Casa de la Memoria de Malvinas Argentinas

Recopilación de información referente a Campo de Mayo y sus CCD

(Recopilación realizada por el GRUPO JAURETCHE)

 

CCD "CAMPO DE MAYO" (LRD)

 Ubicación:  

Dentro de la Guarnición, cerca de la Plaza de Tiro, y las pistas del aeródromo y el campo de paracaidismo. Se accede al lugar por un camino que sale en forma perpendicular a la izquierda de la ruta que une por dentro de la Guarnición. 

Este camino comienza frente a la entrada del Polígono de Tiro y al finalizar se llega a un lugar en el que se ven numerosos árboles y una casita de construcción nueva, sobre la izquierda se observa el comienzo de una ruta de tierra que desemboca en el costado de las dependencias de Gendarmería Nacional. En el centro del lugar hay un camino de tierra bordeado de árboles. En ese sitio habrían sido ubicadas las tres construcciones utilizadas como centro clandestino de detención. Dichas construcciones, dos galpones de chapa y uno de material, fueron demolidas, encontrándose actualmente en el lugar restos de materiales, correspondientes a las edificaciones.  

En el procedimiento realizado por la CONADEP se pudo observar una depresión en el terreno de unos 40 cm, en el sitio donde según los testimoniantes se hallaba el Pabellón 1, de material. 

Desde el lugar se visualiza el frente de la Escuela de Artillería y la Escuela de Comunicaciones.

 

Descripción:  

Entrando por el camino mejorado, antes del portón de acceso, hay un puesto de guardia; siguiendo el camino, hacia el lado izquierdo, se encontraba la primera edificación por donde pasaban primero los detenidos al llegar al Campo, allí se encontraban dos salas de torturas, una de ellas bajo control del GT 2. Al lado, otra habitación hacía las veces de enfermería, utilizada normalmente para la atención de los prisioneros durante la tortura. En la misma construcción, se hallaba la oficina del jefe de Campo, otra sala de interrogatorios del GT 1, un comedor, un baño y una cocina para uso del personal. 

Hacia un costado de este edificio había un quincho con una cocina y más a la izquierda otro quincho. Otro edificio más atrás servía de dormitorio para el personal de Gendarmería, era una amplia habitación con un baño incluido. 

Testimonios sobre los CCD “El Campito o Los Tordos” y “La Casita” que funcionaban en Campo de Mayo 

A partir de testimonios y denuncias que eran concordantes en cuanto a descripción de lugares, ruidos característicos y planos que se fueron confeccionando del lugar, se realizaron dos procedimientos en la guarnición a través de los cuales pudieron constatarse dos lugares, que fueron reconocidos por los testigos: uno ubicado en la Plaza de Tiro, próximo al campo de paracaidismo y al aeródromo militar y el otro perteneciente a Inteligencia, ubicado sobre la ruta 8, frente a la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral. 

El primero fue el que albergó a mayor número de detenidos-desaparecidos y era conocido como el "Campito" o "Los Tordos". Se accede al mismo por un camino que comienza al costado de las dependencias de Gendarmería Nacional, que es de tierra, y por otro camino, actualmente asfaltado, que comienza frente al polígono de tiro en forma perpendicular a la izquierda de la ruta que por dentro de la guarnición une la ruta 8 con Don Torcuato. 

Los planos que se habían ido confeccionando con los datos de los liberados coincidían con la carta topográfica del lugar correspondiente al año 1975, que se obtuvo en el Instituto Geográfico Militar, en cuanto a la existencia de tres edificaciones grandes y un galpón, ninguno de los cuales existe actualmente, notándose que en el lugar correspondiente existen pequeñas depresiones en el terreno y durante el procedimiento los testigos reconocen también escombros pertenecientes a las antiguas construcciones y detalles en árboles y zonas de terreno. En el sitio los testigos ubicaron los lugares donde se encontraban los edificios y galpones que sirvieran de lugar de cautiverio, por lo cual tanto para la Comisión como para los testigos quedó suficientemente acreditado que ése era el lugar donde existió el C.C.D. 

