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LA PARUSÍA
O
La Segunda Venida de Nuestro
Señor Jesucristo

JAMES STUART RUSSELL
(1816-1895)

Tomado de The Preterist Archive



PARTE III

LA PARUSÍA EN EL APOCALIPSIS

LA SEXTA VISIÓN

LA RAMERA, Caps. 17, 18, 19, 20



Ahora nos acercamos a una parte de nuestra investigación en la cual estamos a punto de exigir del lector mucha sinceridad e imparcialidad, y tenemos que pedirle que sopese, con paciencia y sin prejuicios, la evidencia que se le presentará. Posiblemente nos opongamos a muchos prejuicios, pero, si la silla del juicio está ocupada por un amor imparcial por la verdad, no tememos a una opinión adversa.

De salida, puede ser conveniente echar un vistazo general a esta visión como un todo, ocupando, como ocupa, un espacio mayor que cualquiera otra en el libro, e indicando así la importancia pre-eminente de su contenido.

La visión es introducida por un corto prefacio o prólogo (cap. 17:1,2). Uno de los ángeles de las copas invita al vidente a contemplar el juicio de "la gran ramera que se sienta sobre muchas aguas". La visión se ve en "el desierto". El profeta ve a una mujer sentada sobre una bestia escarlata, llena de nombres de blasfemia, y teniendo siete cabezas y diez cuernos. La mujer está lujosamente ataviada con túnica de púrpura y escarlata, y adornada de oro y piedras preciosas, y sostiene en la mano una copa de oro "llena de las abominaciones y la inmundicia de su fornicación". En la frente de esta figura visionaria hay una inscripción: "Misterio, Babilonia la grande, la madre de las rameras y las abominaciones de la tierra". Se dice, además, que está "ebria con la sangre de los santos, y con la sangre de los mártires de Jesús". Luego, el ángel-intérprete procede a revelar al asombrado profeta el significado de la aparición. Identifica a la bestia de esta visión con la primera bestia descrita en el capítulo 13, cuyo número es seiscientos sesenta y seis, añadiendo detalles adicionales a la descripción, algunos de ellos de un carácter muy oscuro. Declara que la mujer, o la ramera, es "la gran ciudad que reina sobre los reyes de la tierra". En el siguiente capítulo (18), se describe la caída de Babilonia la grande, o la ciudad ramera, con lenguaje de gran poder y belleza. Esto es seguido, en el cap. 19, por la celebración en el cielo del triunfo sobre Babilonia, lo que ocasión para introducir anticipadamente las nupcias del Cordero, que se aproximan; después de lo cual hay una descripción de la victoria del divino Campeón, cuyo nombre es la Palabra de Dios, sobre "la bestia, el falso profeta, y los reyes de la tierra". En el capítulo 20, el dragón, el cabecilla de la gran confederación contra la causa de la verdad y de Dios, es atado y encerrado en el abismo por un período de mil años. La visión luego termina con una gran catástrofe, un solemne acto de juicio, en el cual los muertos, chicos y grandes, comparecen de pie delante de Dios, y son juzgados según sus obras. Tal es el rápido bosquejo de los contornos de esta magnífica visión.

La pregunta de la mayor importancia y dificultad con que tenemos que habérnoslas aquí es: ¿A qué ciudad se alude con la mujer sentada sobre la bestia escarlata, una ciudad que es designada como "Babilonia la grande"?

La gran mayoría de los intérpretes ha recibido, y recibe, como indudable y casi evidente, la proposición de que la Babilonia de Apocalipsis es, y no puede ser otra, que Roma, la emperatriz del mundo en los días de Juan, y desde su tiempo, asiento y centro de la forma más corrupta de cristianismo y el despotismo espiritual más sombrío que el mundo jamás ha visto. Que hay mucho en favor de esta opinión puede inferirse del hecho de su general aceptación. Hasta puede pensarse que esto está fuera de duda por la aparente identificación de la ramera en la visión como "la ciudad de las siete colinas", y "la gran ciudad que reina sobre los reyes de la tierra".

Parecerá presuntuoso y arriesgado resistir una decisión que ha sido pronunciada por una autoridad tan alta, y que ha prevalecido por tanto tiempo entre comentaristas y teólogos protestantes, y que el que se aventura a hacerlo entra en la lista con gran desventaja. Sin embargo, en interés de la verdad, y con toda reverencia y lealtad a la enseñanza de la divina Palabra, puede ser, no sólo permisible, sino hasta imperativo, mostrar por qué causa la interpretación popular de este símbolo debe ser rechazada por insostenible e incorrecta.

1.  Hay una presuposición a priori, del tipo más fuerte, contra la idea de que Roma es la Babilonia del Apocalipsis. La improbabilidad es grande aun con respecto a la Roma pagana, pero mucho mayor con respecto a la Roma papal. El propósito mismo del libro excluye la posibilidad de que Roma sea representada como uno de los personajes dramáticos. La idea fundamental del Apocalipsis, como hemos tratado de demostrar, es la parusía próxima y el juicio de la nación culpable, que la acompañaba. Roma, la pagana o la cristiana, queda completamente fuera del campo de visión apocalíptico, que está limitado a "las cosas que deben suceder pronto". Divagar por todas las épocas y todos los países en la interpretación de estas visiones queda absolutamente prohibido por las expresas y fundamentales limitaciones establecidas en el libro mismo.

2.  Por otra parte, es de esperarse a priori que se le diese gran prominencia al Apocalipsis en Jerusalén. Este hecho debería ser la figura central en el cuadro, si nuestro punto de vista sobre el diseño y el tema del libro son correctos. Si Apocalipsis es sólo la reproducción y la expansión de la profecía de nuestro Señor en el Monte de los Olivos, profecía que se ocupa principalmente del cercano juicio de Israel y de Jerusalén, podemos encontrar lo mismo en Apocalipsis; y es tan irrazonable buscar a Roma en Apocalipsis como buscarla en la profecía de nuestro Señor en el Monte.

3.  Merece especial atención el hecho de que en Apocalipsis hay dos ciudades, y sólo dos, que son mencionadas de manera prominente y por nombre por medio de una representación simbólica. Cada una es la antítesis de la otra. Una es la personificación de todo lo que es bueno y santo, la otra es la personificación de todo lo que es impío y maldito. Conocer a cualquiera de las dos es conocer la otra. Estas dos ciudades en contraste son la nueva Jerusalén y Babilonia la grande.

No puede haber lugar a dudas en cuanto a lo que se quiere decir con la nueva Jerusalén: es la ciudad de Dios, la morada celestial, la herencia de los santos en luz. Pero, entonces, ¿cuál es la antítesis correcta de  la nueva Jerusalén? Ciertamente, no puede ser otra que la antigua Jerusalén. En realidad, esta antítesis entre la antigua Jerusalén y la nueva la traza Pablo para nosotros tan claramente en la Epístola a los Gálatas, que nos pone en la mano la clave para la interpretación de este símbolo en Apocalipsis. El apóstol contrasta la Jerusalén "que ahora es" con la Jerusalén que habría de ser: la Jerusalén que está en esclavitud con la Jerusalén que es libre: la Jerusalén de abajo con la Jerusalén de arriba (Gál. 4:25,26). Tenemos una antítesis similar en la Epístola a los Hebreos, donde "la ciudad que tiene fundamentos" es contrastada con la "ciudad sin continuidad"; la ciudad "cuyo constructor es Dios" con la ciudad de creación humana; "la ciudad del Dios viviente" o la "Jerusalén celestial" con la Jerusalén terrenal (Heb. 11:10, 16; 12:22). De la misma manera, tenemos la antítesis entre estas dos ciudades presentada clara y ampliamente en Apocalipsis, siendo una la ramera, y la otra la novia, la Esposa del Cordero.

Estos paralelos o contrastes sólo tienen que ser presentados a los ojos para que hablen por sí mismos:
 

La nueva Jerusalén
La antigua Jerusalén
La Jerusalén celestial
La Jerusalén terrenal
La ciudad que tiene fundamentos
La ciudad sin continuidad
La ciudad cuyo constructor es Dios
La ciudad cuyo constructor es el hombre
La Jerusalén que ha de venir
La Jerusalén que ahora existe
La Jerusalén de arriba
La Jerusalén de abajo
La Jerusalén que es libre
La Jerusalén que está en esclavitud
La ciudad santa
La ciudad impía
La novia
La ramera

Por lo tanto, la antítesis verdadera y correcta de la nueva Jerusalén es la antigua Jerusalén: y puesto que la ciudad contrastada con la nueva Jerusalén es también designada como Babilonia, llegamos a la conclusión de que Babilonia es el nombre simbólico de la ciudad impía y condenada a muerte, la antigua Jerusalén, cuyo juicio se predice aquí.

4. Si se objetase que otros nombres simbólicos ya se le han aplicado a la antigua Jerusalén - a la que se designa como "Sodoma y Egiptto" - esto no es razón para que no se le llame también Babilonia. Si se le puede aplicar un seudónimo, ¿por qué no otro, con la condición de que describa su carácter? Todos estos nombres, Sodoma, Egipto, Babilonia, sugieren por igual la maldad y la impiedad, y las correctas designaciones de la ciudad impía cuyo destino habría de ser como el suyo.

5.  Vale la pena observar que en Apocalipsis hay un título que se le aplica a una ciudad en particular por excelencia. El título es "la gran ciudad" [h poliz megalh]. Es claro que es siempre la misma ciudad que es designada de este modo, a menos que expresamente se especifique otra. Ahora bien, la ciudad en que los testigos son asesinados es designada expresamente con este título, "aquella gran ciudad", y se le aplican los nombres de Sodoma y Egipto; además, es identificada particularmente como la ciudad "donde también nuestro Señor fue crucificado" (cap. 11:8). No puede haber ninguna duda razonable de que esto se refiere a la antigua Jerusalén. Entonces, si "la gran ciudad" del cap. 11:8 significa la antigua Jerusalén, se deduce que "la gran ciudad del cap. 16:8, llamada también Babilonia, y "la gran ciudad" del cap. 16:19 debe significar igualmente Jerusalén. Mediante un razonamiento paralelo, "aquella gran ciudad" [h poliz h megalh] en el cap. 17:18 y en otros lugares, tiene que referirse también a Jerusalén. Es una mera suposición decir, como dice Dean Alford, que Jerusalén nunca es llamada por este nombre. No hay nada de inapropiado, sino todo lo contrario, en que se le aplique tal título distintivo a Jerusalén. Para un israelita, era la ciudad real, con mucho la ciudad de mayor importancia de la tierra, la única ciudad que correctamente podría ser designada así; y nunca debe olvidarse que las visiones de Apocalipsis deben ser consideradas desde un punto de vista judío.

