LA PARUSÍA
o
La Segunda Venida de Nuestro
Señor Jesucristo
JAMES STUART RUSSELL
(1816-1895)
Tomado de The
Preterist Archive
APÉNDICE A LA PARTE II
NOTA A
El reino de los cielos, o el reino
de Dios
No hay ninguna frase que ocurra con más frecuencia
en el Nuevo Testamento que "el reino de los cielos" o "el reino de Dios".
Nos encontramos con ella en todas partes; al comienzo, a la mitad, y al
final del Libro. Es la primera cosa en Mateo, la última en Apocalipsis.
Al evangelio mismo se le llama "el evangelio del reino"; los discípulos
son los "herederos del reino"; el gran objeto de esperanza y expectativa
es "la venida del reino". Es de esto de lo que Cristo mismo deriva su título
de "Rey". El reino de Dios, pues, es la médula misma del Nuevo Testamento.
Pero, aunque difundida en el Nuevo Testamento, la idea
del reino de Dios no es peculiar a él; no pertenece menos al Antiguo.
Encontramos huellas de ella en todos los profetas desde Isaías hasta
Malaquías; es el tema de algunos de los más exaltados salmos
de David; subyace los anales del antiguo Israel; sus raíces se remontan
al período más temprano de la existencia nacional judía;
de hecho, es la razón de ser de ese pueblo; porque Israel fue constituido
y mantenido en existencia como una nacionalidad distinta para encarnar
y desarrollar esta concepción del reino de Dios.
Retrocediendo hasta el germen primordial del pueblo judío,
encontramos el primer indicio del propósito de Dios de "hacer un
pueblo para sí mismo" en la promesa original que se le hizo a su
gran progenitor, Abraham: "Haré de ti una nación grande,
y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás
bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que
te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las
naciones de la tierra" (Gén. 12:2,3). Esta promesa fue renovada
solemnemente poco tiempo después en el pacto que Dios hizo
con Abraham: "En aquel día hizo Jehová un pacto con Abram
diciendo: A tu descendencia daré esta tierra, desde el río
de Egipto hasta el río grande, el río Éufrates" (Gén.
15:18). Esta relación de pacto entre Dios y la simiente de Israel
es renovada y desarrollada más completamente en la declaración
que después se le hizo a Abraham: "Y estableceré mi pacto
entre mí y ti, y tu descendencia después de ti en sus generaciones,
por pacto perpetuo, para ser tu Dios, y el de tu descendencia después
de ti. Y te daré a ti, y a tu descendencia después de ti,
la tierra en que moras, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua;
y seré el Dios de ellos" (Gén. 17:7,8). Como muestra y señal
de este pacto, el rito de la circuncisión le fue impuesto a Abraham
y a su posteridad, por el cual todo varón de aquella raza era marcado
y señalado como súbdito del Dios de Abraham (Gén.
17:9-14).
Más de cuatro siglos después de esta adopción
de los hijos de Abraham como el pueblo del pacto de Dios, les encontramos
en estado de vasallaje en Egipto, gimiendo bajo la cruel esclavitud a la
que estaban sometidos. Se nos dice que Dios "escuchó sus gemidos,
y se acordó de su pacto con Abraham, con Isaac, y con Jacob". Levantó
un campeón en la persona de Moisés, y le indicó que
le dijera a los hijos de Israel: "Yo soy Jehová; y yo os sacaré
de debajo de las tareas pesadas de Egipto; ... y os tomaré por mi
pueblo y seré vuestro Dios" (Éx. 6: 6,7). Después
de la milagrosa redención en Egipto, la relación de pacto
entre Jehová y los hijos de Israel fue ratificada, pública
y solemnemente, en el Monte Sinaí. Leemos que, "en el mes tercero
de la salida de los hijos de Israel de la tierra de Egipto ... Y acampó
allí Israel delante del monte. Y Moisés subió a Dios,
y Jehová lo llamó desde el monte, diciendo: Así dirás
a la casa de Jacob, y anunciarás a los hijos de Israel: Vosotros
vísteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé
sobre alas de águila, y os he traído a mí. Ahora,
pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros
seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía
es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes,
y gente santa" (Éx. 19:3-6).
