UN VIAJE
EN TREN
Me
senté cómoda en el último asiento. El vagón estaba repleto y la señora sentada a
mi lado parecía muy amable. El tren comenzó su marcha y rápidamente ingresamos
en un túnel. La primera estación se veía luminosa, alegre, repleta de
adolescentes: pude reconocer la cara de mi hija entre ellos y me saludó con su
mano izquierda. Yo no entendía nada: ella se había quedado en casa, en Santa Fe,
¿Qué hacía allí? Pensé que me habría dormido y sería sólo un
sueño.
La señora me siguió hablando de sus hijos, nueras y
nietos. Apoyé la cabeza y miré hacia el campo oscuro por la noche de luna nueva.
Para mi sorpresa, en la siguiente estación estaba mi
padre, solo, fumando su habano. Sacó el pañuelo blanco y lo sacudió en señal de
despedida. Comencé a llorar: estaba vestido de negro con la corbata bordó de la
noche del accidente. Mis lágrimas ya eran visibles para mi compañera, no pude
explicarle que estaba saludando a un hombre muerto hacía quince años. Y se lo
veía allí, tan real, casi tangible.
Ya no me sorprendió lo que me esperaba en la tercera
estación: estaban mi madre, mi novio y la señora que cosió mi vestido de novia.
Se veían enojados mientras me hacían señas para que descendiera del tren. Era
inentendible, hace casi veinte años que esos tules
blancos me vistieron una noche. Cerré los párpados,
intenté dormir. El tren tomó velocidad, casi todos dormían pero mi compañera
tejía.
En la última estación vi a
mi abuela conversando con una niña junto a su máquina de coser: no me costó
reconocerme, con los moños azules que solía utilizar para recoger mi pelo. Ella
estaba joven, con su abundante cabello castaño y una sonrisa que la vida le
borró.
Cuando pensé que ese extraño viaje había terminado,
el tren arrancó de golpe.
En la última parada una joven bailaba en el andén con
ese latino moreno y robusto que fue mi padre. Cuando giraron, pude reconocer el
rostro jovencísimo de mi madre al son de “Inolvidable”, un bolero exquisito y la
niña que fui de pronto saltó del tren y los abrazó a
los dos.