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LA PARUSÍA
O

La Segunda Venida de Nuestro
Señor Jesucristo

JAMES STUART RUSSELL
(1816-1895)

Tomado de The Preterist Archive


PARTE III

LA PARUSÍA EN EL APOCALIPSIS


LA SÉPTIMA VISIÓN

LA SANTA CIUDAD, O LA ESPOSA

Caps. 21; 22:1-5



Esta visión es la última de la serie, y completa el número místico de siete. Es el gran final de todo el drama, la consumación triunfal y el clímax de las visiones apocalípticas. Es la impresionante antítesis de la visión de la ciudad ramera; es la nueva Jerusalén, en contraste con la antigua; la novia, la esposa del Cordero, en contraste con la adúltera asquerosa e hinchada cuyo juicio ha pasado delante de nuestros ojos.

Puede que la estructura de la visión nos detenga por un momento. Es introducida por un prefacio o prólogo, que se extiende desde el primer versículo del cap. 21 hasta el octavo. En el noveno versículo, la visión de la esposa es iniciada de la misma manera que la visión de la ramera, por "uno de los siete ángeles, que tenía las siete copas, llenas de las siete últimas plagas", que invita al vidente a venir y contemplar a "la novia, la esposa del Cordero". La visión alcanza su clímax o catástrofe en el quinto versículo del cap. 22. El resto forma la conclusión, o el epílogo, no sólo de esta visión, sino del Apocalipsis mismo.

PRÓLOGO A LA VISIÓN

Cap. 21:1-8. "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda".
Aunque esta sección puede considerarse introductoria de la visión propiamente dicha descrita desde el versículo noveno en adelante, es en realidad parte integral de la representación, y cubre el mismo terreno que la descripción subsiguiente. Es como si el vidente, lleno del glorioso tema revelado a sus ojos, comenzase a contar sus maravillas y su esplendor antes de comenzar a explicar las circunstancias que le habían conducido a ser favorecido con la manifestación. El pasaje que ahora tenemos delante es en realidad un resumen o bosquejo de lo que se desarrolla con más detalles en la parte subsiguiente de ésta y los primeros cinco versículos del capítulo siguiente.

Ahora nos encontramos rodeados de un escenario tan novedoso y tan maravilloso que no es sorprendente que nos preguntemos dónde estamos. ¿Es en esta tierra, o en el cielo? Todas y cada una de las señales han desaparecido; lo viejo se ha desvanecido, y ha dado lugar a lo nuevo: hay un nuevo cielo por encima de nosotros; hay una nueva tierra debajo de nosotros. Deben existir nuevas condiciones de vida, pues "el mar ya no existía más". Es claro que aquí tenemos una representación en que el simbolismo es llevado a sus límites más extremos; y el que trate a estas espléndidas imágenes como a prosaicas literalidades es incapaz de comprenderlas. Pero los símbolos, aunque trascendentales, no carecen de significado. "Son ejemplo y sombra de las cosas celestiales", y toda la pompa y el esplendor de la tierra se emplean para presentar la belleza de la excelencia moral y espiritual.

Es imposible considerar este cuadro como representación de alguna condición social que se realizará en la tierra. Hay, seguramente, ciertas frases que al principio parecen implicar que la tierra es el escenario en que se manifiestan estas glorias; se dice que la santa ciudad "baja del cielo"; se dice que el tabernáculo de Dios está "con los hombres"; se dice que "los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella"; pero, por otra parte, todo el concepto y toda la descripción de la visión impiden suponer que es una escena terrenal. En primer lugar, pertenece a "las cosas que deben suceder pronto"; cae estrictamente dentro de los límites apocalípticos. No es, por tanto, una visión del futuro; pertenece al período llamado "fin del tiempo" tanto como la destrucción de Jerusalén; y tenemos que concebir esta renovación de todas las cosas -- este nuevo cielo y esta nueva tierra -- como contemporánea con, o que sucede inmediatamente a, el juicio de la gran ramera, de la cual es la contraparte o su antítesis.

Segundo, ¿cuál es la figura principal en esta representación visionaria? Es la santa ciudad, la nueva Jerusalén. Pero la nueva Jerusalén siempre está representada en las Escrituras como situada en el cielo, no en la tierra. Pablo habla de la Jerusalén de arriba, en contraste con la Jerusalén de abajo. ¿Cómo puede la Jerusalén de arriba pertenecer a la tierra? No puede haber ninguna duda razonable de que la ciudad representada aquí en colores tan brillantes es idéntica a aquélla a la que se refiere Heb. 12:22,23: "Os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos mllares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos". Está claro, pues, que la santa ciudad es la morada de los glorificados; la herencia de los santos en luz; las mansiones de la casa del Padre, preparadas para ser hogar de los bienaventurados.

