LA PARUSÍA
O
La Segunda Venida de Nuestro
Señor Jesucristo
JAMES STUART RUSSELL
(1816-1895)
Tomado de The
Preterist Archive
PARTE III
LA PARUSÍA EN EL APOCALIPSIS
LA SÉPTIMA VISIÓN
LA SANTA CIUDAD, O LA ESPOSA
Caps. 21; 22:1-5
Esta visión es la última de la serie, y
completa el número místico de siete. Es el gran final
de todo el drama, la consumación triunfal y el clímax de
las visiones apocalípticas. Es la impresionante antítesis
de la visión de la ciudad ramera; es la nueva Jerusalén,
en contraste con la antigua; la novia, la esposa del Cordero, en contraste
con la adúltera asquerosa e hinchada cuyo juicio ha pasado delante
de nuestros ojos.
Puede que la estructura de la visión nos detenga
por un momento. Es introducida por un prefacio o prólogo, que se
extiende desde el primer versículo del cap. 21 hasta el octavo.
En el noveno versículo, la visión de la esposa es iniciada
de la misma manera que la visión de la ramera, por "uno de los siete
ángeles, que tenía las siete copas, llenas de las siete últimas
plagas", que invita al vidente a venir y contemplar a "la novia, la esposa
del Cordero". La visión alcanza su clímax o catástrofe
en el quinto versículo del cap. 22. El resto forma la conclusión,
o el epílogo, no sólo de esta visión, sino del Apocalipsis
mismo.
PRÓLOGO A LA VISIÓN
Cap. 21:1-8.
"Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera
tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi
la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios,
dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran
voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de
Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán
su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará
Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte,
ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras
cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí,
yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras
son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y
la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré
gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará
todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo.
Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los
fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán
su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda".
Aunque esta sección puede considerarse introductoria
de la visión propiamente dicha descrita desde el versículo
noveno en adelante, es en realidad parte integral de la representación,
y cubre el mismo terreno que la descripción subsiguiente. Es como
si el vidente, lleno del glorioso tema revelado a sus ojos, comenzase a
contar sus maravillas y su esplendor antes de comenzar a explicar las circunstancias
que le habían conducido a ser favorecido con la manifestación.
El pasaje que ahora tenemos delante es en realidad un resumen o bosquejo
de lo que se desarrolla con más detalles en la parte subsiguiente
de ésta y los primeros cinco versículos del capítulo
siguiente.
Ahora nos encontramos rodeados de un escenario tan novedoso
y tan maravilloso que no es sorprendente que nos preguntemos dónde
estamos. ¿Es en esta tierra, o en el cielo? Todas y cada una de
las señales han desaparecido; lo viejo se ha desvanecido, y ha dado
lugar a lo nuevo: hay un nuevo cielo por encima de nosotros; hay una nueva
tierra debajo de nosotros. Deben existir nuevas condiciones de vida, pues
"el mar ya no existía más". Es claro que aquí tenemos
una representación en que el simbolismo es llevado a sus límites
más extremos; y el que trate a estas espléndidas imágenes
como a prosaicas literalidades es incapaz de comprenderlas. Pero los símbolos,
aunque trascendentales, no carecen de significado. "Son ejemplo y sombra
de las cosas celestiales", y toda la pompa y el esplendor de la tierra
se emplean para presentar la belleza de la excelencia moral y espiritual.
Es imposible considerar este cuadro como representación
de alguna condición social que se realizará en la tierra.
Hay, seguramente, ciertas frases que al principio parecen implicar que
la tierra es el escenario en que se manifiestan estas glorias; se dice
que la santa ciudad "baja del cielo"; se dice que el tabernáculo
de Dios está "con los hombres"; se dice que "los reyes de la tierra
traerán su gloria y honor a ella"; pero, por otra parte, todo el
concepto y toda la descripción de la visión impiden suponer
que es una escena terrenal. En primer lugar, pertenece a "las cosas que
deben suceder pronto"; cae estrictamente dentro de los límites apocalípticos.