Es en este período cuando podemos considerar el
reino teocrático como formalmente inaugurado. Una horda de esclavos
liberados fue constituída en nación; recibieron una ley divina
para su gobierno, y el marco completo de su sistema civil y eclesiástico
fue organizado y construído por autoridad divina. Cada paso del
proceso mediante el cual un anciano sin hijos se convirtió en una
nación revela un propósito divino y un plan divino. Ninguna
nacionalidad se formó jamás de esa manera; jamás existió
ninguna para un propósito así; ninguna tuvo jamás
una relación tal con Dios; ninguna poseyó jamás una
historia tan milagrosa; ninguna fue jamás exaltada hasta un privilegio
tan glorioso; ninguna cayó jamás en una condenación
tan tremenda.
No puede haber ninguna duda de que la nación de
Israel fue destinada para ser depositaria y conservadora del conocimiento
del Dios viviente y verdadero en la tierra. Para este propósito
fue constituida la nación, y puesta en una relación única
con el Altísimo, como ningún otro pueblo sostuvo jamás.
Para garantizar el cumplimiento de este propósito, el Señor
mismo fue su Rey y ellos fueron sus súbditos; mientras que todas
las instituciones y leyes que le fueron impuestas hacían referencia
a Dios, no sólo como Creador de todas las cosas, sino como Soberano
de la nación. Expresar y llevar a cabo esta idea del reinado de
Dios sobre Israel es el manifiesto propósito del aparato ceremonial
de culto establecido en el desierto: "Jehová hizo erigir una tienda
real en el centro del campamento (donde por lo general se erigían
los pabellones de todos los reyes y capitanes), y la hizo equipar con todo
el esplendor de la realeza, como un palacio móvil. Estaba dividido
en tres compartimientos, en el más interior del cual estaba el trono
real, sostenido por querubines de oro; y el escabel del trono, un arca
dorada que contenía las tablas de la ley, la Carta Magna de la iglesia
y el estado. En la antecámara, había una mesa dorada puesta
con pan y vino, como la mesa real; y ardía incienso precioso. La
habitación exterior, o atrio, podría considerarse el compartimiento
culinario real, y allí se ejecutaba música, como la música
de las mesas festivas de los monarcas orientales. Dios escogió a
los levitas como sus cortesanos, oficiales de estado, y guardias de palacio;
y a Aarón como oficial principal de la corte y primer ministro de
estado. Para el sostenimiento de estos oficiales, Dios asignó uno
de los diezmos que los hebreos debían entregar como alquiler por
el uso de la tierra. Finalmente, Dios requería que todos los varones
hebreos de edad apropiada se acercaran a su palacio cada año, durante
las tres grandes festividades anuales, con presentes, para rendir homenaje
a su Rey; y como estos días de renovación de su homenaje
debían celebrarse con fiestas y gozo, el segundo diezmo se gastaba
en proporcionar el entretenimiento necesario para estas ocasiones. Resumiendo,
cada deber religioso era hecho una cuestión de obligación
política; y todas las leyes civiles, aún las más mínimas,
estaban fundadas de tal manera en la relación del pueblo con Dios,
y tan entrelazadas con sus deberes religiosos, que el hebreo no podía
separar a su Dios de su Rey, y cada ley le recordaba a ambos por igual.
Por consiguiente, mientras la nación tuviese existencia nacional,
no podía perder por completo el conocimiento del verdadero Dios,
ni descontinuar su culto".
Tal era el gobierno instituido por Jehová entre
los hijos de Israel - una verdadera teocracia; la única teocracia
verdadera que jamás existió sobre la tierra. Su carácter
nacional, intenso y exclusivo, merece ser notado de manera particular.
Era privilegio distintivo de los hijos de Abraham, y de ellos solamente:
"Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más
que todos los pueblos que están sobre la tierra" (Deut. 7:6). "A
vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra" (Amos
3:2). "No ha hecho así con ninguna otra de las naciones" (Sal. 147:20).