Cuando los detenidos llegaban al "Campito" eran despojados de todos sus efectos personales y se les asignaba un número como única identidad, allí dentro pasaban a perder toda condición humana y estarían de ahí en más DESAPARECIDOS para el mundo. 

Javier Alvarez (Conadep Legajo N° 7332) recuerda: 

"Lo primero que me dicen es que me olvidara de quién era, que a partir de ese momento tendría un número con el cual me manejaría, que para mí el mundo terminaba allí". 

Beatriz Castiglioni (Conadep Legajo N° 6295) a su vez afirma: 

"Un sujeto nos dijo que estaban en guerra, que yo y mi marido estábamos en averiguación de antecedentes, que seríamos un número, qué estábamos ilegales y que nadie se enteraría de nuestro paradero por más que nuestros familiares nos buscaran". 

Después se los tiraba en alguno de los galpones donde permanecían encadenados, encapuchados y con prohibición de hablar y de moverse, sólo eran sacados para llevarlos a la sala de tortura, sita en uno de los edificios de material. 

Juan Carlos Scarpati (Legajo N° 2819) cuenta: 

"Cuando me detuvieron fui herido de nueve balazos. Primero me llevaron a un lugar que llamaban -según supe después- "La Casita", que era una dependencia de Inteligencia. Luego de unas horas me llevaron al "Campito" donde permanecí sin más atención que la de una prisionera ginecóloga que me suministró suero y antibióticos en la "enfermería" ubicada en el mismo edificio donde se torturaba. En ese lugar no se escatimaba la tortura a terceras personas, e incluso la muerte para presionar a los detenidos y hacer que hablasen. La duración de la tortura dependía del convencimiento del interrogador, ya que el límite lo ponía la muerte, que para el prisionero significaba la liberación". 

La señora Iris Pereyra de Avellaneda (Conadep Legajo N° 6493 y 1639) declara: 

"Fui detenida junto con mi hijo Floreal, de 14 años, el 15 de abril de 1976. Buscaban a mi marido, pero como éste no estaba nos llevaron a nosotros dos a la Comisaría de Villa Martelli. Desde, allí me condujeron encapuchada a Campo de Mayo. Allí me colocaron en un galpón donde habla otras personas. En un momento escuché que uno de los secuestrados habla sido mordido por los perros que tenían allí. Otra noche escuché gritos desgarradores y luego el silencio. Al día siguiente los guardias comentaron que con uno de los obreros de Swift 'se les había ido la mano y había muerto'. Salí de ese campo con destino a la penitenciaría de Olmos. El cadáver de mi hijo apareció, junto con otros siete cuerpos, en las costas del Uruguay. Tenía las manos y los pies atados, estaba desnucado y mostraba signos de haber sufrido horribles torturas". 

El día 22 de abril de 1976 el Comando de Institutos Militares solicita por nota la puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional de Iris de Avellaneda, en dicha nota se especifica la dependencia en la que había estado detenida: el Comando de Institutos Militares. 

Hugo Ernesto Carballo (Legajo N° 6279) fue detenido en el Colegio Militar de la Nación, donde cumplía su servicio militar, el día 12 de agosto de 1976: 

"Primero me llevaron a la enfermería del Colegio, donde me vendaron y amordazaron. De allí me trasladaron en un carrier a un centro de detención clandestino, donde me ubicaron en un galpón grande. Me encadenaron un solo pie porque el otro lo tenía enyesado. Había muchos detenidos ahí y continuamente se oían gritos, ladridos de perros y motores de helicópteros. Permanecí varios días 

en ese lugar hasta que me condujeron nuevamente al Colegio, junto con otros dos compañeros. Durante el trayecto fuimos golpeados hasta que llegamos y nos dejaron tirados en una habitación. Al rato llegaron varios oficiales, entre ellos el General Bignone, quien nos expresó que en la guerra sucia había inocentes que pagaban por culpables, y nos licenció hasta la baja. Durante mi cautiverio en Campo de Mayo fui interrogado en una habitación por un sujeto que se hacía llamar el 'doctor'. Al salir de ahí hicieron que un grupo de perros me atacase". 

