EL PARAÍSO RESTAURADO
Una
teología bíblica de señorío
David
Chilton
Dominion
Press
Tyler,
Texas
©
1ero.
1985; 6to. 1999
Capítulo
21
La gran
ramera
(Apocalipsis
17-19)
Un
rey que ha fundado una ciudad, lejos de abandonarla cuando, por el
descuido de sus habitantes, es atacada por ladrones, la venga y la
salva de la destrucción, preocupándole más su
propio honor que el descuido de la gente. Mucho menos, pues, abandonó la
Palabra del Padre bondadoso a la raza humana que Él había
llamado a la vida; pero, más bien, ofreciendo su propio cuerpo,
abolió la muerte en la cual los seres humanos habían
incurrido, y corrigió el descuido de ellos con sus propias
enseñanzas. Así, con su propio poder, restauró la
completa naturaleza del hombre.
Atanasio,
On he Incarnation
[10]
El
libro de Apocalipsis nos presenta dos grandes ciudades,
antitéticas entre sí: Babilonia y la Nueva
Jerusalén. Como veremos en un capítulo posterior, la
Nueva Jerusalén es el paraíso consumado, la comunidad de
los santos, la ciudad de Dios. La otra ciudad, a la que constantemente
se la contrasta con la Nueva Jerusalén, es la antigua
Jerusalén, que se ha vuelto infiel a Dios. Si
conociéramos mejor nuestras Biblias, esto sería evidente
inmediatamente, porque la mayor parte del lenguaje que describe a
"Babilonia" ha sido tomado de otras descripciones bíblicas de
Jerusalén. Consideremos algo de la información que Juan
proporciona sobre esta perversa ciudad.
Primero, se nos dice que ella
es "la gran ramera ... con la cual han
fornicado los reyes de la tierra" (Apoc. 17:1-2). Esta llamativa
descripción de una ciudad-ramera que fornica con las naciones
procede de Isaías 57 y Ezequiel 16 y 23, donde Jerusalén
es representada como la Esposa de Dios que se ha vuelto prostituta. El
pueblo de Jerusalén había abandonado la verdadera fe y se
había vuelto a los dioses paganos y a las naciones impías
en busca de ayuda, más bien que a la confianza en Dios para que
fuese su protector y libertador. Usando lenguaje tan explícito
que la mayoría de los pastores no quieren predicar sobre estos
capítulos, Ezequiel condena a Jerusalén como una ramera
degradada y lasciva. "Abriste tus piernas a cualquiera que pasaba, y
fornicaste sin cesar" (Eze. 16.25). Juan ve a la ramera sentada en un
desierto, un símbolo que ya hemos considerado bastante como
imagen de la maldición; además, la imagen
específica de Jerusalén como ramera en un desierto se usa
en Jeremías 2-3 y Oseas 2.
La ramera en el desierto, dice
Juan, está
sentada sobre la bestia
(Apoc. 17:3), representando su dependencia del Imperio Romano para su
existencia nacional y poderío; por el testimonio del Nuevo
Testamento, no hay duda de que Jerusalén estaba ,
política y religiosamente, "fornicando" con el imperio pagano,
cooperando con Roma en la crucifixión de Cristo y la
persecución homicida de los cristianos. Desarrollando aun
más este aspecto del simbolismo, un ángel le dice a Juan
más sobre la bestia: "Las siete cabezas son siete montes, sobre
los cuales se sienta la mujer, y son siete reyes. Cinco de ellos han
caído; uno es, y el otro aún no ha venido; y cuando
venga, es necesario que dure breve tiempo" (Apoc. 17:9-10). Los "siete
montes" nuevamente identifican la bestia como Roma, famosa por sus
"siete colinas"; pero éstas también corresponden a la
línea de los Césares. Cinco
han caído: los primeros cinco Césares eran Julio,
Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio. Uno es: Nerón, el
sexto
César, estaba en el trono cuando Juan escribía el
Apocalipsis. El otro
... debe
permanecer breve tiempo: Galba, el séptimo César,
reinó durante siete meses.