El Altísimo era el Señor de toda la tierra, pero era Rey
de Israel en un sentido completamente peculiar. Él era el Gobernante
del pacto; ellos eran el pueblo del pacto. Estaban bajo la más sagrada
y solemne obligación de ser súbditos leales a su invisible
Soberano, de adorarle sólo a Él, y de ser fieles a su ley
(Deut. 26:16-18). Como recompensa por su obediencia, tenían la promesa
de ilimitada prosperidad y grandeza nacional; habrían de ser "exaltados
sobre todas las naciones que hizo, para loor y fama y gloria" (Deut. 26:19);
mientras que, por otra parte, el castigo por su deslealtad y su infidelidad
era correspondientemente terrible; la maldición del pacto quebrantado
les alcanzaría en una señalada y terrible retribución,
que no tendría paralelo en la historia de la humanidad, pasada o
por venir. (Deut. 28).
Es sólo razonable suponer que este maravilloso
experimento de un gobierno teocrático debe haber tenido como objetivo
algo digno de su divino autor. Ese objeto era moral, más bien que
material; la gloria de Dios y el bien de los hombres, más que el
progreso político o temporal de una tribu o nación. Sin duda
era, en primer lugar, un expediente para mantener vivo el conocimiento
y el culto del único Dios verdadero en la tierra, que de otro modo
podría haberse perdido por entero; y en segundo lugar, a pesar de
su intenso y exclusivo espíritu de nacionalismo, el sistema teocrático
llevaba en su seno el germen de una religión universal, y era así
una etapa grande e importante en la educación de la raza humana.
Es instructivo seguir la pista al crecimiento y al desarrollo
progresivo de la idea teocrática en la historia del pueblo judío,
y observar cómo, al perder su importancia política, se vuelve
más y más moral y espiritual en su carácter.
El pueblo al que se le confirió este incomparable
privilegio demostró ser indigno de él. Su inconstancia e
infidelidad neutralizaban a cada momento el favor de su invisible Soberano.
Su exigencia de tener rey, de ser "también como todas las
naciones", era casi un rechazo de su celestial Soberano. (1 Sam. 8:7,19,20).
Sin embargo, su petición fue concedida, habiéndose hecho
provisión para una tal contingencia en el marco original de la teocracia.
El rey humano fue considerado virrey del divino Rey, convirtiéndose
así en tipo del Soberano real, aunque invisible, a quien el rey,
así como la nación, debía lealtad.
Es en este punto donde notamos la aparición de
una nueva fase en el sistema teocrático. Si consideramos a David
como el autor del segundo salmo, fue ya en esta época cuando se
hizo un anuncio profético concerniente a un Rey, el Ungido de Jehová,
el Hijo de Dios, contra quien se levantarían los reyes de la tierra,
y los príncipes consultarían unidos, pero a quien el Altísimo
daría los paganos por heredad y las partes últimas de la
tierra por posesión. Desde este período comienza a indicarse
más claramente el carácter mediador de la teocracia;
se hace una distinción entre Jehová y su Ungido, entre el
Padre y el Hijo. Nos encontramos con los títulos de Mesías,
Hijo de Dios, Hijo de David, Rey de Sión, aplicados a Aquél
a quien pertenece el reino, y quien está destinado a triunfar y
a reinar. Los salmos llamados mesiánicos, especialmente el 72 y
el 110, bastan para probar que, en tiempos de David, había claros
anuncios proféticos de un Rey venidero, cuyo gobierno sería
benéfico y glorioso; en quien serían benditas todas las naciones;
que habría de unir en sí mismo la doble posición de
Sacerdote y Rey; que es declarado Señor de David; y que está
representado como sentado a la diestra de Dios "hasta que sus enemigos
sean puestos como estrado de sus pies".