Beatriz Castiglione de Covarrubias, que fue detenida junto con su esposo, y estaba embarazada de 8 meses, refiere: 

"A mi esposo lo llevaron a un galpón grande. A mí me llevaron primero a un galpón chico donde había otra gente y luego a una habitación de otro edificio. Ahí también había más detenidos. Cuando me interrogaban me amenazaban diciéndome que tenían todo el tiempo por delante y que luego de tener el chico 'me iban a reventar. El 3 de mayo de 1977 nos comunicaron que nos iban a liberar. Nos pidieron disculpas porque se habían equivocado. En el viaje nos dijeron que si contábamos algo de lo que había pasado nos buscarían de vuelta y 'nos reventarían' luego de lo cual nos dejaron en la Zona de Tigre". 

Serafín Barreira (Legajo N° 5462) estuvo detenido en "El Campito" en la misma época, junto con su esposa, que también estaba embarazada y recuerda: 

"...en el lugar, al cual entramos por la puerta 4, había mucha gente que venia de distintos centros clandestinos del país. Mientras estuve hubo dos partos en otro galpón de material cercano. A los niños nacidos se los llevaban enseguida". 

Hasta mediados de 1977 los partos se efectuaban en los galpones: en esa fecha Scarpati relata que vino al lugar un médico de Campo de Mayo, quien opinó que en ese lugar no había condiciones mínimas para atender los partos, a partir de lo cual las parturientas eran llevadas al Hospital de Campo de Mayo donde se les hacía inducción y cesáreas en la época de término del embarazo. 

El C.C.D. estaba prácticamente dirigido por los "interrogadores" quienes eran los que tenían a su cargo las decisiones sobre tortura, liberación o traslado. La custodia la cubría personal de Gendarmería Nacional y el lugar estaba bajo dependencia del Comando de Institutos Militares. 

Este C.C.D. habla sido acondicionado para el mes de marzo de 1976 y, según declara ante la CONADEP un miembro del GT2 (Rodríguez, Oscar Edgardo, Legajo N° 717 1) se le encomendó la resolución de los problemas logísticos de instalación del campo a pedido del Jefe de Inteligencia de Institutos Militares, Coronel Ezequiel Verplaetsen, para asegurar una puesta en funcionamiento rápida y eficaz del C.C.D. 

El lugar constaba de tres edificios grandes de material, los baños y otras dependencias, todos de construcción antigua y 2 galpones de chapa. 

Esta Comisión, mediante el análisis de legajos, de los datos proporcionados por el Centro de Computación y la exhibición de fotografías a testigos, logró establecer la identidad de un buen número de personas de las cuales no se había tenido noticia alguna desde su desaparición y que en algún momento pasaron por los galpones de este C.C.D. 

Mediante estos testimonios y correlaciones, y los procedimientos realizados se llega a develar la operatoria de este C.C.D. pese a la destrucción de pruebas y rastros. 

Los detenidos que allí estuvieron cautivos, luego de un tiempo, eran trasladados hacia un destino desconocido, siendo cargados en camiones, los que en general se dirigían hacia una de las cabeceras de las pistas de aviación próximas al lugar. 

"Los traslados no se realizaban en días fijos y la angustia adquiría grados desconocidos para la mayoría de los detenidos. Se daba una rara mezcla de miedo y alivio ya que se temía y a la vez se deseaba el traslado ya que si por un lado significaba la muerte seguramente, por el otro el fin de la tortura y la angustia. Se sentía alivio por saber que todo eso se terminaba y miedo a la muerte, pero no era el miedo a cualquier muerte -ya que la mayoría la hubiera enfrentado con dignidad- sino esa muerte que era como morir sin desaparecer, o desaparecer sin morir. Una muerte en la que el que iba a morir no tenía ninguna participación: era como morir sin luchar, como morir estando muerto o como no morir nunca" (Conadep Legajo N° 2819). 

El otro lugar dentro de esta guarnición que sirvió como lugar de interrogatorio y de detención clandestino es el perteneciente a Inteligencia, conocido como "La Casita" o "Las Casitas", también fue reconocido por esta Comisión con testigos. 