No es, por tanto, una visión del futuro; pertenece al período
llamado "fin del tiempo" tanto como la destrucción de Jerusalén;
y tenemos que concebir esta renovación de todas las cosas -- este
nuevo cielo y esta nueva tierra -- como contemporánea con, o que
sucede inmediatamente a, el juicio de la gran ramera, de la cual es la
contraparte o su antítesis.
Segundo, ¿cuál es la figura principal en
esta representación visionaria? Es la santa ciudad, la nueva Jerusalén.
Pero la nueva Jerusalén siempre está representada en las
Escrituras como situada en el cielo, no en la tierra. Pablo habla de la
Jerusalén de arriba, en contraste con la Jerusalén
de abajo. ¿Cómo puede la Jerusalén de arriba
pertenecer a la tierra? No puede haber ninguna duda razonable de que la
ciudad representada aquí en colores tan brillantes es idéntica
a aquélla a la que se refiere Heb. 12:22,23: "Os habéis acercado
al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial,
a la compañía de muchos mllares de ángeles, a la congregación
de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a
Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos".
Está claro, pues, que la santa ciudad es la morada de los glorificados;
la herencia de los santos en luz; las mansiones de la casa del Padre, preparadas
para ser hogar de los bienaventurados.
Una vez más, esta conclusión queda certificada
por la representación de ser la morada del Altísimo: "El
Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero"; "el
trono de Dios y del Cordero estará en ella"; "sus siervos le servirán,
y verán su rostro". En realidad, esta visión de la santa
ciudad es anticipada en la catástrofe de la visión de los
sellos, donde los ciento cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de los
hijos de Israel, y la gran multitud que nadie podía contar, se representan
como disfrutando de la misma gloria y felicidad, en el mismo lugar y en
las mismas circunstancias que en la visión que tenemos delante.
Las dos escenas son idénticas; o diferentes aspectos de una y la
misma gran consumación.
Concluimos, pues, que la visión establece la bienaventuranza
y la gloria del estado celestial, en el cual se abrió el camino
plenamente al "fin del tiempo", o sunteleia tou aiwnoz, como lo muestra
la Epístola a los Hebreos.
DESCRIPCIÓN DE LA SANTA
CIUDAD
Caps. 21:9-27; 22:1-5.
Habiendo llegado así a la conclusión de
que aquí se quiere significar el estado celestial, no seremos culpables
de la presunción y la estupidez de entrar en ninguna explicación
detallada de los símbolos mismos. Hay una aparente confusión
de las figuras con las cuales se representa la nueva Jerusalén,
siendo descrita a veces como una ciudad, a veces como una esposa. La misma
figura doble se emplea en la descripción de la ramera, o antigua
Jerusalén, que es representada a veces como una mujer y a veces
como una ciudad. En la séptima visión, la figura de
la desposada es dejada a un lado casi tan pronto como es introducida, y
la totalidad del resto de la descripción se ocupa de los detalles
de la arquitectura, la riqueza, el esplendor, y la gloria de la ciudad.
Algunos de los rasgos se derivan evidentemente de la ciudad visionaria
contemplada por Ezequiel; pero hay esta notable diferencia, que, mientras
el templo y sus prolijos detalles ocupan la parte principal de la visión
del Antiguo Testamento, no se ve ningún templo en absoluto en la
visión apocalíptica -- quizás por la razón
de que, donde todo es santo, ningún lugar es más santo que
otro, o porque la presencia de Dios se manifiesta plenamente, el lugar
entero se convierte en un gran templo.
Hay un punto, sin embargo, que merece atención
particular, porque sirve para identificar la ciudad llamada la nueva Jerusalén.