6.  En la catástrofe de la cuarta visión (la de las siete figuras místicas), el juicio de Israel es simbolizado por la pisadura del lagar. También se nos dice que "el lagar fue pisado fuera de la ciudad" (cap. 14:20). Puesto que la vid de la tierra representa a Israel, como indudablemente lo hace, se deduce que "la ciudad" fuera de la cual las uvas son pisadas debe ser Jerusalén. La única ciudad mencionada en el mismo capítulo es Babilonia la grande (ver. 8), que por lo tanto debe representar a Jerusalén. Es inconcebible que la vid de Judea sea pisada fuera de la ciudad de Roma.

7.  En el cap. 16:19 se dice que "la gran ciudad" es dividida en tres partes por un terremoto sin precedentes que se menciona en el ver. 18. ¿Cuál gran ciudad? Evidentemente, Babilonia la grande, de la cual se dice que viene en memoria delante de Dios. Posiblemente la división de la ciudad no tenga ninguna importancia especial más allá de ilustrar el desastroso efecto del terremoto, sino más probablemente es una alusión a la figura empleada por el profeta Ezequiel al describir el sitio de Jerusalén. (Eze. 5:1-5). Al profeta se le ordena tomar los cabellos de su cabeza y los pelos de su barba, y, dividiéndolos en tres partes, quemar una con fuego, cortar otra con un cuchillo, y esparcir la tercera a los cuatro vientos, desenvainando una espada en pos de ellos; sólo unos pocos cabellos debían ser preservados y atados en la falda de su manto. Luego sigue la enfática declaración: "Así dice Jehová el Señor: Esta es Jerusalén". Es apropiado que en una profecía tan llena de símbolos como la de Ezequiel busquemos luz en los símbolos de Apocalipsis. No es necesario decir cuán vívidamente representa esta división tripartita de la ciudad la suerte de Jerusalén en el sitio de Tito. Apenas es posible imaginar una descripción más apropiada del hecho histórico real que el resumido en el versículo doce del mismo capítulo: "Una tercera parte de ti morirá por pestilencia y será consumida de hambre en medio de ti; y una tercera parte caerá a espada alrededor de ti; y una tercera parte esparciré a todos los vientos, y tras ellos desenvainaré espada".

Pero, bien que ésta sea o no la alusión en la visión, el lenguaje es completamente ininteligible si se aplica a cualquier otra ciudad que no sea Jerusalén. ¿En qué sentido razonable podría decirse que Roma sería dividida en tres partes?  ¿Es Roma la que viene en memoria delante de Dios? ¿Es a Roma a la que se le da a beber el cáliz del vino de la ira de Dios? Esta última figura debería haber sugerido a los comentaristas la verdadera interpretación. Es un símbolo apropiado para Jerusalén. "Despierta, despierta, levántate, oh Jerusalén, que bebiste de la mano de Jehová el cáliz de su ira; porque el cáliz de aturdimiento bebiste hasta los sedimentos" (Isa. 51:17).

8. Pero, un argumento de mayor peso, que puede considerarse decisivo contra la afirmación de que Roma es la Babilonia de Apocalipsis, y que al mismo tiempo demuestra la identidad entre Jerusalén y Babilonia, es el que se deriva del nombre y el carácter de la mujer en la visión. Hemos visto que la mujer representa una ciudad; una ciudad denominada "la gran ciudad que en sentido espiritual se llama Sodoma y Egipto, donde también nuestro Señor fue crucificado" (cap. 11:8). Esta mujer o esta ciudad es llamada también una ramera, "la gran ramera", "la madre de las rameras y las abominaciones de la tierra". Ahora bien, esta es una denominación familiar y bien conocida en el Antiguo Testamento, una denominación que es absolutamente inapropiada para Roma e inaplicable a ella. Roma era una ciudad pagana, y por consiguiente, incapaz de cometer aquel pecado tan grave y condenable que era posible y, ¡ay!, real, para Jerusalén. Roma no podía violar el pacto de su Dios, de ser infiel a su divino Esposo, porque ella nunca estuvo casada con Jehová. Ésta fue la culpa máxima de Jerusalén, de ella sola, entre todas las naciones de la tierra, y es el pecado por el cual es acusada y condenada a través de toda su historia. Es imposible leer la descripción gráfica de la gran ramera en Apocalipsis sin recordar instantáneamente el original en los profetas del Antiguo Testamento. A través de todo el testimonio de ellos, éste es el pecado, y éste es el nombre, que ellos arrojan contra Jerusalén. Oímos a Isaías exclamar: "¿Cómo te has convertido en ramera, oh ciudad fiel?" (Isa. 1:21). "A otro, y no a mí, te descubriste, y subiste, y ensanchaste tu cama, e hiciste con ellos pacto" (Isa. 57:8). El profeta Jeremías estigmatiza a Jerusalén aún más enfáticamente con este epíteto lleno de reproche: "Anda y clama a los oídos de Jerusalén, diciendo: Así dice Jehová: Me he acordado de tí, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio" --- "con todo eso, sobre todo collado alto y debajo de todo árbol frondoso te echabas como ramera" (Jer. 2:2,20). "Has fornicado con muchos amigos"; "con tus fornicaciones y con tu maldad has contaminado la tierra"; "has tenido frente de ramera, y no quisiste tener vergüenza"; "ella se va sobre todo monte alto y debajo de todo árbol frondoso, y allí fornica"; "convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová, porque yo soy vuesstro esposo"; "como la esposa infiel abandona a su compañero, así prevaricaste contra mí, así prevaricaste contra mí, oh casa de Israel, dice Jehová" (Jer. 3:2,3,6,14,20). "Aunque te vistas de grana, aunque te adornes con atavíos de oro, aunque pintes con antimonio tus ojos, en vano te engalanas; te menospreciarán tus amantes, buscarán tu vida" (Jer. 4:30). "¿Qué derecho tiene mi amada en mi casa, habiendo hecho muchas abominaciones?" (Jer. 11:15). "He visto tus adulterios, tus relinchos, la maldad de tu fornicación sobre los collados; en el campo vi tus abominaciones. ¡Ay de ti, Jerusalén! ¿No serás al fin limpia? ¿Cuánto tardarás tú en purificarte?" (Jer. 13:27).

Pasando por alto a los otros profetas, es en Ezequiel en quien encontramos la figura elaborada al máximo. En el capítulo dieciséis, se relata, en estilo alegórico y poético, la historia entera de Israel, personificada por Jerusalén. Será suficiente citar aquí la tabla de contenido de ese capítulo en las palabras prefijadas por nuestros traductores.

EZEQUIEL 16 - Contenido

<>1. El estado natural de Jerusalén se muestra bajo la semejanza de un niño desdichado. 6. El extraordinario amor de Dios hacia Jerusalén. 15. Su monstruosa prostitución. 35. Su penoso juicio. 44. Su pecado, comparable al de su madre, y excediendo al de sus hermanas, Sodoma y Gomorra, demanda juicio. 60. Se le promete misericordia al final.
<>

Creemos que es apenas posible para cualquier mente honesta e inteligente comparar las alegorías de Ezequiel en los capítulos dieciséis, veintidós, y veintitrés con la descripción de la ramera de Apocalipsis, sin convencerse de que en la profecía encontramos el original y el prototipo de la visión, y de que ambos representan lo mismo, es decir, a Jerusalén.

Así pues, tenemos evidencia decisiva de que la culpa característica de Jerusalén era el pecado que se conoce en las Escrituras como adulterio espiritual; una ofensa que no se le podía imputar a Roma, porque ésta no tenía la misma relación con Dios que tenía Jerusalén. Es a Jerusalén, y sólo a Jerusalén, a la que se le aplica el desgraciado epíteto, con melancolía uniforme, peculiar y pre-eminentemente, de "ciudad ramera".

Por supuesto, se objetará a esta identificación de Jerusalén con la Babilonia apocalíptica que la descripción topográfica de "la gran ciudad" es aplicable a Roma tan exactamente que es imposible que signifique ninguna otra ciudad. Por ejemplo, el versículo nueve afirma: "Esto para la mente que tenga sabiduría: Las siete cabezas son siete montes, sobre los cuales se sienta la mujer". Esto tiene que ser Roma, y no puede ser ninguna otra ciudad, porque ella es notoriamente la "urbe septicollis", la ciudad de las siete colinas.

Pero el objetor debe haber supuesto que, si la identidad de la ciudad fuese tan evidente, difícilmente habría sido correcto anteponer a la explicación las significativas palabras: "Esto para la mente que tenga sabiduría"; es decir, se requiere sabiduría para entender la interpretación de la visión. Esta explicación es demasiado superficial para que sea correcta.

En la interpretación de un libro simbólico, una excesiva literalidad. puede ser fuente de error. Especialmente, el número simbólico siete es el que menos debe tomarse en sentido estrictamente aritmético. En Apocalipsis, hay muchos ejemplos del uso de este número simbólico, en el cual ningún intérprete con sentido común soñaría con contar las unidades. Tenemos siete cabezas, siete ojos, siete lámparas, siete estrellas, siete truenos, siete espíritus. Sería manifiestamente absurdo insistir en el valor puramente numérico de tales objetos. Entonces, ¿por qué debe entenderse aritméticamente el número siete cuando se refiere a montes? ¿No es mucho más congruente con la naturaleza de un símbolo como este que debe tener un sentido moral o político, más bien que topográfico, indicando la preeminencia de la ciudad en poder o en privilegio? Como Capernaúm, Jerusalén fue "levantada hasta el cielo", y como ella, habría de ser "abatida hasta el Hades".

Pero, admitiendo que la expresión "asentada sobre siete montes" tiene un significado topográfico, esta característica está representada adecuadamente en la situación de Jerusalén. Ésta era en realidad una ciudad-monte mucho más que la misma Roma. "Su cimiento está en el monte santo" (Sal. 87:1). "Grande es Jehová, y digno de ser en gran manera alabado en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo" (Sal. 48:1,2). Jerusalén era "una ciudad sobre un monte". Aun hoy día, al viajero le llama la peculiaridad de su ubicación.