El nombre simbólico dado a la
ramera era Babilonia la
grande
(Apoc. 17:5), un recordatorio de la ciudad del Antiguo Testamento que
era el epítome de la rebelión contra Dios (ver
Gén. 11:1-9; Jer. 50-51). Esta nueva y mayor Babilonia, la
"madre de las rameras", está ebria con la sangre de los santos,
y con la sangre de los testigos de Jesús" (Apoc. 17:6).
Más tarde, Juan nos dice que "en
ella se halló la sangre de los profetas y de los santos, y de
todos los que han sido muertos en la tierra"
(Apoc. 18:24). Esta afirmación suena familiar, ¿verdad?
Viene de un pasaje que hemos considerado varias veces antes: la condena
de Jerusalén
por
Jesús.
Por
tanto, he aquí yo os envío profetas y sabios y escribas;
y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros
azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad
en ciudad; para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha
derramado
sobre la tierra ... (Apoc. 18:24). De cierto os digo que
todo
esto vendrá sobre esta generación. ¡Jerusalén,
Jerusalén,
que matas a los profetas, y apedreas a los que te son
enviados!
(Mat. 23:34-37).
Históricamente, Jerusalén
es la que siempre había sido la gran ramera, cayendo
constantemente en la apostasía y persiguiendo a los profetas
(Hech. 7:51-52); Jerusalén
era el lugar donde los profetas eran asesinados (Lucas 13:33). No
podemos captar el mensaje de Apocalipsis si no reconocemos su
carácter central como documento
de pacto, legal; como los escritos de Amós y otros
profetas del Antiguo Testamento, Apocalipsis representa una demanda de pacto,
que acusa a
Jerusalén de violar el pacto y declara su juicio.
Juan recuerda que los "diez
reyes", los gobernantes sujetos al imperio,
se unen a la bestia contra Cristo: "Estos tienen un mismo
propósito, y entregarán su poder y su autoridad a la
bestia. Pelearán contra el Cordero" - ¿y cuál
será el resultado? "Y
el
Cordero los vencerá,
porque él es Señor de señores y Rey de reyes; y
los que están con él son llamados y elegidos y
fieles" (Apoc. 17:13-14). Juan asegura a la iglesia que, en su terrible
y terrorífico conflicto con el tremendo poder de la Roma
imperial, la victoria
de Cristo
está garantizada.
En este punto, el centro de
atención parece cambiar. Dice Juan que, cuando la guerra entre César y Cristo
se
caliente, los pueblos del imperio "aborrecerán a la ramera y la
dejarán desolada
[ver Mat. 24:15] y desnuda; y devorarán sus carnes, y la
quemarán con fuego; porque Dios ha puesto en sus corazones el
ejecutar lo que él quiso: ponerse de acuerdo, y dar su reino a
la bestia, hasta que se cumplan las palabras de Dios" (Apoc. 17:16-17;
ver 18:6-8). Jerusalén había fornicado con las naciones
paganas, pero, en el año 70 D. C. , éstas se volvieron
contra ella y la destruyeron. Nuevamente, este cuadro ha sido tomado de
los profetas del Antiguo Testamento que hablaban de Jerusalén
como ramera: habían dicho que, así como la hija del
sacerdote que se había vuelto ramera debía ser "quemada
con fuego" (Lev. 21:9), así también Dios usaría a
los anteriores "amantes" de Jerusalén, las naciones paganas,
para destruirla y quemarla hasta los cimientos (Jer. 4:11-13, 30-31;
Eze. 16:37-41; 23:22, 25-30). Sin embargo, vale la pena observar que la bestia destruye a Jerusalén
como
parte de su guerra contra Cristo;
los primeros historiadores informan que el motivo de los líderes
romanos para destruir el templo era, no sólo destruir a los
judíos, sino borrar el
cristianismo.
¡La bestia pensaba que podía matar a la ramera y a la
Esposa de un solo golpe! Pero, cuando el polvo se asentó, la
estructura de la Jerusalén
antigua
y apóstata yacía en ruinas, y la iglesia quedó
revelada como el templo nuevo y más glorioso, la eterna morada
de Dios.
Juan nos dice que la ramera "es
la gran ciudad que reina sobre los
reyes de la tierra" (Apoc. 17:18). Este versículo ha confundido
a algunos intérpretes. Aunque todas las otras señales
apuntan a Jerusalén como la ramera, ¿cómo puede
decirse de ella que blande esta clase de poder político mundial?