Mario Luis Perretti (Conadep Legajo N° 3821) cuenta: 

"Me detuvieron el 7 de junio de 1977 a media cuadra de mi domicilio, en la localidad de San Miguel. Me llevan encapuchado a un lugar donde al bajarme me hacen subir una loma muy empinada, como de cemento, introduciéndome a un lugar que ellos llamaban "La Parrilla". Me amenazan con traer a mi esposa y a mi hijo. Recuerdo que cuatro o cinco días antes del 20 de junio escuchaba voces de mando para hacer marchar a soldados y tambores, y por la noche y los fines de semana oía que cerraban un camino de acceso, por el que durante el día se escuchaba pasar vehículos". 

Al efectuar la inspección ocular reconoce el terraplén existente en el lugar, como la loma de cemento que le hicieran subir al llegar. 

También hay denuncias que ubican otro CCD en la prisión militar existente en Campo de Mayo (Rodríguez, Aldo, Conadep Legajo 100; Pampani, Jorge, Conadep Legajo 4016). 

(Del testimonio del ex sargento Víctor Ibañez)

  

Un viaje de ida

 

"Mi primer viaje en el jeepón por los caminos internos de Campo de Mayo terminó en las cercanías de un lugar llamado 'Plaza de Tiro', una zona en la que habitualmente se realizaban maniobras militares. Cuando llegamos al campo me recibió un suboficial, que sin más trámites me llevó ante el jefe que estaba a cargo del lugar, un teniente coronel al que yo ya conocía, aunque él a mí no.  

"A medida que avanzábamos y nos internábamos más en las dependencias, me llamaba más la atención el estado rudimentario y casi salvaje de las instalaciones. No parecían militares. El jefe me recibió en la Sala de Situación, una construcción de esas viejas, de paredes rústicas en las que tenían colgados gráficos con los datos que iban juntando de la guerrilla. En ese lugar también funcionaban la radio y el comedor del personal. Enfrente estaba el quincho que luego sería usado como cocina, un monte de árboles grandes y, a un costado, se podían ver las tres puertas de acceso a las oficinas de los interrogadores.  

"Después de presentarme, el tipo me preguntó si sabía manejar. Ahí me dijeron que yo debía ocuparme cuatro veces por día de traer el racionamiento para toda la gente que estaba alojada ahí en un vehículo todo terreno, y que también tenía que cubrir uno de los turnos en los pabellones donde estaban encerrados los detenidos. 'Veinticuatro por 48. Veinticuatro horas bien despierto y 48 bien descansadito', me dijo.  

"El tipo era muy recto, bien severo, durísimo. Un tipo de esos que hablaban poco, estricto.  

"Antes de despedirme, me recomendó: 'Ande con mucho cuidado, no se acerque más de la cuenta a los presos, jamás entre armado a los pabellones, bajo ningún punto de vista hable con ellos porque será sancionado. Los únicos autorizados a hacerlo son los interrogadores'.  

"Después, un suboficial me llevó a recorrer el lugar. Me contó que hasta hacía unos años atrás, esos galpones los ocupaba el encargado rural de Campo de Mayo. Que el tipo era un 'forro', porque tenía criaderos y quinta, trabajaba el campo y toda la ganancia se la daba a los jefes del Comando. Hasta había un aserradero totalmente equipado; parece que con eso ganaba mucha plata. Lo dieron de baja peor que a mí cuando descubrieron que se hacía el distraído con lo que le sacaba al aserradero. Pero antes de irse se tuvo que poner con un montón de guita. Creo que ese hombre ya falleció.  

"La cuestión es que lo desalojaron y al poco tiempo mandaron a una compañía del Comando de Institutos Militares que en menos de una semana se encargó de montar el campo. Cuando yo llegué todavía se veían soldados despejando los galpones. Dando vueltas por ahí había chanchos, conejos, gallinas. En la quinta, que después se secó, crecían cebollas, papas, lechuga, soja, de todo.  

"Mientras me explicaba que esto era así y asá, el hombre que me mostraba por primera vez el campo me dijo que ya había más de 300 detenidos en los primeros galpones, y que los soldados que se veían trabajar estaban sacando las maquinarias del aserradero para tener más espacio disponible".