"La ciudad misma está soberbiamente emplazada, como una reina, sobre los montes, con los profundos valles y los montes alrededor de ella para protegerla".

Sin embargo, si todavía el literalista exige que la Babilonia mística tenga el número completo de colinas, Jerusalén tiene tanto derecho como Roma para asentarse sobre siete colinas. Además de las bien conocidas colinas de Sión, Moria, Acra, Bezeta, y Ofel, el castillo de Antonia estaba situado sobre otra altura, y había otra prominencia rocosa o cumbre sobre la cual Herodes el Grande había construído las torres de Hípico, Fasalo, y Mariamne. (Véase a Zuellig sobre El Apocalipsis, Stud. und Krit. para 1842). Es posible, por lo tanto, encontrar siete colinas en Jerusalén; aunque debe admitirse que Josefo habla sólo de cuatro, o a lo mucho, de cinco. Consideramos, sin embargo, que el símbolo se refiere a la elevada situación de la ciudad, o a su preeminencia política. Otra objeción, todavía más formidable, se presentará en la declaración del vers. 18: "Y la nujer que has visto es la gran ciudad que reina sobre los reyes de la tierra". Se dirá que esto no se puede aplicar a Jerusalén, y sólo se puede aplicar a Roma. Jerusalén nunca fue una ciudad imperial, con naciones vasallas y reyes que pagaban tributo y estaban sujetos a su autoridad, mientras que Roma era la señora y la reina del mundo.

Por lo que concierne al título "la gran ciudad" [h poliz h megalh], hemos demostrado que en realidad se aplica a Jerusalén en varios pasajes de Apocalipsis (cap. 11:8,13; 14:8,20; 16:19). Para los judíos, era la gran ciudad, y con justa razón. Hay un pasaje notable en Josefo, en que éste informa sobre el discurso de Eleazar, el valiente defensor de la fortaleza de Masada, que incita a sus hombres a destruirse a sí mismos, junto con sus esposas y sus hijos, antes que rendirse a los romanos:

"¿Dónde, está, pues", dijo él, "aquella gran ciudad, la metrópolis de la nación entera de los judíos, protegida por tantas murallas circundantes, asegurada por tantos fuertes, y por la enormidad de sus torres, que con dificultad podía contener sus pertrechos de guerra, y cuyas guarniciones consistían de tantas miríadas de defensores? ¿Qué fue de aquella ciudad nuestra en la cual se creía que habitaba Dios mismo? Arrancada de sus fundamentos, fue barrida, quedando de ella sólo un recuerdo, y estando el campamento de sus destructores plantado en sus ruinas todavía".
Este pasaje acaba en seguida con la objeción de que el título de "aquella gran ciudad" no es aplicable a Jerusalén.

Con respecto a la frase "que reina sobre los reyes de la tierra" - la falacia que ha engañado a muchos es la traducción errónea "los reyes de la tierra" [basileiz thz ghz]. Una fuente muy fructífera de confusión y error en la interpretación del Nuevo Testamento es la manera caprichosa e insegura en que gh fue traducida en nuestra Versión Autorizada [en inglés - Ed.] Algunas, aunque raras veces, aparece con su traducción correcta, el territorio; pero más frecuentemente ha sido traducido como la tierra, y parece que nuestros traductores nunca se tomaron el trabajo de averiguar si la palabra debe tomarse en su sentido más amplio o en un sentido más restringido. Con increíble descuido, traducen pasai ai fulai thz ghz como "todas las tribus de la tierra" en vez de "todas las tribus del territorio"; y h ampeloz thz ghz como "la viña de la tierra" en vez de "la viña del territorio", así que, en el pasaje que tenemos delante (cap. 17:18), los "reyes de la tierra" debería ser "los reyes del territorio", es decir, Judea o Palestina. Esta misma frase la usa Pedro en el Nuevo Testamento, en Hechos 4:26,27, con el sentido restringido de "los reyes del territorio" [en inglés - Editor]: "Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel", etc., y reconoce este hecho como cumplimiento de la predicción en el Salmo 2: "¿Por qué se amotinan la gentes, y los pueblos piensan cosas vanas? Se levantarán los reyes del territorio [oi basileiz thz ghz] y los príncipes consultarán unidos contra Jehová y contra su ungido". Los "reyes del territorio", pues, son identificados por el apóstol Pedro como los gobernantes confederados que ejecutaron al Hijo de Dios en la ciudad de Jerusalén. Así también ocurre en Apoc. 6:15, donde "los reyes del territorio" [oi basileiz thz ghz] son representados como ocultándose de la ira de Aquél que está sentado en el trono, en el gran día de su ira. La frase, pues, equivale a "la autoridades gobernantes en el territorio de Judea" o de Palestina.

Ya hemos señalado la correspondencia entre el pasaje a que nos acabamos de referir (Apoc. 6:15,16) y el bosquejo original de la escena descrita en la profecía de Isaías (cap. 2:10-22; 3:1-3). Es, por tanto, no es necesario hacer aquí otra cosa que llamar la atención a la obvia correspondencia entre "los reyes del territorio" en la visión, y "los poderosos, y los hombres de guerra", etc., en la profecía. Así que, no sólo podemos, sino que debemos considerar la frase "reyes de la tierra" como "reyes del territorio".

Así interpretada, la descripción de Babilonia la grande como que "reina sobre los reyes del territorio" se vuelve perfectamente apropiada para Jerusalén. Esto se ve por el lenguaje con el cual tanto las Escrituras como otros escritos hebreos hablan de la autoridad y la preeminencia de aquella ciudad. Por ejemplo, el profeta Jeremías describe a Jerusalén como "la que era grande entre las naciones, ha venido a ser la señora de provincias" (Lam. 1:1), lenguaje que es plenamente equivalente a "aquella gran ciudad que reina sobre los reyes del territorio". Nuevamente, si una ciudad tan pequeña como Belén pudo ser llamada "no la más pequeña entre los príncipes de Judá" (Mat. 2:6), seguramente de la ciudad metropolitana podría decirse correctamente que "reinaba sobre los príncipes o gobernantes del territorio". Pero el lenguaje que Josefo emplea cuando habla de este tema justifica plenamente la descripción apocalíptica de Jerusalén.

"Judea", nos cuenta, "alcanza en anchura desde el río Jordán hasta Jope. En su mismo centro está la ciudad de Jerusalén, por cuya causa algunos, no sin razón, han llamado a aquella ciudad 'el ombligo' del país. Judea está dividida en once jurisdicciones (toparquías), de las cuales Jerusalén, como asiento de la realeza, es suprema, exaltada por encima de toda la región adyacente, como la cabeza lo está sobre el cuerpo".
Este lenguaje equivale a la expresión "aquella gran ciudad que reina sobre los reyes o gobernantes del territorio".

Es posible que se considere difícil que la Jerusalén de la era apostólica pudiese llamarse con propiedad "la ciudad ramera", pues ese nombre implica idolatría, es decir, adulterio espiritual; mientras que los judíos de ese período eran intensamente monoteístas y hasta amenazaban con rebelarse antes que permitir que el templo fuese profanado con la introducción de la estatua del emperador. Esto es, sin duda, cierto en la letra; pero como lo indica Pablo (Rom. 2:22), los judíos de su tiempo, mientras que aborrecían los ídolos, eran culpables de sacrilegio. Esto ha sido bien expresado por el Dr. Dodge:

"La esencia de la idolatría era profanación de Dios: de esto los judíos eran culpables en alto grado. Habían convertido la casa de Dios en cueva de ladrones".
Habían apostatado de Dios tan realmente como si hubiesen establecido el culto de Baal o de Júpiter. Al rechazar al Mesías, habían roto definitivamente el pacto de su Dios. Nuestro Señor declaró expresamente que aquella generación resumía en sí misma los crímenes y la culpa de todos sus predecesores. Era hija y heredera de todas las generaciones malvadas que habían existido antes, y había colmado la medida de sus antepasados: "Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra", etc. "De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación" (Mat. 23:35,36).

Un argumento más para identificar a Jerusalén con la Babilonia apocalíptica, y un argumento que consideramos concluyente, hay que encontrarlo en el carácter atribuido a la ciudad como perseguidora y asesina de profetas y santos: "Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires de Jesús" (cap. 17:6); "Y en ella se halló la sangre de los profetas y de los santos, y de todos los que han sido muertos en la tierra" (cap. 18:24); "Alégrate sobre ella, cielo, y vosotros, santos, apóstoles, y profetas; porque Dios os ha hecho justicia en ella" (cap. 18:20). ¿Quién puede dejar de reconocer en esta descripción las características distintivas de la Jerusalén de "aquella generación"? ¿Quién es la que mata a los profetas y apedrea a los que son enviados a ella? Jerusalén. ¿Cuál es la ciudad fuera de la cual no puede perecer ningún profeta - que disfruta del infame monopolio de asesinar a los mensajeros de Dios? Jerusalén. La sangre de los santos y de los profetas es la mancha inmemorial sobre Jerusalén; la marca del asesino está estampada en su frente; y la generación que crucificó a Cristo es descrita por Él como "hijos de aquellos que mataron a los profetas", y "llenaron la medida de sus padres" (Mat. 23:30-32).

Es imposible confundir al objeto de esta conspicua y distintiva acusación inscrita en la frente de Jerusalén, mucho antes estigmatizada por el profeta Ezequiel como "la ciudad de sangres" (Eze. 22:2; 24:6-9).

No es sin razón, por tanto, que a los apóstoles y profetas se les invita a regocijarse por la caída de su implacable perseguidora y asesina. Las almas bajo el altar hacía mucho que habían clamado: "¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?" Se habían consolado con el mensaje: "para que descansasen un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus consiervos y sus hermanos, que también habían de ser muertos como ellos", luego "Dios vengará pronto a sus escogidos". Y ahora el día de la venganza, el año de sus redimidos, ha llegado.