La respuesta es que
Apocalipsis no es
un libro sobre política; es un libro sobre el pacto.
Jerusalén sí reinó sobre las naciones.
Tenía una prioridad de pacto sobre los reinos de la tierra. Rara
vez se aprecia lo suficiente el hecho de que Israel era un reino de
sacerdotes (Éx. 19:6), y que ejercía este ministerio en
nombre de las naciones del mundo. Mientras Israel fue fiel a Dios, y
ofreció sacrificios a nombre de las naciones, el mundo estuvo en
paz; cuando Israel rompió el pacto, el mundo quedó
envuelto en confusión. Las naciones gentiles reconocieron esto
(1 Reyes 10:24; Esdras 1; 4-7; ver Rom. 2:17-24). Pero, perversamente,
las naciones paganas trataron de seducir a Israel para que cometiera
adulterio contra el pacto - y cuando lo hizo, se volvieron contra ella
y la destruyeron. Ese patrón se repite varias veces, hasta la
excomunión final de Israel en el 70 D. C., cuando
Jerusalén fue destruida como señal de que el reino
había sido transferido a su nuevo pueblo, la iglesia (Apoc.
11:19; 15:5; 21:3).
Puesto que Israel debía ser
destruido, los apóstoles
pasaron gran parte de su tiempo en los últimos días
advirtiendo al pueblo de Dios que se separara de él y se
alineara con la iglesia (ver Hech. 2:37-40; 3:19, 26; 4:8-12; 5:27-32).
Este es el mensaje de Juan en Apocalipsis. La apostasía de
Jerusalén ha sido tan grande, dice Juan, que su juicio es
permanente e irrevocable. Ahora ella es Babilonia,
la implacable enemiga de Dios. "Y se ha hecho habitación de
demonios y guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda
ave inmunda y aborrecible" (Apoc. 18:2). Puesto que Israel
rechazó a Cristo, la nación entera es habitación
de demonios, sin ninguna esperanza (ver Mat. 12:38-45; Apoc. 9:1-11).
Por consiguiente, el pueblo de Dios no debía tratar de reformar
a Israel, sino abandonarlo a su suerte. La salvación está
en Cristo y la iglesia, y sólo la destrucción aguarda a
los que se ponen de parte de la ramera: "Salid de ella, pueblo
mío, para que no seáis partícipes de sus pecados,
ni recibáis parte de sus plagas" (Apoc. 18:4; ver Heb. 10:19-39;
12:15-29; 13:10-14).
Y así, Jerusalén fue destruida,
para no levantarse
más: "Y un ángel poderoso tomó una piedra, como
una gran piedra de molino, y la arrojó en el mar [ver Lucas
17:21] diciendo: Con el mismo ímpetu será derribada
Babilonia, la gran ciudad, y nunca más será hallada"
(Apoc. 18:21). Pero "Jerusalén" todavía está en
pie en el siglo veinte, ¿no? ¿Cómo es que fue
destruida para siempre
en el
70 D. C.? Lo que esto significa es que Israel, como el pueblo del
pacto, dejará
de existir. Jerusalén - como la
gran ciudad, la
santa ciudad
- no se hallará más. Es verdaad que, como hemos visto en
Romanos 11, los descendientes de Abraham entrarán al pacto
nuevamente. Pero no
serán una nación separada y santa de sacerdotes
especiales. Se unirán a los pueblos del mundo en la multitud de
los salvados, sin ninguna distinción (Isa. 19:19-25; ver Efe.
2:11-22). Así, pues, Jerusalén, que abandonó la
religión del pacto y se volvió a un culto
demoníaco de hechicería, brujería, y culto al
estado, quedará en la ruina para siempre. Lo que una vez fue un
paraíso, nunca más volverá a conocer las
bendiciones del huerto de Edén (Apoc. 18:22-23).
El pueblo de Dios había estado
orando por la destrucción
de Jerusalén (Apoc. 6:9-11). Ahora que sus oraciones son
contestadas, la gran multitud de los redimidos prorrumpe en alabanza
antifónica:
¡Aleluya!