 

Una hora más para Lucas

 

"Al rato conocí al tal Lucas que habían mencionado en el jeep. Empezó mi primer día en el campo. Lucas era un prisionero que un grupo de hombres dejó de golpear recién cuando estuvimos a unos pocos pasos de ellos. Ahí se dieron cuenta de nuestra presencia, se acercaron y se hicieron las presentaciones del caso. Yo era recién llegado y todos tenían que conocerme. Después me pidieron que vigilara a Lucas mientras ellos se tomaban un descanso. Yo miré al pobre tipo, que no se podía ni mover; estaba tirado en el suelo, contra unos alambres en los fondos del campo, un sector donde se amontonaban bolsas, herramientas viejas y la leña para la caldera. "Cuando los demás se fueron, me acerqué para mirarlo. Mi primera reacción fue intentar ayudarlo a levantarse. No le pregunté si necesitaba algo. Estaba hecho bolsa, pero todavía resistía. Aunque no pude verle la cara porque estaba encapuchado -todos los detenidos estaban siempre encapuchados y fueron pocas las caras que pude ver-, se notaba que era un muchacho joven. El pobre no podía ni moverse, se estaba muriendo.  

"A la hora, más o menos, volvieron los de la patota. Uno de ellos me dijo al pasar que este Lucas no era ningún nene de pecho, que tenía un grado de teniente o algo así en la organización Montoneros, porque ellos también tenían grados, jerarquías. 'Es un pesado', me dijo el tipo.  

"Mientras tanto, otro del grupo ya le estaba preguntando a Lucas: '¿No te moriste todavía?' El le respondió con un hilo de voz: 'Todavía no', y pidió una hora más para morirse solo. 'No me peguen más', le dijo. 'Ya te dimos una hora y no te moriste', le contestaron los otros. 'En una hora más me muero solo, se los prometo. Ya no me peguen más', insistió Lucas. Me pregunté si sería verdad lo que estaba pasando.  

"La hora que Lucas pidió se la respetaron, pero la siguiente no. Lo mataron a golpes. Yo estaba a unos pocos metros de ellos, observándolos hasta que el hombre quedó muerto. Vi fallecidos, pero nunca había presenciado la muerte de una persona, mucho menos así. No tenía previsto ver cómo lo mataban. Ese fue mi bautismo de fuego, por decirlo de algún modo. Todavía no sabía lo que me iba a deparar el destino dentro de la fuerza.  

"La patota no necesitó tomarle el pulso para comprobar que estaba muerto, ellos ya sabían. Me dijeron que fuera a buscar una sierra para cortar las esposas que Lucas tenía puestas. Había que sacárselas y no encontraban las llaves. Después supe que las esposas dejaban colgando los brazos de los prisioneros muertos y esto dificultaba el traslado del cuerpo cuando el cadáver se ponía rígido. Lo que se hacía en esos casos era atarlos con alambre como si fueran matambres para sostener brazos y piernas. Se las tenían todas pensadas. Hay que ser muy malvado para planificar esas cosas, ¿no?  

"Me costó trabajo sacarle las esposas. Se ve que hacía mucho tiempo que las llevaba puestas. Estaban tan ajustadas que se le habían metido en la carne de las muñecas, que estaban oscuras, como gangrenadas. Me impresioné mucho; me transpiraban tanto las manos que me costaba manejar la sierra.  

"Por suerte, como yo no estaba práctico para la tarea, lo ataron otros. Sin embargo, igual tuve que tocar el cuerpo cuando lo llevamos a otro lugar. Creo que ahí juré que nunca más iba a tocar un cadáver, cosa que no fue así; después tuve que tocar muchos otros.  

Al día siguiente, se llevaron a lo que quedaba de Lucas hasta la pista aérea de Campo de Mayo, donde lo cargaron en un helicóptero para después tirarlo al mar. De todo esto yo me enteré a medida que pasó el tiempo".  

Capuchas en la penumbra

 

"Al rato me vinieron a buscar para llevarme a conocer el pabellón al que me habían asignado como celador y me explicaron en qué consistía mi tarea: debía ocuparme del racionamiento, llevar a los detenidos a las letrinas y ocuparme del baño semanal.  