De aquí en adelante, a través de todas las
profecías del Antiguo Testamento, encontramos el carácter
y la persona del Rey teocrático bosquejado más y más
completamente, aunque en la descripción están mezclados juntos
elementos diversos y aparentemente inconsistentes. A veces, el Rey venidero
y su reino son representados con los colores más atractivos y resplandecientes:
"Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago
retoñará de sus raíces", y bajo la dirección
de este heredero de la casa de David, toda maldad desaparecerá y
toda bondad triunfará. "El lobo morará con el cordero, y
el leopardo se acostará con el cabrito ... no harán mal ni
dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será
llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar"
(Isa. 11:1-9). Los más elevados nombres de honor y dignidad son
atribuídos al Príncipe venidero; él es el "Maravilloso,
Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado
de su imperio y la paz no tendrán límite". Se sentará
sobre el trono de David, y gobernará su reino con juicio y con justicia
para siempre. (Isa. 9:6,7).
Pero, al lado de este brillante futuro, hay oscuras y
tenebrosas escenas de tristeza y sufrimiento, de juicio y de ira. Se dice
del Rey venidero que es como "raíz de tierra seca"; "despreciado
y desechado"; "varón de dolores, experimentado en quebranto"; "herido
fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados"; "como cordero
fue llevado al matadero"; "como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció,
y no abrió su boca"; "fue cortado de la tierra de los vivientes"
(Isa. 53). Se lo describe entrando a Jerusalén "humilde y cabalgando
sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna" (Zac. 9:9); "se quitará
la vida al Mesías, mas no por sí" (Dan. 9:26); y entre los
últimos pronunciamientos proféticos están algunos
de los más ominosos y sombríos de todos. El Señor,
el Mensajero del pacto, el Rey esperado, viene: "¿Quién podrá
soportar el tiempo de su venida? Viene el día ardiente como un horno;
el día de Jehová, grande y terrible" (Mal. 3:1,2; 4:1,5).
Esta aparente paradoja se explica en el Nuevo Testamento.
Existía en realidad este doble aspecto del Rey y el reino: "El Rey
de gloria" era "varón de dolores"; "el año aceptable del
Señor" era también "el día de retribución de
nuestro Dios".
Las antiguas profecías habían dado abundantes
razones para esperar que el invisible Rey teocrático sería
revelado un día y habitaría con los hombres sobre la tierra;
que vendría, en los intereses de la teocracia, para establecer su
reino en la nación, y reunir a su pueblo alrededor del trono. Los
capítulos iniciales del evangelio de Lucas indican lo que creían
los israelitas piadosos con respecto al reino venidero del Mesías.
Entendían que este reino tendría una especial relación
con Israel. "Éste será llamado grande", dijo el ángel
de la anunciación, "y será llamado Hijo del Altísimo;
y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará
sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin".
"Rabí", exclamó el leal Natanael, cuando Dios se le reveló
súbitamente a través de la apariencia del joven campesino
galileo, "tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel"
(Juan 1:49). No es menos cierto que su venida se consideraba entonces como
cercana, y era esperada ansiosamente por hombres santos como Simeón,
que "esperaba la consolación de Israel", y al cual le había
sido revelado que no "vería la muerte antes que viese al Ungido
del Señor" (Luc. 2:25,26). La verdad es que había una creencia
muy difundida, no sólo en Judea, sino por todo el Imperio Romano,
de que un gran príncipe o monarca estaba a punto de aparecer en
la tierra, que habría de inaugurar una nueva era. De esta expectativa
tenemos evidencia en los Anales de Tácito y el Polio de Virgilio.
Sin duda, la esperanza acariciada por Israel se había difundido,
de una manera más o menos vaga y distorsionada, por todos los territorios
circunvecinos.
Pero cuando, en la plenitud del tiempo, apareció
el Rey teocrático en medio de la nación del pacto, no fue
en la forma que ellos habían esperado y deseado. El Rey no cumplió
las esperanzas de ellos de poder político y pre-eminencia nacional.