¿Puede alguna prueba ser más concluyente que es Jerusalén, la asesina de los profetas, la que se describe aquí -- que Jerusalén es la Babilonia del Apocalipsis? Cuán exacta es la correspondencia entre la predicción de nuestro Señor en Lucas 11:49-51 y su cumplimiento en Apoc. 18:24:

 
"Por eso la sabiduría de Dios también dijo: Les enviaré profetas y apóstoles; y de ellos, a unos matarán y a otros perseguirán, para que se demande de esta generación la sangre de todos los profetas que se ha derramado desde la fundación del mundo". "Y en ella se halló la sangre de los profetas y de los santos, y de todos los que han sido muertos en la tierra".
Habiendo intentado así identificar a la mujer de la visión, ahora procedemos a investigar el misterio de la bestia sobre la cual está sentada.
 

EL MISTERIO DE LA BESTIA ESCARLATA

Cap. 17:3,7-11. "Y vi a una mujer sentada sobre una bestia escarlata llena de nombres de blasfemia, que tenía siete cabezas y diez cuernos ... Yo te diré el misterio de la mujer, y de la bestia que la trae, la cual tiene las siete cabezas y los diez cuernos. La bestia que has visto, era, y no es; y está para subir del abismo e ir a perdición; y los moradores de la tierra, aquellos cuyos nombres no están escritos desde la fundación del mundo en el libro de la vida, se asombrarán viendo la bestia que era y no es, y será. Esto, para la mente que tenga sabiduría: Las siete cabezas son siete montes, sobre los cuales se sienta la mujer, y son siete reyes. Cinco de ellos han caído; uno es, y el otro aún no ha venido; y cuando venga, es necesario que dure breve tiempo. La bestia que era, y no es, es también el octavo; y es de entre los siete, y va a la perdición".
No puede haber ninguna duda razonable de que la bestia [qhrion] descrita aquí es idéntica a la del capítulo 13. El nombre, la descripción, y los atributos del monstruo apuntan claramente a la misma identidad. Hay, sin embargo, detalles adicionales en esta segunda descripción que al principio parecen oscurecer más bien que aclarar el significado. El color escarlata puede, en verdad, reconocerse como símbolo de la dignidad imperial; pero, ¿qué puede decirse de las aparentes paradojas "era, y no es, y será"? y "es el octavo [rey], y es de entre los siete, y va a la perdición"?

Ya hemos sido llevados a la conclusión de que la bestia (cap. 13) significa Nerón. La paradoja o el enigma que lo representa como "la bestia que era, y no es, y será" es un rompecabezas que a primera vista parece inexplicable. Es evidentemente una contradicción de términos, y sólo puede ser verdadera en algún sentido peculiar. Que tiene que ser verdad acerca de Nerón en algún sentido es uno de los hechos más extraordinarios de la historia, y le ajusta esta descripción simbólica con toda la fuerza de la demostración. Parece establecido por la más clara evidencia que, a la muerte de Nerón, hubo una creencia popular y muy extendida de que el tirano todavía vivía, y que pronto reaparecería. Tenemos el testimonio expreso de Tácito, Suetonio, y otros historiadores en cuanto a la existencia de tal convicción. Se ha objetado que esta explicación de la paradoja casi imputa la equivocación a las Escrituras. ¿Qué puede ser más frívolo que este argumento? Cualquier explicación de qué es una contradicción de términos debe ser hasta cierto punto antinatural y equívoca; pero, al tratar con un libro de símbolos, es absurdo exigir la verdad literal. ¿Hay que demostrar que Nerón tenía diez cuernos?

Ciertamente es correcto que el pofeta-vidente indicase una persona, a quien no se atrevía a nombrar, por cualquier representación simbólica que condujese a su reconocimiento. ¿Qué sería más distintivo de la persona particular que se tenía en mente que este mero hecho de su esperada reaparición después de muerta? ¿De cuántas personas en el mundo podría expresarse tal opinión? El hecho de que sea históricamente cierto que prevaleciese tal engaño popular con respecto a Nerón lo consideramos como prueba singular y concluyente de que él es el individuo denotado por el símbolo.


LOS SIETE REYES

Es más difícil resolver el enigma de los siete reyes, uno de los cuales es la bestia, y sin embargo, es el octavo. Las siete cabezas del monstruo parecen ser emblemáticas, no sólo de las siete colinas sobre las cuales se sienta la mujer, sino también de siete reyes que tienen una relación doble, a saber, con la mujer y con la bestia. El antitipo del símbolo debe, por tanto, sustentar esta doble relación, aunque uno esperaría, por ser connatural con el monstruo, que su relación con él sería de lo más íntima. De estos siete reyes, "cinco", se dice, "han caído; uno es, y el otro aún no ha venido; y cuando venga, es necesario que dure breve tiempo. La bestia que era, y no es, es también el octavo; y es de entre los siete, y va a la perdición".

Ya hemos visto que, en general, el número siete, siendo un número simbólico, no debe ser tomado como otras tantas unidades, sino como indicación de perfección o de totalidad. Hay ocasiones, sin embargo, en que parece necesario tomarlo en sentido aritmético, por ejemplo, cuando está en estrecha relación con otros números. En el caso que nos ocupa, en que leemos acerca de siete reyes, cinco de los cuales han caído, y uno es, y el séptimo aún no ha venido, mientras se sugiere un octavo misterioso, es difícil entender el número siete en cualquier otro sentido que no sea el literal.

Entonces, ¿dónde debemos buscar para encontrar estos siete reyes o estas siete cabezas? Es también presumible que también estén donde están las montañas, en el lugar en que la escena se desarrolla. Si la ramera significa Jerusalén, debemos esperar encontrar a los reyes allí también. ¿Dónde, pues, en Jerusalén deben encontrarse siete reyes, y un misterioso octavo? Se han sugerido los reyes del linaje herodiano, a saber: 1. Herodes el Grande; 2. Arquelao; 3. Filipo; 4. Herodes Antipas; 5. Agripa I; 6. Herodes de Calcis; 7. Agripa II. Esta es la sugerencia del Dr. Zwellig, y merece la alabanza de la ingeniosidad; pero hay dos objeciones fatales contra ella: primera, no se puede decir de todos que han sido reyes o gobernnantes en Jerusalén, ni siquiera en Judea; y segunda, no todos pertenecen al período apocalíptico, el fin de la era judía, o los últimos días de Jerusalén, lo cual es una condición indispensable.

Nos aventuramos a proponer otra solución, que creemos llenará en todos sus respectos los requisitos del problema. Teniendo presente lo que ya se ha demostrado, que el título de "reyes" se usa a menudo como sinónimo de gobernantes o gobernadores, sugerimos que el basileiz a los que se alude aquí no son otros que los procuradores romanos de Judea bajo la autoridad de Claudio y de Nerón. Fue en el reinado de Claudio que Judea se convirtió en provincia romana por segunda vez. Este hecho es declarado expresamente por Josefo, y es también la razón de que se hiciera el cambio. A la muerte de Herodes Agripa I, a quien Calígula había conferido la soberanía del reino entero, su hijo Agripa II fue considerado por Claudio como muy joven para ocupar el trono de su padre. Judea quedó, por tanto, reducida a la forma de una provincia. Cuspio Fado fue enviado a Judea como el primero de esta segunda serie de procuradores.

Estos procuradores eran en realidad virreyes, y responden bien al título de basileiz en la visión. También, su número cuadra exactamente con el que se da en Apocalipsis. Desde el nombramiento de Cuspio Fado hasta el estallido de la guerra judía, hubo siete gobernadores con plenos poderes en Jerusalén y en Judea. Éstos fueron: 1. Cuspio Fado; 2. Tiberio Alejandro; 3. Ventidio Cumano; 4. Antonio Felix; 5. Porcio Festo; 6. Albino; 7 Gesio Floro.

Aquí tenemos, pues, un período bien definido, que cae dentro de los límites apocalípticos en cuanto a tiempo, que ocupa terreno apocalíptico en cuanto a lugar, y que corresponde al símbolo apocalíptico en cuanto a número, carácter, y título. Estos virreyes sustentan la doble relación requerida por el símbolo; estaban relacionados con la bestia como romanos y como delegados; y están relacionados con la mujer como poderes gobernantes.

Ahora es fácil ver cómo se puede decir que Nerón mismo, la bestia que sube del mar, el tirano extranjero, es el octavo, y sin embargo de entre los siete. Él era la cabeza suprema, y estos procuradores eran sus delegados, los representantes del emperador en Judea y en Jerusalén. Así, puede decirse que él de entre ellos, y sin embargo, diferente de ellos -- el octavo, y sin embargo, de entre los siete. Esto proporciona una propiedad natural y adecuada al lenguaje aparentemente enigmático y paradójico de la representación simbólica, y resuelve el enigma sin violentas torturas ni diestras manipulaciones. 

LOS DIEZ CUERNOS DE LA BESTIA

Hay también mucha oscuridad en el siguiente símbolo, que aparece en el capítulo 17:12.

"Y los diez cuernos que has visto son diez reyes, que aún no han recibido reino; pero por una hora [o en una hora, --- contemporáneamente] recibirán autoridad como reyes juntamente con la bestia".

Se observará que estos "diez reyes" tienen las siguientes características:

1.  Son satélites o tributarios de la bestia, es decir, están sujetos a Roma.
2.  Son aliados de la bestia contra Jerusalén.
3.  Son hostiles al cristianismo.
4.  Son hostiles a la ramera, y agentes activos en su destrucción.
5.  Cuando el apóstol escribió, estos reyes todavía no habían sido
     investidos de poder.
6.  Su poder sería contemporáneo con el de la bestia.
En general, llegamos a la conclusión de que este símbolo significa los príncipes y jefes auxiliares que eran aliados de Roma y recibían órdenes del ejército romano durante la guerra judía. Por Tácito y Josefo, sabemos que varios reyes de los países vecinos siguieron a Vespasiano y a Tito en la guerra. Ya se ha hecho alusión a algunos de estos auxiliares: Antíoco, Soemo, Agripa, y Malco. Sin duda, hubo otros, pero no es necesario producir el número exacto de diez, que, como el número siete, parece ser un número místico o simbólico. Estos reyes son representados como animados de una encarnizada hostilidad hacia Jerusalén, la ciudad ramera: "Aborrecerán a la ramera, y la dejarán desolada y desnuda; y devorarán sus carnes, y la quemarán con fuego; porque Dios ha puesto en sus corazones el ejecutar lo que él quiso: ponerse de acuerdo, y dar su reino a la bestia, hasta que se cumplan las palabras de Dios" (Apoc. 17:16,17). Tácito habla de la encarnizada animosidad contra los judíos de la cual se llenaron los auxiliares árabes de Tito, y tenemos una terrible prueba del intenso odio que sentían hacia los judíos las naciones vecinas en las matanzas a gran escala perpetradas contra aquel desgraciado pueblo en muchas grandes ciudades justo antes de que estallase la guerra. Toda la población judía de Cesarea fue masacrada en un día. En Siria, cada ciudad se dividió en dos campos, judíos y sirios. En Citópolis, más de trece mil judíos fueron masacrados; en Ascalón, Tolemaica, y Tiro, tuvieron lugar atrocidades similares. Pero en Alejandría, la carnicería de los habitantes judíos excedió a todas las otras matanzas. Todo el barrio judío se inundó de sangre, y cincuenta mil cadáveres yacían en horrorosos montones en las calles. Este es un terrible comentario sobre las palabras del ángel-intérprete: "Los diez cuernos que viste en la bestia aborrecerán a la ramera", etc.