Una vez más, esta conclusión queda certificada por la representación de ser la morada del Altísimo: "El Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero"; "el trono de Dios y del Cordero estará en ella"; "sus siervos le servirán, y verán su rostro". En realidad, esta visión de la santa ciudad es anticipada en la catástrofe de la visión de los sellos, donde los ciento cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de los hijos de Israel, y la gran multitud que nadie podía contar, se representan como disfrutando de la misma gloria y felicidad, en el mismo lugar y en las mismas circunstancias que en la visión que tenemos delante. Las dos escenas son idénticas; o diferentes aspectos de una y la misma gran consumación.

Concluimos, pues, que la visión establece la bienaventuranza y la gloria del estado celestial, en el cual se abrió el camino plenamente al "fin del tiempo", o sunteleia tou aiwnoz, como lo muestra la Epístola a los Hebreos.

DESCRIPCIÓN DE LA SANTA CIUDAD

Caps. 21:9-27; 22:1-5.

Habiendo llegado así a la conclusión de que aquí se quiere significar el estado celestial, no seremos culpables de la presunción y la estupidez de entrar en ninguna explicación detallada de los símbolos mismos. Hay una aparente confusión de las figuras con las cuales se representa la nueva Jerusalén, siendo descrita a veces como una ciudad, a veces como una esposa. La misma figura doble se emplea en la descripción de la ramera, o antigua Jerusalén, que es representada a veces como una mujer y a veces como una ciudad. En la séptima  visión, la figura de la desposada es dejada a un lado casi tan pronto como es introducida, y la totalidad del resto de la descripción se ocupa de los detalles de la arquitectura, la riqueza, el esplendor, y la gloria de la ciudad. Algunos de los rasgos se derivan evidentemente de la ciudad visionaria contemplada por Ezequiel; pero hay esta notable diferencia, que, mientras el templo y sus prolijos detalles ocupan la parte principal de la visión del Antiguo Testamento, no se ve ningún templo en absoluto en la visión apocalíptica -- quizás por la razón de que, donde todo es santo, ningún lugar es más santo que otro, o porque la presencia de Dios se manifiesta plenamente, el lugar entero se convierte en un gran templo.

Hay un punto, sin embargo, que merece atención particular, porque sirve para identificar la ciudad llamada la nueva Jerusalén. En Hebreos 11:10, encontramos la notable afirmación de que el patriarca Abraham viajó como extranjero a la misma tierra que le había sido prometida como posesión suya, y de que lo hizo porque tenía fe en un cumplimiento mayor y más elevado de la promesa que cualquier mera ciudad terrenal y humana pudiera haberle concedido. "Esperaba la ciudad con fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios". ¿Qué es esto, sino la misma ciudad descrita en Apocalipsis -- la ciudad que tiene doce fundamentos, en los cuales están inscritos los nombres de los doce apóstoles del Cordero; la ciudad que no ha sido construida por manos humanas; "la ciudad del Dios viviente", la Jerusalén celestial? Esta es una prueba decisiva, primero, de que el escritor de la epístola había leído Apocalipsis, y, segundo, que reconocía la visión de la nueva Jerusalén como representación del mundo celestial.

EPÍLOGO

Cap. 22:6-21. "Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas. Y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto. ¡He aquí, vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro.

Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas. Y después que las hube oído y visto, me postré para adorar a los pies del ángel que me mostraba estas cosas. Pero él me dijo: Mira, no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios. Y me dijo: No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca. El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo, practique la justicia todavía; y el que es santo, santifíquese todavía. He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último. Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas de la ciudad. Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace mentira.

Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David; la estrella resplandeciente de la mañana. Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.

Yo testifico a todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro: Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro. Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que están escritas en este libro.

El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús.

La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros. Amén".