En Hebreos 11:10, encontramos la notable afirmación de que el patriarca
Abraham viajó como extranjero a la misma tierra que le había
sido prometida como posesión suya, y de que lo hizo porque tenía
fe en un cumplimiento mayor y más elevado de la promesa que cualquier
mera ciudad terrenal y humana pudiera haberle concedido. "Esperaba la
ciudad con fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios". ¿Qué
es esto, sino la misma ciudad descrita en Apocalipsis -- la ciudad que
tiene doce fundamentos, en los cuales están inscritos los
nombres de los doce apóstoles del Cordero; la ciudad que no ha sido
construida por manos humanas; "la ciudad del Dios viviente", la
Jerusalén
celestial? Esta es una prueba decisiva, primero, de que el escritor
de la epístola había leído Apocalipsis, y, segundo,
que reconocía la visión de la nueva Jerusalén como
representación del mundo celestial.
EPÍLOGO
Cap. 22:6-21.
"Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas. Y el Señor,
el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel,
para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto. ¡He
aquí, vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las palabras de
la profecía de este libro.
Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas. Y después
que las hube oído y visto, me postré para adorar a los pies
del ángel que me mostraba estas cosas. Pero él me dijo: Mira,
no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas,
y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios. Y me dijo:
No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo
está cerca. El que es injusto, sea injusto todavía; y el
que es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo, practique
la justicia todavía; y el que es santo, santifíquese todavía.
He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar
a cada uno según sea su obra. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio
y el fin, el primero y el último. Bienaventurados los que lavan
sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar
por las puertas de la ciudad. Mas los perros estarán fuera, y los
hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo
aquel que ama y hace mentira.
Yo Jesús he enviado mi ángel para daros
testimonio de estas cosas en las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje
de David; la estrella resplandeciente de la mañana. Y el Espíritu
y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga;
y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.
Yo testifico a todo aquel que oye las palabras de la profecía
de este libro: Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá
sobre él las plagas que están escritas en este libro. Y si
alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios
quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de
las cosas que están escritas en este libro.
El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente
vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús.
La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos
vosotros. Amén".
Este epílogo a la conclusión del libro corresponde
al prólogo al comienzo, y ejemplifica la estructura simétrica
de la composición. Todavía más notables son el énfasis
y la frecuencia con que es afirmado y reiterado el cercano cumplimiento
del contenido de la profecía. Siete veces se declara, de una u otra
forma, que todo está a punto de cumplirse. La afirmación
con la cual se inicia el libro se repite en esta conclusión, que
el ángel del Señor ha sido comisionado "para mostrar a sus
siervos las cosas que deben suceder pronto". El anuncio admonitorio
"He
aquí, vengo pronto" se hace tres veces en esta sección
del cierre. Al vidente se le ordena que no selle el libro de la profecía,
porque "el tiempo está cerca". Tan inminente es el fin, que
se indica que ahora es demasiado tarde para cualquier alteración
del estado del carácter de los hombres; deben continuar como están:
"El que es injusto, sea injusto todavía". La invocación dirigida
por los cuatro seres vivientes al esperado Hijo del hombre: "¡Ven!"
(cap. 6: 1,3,5,7) es repetida por el Espíritu y la Esposa; mientras
que a todos los que oyen se les invita a unirse al clamor; y finalmente,
la expresión del libro entero es el ferviente pronunciamiento de
la oración: "¡Amén! Ven, Señor Jesús".
Todas éstas son indicaciones, que no pueden ser malentendidas, de
que las predicciones contenidas en el Apocalipsis no habrían de
desarrollarse lentamente con el correr de las edades, sino que estaban
en vísperas de un cumplimiento casi instantáneo. La profecía
entera, de principio a fin, se relaciona con el futuro inmediato, con la
solitaria excepción de los seis versículos del capítulo
20:5-10. Diecinueve veinteavos del Apocalipsis, casi podemos decir noventa
y nueve centésimos, pertenecen, de acuerdo con su propia demostración,
a los mismos días que en ese momento eran presentes, los días
finales de la era judía. La venida del Señor es su gran tema:
con él se inicia, con él se cierra, y de principio a fin
este acontecimiento es contemplado como a punto de tener lugar. Por oscuro
o dudoso que sea cualquier otra cosa, por lo menos esta es clara y segura.