Sólo resta observar otra característica de la visión. La mujer es representada como "sentada sobre muchas aguas", y en el versículo quince se dice que estas aguas significan "pueblos, y muchedumbres, y naciones, y lenguas". De la Babilonia mística, como de su prototipo la Babilonia literal, se dice que "se sienta sobre muchas aguas". El profeta Jeremías se dirige así a la antigua Babilonia: "Tú, la que moras entre muchas aguas" (Jer. 51:12), y esta descripción parece igualmente apropiada para Jerusalén.

La influencia ejercida por la raza judía en todas partes del Imperio Romano antes de la destrucción de Jerusalén era inmensa; sus sinagogas se encontraban en todas las ciudades, y sus colonias echaban raíces en todas las regiones. En Hechos 2, vemos las maravillosas ramificaciones de la raza hebrea en países extranjeros, por la enumeración de las diferentes naciones representadas en Jerusalén el día de Pentecostés: "Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo ... partos, medos, elamitas, los que habitaban en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de África más allá de Cirene, y romanos allí residentes, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes". Se podía decir verdaderamente de Jerusalén que "se sentaba sobre muchas aguas", es decir, que ejercía poderosa influencia sobre "pueblos, y muchedumbres, y naciones, y lenguas".

Tal es la visión de la "ciudad ramera", cuyo destino es el gran tema de la profecía tanto de nuestro Señor en el Monte de los Olivos como de Apocalipsis. Que es Jerusalén, y sólo ella, de la que se habla aquí creemos que es abundantemente claro para toda mente desprejuiciada y honesta; cualquier otro tema será completamente extraño a todo el propósito y el fin de Apocalipsis. 

NOTA SOBRE APOCALIPSIS 17

IDENTIDAD DE LA BESTIA DE APOCALIPSIS CON EL HOMBRE DE
PECADO EN 2 TESALONICENSES 2

Antes de abandonar este capítulo, es pertinente señalar la notable correspondencia entre "el hombre de pecado" bosquejado por Pablo en 2 Tes. 2 y la bestia descrita por Juan en Apcalipsis 13 y 17. Se observará que ninguno de los apóstoles nombra al formidable personaje al cual señala, sin duda por la misma razón. Por sí sola, esta circunstancia sería suficiente para indicar a quién se tiene en mente. Habría pocas personas, probablemente no más de una, cuyo nombre sería peligroso pronunciar, y esa una sería la más poderosa en el territorio. No podemos suponer que el nombre ha sido suprimido meramente por causa de la mistificación: debe haber habido un motivo adecuado; ese motivo debe haber sido prudencial; y si es prudencial, entonces, sin duda es político; vale decir, evitar incurrir en la sospecha de ser desafecto al gobierno.

Además de esto, hay una correspondencia tan detallada y tan múltiple entre "el hombre de pecado" de Pablo y "la bestia" de Juan que es casi seguro que ambos se refieren al mismo individuo. Sobre bases independientes y tratando cada tema por separado, ya hemos llegado a la conclusión de que ambos apóstoles tienen en mente al emperador Nerón, y cuando colocamos las dos partituras una al lado de la otra, esta conclusión queda establecida definitivamente. Sólo es necesario echar un vistazo a las descripciones paralelas para convencerse de que describen al mismo individuo, y de que ese individuo es el monstruo Nerón.

 
  

EL HOMBRE DE PECADO, 2 TES. 2
LA BESTIA, APOC. 13, 17
"El hombre de pecado" (ver. 3).  "Sobre sus cabezas, un nombre blasfemo" (13:1). 

"Llena de nombres de blasfemia" (17:3). 

"El hijo de perdición" (ver. 3).  "La bestia está ... para ir a perdición" (17:8).

"Y va a la perdición" (17:11). 

"Aquel inicuo" (ver. 8).  "Se le dio autoridad para actuar" (13:5).
"El cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto" (ver.4).  "Se le dio boca que hablaba grandes cosas y blasfemias ... abrió su boca en blasfemias contra Dios" (13:5,6). 
"Se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios" (ver. 4).  "Y adoraron a la bestia, diciendo: ¿Quién como la bestia? ... Y la adoraron todos los moradores de la tierra [del territorio]" (13:5,6). 
"A quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida" (ver. 8) "Pelearán contra el Cordero, y el Cordero los vencerá" (17:14).

"Y la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta ... Estos dos fueron lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre" (19:20). 

"Cuyo advenimiento es por obra de Satanás" (ver. 9). "Y el dragón le dio su poder" (13:2). 
"Con gran poder y señales y prodigios mentirosos" (ver. 9) "También hace grandes señales, de tal manera que aun hace descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres" (13:13).
"Con todo engaño de iniquidad para los que se pierden" (ver. 10).

"Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira" (ver. 11). 

"Engaña a los moradores de la tierra con las señales que se le ha permitido hacer en presencia de la bestia" (13:14). 
"Para que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad" (ver. 12).  "Si alguno adora a la bestia y a su imagen ... él también beberá del vino de la ira de Dios" (14:9,10). 


LA CAÍDA DE BABILONIA

La siguiente escena de la visión representa la suerte de la ciudad ramera, lo cual ocupa la totalidad del capítulo 17. Primero, un ángel poderoso, cuya gloria ilumina la tierra, proclama en alta voz, casi con las mismas palabras que las del cap. 14:8: "Ha caído, ha caído Babilonia". Su destino es la consecuencia de su pecado, y en este momento supremo su degradación moral es declarada con el mayor énfasis: "Se ha hecho habitación de demonios y guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda ave inmunda y aborrecible", etc. De cuán apropiada es esta descripción de Jerusalén en su decadencia testifican las páginas de Josefo:

"De algún modo, aquel período", nos cuenta, "había sido tan prolífico en iniquidades de todo tipo entre los judíos, que ninguna obra malvada había quedado sin ser perpetrada ... tan universal era el contagio tanto público como privado, y tal era el esfuerzo por superarse los unos a los otros en actos de impiedad hacia Dios y de injusticia hacia el prójimo".

"No existió jamás otra generación más prolífica en el crimen".

"Creo que, si los romanos hubiesen diferido el castigo de estos miserables, la tierra se habría abierto y se hubiese tragado la ciudad, ésta habría sido barrida por un diluvio, o habría participado de los relámpagos de la tierra de Sodoma".

Luego, se oye una voz desde el cielo llamando al pueblo de Dios a salir de la ciudad condenada a muerte: "Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, y no recibáis de sus plagas". Observamos aquí cómo la catástrofe final se mantiene en suspenso -- una y otra vez parece como si el fin ha llegado en realidad, y luego encontramos que se interponen nuevas circunstancias, y que el golpe ha sido aparentemente detenido en el momento mismo en que estaba a punto de ser asestado. Esta característica de Apocalipsis aumenta grandemente el efecto dramático, y estimula poderosamente el interés en la acción. Podría haberse supuesto que todos los fieles habían abandonado mucho antes la ciudad condenada; pero no debemos buscar la misma estricta consistencia y secuencia en una descripción poética y figurada que en una narración histórica. Además, las imágenes se derivan parcialmente de la descripción profética de la caída de la antigua Babilonia como la presenta Jeremías (cap. 51), donde encontramos este mismo llamado a "salir de ella" (ver. 45).

Después de esto, sigue una endecha, si puede llamarse así, solemne y patética, acerca de la ciudad caída, cuya hora final ha llegado. Los reyes y gobernantes del territorio, los mercaderes-comerciantes, y los marineros que la conocían en la plenitud de su poder y de su gloria, ahora lamentan su caída. La ciudad real, el emporio del comercio y la riqueza, está envuelta en llamas, y los marineros y mercaderes que se enriquecieron con su tráfico están a la distancia, contemplando el humo de su incendio, y llorando: "¿Cuál ciudad como esta gran ciudad?" La descripción que en este capítulo se da de la riqueza y el lujo de la Babilonia mística apenas podría parecer apropiada para Jerusalén si no fuese porque en Josefo tenemos amplia evidencia de que no hay ninguna exageración, ni siquiera en esta representación altamente elaborada. Más de una vez, el historiador judío habla de la magnificencia y la vasta riqueza de Jerusalén. Es muy notable que el inventario de los despojos tomados del tesoro del templo contiene casi todos los artículos enumerados en este lamento por la ciudad caída: "Oro, plata, piedras preciosas, púrpura, escarlata, canela, especias, ungüentos, e incienso".

No menos llamativa es la descripción que da Josefo del botín de la ciudad capturada, que fue llevado en procesión por las calles de Roma en el triunfo de Vespasiano y Tito, y que justifica plenamente el cuadro de profusión y magnificencia trazado en Apocalipsis.

Sigue la última escena de la tragedia de la ciudad ramera. Un ángel poderoso toma una piedra. como una gran piedra de molino, y la arroja al mar, diciendo: "Con el mismo ímpetu será derribada Babilonia, la gran ciudad, y nunca más será hallada" (ver. 21). Su desolación es ahora completa: su gloria ha huido; ha quedado en silencio y en soledad, pues "en una hora ha llegado su juicio", "en una hora ha sido desolada".

Puede que se diga que esto es poesía, y sin duda lo es; pero también es historia. Tan total fue la destrucción de Jerusalén, que Josefo dice: "Ya no había nada que hiciera pensar a los que visitaban el lugar que alguna vez había sido habitado".