Este epílogo a la conclusión del libro corresponde al prólogo al comienzo, y ejemplifica la estructura simétrica de la composición. Todavía más notables son el énfasis y la frecuencia con que es afirmado y reiterado el cercano cumplimiento del contenido de la profecía. Siete veces se declara, de una u otra forma, que todo está a punto de cumplirse. La afirmación con la cual se inicia el libro se repite en esta conclusión, que el ángel del Señor ha sido comisionado "para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto". El anuncio admonitorio "He aquí, vengo pronto" se hace tres veces en esta sección del cierre. Al vidente se le ordena que no selle el libro de la profecía, porque "el tiempo está cerca". Tan inminente es el fin, que se indica que ahora es demasiado tarde para cualquier alteración del estado del carácter de los hombres; deben continuar como están: "El que es injusto, sea injusto todavía". La invocación dirigida por los cuatro seres vivientes al esperado Hijo del hombre: "¡Ven!" (cap. 6: 1,3,5,7) es repetida por el Espíritu y la Esposa; mientras que a todos los que oyen se les invita a unirse al clamor; y finalmente, la expresión del libro entero es el ferviente pronunciamiento de la oración: "¡Amén! Ven, Señor Jesús". Todas éstas son indicaciones, que no pueden ser malentendidas, de que las predicciones contenidas en el Apocalipsis no habrían de desarrollarse lentamente con el correr de las edades, sino que estaban en vísperas de un cumplimiento casi instantáneo. La profecía entera, de principio a fin, se relaciona con el futuro inmediato, con la solitaria excepción de los seis versículos del capítulo 20:5-10. Diecinueve veinteavos del Apocalipsis, casi podemos decir noventa y nueve centésimos, pertenecen, de acuerdo con su propia demostración, a los mismos días que en ese momento eran presentes, los días finales de la era judía. La venida del Señor es su gran tema: con él se inicia, con él se cierra, y de principio a fin este acontecimiento es contemplado como a punto de tener lugar. Por oscuro o dudoso que sea cualquier otra cosa, por lo menos esta es clara y segura. El intérprete que no capte ni mantenga firme este principio guiador es incapaz de entender las palabras de esta profecía, e infaliblemente se perderá y confundirá a otros en un laberinto de conjeturas y vana especulación.

Así termina este libro maravilloso; tan prolijo en su construcción, tan magnífico en su dicción, tan misterioso en sus imágenes, tan glorioso en sus revelaciones. Más que cualquier otro libro de la Biblia, ha estado sellado y cerrado para la aprehensión inteligente de sus lectores, y esto principalmente a causa del extraño descuido de sus propias y nada ambiguas instrucciones para entenderlo correctamente. Herder, que contribuyó con su genio poético antes que con sus facultades críticas a la dilucidación del Apocalipsis, pregunta:

"¿Se envió una clave con el libro, y esta clave se ha perdido? ¿Fue lanzada al mar en Patmos, o al Meandro?"
"¡No!", contesta un crítico capaz y sagaz, Moses Stuart, cuyos trabajos han hecho mucho para preparar el camino para una verdadera interpretación:
"No se envió ninguna clave, y ninguna se ha perdido. Los lectores primitivos - quiero decir, por supuesto, los hombres inteligentes entre ellos - podían entender el libro; y, si nosotros estuviésemos en su lugar por poco tiempo, podríamos hacer a un lado todos los comentarios sobre él, y los romances teológicos que han surgido de él, que han hecho su aparición desde el tiempo del exilio de Juan hasta la actualidad". 1
Pero, quizás pueda darse una mejor respuesta. Sí se envió la clave junto con el libro, y se le ha permitido permanecer enmohecida y sin uso, mientras se ha probado, y probado en vano, toda clase de llaves falsas y ganzúas hasta que los hombres han llegado a ver el Apocalipsis como un enigma ininteligible, que sólo tiene el propósito de desconcertar y confundir. La verdadera clave ha estado bien visible todo el tiempo, y se ha llamado la atención de los hombres a ella en alta voz casi en todas las páginas del libro. Esa clave es la declaración, que se hace tan frecuentemente, de que todo está a punto de cumplirse. Si los lectores originales eran competentes, como arguye Stuart, para entender el Apocalipsis sin un intérprete, sólo podía ser porque reconocían su relación con los sucesos de sus propios días. Suponer que ellos podían entender o sentir el más mínimo interés en un libro que trataba de Concilios papales, una Reforma protestante, una Revolución Francesa, y sucesos distantes en tierras extranjeras y épocas en el lejano futuro  sería una de las más extravagantes fantasías que haya poseído un cerebro humano. De principio a fin, el libro mismo da testimonio decisivo del inmediato cumplimiento de sus predicciones. Se inicia con la expresa declaración de que los sucesos a los cuales se refiere "deben suceder pronto", y termina con la reiteración de la misma afirmación: "El Señor Dios ha enviado su ángel para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto". "El tiempo está cerca".