El intérprete que no capte ni mantenga firme este principio guiador
es incapaz de entender las palabras de esta profecía, e infaliblemente
se perderá y confundirá a otros en un laberinto de conjeturas
y vana especulación.
Así termina este libro maravilloso; tan prolijo
en su construcción, tan magnífico en su dicción, tan
misterioso en sus imágenes, tan glorioso en sus revelaciones. Más
que cualquier otro libro de la Biblia, ha estado sellado y cerrado para
la aprehensión inteligente de sus lectores, y esto principalmente
a causa del extraño descuido de sus propias y nada ambiguas instrucciones
para entenderlo correctamente. Herder, que contribuyó con su genio
poético antes que con sus facultades críticas a la dilucidación
del Apocalipsis, pregunta:
"¿Se envió una clave con
el libro, y esta clave se ha perdido? ¿Fue lanzada al mar en Patmos,
o al Meandro?"
"¡No!", contesta un crítico capaz y sagaz, Moses
Stuart, cuyos trabajos han hecho mucho para preparar el camino para una
verdadera interpretación:
"No se envió ninguna clave, y ninguna
se ha perdido. Los lectores primitivos - quiero decir, por supuesto, los
hombres inteligentes entre ellos - podían entender el libro; y,
si nosotros estuviésemos en su lugar por poco tiempo, podríamos
hacer a un lado todos los comentarios sobre él, y los romances teológicos
que han surgido de él, que han hecho su aparición desde el
tiempo del exilio de Juan hasta la actualidad". 1
Pero, quizás pueda darse una mejor respuesta. Sí
se envió la clave junto con el libro, y se le ha permitido permanecer
enmohecida y sin uso, mientras se ha probado, y probado en vano, toda clase
de llaves falsas y ganzúas hasta que los hombres han llegado a ver
el Apocalipsis como un enigma ininteligible, que sólo tiene el propósito
de desconcertar y confundir. La verdadera clave ha estado bien visible
todo el tiempo, y se ha llamado la atención de los hombres a ella
en alta voz casi en todas las páginas del libro. Esa clave es la
declaración, que se hace tan frecuentemente, de que todo está
a punto de cumplirse. Si los lectores originales eran competentes,
como arguye Stuart, para entender el Apocalipsis sin un intérprete,
sólo podía ser porque reconocían su relación
con los sucesos de sus propios días. Suponer que ellos podían
entender o sentir el más mínimo interés en un libro
que trataba de Concilios papales, una Reforma protestante, una Revolución
Francesa, y sucesos distantes en tierras extranjeras y épocas en
el lejano futuro sería una de las más extravagantes
fantasías que haya poseído un cerebro humano. De principio
a fin, el libro mismo da testimonio decisivo del inmediato cumplimiento
de sus predicciones. Se inicia con la expresa declaración de que
los sucesos a los cuales se refiere "deben suceder pronto", y termina con
la reiteración de la misma afirmación: "El Señor Dios
ha enviado su ángel para mostrar a sus siervos las cosas que deben
suceder pronto". "El tiempo está cerca".
La única y luminosa interpretación de la
visión del Apocalipsis ha sido proporcionada por los críticos
que han accedido a usar esta clave auténtica y divina para desentrañar
sus misterios. Sin embargo, es notable que muy pocos lo han hecho así,
consistentemente y en todo el libro, si es que ha habido alguno. Es sorprendente
y mortificante encontrar a un expositor como Moses Stuart que, después
de proceder con valor y éxito de cierta manera, de repente titubea,
deja caer la clave que había rendido tan buen servicio, y luego
trastabilla hacia adelante, a ciegas e indefenso, tanteando y adivinando
a través de la niebla egipcia que le rodea. Y, sin embargo, ningún
otro teólogo de nuestro tiempo ha contribuido tanto a la verdadera
interpretación del Apocalipsis. Por medio de su memorable comentario,
ha puesto a todos los estudiosos de este libro maravilloso bajo la más
grande obligación, y ha conferido un beneficio duradero a toda la
iglesia de Cristo. Desafortunadamente, al dejar de mantener hasta el final
y consistentemente sus propios principios, perdió el honor de conducir
a sus seguidores a la tierra prometida de una verdadera exégesis.
