Apenas llegado diciembre, los emparrados patios porteños que ya empezaban a aromar a uva chinche solían animarse al ritmo inconfundible de las máquinas de coser. Telas viejas, retazos, iban enriqueciéndose amorosamente con lentejuelas y galones en una de las más tradicionales artesanías domésticas de la primera mitad del siglo en Buenos Aires: la costura casera del disfraz de carnaval. Da pena: la pasión carnavalera que ha revivido en los últimos años con la curiosa vigencia de las murgas, no ha podido sin embargo recuperar aquel otro fenómeno entrañable de los disfrazados.

Sin distinción de barrios ni de clases las mascaritas campeaban en las viejas carnestolendas. Con peineta de carey y antifaz de seda en los bailes del Club del Progreso, o con frac de arpillera en el corso de la embarrada Villa Crespo. Sobre carrozas como la de los Ortiz Basualdo que ostentaba por Palermo la apostura de sus soberbios caballos rusos guarnecidos de costosos arneses, o en la chata del carnaval guarango cargada con vecinos de un mismo conventillo, un barril de cerveza escanciada escandalosamente en una escupidera, chicos dormidos en brazos, y a falta de disfraces un saco puesto del revés, un sombrero desfigurado, y una barba tiznada con corcho quemado.

Nacida con el siglo, la costumbre del disfraz se mantuvo vigente hasta los '60. No es que antes no los hubiese, claro: desde los primeros corsos, en 1869, las máscaras fueron su distintivo sólo que uniformadas por el modelo que les imponían rondallas, orfeones, y candombes. Fue con el vendaval inmigratorio de principio de siglo que la farra desbordó todo orden institucional, la mascarita se independizó, y el disfraz pasó a ser un atributo de fenomenal creatividad individual, un orgullo familiar en el que las mujeres de la casa lucían su solvencia con el molde y la aguja. Ninguna de las versiones pret a porter que lanzaron oportunistas las tiendas tuvo éxito alguno. Ni Harrods, ni Gath y Chaves, ni Albion House, ni Casa La Mota (...donde se viste Carlota) pudieron imponer sus disfraces de confección. Si hay miseria que no se note parecía afirmar ese artesanato que a cambio de paciencia, trabajo, creatividad, y algunos pocos pesos, le daba a nuestra gente de entonces la forma de obtener su módico reconocimiento, y su oportunidad de estar en los medios. ¿Qué otra actividad de realización casera abriría la posibilidad de un premio? ¿De qué otra manera saldrían los chicos retratados en diarios y revistas?. Con resignación aguantaban estoicos los pibes los amontonamientos en la puerta de La Prensa, o Caras y Caretas para hacerse la toma capaz de salir publicada bajo aquel título insigne: Nuestros pequeños visitantes. La misma paciencia con que hacían la fila en los estudios más populares para sacarse esos retratos que los maestros fotógrafos colorearían primorosamente disimulando con retoque cualquier defecto, copiando con rigor el color de los trajes, agregando rubor a las mejillas de ese holandés o un lunar oportuno a la dama antigua. ¿Como testimoniar sino allá en el terruño el prodigio de costura, las costumbres, el crecimiento y la belleza de los chicos, engalanados y maquillados? Colas de una cuadra en Foto Bixio, o en Pascale, bajo el sol calcinante de febrero, ese que aseguraba con el resplandor de la primera tarde los mejores contrastes en la vidriada galería de pose del estudio.

Viejas fotos. Sólo eso queda de aquella magnífica pasión por el disfraz. De pierrot, sobretodo hasta los años ´20 en que las colectividades tomaron peso propio. De allí en más predominantes los baturros, toreros, y gaiteros asturianos, las majas, gitanas, y los vascos pelotaris con sus paletas en miniatura, y su versión lechera con los tarros también en escala. Napolitanas, Damas Venecianas, y Polichinelas que certificaban el amor a Italia. Ya en los ´30, con el apogeo del cine, cowboys y chaplines, Aviadores de blancos overoles y antiparras que aparecen un día con el auge aéreo. Holandesas, chinas, y rusas de sombrero de piel. Gauchitos coloreados implacablemente de celeste y blanco. Ya en los ´40 las rumberas y cariocas, y las odaliscas, y las aldeanas, y caperucitas que se vuelven moda de un año para el otro. La fantasía en los disfraces más extravagantes: de trompo, de cigarrillo, de lámpara eléctrica, y hasta de Edificio Kavanagh con sus ventanas y todo.

Viejas fotos de mascaritas. Solo eso quedó. Los que las amamos solemos capturarlas aquí y allá. Aparecen mezcladas con postales en el Mercado de las Pulgas; en El Rastro de Madrid; o en una librería de viejo de un pueblo de la Toscana. Fechadas en Buenos Aires, en San Martín, en Rosario. Atrás unas líneas ya casi ilegibles: "Cara mamma: le invio una fotografia del mio Cesarino. Veda come cresce bello e grasso. Ci manca tanto. Sua cara figlia. Renza". En la foto un pequeño soldadito garibaldino. Un sombrero emplumado, y una descolorida mirada melancólica.

Mauricio Kartum

"Te conozco mascarita", publicado en la Revista Viva, Diario Clarín, 20/2/2000






Agradecemos a Mauricio Kartum el habernos permitido incluir su artículo en esta muestra y les recomendamos que visiten su maravillosa exposición sobre fotografías del carnaval, ¡Mascarita!, en exhibición en la Fotogalería del Teatro San Martin (Av Corrientes 1530) desde el 16 de enero hasta el 4 de marzo de 2003.

Para mas datos: Teatro San Martín

 



 

 


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