Salvación y honra y gloria y poder son del Señor Dios
nuestro; porque sus juicios son verdaderos y justos; pues ha juzgado a
la gran ramera que ha corrompido a la tierra con su fornicación,
y ha vengado la sangre de sus siervos de la mano de ella. Otra vez
dijeron: ¡Aleluya! Y el humo de ella sube por los siglos de los
siglos" (Apoc. 19:1-3; ver 18:20).
Contrariamente a lo que
esperaba Roma, la destrucción de
Jerusalén no fue el fin de la iglesia. En vez de eso, fue el
pleno establecimiento de la iglesia como el nuevo templo, la
declaración final de que la ramera ha experimentado el divorcio
y ha sido ejecutada, y que Dios ha tomado para sí una nueva
Esposa. El juicio y la
salvación son inseparables.
El colapso de la cultura impía no es el fin del mundo sino su
re-creación, como en al diluvio y el éxodo. El pueblo de
Dios ha sido salvado de las fornicaciones del mundo para que se
convierta en su Esposa; y la señal constante de este hecho es la
celebración de la comunión en la iglesia, la "cena de
bodas del Cordero" (Apoc. 19:7-9).
Pero hay otra gran fiesta
registrada aquí, la "gran cena de
Dios", en la cual todas las aves carroñeras son invitadas a
"comer las carnes de reyes y capitanes, carnes de fuertes, carnes de
caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos,
pequeños y grandes" (Apoc. 19:17-18) - todos los enemigos de
Cristo, los que rehusan someterse a su ley. Porque Él cabalga en
su corcel de guerra, seguido por su ejército de santos,
conquistando a las naciones con la Palabra de Dios, el evangelio,
simbolizado por una espada que salía de su boca (Apoc.
19:11-16). Esta no es la segunda venida; es más bien una
declaración simbólica de esperanza, la certeza de que la
Palabra de Dios será victoriosa en todo el mundo, de modo que el
gobierno de Cristo será establecido universalmente. Cristo
será reconocido en todas partes como Rey de reyes y Señor
de señores. Desde el comienzo de Apocalipsis, el mensaje de
Cristo a su iglesia ha sido una orden de vencer, conquistar
(Apoc. 2:7, 11, 17, 26-28, 3:5, 12, 21); aquí, le asegura a la
iglesia sufriente que, a pesar de la feroz persecución por
Israel y Roma, Cristo y su pueblo serán victoriosos sobre todos
los enemigos. El destino de la bestia, del falso profeta, y de todos
los que se oponen al señorío de Cristo es la muerte y la
destrucción, en el tiempo y la eternidad (Apoc. 19:19-21).
Los cristianos del siglo
primero, rodeados por la persecución y
la apostasía, podrían haberse visto tentados
fácilmente a considerar su generación como la del fin. El
gran testimonio de Apocalipsis era que estas cosas no eran el fin, sino
el principio. En el peor de los casos, la bestia y sus co-conspiradores
están meramente cumpliendo los decretos del Dios soberano (Apoc.
17:17). Él ha ordenado cada uno de sus movimientos, y ha
ordenado su destrucción. La naciones rugen, pero Dios
ríe: Él ya ha establecido a su rey en su santo monte, y
todas las naciones serán gobernados por Él (Sal. 2). Toda potestad le ha
sido dada a Cristo en el cielo y en la tierra
(Mat.
28:18); como cantaba Lutero, "Él tiene
que ganar la batalla". Al progresar el evangelio en todo el mundo,
vencerá, y vencerá, y vencerá, hasta que todos los
reinos vengan a ser los reinos de nuestro Señor y de su Cristo;
y Él reinará por siempre. No cederá al enemigo ni
una sola pulgada de terreno ni en el cielo ni en la tierra. Cristo y su
ejército cabalgan por lo alto, conquistando y para conquistar, y
nostros, por medio de Él, heredaremos todas las cosas.
Entonces vi el cielo abierto; y
he aquí un caballo blanco, y el
que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y
pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza
muchas diademas, y tenía un nombre escrito que ninguno
conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa
teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS.
Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo,
blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale
una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las
regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino
del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su
muslo tiene escrito este nombre: REY
DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES (Apoc. 19:11-16).
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