El reino de Dios que Jesús proclamó fue algo muy diferente
de
aquel con el cual habían soñado. Justicia y verdad, pureza
y bondad, eran sólo palabras vacías para los que codiciaban
los honores y los placeres de este mundo. Sin embargo, aunque rechazado
por la nación en general, el Rey teocrático no dejó
de anunciar su presencia y sus reclamos. Fue precedido por un heraldo,
el Elías predicho, Juan el Bautista, al cual el pueblo debía
reconocer como verdadero profeta de Dios. El segundo Elías anunció
el reino de Dios como que se había acercado. y llamó a la
nación a arrepentirse y a recibir a su Rey. Luego, sus propias obras
milagrosas, sin paralelo aun en la historia del pueblo escogido en cuanto
al número y esplendor, proporcionó evidencia concluyente
de su divina misión; unido a lo cual, la trascendente excelencia
de su doctrina, y la inmaculada pureza de su vida, silenciaron, si no avergonzaron,
la enemistad de los impíos. Durante más de tres años,
esta apelación al corazón y a la conciencia de la nación
fue presentada incesantemente de todas las formas posibles, pero sin éxito;
hasta que, finalmente, los principales de la iglesia y el estado judíos,
encarnizadamente hostiles a las pretensiones de Jesús, le acusaron
delante del gobernador romano bajo el cargo de hacerse Rey. Con su persistente
y maligno clamor, procuraban su condena. Fue entregado para que fuese crucificado,
y el título sobre su cruz llevaba esta inscripción:
"ÉSTE ES EL REY DE LOS
JUDÍOS"
Este trágico acontecimiento marca el rompimiento
final entre el pueblo del pacto y el Rey teocrático. El pacto había
sido quebrantado a menudo antes, pero ahora era repudiado públicamente
y roto en pedazos. Se podría haber pensado que la teocracia terminaría
ahora; y casi lo hizo, pero su disolución formal fue suspendida
por un breve espacio de tiempo, para que la doble consumación del
reino, que envolvía la salvación de los fieles y la destrucción
de los incrédulos, pudiera tener lugar en el tiempo señalado.
Este doble aspecto del reino teocrático es visible en cada una de
las partes de su historia. Fue a un tiempo éxito y fracaso; victoria
y derrota; trajo salvación para unos y destrucción para otros.
Este doble carácter había sido establecido claramente en
las antiguas profecías, como en el notable oráculo de Isaías
49. El Mesías se lamenta: "Por demás he trabajado, en vano
y sin provecho he consumido mis fuerzas", etc. La divina respuesta es:
"Ahora, pues, dice Jehová, el que me formó desde el vientre
para ser su siervo, para hacer volver a él a Jacob y para congregarle
a Israel (porque estimado seré en los ojos de Jehová, y el
Dios mío será mi fuerza); dice: Poco es para mí que
tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que
restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones,
para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra". Para
poner sólo otro ejemplo: en el libro de Malaquías encontramos
este doble aspecto del reino venidero, pues, aunque "viene el día
ardiente como un horno", y "todos los que hacen maldad serán estopa","a
los que teméis mi nombre nacerá el sol de justicia, y en
sus alas traerá salvación" (Mal. 4:1,2). A pesar, pues, del
rechazo del rey y la pérdida del reino por parte de la masa del
pueblo, todavía habría una gloriosa consumación de
la teocracia, trayendo honor y felicidad para todos los que poseyeran la
autoridad del Mesías y demostraran ser obedientes y leales a su
Rey.
¿Tenemos alguna información con la cual
establecer con certeza el período de esta consumación? ¿En
qué momento puede decirse que el reino ha venido plenamente? En
la encarnación no, porque la proclamación de Jesús
siempre fue: "El reino de Dios se ha acercado". En la crucifixión
no, porque la petición del ladrón moribundo fue: "Señor,
acuérdate de mí cuando vengas en tu reino". En la resurrección
tampoco, porque después de que el Señor hubo resucitado,
los discípulos esperaban la restauración del reino a Israel.
En la ascensión tampoco, ni en el día de Pentecostés,
porque, mucho tiempo después de estos acontecimientos, se nos dice
en la Epístola a los Hebreos que Cristo, "habiendo ofrecido una
vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la
diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos
sean puestos por estrado de sus pies" (Heb. 10:12,13). La consumación
del reino, pues, no coincide con la ascensión, ni con el día
de Pentecostés. Es verdad que el Rey teocrático "se sentó
en el trono, a la diestra de la majestad en las alturas", pero todavía
no había "asumido este gran poder". Sus enemigos todavía
no habían sido derribados, y no podía decirse que había
llegado el pleno desarrollo y la consumación de su reino sino hasta
que, por medio de un acto judicial solemne y público, el Mesías
hubiese vindicado las leyes de su reino y aplastado bajo sus pies a sus
súbditos apóstatas y rebeldes.