Ya hemos comentado las palabras finales del capítulo, que proporcionan evidencia decisiva de la identidad de la ciudad ramera: "Y en ella se halló la sangre de los profetas y de los santos, y de todos los que han sido muertos en la tierra" (ver. 24). Estas palabras no se aplican a ninguna otra ciudad aparte de Jerusalén, y demuestran de modo concluyente que Jerusalén es el tema de toda la representación visionaria. Jerusalén era preeminentemente la "asesina de profetas", y la sangre de ellos será requerida de ella, de acuerdo con la predicción del Señor: "Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra" (Mat. 23:35).

Podríamos suponer que ahora hemos llegado a la catástrofe de la visión, puesto que el juicio de la gran ramera está completo, y ella desaparece de la escena; pero el tema continúa todavía en los dos capítulos siguientes, que se ocupan principalmente de hechos de juicio contra los otros enemigos de Cristo y de su iglesia.

Primero, sin embargo, tenemos un cántico de triunfo en el cielo por el criminal caído y condenado cuyo terrible juicio se ha consumado (cap. 19:1-5). Es el coro de Aleluya de una gran multitud, cuya voz es como la de muchas aguas, y como la voz de truenos poderosos, que da gloria a Dios por la justicia ejecutada en la ciudad ramera, y por la venganza de la sangre de sus siervos derramada por su mano. Ahora se ha cumplido la promesa de Dios de que vengaría prontamente la sangre de sus elegidos, que clamaban a Él día y noche. Ahora, también, ha venido el reino de Dios: la consumación tiempo ha predicha y por tanto tiempo esperada, por la cual han ascendido al cielo sin cesar las oraciones de los santos: "Venga tu reino". La gran victoria del Mesías ha sido obtenida; su reino ha alcanzado su pleno desarrollo; el Mesías entrega a su Padre su autoridad delegada; y un estallido de aclamación resuena por todo el cielo: "¡Aleluya!, porque el Señor Dios omnipotente reina".

Pero la venida del reino está asociada con otros sucesos, siendo uno de los principales "las bodas del Cordero", para las cuales se da ahora la nota de preparación, aunque los detalles del suceso se reservan para la séptima y última visión. Es evidente que las nupcias del Cordero se anuncian prolépticamente, de acuerdo con el uso frecuente en Apocalipsis. Esta unión pública y solemne de Cristo con su iglesia es lo que se prefigura en las parábolas de la fiesta de bodas (Mat. 22) y de las diez vírgenes (Mat. 25). Es la cena de bodas del gran Rey, a la cual rehusan venir los primeros invitados, que maltrataron y mataron a los mensajeros del rey. Ahora les ha sobrevenido el juicio: "El rey envió sus ejércitos, y destruyó a aquellos asesinos, y quemó su ciudad" (Mat. 22:7).

<>Pero antes de que tenga lugar esta feliz consumación, deben ejecutarse actos de juicio. La Babilonia mística ha sido juzgada, pero los otros enemigos del Rey - la bestia, su delegado el falso profeta, y el dragón - todavía deben recibir su merecido castigo. 

EL JUICIO DE LA BESTIA Y SUS PODERES ALIADOS

Cap. 19:11-21. "Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES. Y vi a un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios, para que comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes. Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos, reunidos para guerrear contra el que montaba el caballo, y contra su ejército. Y la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta que había hecho delante de ella las señales con las cuales había engañado a los que recibieron la marca de la bestia, y habían adorado su imagen. Estos dos fueron lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre. Y los demás fueron muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo, y todas las aves se saciaron de las carnes de ellos".
Este magnífico pasaje describe el gran suceso que ocupa un lugar tan prominente en la profecía del Nuevo Testamento, la parusía, o la venida en gloria del Señor Jesucristo. Viene del cielo; viene en su reino; "había en su cabeza muchas diademas"; viene con sus santos ángeles; "le siguen los ejércitos del cielo"; viene a ejecutar juicio sobre sus enemigos; viene en gloria. Puede preguntarse: ¿Por qué es colocada la parusía después del juicio de la ciudad ramera, y no antes? Debe recordarse que es un poema, más bien que una historia, lo que ahora estamos leyendo; un drama, más bien que un diario de transacciones, y que no hay ningún libro en el que el efecto poético y dramático sea más estudiado que Apocalipsis. A menudo, estas visiones episódicas son sacadas de su estricto orden cronológico para que puedan ser presentadas con mayores detalles y puedan hacer una adecuada impresión en la mente del lector. Al mismo tiempo, no admitimos que haya un anacronismo en el lugar que ocupa la parusía. Si examinamos el discurso profético en el Monte de los Olivos, descubriremos el mismo orden de sucesos. Es inmediatamente después de la gran tribulación cuando aparece en el cielo la señal del Hijo del hombre, y "ven al Hijo del hombre viniendo en las nubes del cielo con poder y gran gloria" (Mat. 24:29,30). La escena representada en esta visión es ese mismo suceso. El Señor Jesús es "manifestado desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo" (2 Tes. 1:7,8).

La secuela del capítulo relata la victoria del Cordero sobre los enemigos de su causa. Un ángel de pie en el sol llama a todas las aves del cielo a saciarse de los cadáveres de los que han de morir en el conflicto venidero. Los ejércitos de la bestia y sus poderes aliados se congregan para hacer la guerra al Mesías. Los dos entran en combate, y los enemigos de Cristo son derrotados. La bestia es tomada prisionera, y con ella el falso profeta que gobernaba en su nombre. "Estos dos fueron lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre", mientras que sus seguidores perecen "con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo".

Si se pregunta: ¿Qué representan estos símbolos?, la respuesta es: Seguramente ningún conflicto literal con armas carnales. No es sobre ningún campo de batalla sobre terreno literal que el Redentor glorificado y sus legiones celestiales se enfrenta a las huestes combinadas de la tierra y el infierno. No podemos ir a las páginas de Josefo o de Tácito, o de ningún otro historiador, en busca de los sucesos que corresponden a estos símbolos. En ellos leemos dos grandes verdades: Cristo debe vencer; sus enemigos deben perecer. Sin embargo, hay una porción de hecho histórico en este simbolismo. Así como en la representación simbólica de la gran ramera encontramos el hecho histórico de la destrucción de Jerusalén, en esta captura y ejecución de la bestia y su congénere encontramos el hecho histórico de la destrucción de Nerón y su lugarteniente, o delegado, en Judea. Éste es el núcleo de hecho histórico en el centro de la visión. Jerusalén, la ciudad ramera, pereció en fuego y sangre. Tanto Nerón, el rey bestia, el sanguinario perseguidor de los cristianos, como Gesio Floro, el tirano que incitó a la rebelión a los infelices judíos, murieron violentamente. Estos sucesos eran en realidad juicios divinos, previstos y predichos mucho antes de que ocurriesen, y escritos con espeluznantes detalles en las páginas de la historia, visibles y legibles para siempre. Estos son los hechos históricos presentados en toda la pompa y el esplendor de imágenes simbólicas en Apocalipsis. Los símbolos eran dignos de los hechos, y los hechos son dignos de los símbolos. No hay duda de que aquí hay algo de anacronismo. En la visión, la muerte de Nerón es colocada después del juicio de Jerusalén, aunque en realidad precedió a ese suceso por dos años o más. Como hemos observado antes, algo hay que conceder a la licencia poética. En una epopeya, un drama, o una visión, es irrazonable exigir una estricta secuencia cronológica. Ahora bien, el Apocalipsis está compuesto con consumado arte. Como observó Henry More hace mucho tiempo: "Jamás libro alguno fue escrito con tal arte como este de Apocalipsis, como si cada palabra hubiese sido pesada en balanza antes de ser escrita". El efecto dramático es ciertamente aumentado en gran manera por el hecho de haber colocado donde están la captura y el castigo de la bestia". El primero y más prominente lugar se le asigna naturalmente a la ciudad ramera, y el vidente, habiendo comenzado con el juicio de ella, lo lleva a su consumación final. Luego, el vidente regresa a la bestia, y presenta su destino; y por fin, en el siglo veinte, procede a describir el castigo infligido a la tercera potencia hostil, el dragón.

Hay, sin embargo, otra respuesta al cambio de anacronismo. Vale la pena considerar si la escena entera de la gran batalla y la victoria de Cristo el Rey, y el castigo de la bestia y sus ejércitos, no pueden ser concebidos como teniendo lugar en espíritu, no en carne. Esto es, si no puede ser la representación de transacciones en el estado invisible; el juicio de los muertos, no de los vivos. Una transacción terrenal ciertamente no es; y si la consideramos como la representación simbólica del juicio y la condenación de los enemigos del Cordero en el mundo de los espíritus -- un vistazo a aquella gran escena judicial mostrada en Mat. 25; "cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y sean reunidas delante de él todas las naciones" -- esto aliviaría a la visión de cualquier anacronismo y satisfaría abundantemente todos los requisitos del caso. La probabilidad de este punto de vista queda confirmada fuertemente por el hecho de que este castigo de la bestia y sus ejércitos sigue a la alusión a la cena de bodas del Cordero, un suceso que ciertamente se supone tiene lugar en el estado espiritual y eterno. 

EL JUICIO DEL DRAGÓN

Cap. 20:1-3. "Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano. Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años; y después de esto debe ser desatado por un poco de tiempo".
Ahora nos acercamos a una porción de Apocalipsis envuelta en mucha oscuridad y que, por la naturaleza misma del caso, va más allá de los límites que, por las expresas declaraciones del escritor, repetidas una y otra vez, circunscriben el resto de la profecía de este libro.