La única y luminosa interpretación de la visión del Apocalipsis ha sido proporcionada por los críticos que han accedido a usar esta clave auténtica y divina para desentrañar sus misterios. Sin embargo, es notable que muy pocos lo han hecho así, consistentemente y en todo el libro, si es que ha habido alguno. Es sorprendente y mortificante encontrar a un expositor como Moses Stuart que, después de proceder con valor y éxito de cierta manera, de repente titubea, deja caer la clave que había rendido tan buen servicio, y luego trastabilla hacia adelante, a ciegas e indefenso, tanteando y adivinando a través de la niebla egipcia que le rodea. Y, sin embargo, ningún otro teólogo de nuestro tiempo ha contribuido tanto a la verdadera interpretación del Apocalipsis. Por medio de su memorable comentario, ha puesto a todos los estudiosos de este libro maravilloso bajo la más grande obligación, y ha conferido un beneficio duradero a toda la iglesia de Cristo. Desafortunadamente, al dejar de mantener hasta el final y consistentemente sus propios principios, perdió el honor de conducir a sus seguidores a la tierra prometida de una verdadera exégesis.

En cuanto a la mayoría de los intérpretes, apenas es posible concebir un descuido más absoluto y más imprudente de las expresas y múltiples instrucciones contenidas en el libro mismo que el que ellos han mostrado en sus arbitrarias especulaciones. Nadie les acusará de perversión voluntaria; pero parece inexplicable que eruditos y reverentes estudiosos de la revelación divina pasen por alto o hagan a un lado las explícitas declaraciones del libro mismo con respecto a su pronto y cercano cumplimiento; que, a pesar de estas claras afirmaciones en contrario, establezcan como axioma que el Apocalipsis es un programa de historia civil y eclesiástica para el fin del tiempo; y que, desafiando todas las leyes gramaticales, procedan a inventar un método antinatural de interpretación, según el cual "cercano" se convierte en "distante", "pronto" significa "siglos de aquí en adelante", y "cerca" significa "lejos". Todo esto parece increíble, pero es verdad. El lenguaje sirve sólo para conducir a error, las palabras no tienen ningún significado, y la interpretación no tiene ninguna ley, si las expresas y repetidas afirmaciones del Apocalipsis no enseñan claramente el pronto y casi inmediato cumplimiento de sus predicciones.

Debió habérseles ocurrido a los intérpretes del Apocalipsis que era una presunción abrumadoramente prioritaria contra su método el hecho de que éste requiriese un inmenso aparato crítico, una vasta cantidad de información histórica, el transcurrir de muchos siglos, y "algo así como una vena profética", para producir una exposición satisfactoria aún para sí mismos. No es fácil ver qué valor tendría tal "revelación" para los primitivos creyentes, que con corazones temblorosos obedecían el mandato que les enviaba a la desconcertante tarea de estudiar sus páginas. Ni es de mucho mayor valor para la masa de modernos lectores, que deben tener una gran facultad crítica para poder discernir lo adecuado y lo verdadero de la interpretación ofrecida, y decidir entre interpretaciones conflictivas. No es de extrañar que, ocupando una posición tan falsa, los defensores de la divina revelación quedasen expuestos a los ataques de escépticos como Strauss y "la destructora escuela de la crítica" y que, refugiándose en una interpretación antinatural, pusiesen en peligro la ciudadela misma de la fe. Debe reconocerse que una culpable negligencia de "los dichos verdaderos de Dios" por parte de expositores cristianos le ha dado con frecuencia ventaja a los enemigos de la revelación, ventaja que no han tardado en aprovechar.

Sin indebida presunción, puede afirmarse, en favor del esquema de interpretación defendido en estas páginas, que está marcado por la extrema sencillez, la concordancia con los hechos históricos, y la exacta correspondencia con los símbolos. No hay ninguna violación de la Escritura, ninguna perversión ni ningún acomodo de la historia, ninguna manipulación de los hechos. El único aparato crítico indispensable es Josefo y la gramática griega. El principio guiador y gobernador es una deferencia implícita e inquebrantable a las enseñanzas del libro mismo. Los datos apocalípticos han sido los únicos hitos considerados, y se ha creído que no han sido insuficientes. Suponer que no se han cometido errores sería absurdo; pero subsiguientes viajeros de la misma ruta pronto corregirán lo que se demuestre que está errado, y confirmarán lo que se demuestre que es correcto.