En cuanto a la mayoría de los intérpretes,
apenas es posible concebir un descuido más absoluto y más
imprudente de las expresas y múltiples instrucciones contenidas
en el libro mismo que el que ellos han mostrado en sus arbitrarias especulaciones.
Nadie les acusará de perversión voluntaria; pero parece inexplicable
que eruditos y reverentes estudiosos de la revelación divina pasen
por alto o hagan a un lado las explícitas declaraciones del libro
mismo con respecto a su pronto y cercano cumplimiento; que, a pesar de
estas claras afirmaciones en contrario, establezcan como axioma que el
Apocalipsis es un programa de historia civil y eclesiástica para
el fin del tiempo; y que, desafiando todas las leyes gramaticales, procedan
a inventar un método antinatural de interpretación, según
el cual "cercano" se convierte en "distante", "pronto"
significa "siglos de aquí en adelante", y "cerca"
significa "lejos". Todo esto parece increíble, pero es verdad.
El lenguaje sirve sólo para conducir a error, las palabras no tienen
ningún significado, y la interpretación no tiene ninguna
ley, si las expresas y repetidas afirmaciones del Apocalipsis no enseñan
claramente el pronto y casi inmediato cumplimiento de sus predicciones.
Debió habérseles ocurrido a los intérpretes
del Apocalipsis que era una presunción abrumadoramente prioritaria
contra su método el hecho de que éste requiriese un inmenso
aparato crítico, una vasta cantidad de información histórica,
el transcurrir de muchos siglos, y "algo así como una vena profética",
para producir una exposición satisfactoria aún para sí
mismos. No es fácil ver qué valor tendría tal "revelación"
para los primitivos creyentes, que con corazones temblorosos obedecían
el mandato que les enviaba a la desconcertante tarea de estudiar sus páginas.
Ni es de mucho mayor valor para la masa de modernos lectores, que deben
tener una gran facultad crítica para poder discernir lo adecuado
y lo verdadero de la interpretación ofrecida, y decidir entre interpretaciones
conflictivas. No es de extrañar que, ocupando una posición
tan falsa, los defensores de la divina revelación quedasen expuestos
a los ataques de escépticos como Strauss y "la destructora escuela
de la crítica" y que, refugiándose en una interpretación
antinatural, pusiesen en peligro la ciudadela misma de la fe. Debe reconocerse
que una culpable negligencia de "los dichos verdaderos de Dios" por parte
de expositores cristianos le ha dado con frecuencia ventaja a los enemigos
de la revelación, ventaja que no han tardado en aprovechar.
Sin indebida presunción, puede afirmarse, en favor
del esquema de interpretación defendido en estas páginas,
que está marcado por la extrema sencillez, la concordancia con los
hechos históricos, y la exacta correspondencia con los símbolos.
No hay ninguna violación de la Escritura, ninguna perversión
ni ningún acomodo de la historia, ninguna manipulación de
los hechos. El único aparato crítico indispensable es Josefo
y la gramática griega. El principio guiador y gobernador es una
deferencia implícita e inquebrantable a las enseñanzas del
libro mismo. Los datos apocalípticos han sido los únicos
hitos considerados, y se ha creído que no han sido insuficientes.
Suponer que no se han cometido errores sería absurdo; pero subsiguientes
viajeros de la misma ruta pronto corregirán lo que se demuestre
que está errado, y confirmarán lo que se demuestre que es
correcto.