Hay un punto en el tiempo que se indica constantemente
en el Nuevo Testamento como la consumación del reino de Dios. Nuestro
Señor declaró que, entre sus discípulos, había
algunos que vivirían para verle venir en su reino. Por supuesto,
esta venida del Rey es sinónima con la venida del reino, y limita
la ocurrencia de este acontecimiento a la generación que entonces
existía. Es decir, la consumación del reino se sincroniza
con el reino de Israel y la destrucción de Jerusalén, siendo
todo ello parte de una gran catástrofe. Era en ese período
cuando el Hijo del hombre habría de venir en la gloria de su Padre,
y se sentaría en el trono de su gloria; para recompensar a sus siervos
y retribuir a sus enemigos (Mat. 25:31). Encontramos estos sucesos uniformemente
asociados juntos en el Nuevo Testamento, la venida del Rey, la resurrección
de los muertos, el juicio de los justos y de los impíos, la consumación
del reino, el fin de la era. Por eso dice Pablo en 2 Tim. 4:1: "Te encarezco
delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los
vivos y a los muertos en eu manifestación y en su reino". La venida,
el juicio, el reino, todos coinciden y son contemporáneos,
y no sólo eso, sino que están cercanos; porque el
apóstol dice: "Que está a punto de juzgar ... que pronto
juzgará" [mellontoz krinein].
Es perfectamente claro, entonces, según el Nuevo
Testamento, que la consumación, o resolución, del reino teocrático
tuvo lugar durante el período de la destrucción de Jerusalén
y el juicio de Israel. La teocracia había cumplido su propósito;
el experimento había sido probado, ya fuera que la nación
del pacto demostrara ser leal a su Rey o no. Había fracasado; Israel
había rechazado a su Rey; y sólo restaba que se hiciera cumplir
el castigo por el pacto violado. Vemos el resultado en la ruina del templo,
la destrucción de la ciudad, el borramiento de la nación,
y la abrogación de la ley de Moisés, acompañadas por
escenas de horror y sufrimiento sin paralelo en la historia del mundo.
Aquella gran catástrofe, pues, marca la conclusión del reino
teocrático. Desde el principio, había sido de un carácter
estrictamente nacional - era el reinado divino sobre Israel. Por necesidad
terminó, pues, con la terminación de la existencia nacional
de Israel, cuando los símbolos externos y visibles de la Presencia
y la Soberanía divinas terminaron; cuando la casa de Dios, la ciudad
de Dios, y el pueblo de Dios fueron borrados de la existencia por medio
de una catástrofe desoladora y final.
Esto nos permite entender el lenguaje de Pablo cuando,
hablando de la venida de Cristo, representa el acontecimiento como marcando
"el fin" [to teloz = h sunteleia tou aiwnoz], "cuando entregue el reino
al Dios y Padre" (1 Cor. 15:24). Esto ha causado mucha perplejidad a muchos
teólogos y comentaristas, que parecen haber considerado despectivo
hacia la divinidad del Hijo de Dios el hecho de que renunciara a sus funciones
mediatorias y su carácter regio, y se hundiera, por decirlo así,
en la posición de una persona individual, convirtiéndose
en súbdito en vez de soberano. Pero el malestar ha surgido por haber
pasado por alto la naturaleza del reino que el Hijo había administrado,
y que al fin entrega. Era el reinado mesiánico: el reino
sobre Israel: aquel gobierno peculiar y único ejercido sobre la
nación del pacto, y administrado por la mediación del Hijo
de Dios durante tantas edades. Esa relación estaba ahora disuelta,
porque la nación había sido juzgada, el templo destruido,
y eliminados todos los símbolos de la divina soberanía. ¿Por
qué debía continuar por más tiempo el reino teocrático?
