos se han ido, y el Reverendo Joshua VV. Himes todavía espera en su tumba sobre la cima de la colina el fin que todavía no llega.

Ya no hay más Ben Whitcombs galopando por los caminos del campo y gritando que el fin se acerca; ya no hay más hermosas muchachas, como la adorable Mary Hartwell, huyendo de sus prometidos por temor de la ira venidera; ya no hay más grupos de ansiosas almas atormentadas por el miedo y yendo de las calles del pueblo a las cima de las colinas para esperar la terrible señal.

La misteriosa oleada de agitación hace mucho que se retiró hacia las inexploradas regiones esotéricas de donde vino; hasta el recuerdo de ella casi se ha desvanecido.

Los seguidores de William Miller aseguraban que, a pesar de del fracaso de la profecía, la experiencia entera fue de Dios; que por medio del temor al día terrible, almas que de otro modo no habrían podido ser alcanzadas fueron puestas bajo sujeción y salvadas de los tormentos del infierno. Olvidaron la inspiradora amonestación del Apóstol Pablo: "No nos ha dado Dios espíritu de temor, sino de amor, de poder, y de dominio propio".

Este libro se cierra con esta tranquilizadora e iluminadora afirmación, para contrarrestar los terribles relatos acerca de la extraña histeria religiosa de 1843 y 1844, y el desengaño de William Miller.

FIN


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