Muchos consideran que el hecho de que las visiones de Apocalipsis abarcan un período tan prolongado como mil años es prueba incontrovertible de que el cumplimiento de las predicciones que el libro contiene no debe restringirse a un breve período. Por ejemplo, Dean Alford dice:

"Hay que confesar que en tacei [en breve] contiene, entre otros períodos, uno de mil años. ¿Sobre qué principio debemos afirmar que no abarca un período vastamente superior a éste en su contenido total?"
Lo que a los ojos de Dean Alford parece una objeción tan insuperable es desestimada nada menos que por Moses Stuart, que dice:
"La porción del libro que contiene esto [la referencia a un período distante] es tan pequeña, y la parte del libro que se cumplió en breve es tan grande, que no se puede construir ninguna dificultad razonable con respecto a la afirmación que tenemos delante. 'Cuán en tacei, es decir, en breve, ocurrieron realmente las cosas a causa de las cuales se escribió el libro principalmente".
La verdad es que algunos intérpretes intentan salvar la dificultad suponiendo que los mil años, siendo un número simbólico, pueden representar un período de muy corta duración, y así, intentan poner el todo dentro de los límites apocalípticos prescritos; pero este método de interpretación nos parece tan violento y antinatural que no dudamos en rechazarlo. El acto de atar y encerrar al dragón ciertamente cae dentro del "en breve" de la declaración apocalíptica, porque coincide, o casi coincide, con el juicio de la ramera y de la bestia; pero se afirma claramente que el término de la prisión del dragón es de mil años, y así, tiene que pasar necesariamente más allá del campo visual tan estricta y tan constantemente limitado por el libro mismo. Creemos, sin embargo, que éste es el solitario ejemplo que el libro entero contiene de esta excursión más allá de los límites del "en breve", y concordamos con Stuart en que no se puede construir ninguna razonable dificultad a cuenta de esta sola excepción de la regla. Al continuar, también descubriremos que los sucesos a los que se alude como teniendo lugar después de la terminación de los mil años se predicen como en una profecía, y no se representan como en una visión. En realidad, parece evidente que el pasaje, cap. 20:5-10, es introducido parentéticamente, interrumpiendo la continuidad de la narración, que se reanuda nuevamente en el ver. 11, como veremos.

Evidentemente, el derrocamiento y castigo de los enemigos de Cristo estarían incompletos sin un acto similar de juicio contra el principal instigador y jefe de la confederación, el dragón, o Satanás. En consecuencia, su hora ha llegado: es apresado, encadenado, y arrojado al abismo, que es sellado por encima de él, y es sentenciado a permanecer preso durante un período llamado "mil años".

Este acto de apresar, encadenar, y arrojar al abismo se representa como teniendo lugar ante los ojos del vidente, siendo introducido con la fórmula: "Y vi". Es un acto contemporáneo, o casi contemporáneo, con los juicios ejecutados contra los otros criminales, la ramera y la bestia. Esta parte de la visión, pues, cae dentro de los límites apropiados de la visión apocalíptica, y es parte integral de la serie de grandes sucesos relacionados con la parusía.

¿Hemos, pues, de suponer que cualquier cosa equivalente a este símbolo, el acto de atar y aprisionar a Satanás, ha tenido lugar realmente, y tuvo lugar en el tiempo indicado, vale decir, el fin de la dispensación judía? No vacilamos en contestar afirmativamente, y creemos que hay, en las Escrituras y en la historia, la más clara justificación para llegar a esta conclusión.

1.  Nadie argumentará que los símbolos de la visión requieren un encadenamiento literal o físico del dragón. El sentido común enseña que todo lo que se quiere significar es la represión y la restricción     del poder satánico durante el período indicado. Ahora bien, no parece haber ninguna razón para dudar de que, antes de y durante la encarnación de nuestro Salvador, existió en la tierra una energía y una actividad de maldad moral tal que excedía con mucho cualquier cosa que ahora se conoce entre los hombres. No es irrazonable suponer que el período de la vida terrenal de nuestro Señor fue una época de actividad intensa y sin paralelo entre los poderes de las tinieblas. Si sabían que el campeón de Dios, el Redentor de la humanidad, había venido "para destruir las obras del diablo", había causa para que se alarmasen; y las tentaciones de nuestro Señor en el desierto, y la maligna oposición a Cristo y su causa, atribuidas a Satanás por todas partes en el Nuevo Testamento, revelan tanto el conocimiento del adversario con respecto a la misión del Salvador como sus incesantes esfuerzos para contrarrestarla. Además, la     notable prevalencia del misterioso fenómeno de posesión demoníaca en tiempos de Cristo es prueba decisiva de la presencia y la actividad de la maléfica influencia espiritual, en una forma y hasta un grado desconocidos para nosotros, y para muchos, hasta increíble. Entonces, a menos que estemos preparados para renunciar a la realidad de esa misteriosa influencia, y considerarla como resultado de mera ignorancia popular o mero engaño, tenemos que admitir que ha habido una marcada y decisiva restricción del poder de Satanás sobre los hombres desde el tiempo de Cristo. Lo mismo puede decirse con respecto a la prevalencia de la maldad moral en aquella época del mundo. Que considere cualquier persona lo que Roma era en los días de Nerón, y lo que Jerusalén era en el período final de la comunidad judía, y en seguida aceptará el hecho innegable de un desarrollo anormal y portentoso de la maldad que a nosotros nos parece increíble. Juvenal y Tácito serán testigos de Roma, y Josefo de Jerusalén; y no es contrario a la razón, y al mismo tiempo concuerda con Apocalipsis, inferir que un vicio tan enorme y tan colosal traiciona la operación de una influencia satánica.
2.  Merece considerarse, además, que el pecado de idolatría, con toda su imitación de poder sobrenatural y divino -- un sistema que las Escrituras reconocen como preeminentemente obra del diablo -- estaba, en tiempos de nuestro Salvador, en plena y tranquila posesión de casi todo el mundo. Cuando recordamos lo que era Grecia, y lo que era Roma, con repecto a su religión nacional, en la era apostólica; la autoridad, la antigüedad, y la popularidad de sus dioses, y la manera en que su culto se había entrelazado alrededor de cada acto de la vida pública y privada, parece asombroso que un sistema tan inveterado y consagrado por el tiempo se haya marchitado hasta casi desaparecer por completo de la faz de la tierra. Nadie puede dejar de explicarse este notable cambio: se debe enteramente a la influencia del cristianismo, y de no ser por este nuevo elemento en la civilización, no hay razón para pensar que las antiguas supersticiones del paganismo hubiesen muerto o dado lugar a algo mejor.

3.  No es menos cierto que esta maravillosa revolución debe ser fechada en el tiempo en que el evangelio comenzó a ser predicado en la era apostólica. Tenemos las pruebas más convincentes de que el cambio no debe explicarse con el avance del conocimiento, la ciencia, o la filosofía, ni por el progreso natural de la sociedad humana, sino que fue predicho y esperado desde el mismo nacimiento del cristianismo como efecto de la obra redentora de Cristo. Nada puede ser más explícito que las declaraciones de nuestro Señor sobre este tema.


Cuando los setenta discípulos regresaron gozosos a informar que hasta los demonios les estaban sujetos por medio del nombre de su Maestro, Jesús les dijo: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo" (Lucas 10:18). Es absurdo explicar esto como una alusión a la expulsión original de Satanás del cielo, antes de la creación del mundo; es evidentemente una declaración figurada de que, en el éxito de sus mensajeros, nuestro Señor reconocía y preveía el venidero derrocamiento del poder de Satanás:

"Ante la intuitiva mirada de Su espíritu estaban expuestos los resultados que habrían de fluir de su obra redentora después de su ascensión al cielo. En espíritu, vio el reino de Dios avanzando triunfal sobre el reino de Satanás".

Con el mismo propósito pronunció Jesús estas palabras: "Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera". ¿Qué significado puede atribuirse a estas significativas palabras si ellas no implican que una poderosa restricción estaba a punto de ser impuesta a la influencia de Satanás sobre las mentes de los hombres; una restricción que surge enteramente de la muerte de Cristo en la cruz?

Pero es en esta visión apocalíptica donde vemos la representación real de esta limitación del poder de Satanás. Evidentemente, se define aquí en cuanto al tiempo de su inicio, y está asociado con la caída de Jerusalén y la consiguiente abrogación de la dispensación judía. Ni hay nada absurdo en aceptar esta fecha. La abolición del judaísmo eliminó el más formidable obstáculo para el progreso del cristianismo; pero, además de esto, tenemos la más expresa certeza en el Nuevo Testamento de que éste fue el período de la consumación del reino mesiánico, y del derrocamiento, por parte de Cristo, de todo dominio, toda autoridad, y toda potencia hostiles (1 Cor. 15:24).

Llegamos, pues, a la conclusión de que al "fin del tiempo" se le impuso una marcada y definitiva restricción al poder de Satanás, y que esta restricción está representada simbólicamente en Apocalipsis por el encadenamiento y el aprisionamiento del dragón en el abismo. De esto no se sigue que el error y la maldad fueron proscritos de la tierra. Es suficiente mostrar que esto fue, como dice Schliegel,

"la crisis definitiva entre los tiempos antiguos y modernos", y que la introducción del cristianismo "ha cambiado y regenerado, no sólo el gobierno y la ciencia, sino el sistema entero de la vida humana".
Hubo una hora en que la marea de la maldad humana comenzó a invertirse: fue en el mismo período en que esa marea estaba en su punto más alto; desde ese tiempo, ha estado disminuyendo, y no tenemos dificultad en reconocer que la primera disminución del poder del mal corresponde en el tiempo con el suceso que aquí se designa como el atar a Satanás y aprisionarle en el abismo. Con respecto a la duración de esta restricción del poder satánico, no es fácil establecerla; pero, en general, parece estar más en consonancia con el carácter simbólico de Apocalipsis entender los mil años como un período largo pero de duración indefinida. Cuando tenemos números grandes mencionados en Apocalipsis, deben entenderse, por lo general, si no invariablemente, como indefinidos. Por ejemplo, no debe suponerse que los ciento cuarenta y cuatro mil sellados significan ese número, ni uno más y ni uno menos. Sería absurdo decir que había exactamente doce mil, hasta el último hombre, salvados de cada una de las doce tribus de los hijos de Israel. El concepto es apropiado en una visión, pero increíble en una declaración histórica. De la misma manera, el ejército de jinetes del cap. 9:16 se expresa como doscientos millones; pero ningún comentarista en su sano juicio se aventuró jamás a atribuir a esto un significado preciso y literal. Siguiendo estas analogías, estamos dispuestos a considerar los mil años como un período de duración indefinida en lugar de uno de duración definida, que cubre sin duda más del doble de ese espacio de tiempo, pero cuánto más, nadie lo puede decir. 

EL REINO DE LOS SANTOS Y MÁRTIRES

Cap. 20:4-6. "Y vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, y que no recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años".
Nos acercamos a este misterioso pasaje con la mayor reserva, evitando cuidadosamente las adivinanzas y las explicaciones conjeturales, así como todo intento de forzar en modo alguno el significado natural de las palabras.