No había nada que administrar. Ya no había una nación
del pacto, el pacto estaba roto, e Israel había dejado de existir
como una nacionalidad distinta. ¿Qué más natural y
correcto, entonces, que en semejante coyuntura el Mediador renunciara a
sus funciones mediadoras, y entregara la insignia del gobierno en las manos
de las cuales había recibido aquellas funciones? Edades antes de
ese período, el Padre había investido al Hijo con las funciones
de vicerreinales de la teocracia. Se había proclamado: "Pero yo
he puesto mi rey sobre Sión, mi santo monte. Yo publicaré
el decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te engendré
hoy" (Sal. 2:6,7). Los propósitos para los cuales el Hijo había
asumido la administración del gobierno teocrático se habían
llevado a cabo. El pacto estaba disuelto, su violación vengada,
los enemigos de Cristo y de Dios destruidos, los siervos verdaderos y fieles
recompensados, y la teocracia había llegado a su fin. Éste
era ciertamente el momento oportuno para que el Mediador renunciara a su
posición y la entregara en manos del Padre, es decir, "entregase
el reino".
Pero en todo esto no hay nada despectivo hacia la dignidad
del Hijo. Por el contrario: "Él es mediador de un mejor pacto".
La terminación del reino teocrático era la inauguración
de un nuevo orden, a una escala mayor, y de una natualeza más duradera.
Esta es la doctrina de la epístola a los Hebreos: "el trono del
Hijo de Dios es por siempre jamás" (Heb. 1:8). El sacerdocio del
Hijo de Dios es "para siempre" (8:3); Cristo tiene un ministerio tanto
mejor cuanto que "es mediador de un mejor pacto" (8:6). La teocracia, como
hemos visto, era limitada, exclusiva, y nacional; pero llevaba en su seno
el germen de una religión universal. Lo que Israel perdió,
el mundo lo ganó. Mientras la teocracia subsistía, había
una nación favorecida, y los gentiles, es decir, todo el mundo menos
los judíos, estaban fuera del reino, en posición de inferioridad,
y, como a los perros, se les permitía, por gracia, comer de las
migajas que caían de la mesa del amo. La primera venida del reino
no eliminó por completo este estado de cosas; hasta el evangelio
de la gracia de Dios fluyó al principio por el antiguo y estrecho
canal. Pablo reconoce el hecho de que "Jesucristo era ministro de la circuncisión",
y nuestro Señor mismo declaró: "No he sido enviado sino a
las ovejas perdidas de la casa de Israel". Durante años después
de que los apóstoles recibieron la comisión, no entendieron
que se le estaba enviando a los gentiles; ni consideraron al principio
a los conversos paganos como admisibles en la iglesia, excepto como judíos
prosélitos. Es verdad que, después de la conversión
de Cornelio el centurión, los apóstoles se convencieron de
los límites más amplios del evangelio, y por todas partes
Pablo proclamaba el derrumbe de las barreras entre judíos y gentiles;
pero es fácil ver que, mientras existiese la nación teocrática,
y permaneciese el templo con su sacerdocio, sacrificios, y rituales, y
continuase o pareciese continuar en vigencia la ley mosaica, la distinción
entre judíos y gentiles no podía borrarse. Pero la barrera
se derrumbó efectivamente cuando la ley, el templo, la ciudad, y
la nación fueron borrados juntos, y la teocracia experimentó
visiblemente la consumación final.
Ese acontecimiento fue, por decirlo así, la declaración
formal y pública de que Dios ya no era el Dios de los judíos
solamente, sino que ahora era el Padre común de todos los hombres;
que ya no había una nación favorecida y un pueblo peculiar,
sino que la gracia de Dios se había "manifestado para salvación
a todos los hombres" (Tito 2:11); que lo local y limitado se había
expandido hasta lo ecuménico y lo universal, y que, en Cristo Jesús,
"todos son uno" (Gál. 3:29). Esto es lo que Pablo declara que es
el significado de la rendición del reino por el Hijo de Dios en
manos del Padre: de aquí en adelante, cesan las relaciones exclusivas
de Dios con una sola nación, y Él se convierte en el Padre
común de toda la familia humana,
"PARA QUE DIOS SEA TODO EN TODOS"
(1
Cor. 15:28).
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