Ha sido el propósito del autor demostrar que el
Apocalipsis es en realidad la reproducción y la expansión,
en imágenes simbólicas adaptadas a la naturaleza de una visión,
del discurso profético que nuestro Señor pronunció
en el Monte de los Olivos. Aquel discurso, como hemos visto, es una predicción
continua y homogénea de los sucesos que habrían de tener
lugar en relación con la parusía, la venida del Hijo del
hombre en su reino, un acontecimiento que Él declaró ocurriría
antes de que pasase la generación existente, y que algunos de los
discípulos vivirían para presenciar. De manera similar, el
Apocalipsis es una revelación de los acontecimientos que acompañarían
a la parusía, pero mucho más detallados, y mostrando mucho
más de la gloria y la felicidad de "el reino".
Hace dieciocho siglos, al contemplar el vidente la gloriosa
visión de la ciudad cuyos muros eran de jaspe, cuyas puertas eran
de perla, y cuyas calles eran de oro puro, se le aseguró una y otra
vez que "estas cosas deben suceder pronto", y que "el tiempo
está cerca". Estando en vísperas de la largamente
esperada parusía, escuchando las pisadas del Rey que venía,
sabiendo que "el fin del tiempo" debía ser inminente, y esperando
ansiosamente el "día del Señor", ¿cómo podía
ser sino que Juan y los otros discípulos creyeran estar a punto
de presenciar el cumplimiento de sus más caras esperanzas? ¿Cómo
podría ser de otra manera, cuando el Señor mismo, atestiguando
personalmente la certeza de su casi inmediato advenimiento, declaró
tres veces, en los términos más explícitos: "He aquí,
vengo en breve"; "He aquí, vengo presto"?
Por estas razones, así como por las enseñanzas
del Apocalipsis y el resto de las escrituras del Nuevo Testamento, llegamos
a la conclusión de que, en los días de Juan, la iglesia cristiana
entera creía universalmente que la parusía estaba cercana.
Era la promesa de Cristo, la predicación de los apóstoles,
la fe de la iglesia. También se nos enseña la importancia
de aquel gran acontecimiento. Marcó una nueva época en la
administración divina. Hasta que ese suceso tuvo lugar, la completa
bienaventuranza del estado celestial no se abrió para las almas
de los creyentes.
La epístola a los Hebreos enseña que, hasta
la llegada de la gran consumación, algo faltaba para la plena perfección
de los que habían "muerto en la fe". Lo mismo se enseña en
Apocalipsis. Hasta que la ciudad ramera fue juzgada y condenada, la "santa
ciudad" no fue preparada para morada de los santos. Se nos da a entender
también el final de la dispensación judía, la abrogación
de la economía legal, y la destrucción de la ciudad y el
templo de Jerusalén, indicando la disolución de la peculiar
relación entre Jehová y la nación de Israel. La nación
había rechazado a su Rey, y el Rey había juzgado a la nación;
y la misión mesiánica, tanto por miericordia como para juicio,
se cumplió entonces. El remanente fiel fue reunido al reino, o a
"la nueva Jerusalén", y toda la armazón y la cobertura del
judaísmo fueron hechas pedazos y destruidas para siempre. El reino
de Dios había venido, y Aquél que, por un período
tan largo, había dirigido su administración, y había
sido su Mediador y su Jefe, ahora que ha coronado el edificio renuncia
a su carácter oficial y "entrega el reino" en manos del Padre. Su
obra como Mesías está cumplida; ya no es más "ministro
de circuncisión"; lo local y lo limitado da lugar a lo universal,
"para que Dios sea todo en todos". Esto no significa que la relación
entre Cristo y la humanidad cesa, sino que su misión como Rey
de Israel se ha cumplido; la nación-pacto ya no existe;
ya no hay ni judíos ni gentiles, circuncisos ni incircuncisos; el
Israel de Dios es más amplio y mayor que el Israel según
la carne; la Jerusalén de arriba no es la madre de los judíos,
sino "la madre de todos nosotros".
Fue a plena vista de aquel glorioso día, que estaba
a punto de "abrir el reino de los cielos para todos los creyentes", que
el discípulo amado respondió al anuncio de su Señor
acerca de su pronta venida: "¡Amén! Ven, Señor Jesús".
1 Stuart sobre el Apocalipsis, secc. 12.
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