Ha sido el propósito del autor demostrar que el Apocalipsis es en realidad la reproducción y la expansión, en imágenes simbólicas adaptadas a la naturaleza de una visión, del discurso profético que nuestro Señor pronunció en el Monte de los Olivos. Aquel discurso, como hemos visto, es una predicción continua y homogénea de los sucesos que habrían de tener lugar en relación con la parusía, la venida del Hijo del hombre en su reino, un acontecimiento que Él declaró ocurriría antes de que pasase la generación existente, y que algunos de los discípulos vivirían para presenciar. De manera similar, el Apocalipsis es una revelación de los acontecimientos que acompañarían a la parusía, pero mucho más detallados, y mostrando mucho más de la gloria y la felicidad de "el reino".

Hace dieciocho siglos, al contemplar el vidente la gloriosa visión de la ciudad cuyos muros eran de jaspe, cuyas puertas eran de perla, y cuyas calles eran de oro puro, se le aseguró una y otra vez que "estas cosas deben suceder pronto", y que "el tiempo está cerca". Estando en vísperas de la largamente esperada parusía, escuchando las pisadas del Rey que venía, sabiendo que "el fin del tiempo" debía ser inminente, y esperando ansiosamente el "día del Señor", ¿cómo podía ser sino que Juan y los otros discípulos creyeran estar a punto de presenciar el cumplimiento de sus más caras esperanzas? ¿Cómo podría ser de otra manera, cuando el Señor mismo, atestiguando personalmente la certeza de su casi inmediato advenimiento, declaró tres veces, en los términos más explícitos: "He aquí, vengo en breve"; "He aquí, vengo presto"?

Por estas razones, así como por las enseñanzas del Apocalipsis y el resto de las escrituras del Nuevo Testamento, llegamos a la conclusión de que, en los días de Juan, la iglesia cristiana entera creía universalmente que la parusía estaba cercana. Era la promesa de Cristo, la predicación de los apóstoles, la fe de la iglesia. También se nos enseña la importancia de aquel gran acontecimiento. Marcó una nueva época en la administración divina. Hasta que ese suceso tuvo lugar, la completa bienaventuranza del estado celestial no se abrió para las almas de los creyentes.

La epístola a los Hebreos enseña que, hasta la llegada de la gran consumación, algo faltaba para la plena perfección de los que habían "muerto en la fe". Lo mismo se enseña en Apocalipsis. Hasta que la ciudad ramera fue juzgada y condenada, la "santa ciudad" no fue preparada para morada de los santos. Se nos da a entender también el final de la dispensación judía, la abrogación de la economía legal, y la destrucción de la ciudad y el templo de Jerusalén, indicando la disolución de la peculiar relación entre Jehová y la nación de Israel. La nación había rechazado a su Rey, y el Rey había juzgado a la nación; y la misión mesiánica, tanto por miericordia como para juicio, se cumplió entonces. El remanente fiel fue reunido al reino, o a "la nueva Jerusalén", y toda la armazón y la cobertura del judaísmo fueron hechas pedazos y destruidas para siempre. El reino de Dios había venido, y Aquél que, por un período tan largo, había dirigido su administración, y había sido su Mediador y su Jefe, ahora que ha coronado el edificio renuncia a su carácter oficial y "entrega el reino" en manos del Padre. Su obra como Mesías está cumplida; ya no es más "ministro de circuncisión"; lo local y lo limitado da lugar a lo universal, "para que Dios sea todo en todos". Esto no significa que la relación entre Cristo y la humanidad cesa, sino que su misión como Rey de Israel se ha cumplido; la nación-pacto ya no existe; ya no hay ni judíos ni gentiles, circuncisos ni incircuncisos; el Israel de Dios es más amplio y mayor que el Israel según la carne; la Jerusalén de arriba no es la madre de los judíos, sino "la madre de todos nosotros".

Fue a plena vista de aquel glorioso día, que estaba a punto de "abrir el reino de los cielos para todos los creyentes", que el discípulo amado respondió al anuncio de su Señor acerca de su pronta venida: "¡Amén! Ven, Señor Jesús".

1 Stuart sobre el Apocalipsis, secc. 12. 

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