Lo primero que notamos es que la visión que se describe ahora cae dentro del período apocalíptico. Es introducida con la fórmula: "Y vi", que marca lo que viene bajo la observación personal del vidente.

Luego, debe observarse que hay una evidente antítesis entre esta escena y el acto de juicio ejecutado contra la bestia y sus seguidores. Es el método usual del Apocalipsis poner en marcado contraste la recompensa de los justos y la retribución de los impíos.

Observamos, además, que hay en este pasaje una alusión manifiesta a la promesa de nuestro Señor a sus discípulos: "De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel" (Mat. 19:28). Ese período ha llegado ahora. La paligenesia, o regeneración, cuando el reino del Mesías había de venir, ahora es considerada como presente, y los discípulos son glorificados con su Maestro glorificado: "les es dado que juzguen", "se sientan en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel". Debemos concebir la multitud de los redimidos del territorio - los ciento cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de los hijos de Israel - como que forman el reino, o los súbditos, puestos bajo el gobierno espiritual de la hermandad apostólica.

Además de éstos, el vidente contempla "las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios" y también (porque la palabra oitinez parece indicar que esta es otra clase que se especifica) "los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen"; éstos también "viven y reinan con Cristo", una expresión qu implica que ellos también tenían "tronos" y que se les había dado que "juzgasen". Es imposible no reconocer en las "almas de los decapitados" a los mismos santos martirizados que el vidente contempló, en la visión del sexto sello, bajo el altar y clamando venganza de sus asesinos. Fueron consolados con el mensaje de que, en poco tiempo, cuando se les uniesen sus consiervos que estaban a punto de sufrir como ellos, su oración sería contestada. Ahora ese momento ha llegado; sus enemigos han perecido, y ellos viven y reinan con Cristo.

Esta visión mira también retrospectivamente el notable pasaje en 1 Pedro 4:6. Estos mártires son los muertos a los cuales se les dirigió el consolador mensaje [euhggelisqh]. Habían sido condenados por el juicio de los hombres cuando estaban en la carne, pero ahora viven en su espíritu por el juicio de Dios, que les ha vindicado y les ha coronado. Cuánta nueva luz es arrojada sobre las palabras de Pedro, zwsin de kata qeon pneumati, por el lenguaje de Apocalipsis, ezhsan kai ebasileusan. Esta es una de esas sutiles coincidencias que a menudo son las pruebas más seguras de una verdadera interpretación.

Estas almas que testifican y que sufren son representadas como disfrutando de un privilegio y una distinción que no se les concede a otros: "Vivieron y reinaron con Cristo mil años, pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años". Este es el punto crucial del pasaje, y presenta una formidable dificultad. La única posición desde la cual podemos discernir algún rayo de luz es la dirección de la pregunta: ¿Quiénes son "los otros muertos"? ¿Son el resto de los justos muertos, o los impíos muertos, o ambos? Al buen juicio le repugna la idea de que sean los justos muertos. Si ellos fuesen a ser excluidos de participar en la bienaventuranza del cielo durante un vasto período, ¿cómo podría decirse: "Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor de aquí en adelante"? Nos vemos obligados, pues, a imaginar la posibilidad de la otra alternativa y de que el pasaje hable de los impíos muertos, aunque tal suposición no esté exenta de dificultades. En este caso, "la primera resurrección" incluye sólo a los muertos en Cristo; y esta puede ser la interpretación correcta, porque el versículo siguiente ciertamente indica que todos los que tienen parte en "la primera resurrección" son bienaventurados y santos, y disfrutan del gran privilegio y el honor de "reinar con Cristo".

Una cosa más hay que notar, y es que no se dice que el reino de los santos que sufren y testifican, y de todos los que tienen parte en la primera resurrección, está en la tierra. Ellos viven y reinan "con Cristo"; están "con él donde él está, contemplando su gloria".

Hasta ahora, hemos tratado de tantear nuestro camino en una región "oscura de excesiva claridad", pero no pretendemos tener ninguna confianza en la última porción de nuestra exégesis. 

LA LIBERACIÓN DE SATANÁS
DESPUÉS DE LOS MIL AÑOS

Cap. 20:7-10. "Cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la arena del mar. Y subieron sobre la anchura de la tierra, y rodearon el campamento de los santos y la ciudad amada; y de Dios descendió fuego del cielo, y los consumió. Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos".
El misterio y la oscuridad que envuelven una porción del contexto precedente se vuelven aquí más oscuros, si es posible. Hay, sin embargo, ciertos puntos que parece se pueden establecer.
1.  Es evidente que este pasaje es profecía directa, y no una representación visionaria que tiene lugar ante los ojos del vidente. No es introducida con la fórmula usual en tales casos: "Y vi", sino en el estilo de una predicción profética.

2.  Es evidente que la predicción de lo que ha de tener lugar al fin de los
mil años no cae dentro de lo que nos hemos aventurado a llamar "límites apocalípticos". Estos límites, como se nos advierte una y otra vez en el libro mismo, están rígidamente confinados dentro de un ámbito muy estrecho; las cosas mostradas "deben suceder  pronto". Habría sido un abuso del lenguaje decir que los sucesos a una distancia de mil años habrían de ocurrir pronto; por tanto, nos vemos obligados a considerar que esta predicción cae por completo fuera de los límites apocalípticos.

3.  En consecuencia, tenemos que considerar esta predicción de la liberación de Satanás, y los sucesos que siguen, como todavía futuros, y por lo tanto, que no se han cumplido. No conocemos nada registrado en la historia que pueda aducirse en modo alguno como un probable cumplimiento de esta profecía. Westein ha arriesgado la hipótesis de que posiblemente sea la revuelta judía bajo el mando de Barcochebas, durante el reinado de Adriano; pero esta sugerencia es demasiado extravagante para ser considerada siquiera por un momento.

4.  Hay una evidente conexión entre esta profecía y la visión de Ezequiel concerniente a Gog y a Magog (caps. 38, 39), que es igualmente misteriosa y oscura. En ambas, la escena del conflicto se presenta en el mismo lugar, la tierra de Israel; y en ambas los enemigos de Dios      encuentran un derrocamiento señalado y desastroso.

5.  El resultado de todo es que debemos considerar el pasaje que trata de los mil años, desde el ver. 5 hasta el ver. 10, como una intercalación o un paréntesis. Habiendo comenzado a relatar el juicio del dragón, el vidente, en el ver. 7, sale de los límites apocalípticos para concluir lo que tenía que decir con respecto al castigo final de "la serpiente antigua", y la suerte que le esperaba al final del prolongado período llamado "los mil años". Creemos que éste es el único caso en el libro entero de una incursión en el futuro distante; y estamos dispuestos a considerar el paréntesis entero como relativo a cuestiones todavía futuras, que no se han cumplido. La interrumpida narración continúa en en el ver. 11, donde el vidente reanuda el relato de lo que ha contemplado en visión, introduciéndolo con la conocida fórmula "Y vi".

LA CATÁSTROFE DE LA SEXTA VISIÓN

Cap. 20:11-15.  "Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego".
Estos versículos nos presentan la catástrofe de la sexta visión. Como las otras catástrofes que la han precedido, es un solemne acto de juicio, o más bien, la misma gran transacción judicial presentada en un nuevo aspecto. Ahora el vidente reanuda la narración que había sido interrumpida por la digresión relativa a los mil años, retomando el hilo que se había roto al final del ver. 4. Se nos devuelve, pues, al mismo punto de los versículos primero y cuarto. Esta catástrofe pertenece, natural y necesariamente, a la misma serie de sucesos que han sido representados en la visión de la ciudad ramera, y cae dentro de los límites apocalípticos prescritos, estando entre las cosas "que deben suceder pronto".

En cuanto a la catástrofe misma, no puede haber duda de que representa una solemne investigación judicial a la más vasta escala. Es la gran consumación, o un aspecto de ella, hacia la cual se mueve toda la acción de Apocalipsis, y a la que se llega, de una u otra forma, al final de cada visión sucesiva. En cada catástrofe, hay, sin embargo, rasgos especiales que la distinguen de las demás, a pesar de que se refiere al mismo gran suceso. Una comparación con las catástrofes precedentes mostrará cuánto tiene ésta en común con ellas y lo que le es peculiar a ella. En la catástrofe de la visión de los siete sellos, por ejemplo, tenemos las mismas imágenes del cielo que se desvanece y de los montes y las islas que son removidos de sus lugares (cap. 6:14). En la catástrofe de la visión de las siete copas, se repite la misma imagen (cap. 14:20). En la catástrofe de la séptima trompeta, se declara que "ha venido el tiempo de juzgar a los muertos", etc. (cap. 11:18); y en la catástrofe de las siete figuras místicas, vemos "una nube blanca, y sobre la nube uno sentado semejante al Hijo del hombre" (cap. 14:14), que corresponde al "gran trono blanco y al que estaba sentado en él" en el pasaje que tenemos delante. Hay, sin embargo, ciertos rasgos peculiares a esta catástrofe -- los libros del juicio; el mar, la muerte, y el Hades, que entregan sus muertos; y el arrojar la muerte y el Hades en el lago de fuego.

No hay razón para dudar de que la escena de juicio presentada aquí es idéntica a la descrita por nuestro Señor en Mateo 25:31-46. Tenemos el mismo "trono de gloria", la misma reunión de todas las naciones, la misma discriminación de los juzgados según sus obras, y el mismo "fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles".

Pero, si la escena de juicio descrita en este pasaje es idéntica a la de Mateo 25, se deduce que no es "el fin del mundo" en el sentido de la disolución de la estructura material del globo terráqueo y el fin de la historia humana, sino lo que tan frecuentemente se predice que acompaña el sunteleia tou aiwnoz - el fin de la era, o la terminación de la dispensación judía. Esa gran consumación es siempre representada como una época de juicio. Es el tiempo de la parusía, la venida de Cristo en gloria para vindicar y recompensar a sus fieles siervos, y para juzgar y destruir a sus enemigos. Hay una notable unidad y consistencia en las enseñanzas de las Escrituras sobre este tema; y ya sea en los evangelios, o en las epístolas, o en las visiones de Apocalipsis, encontramos un armonioso y concurrente esquema de doctrina, confirmándose y sustentándose todas las partes mutuamente -- prueba de su origen común en la misma y divina fuente de inspiración y de verdad.

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