"Cuando entré al lugar, lo primero que me golpeó fue la imagen de toda esa gente así, encerrada ahí adentro. Los colchones, tirados sobre el piso de baldosas rojas, con las cabeceras apoyadas contra las paredes. Uno al lado del otro, en una hilera que daba toda la vuelta a lo largo del galpón. Todas las ventanas estaban tapadas con mantas verdes que no dejaban entrar la luz del sol. Las lámparas estaban siempre encendidas, nunca se sabía cuándo era de día y cuándo de noche (1). Arriba de cada uno de esos colchones de lana viejos, de contín rayado, estaban sentados los detenidos. Encapuchados, con las manos atadas por delante con una soga y en absoluto silencio.  

"Era uno de los mejores pabellones. Antiguamente había sido el dormitorio de los soldados, la cuadra. No era muy grande, pero lindo. Estaba dividido por una pared de lado a lado, que tenía un agujero en el medio, a la que después le agregaron una lona. En el sector más grande, con capacidad para unos cincuenta detenidos, estaban los hombres. En el más chico habría unas quince mujeres. Recuerdo que durante las épocas más bravas se llegó a poner hasta tres personas por colchón. Era el único pabellón mixto y me lo asignaron porque sabían que yo era educadito, más delicado en comparación con las otras bestias destinadas a ese lugar.  

"Las letrinas estaban afuera, sobre pozos que eran cavados por los propios detenidos. Tenían que trabajar con la capucha apenas abierta y sin levantar la vista del suelo. Los baños eran usados tanto por los hombres como por las mujeres. Las duchas eran mejores. Estaban dentro de la edificación y funcionaban con la caldera que se alimentaba a leña.  

"Los pabellones del campo estaban clasificados según el grado de peligrosidad de los detenidos. También dependía de la organización a la que perteneciera el preso, su grado de compromiso y otros motivos que yo no conozco. Eso dependía del interés de los interrogadores, que eran los que hacían la selección. Recuerdo uno jodido, el pabellón más chiquito. Tenía piso de tierra, techo de chapa clavada sobre maderas, todo cerrado. Era tremenda la humedad que había ahí adentro. Ahí metían a los más pesados".

 

Una jornada agitada

 

"Ese día, el primero, me explicaron un par de cosas más y me pusieron a trabajar. No me dieron descanso, y yo no lo pedí. Era una época intensa: todos los días mataban a uno de los nuestros. Yo creía que ellos eran realmente nuestro enemigo y que había que combatirlos.  

"Por lo caliente que estaban las cosas, los jefes nos advirtieron: 'Bajo ningún concepto se puede golpear a un prisionero'. De hecho, ninguno de mis compañeros de logística castigó a alguno de ellos. Yo sí, una vez, tiempo después. Maldigo el momento en que lancé esa patada a un ser indefenso, no me lo perdono.  

"Cerca del mediodía me entregaron el camión en el que cargué los tachos vacíos y me fui, acompañado por un soldado, hasta la cocina del Comando de Institutos Militares, donde presenté el parte de racionamiento que me había entregado, con su firma, el jefe del campo. Ahí figuraba el número de raciones necesarias; 20, 50, 80 raciones. No se mencionaba a 'El Campito' como destino; ponían 'Para el destacamento Los Tordos', tal como se denominaba a esa parte de Campo de Mayo. Tampoco decía que era para los detenidos: en el papel figuraba siempre 'Para vivac', como si se tratara de personal militar haciendo ejercicios o maniobras. Se trabajaba medio ocultamente, pero quien más quien menos, todos sabían lo que estaba pasando, hasta los soldados.  

"Con el tiempo, los conscriptos que me veían cargar todos los días las raciones se comportaban ante mi presencia como si yo fuera el mismo diablo. ¡Qué miedo me tenían esos chicos! Eran épocas difíciles, nadie decía ni preguntaba nada.  

"Volví con las raciones al campo y las repartí entre los cuatro pabellones. En uno de ellos, como te dije, estaban los presos más jodidos, de más cuidado. El celador que estaba a cargo me dijo: 'Por suerte a vos te mandaron con los perejiles'.  

"A la tarde, ya en el pabellón, me tocó llevar a un grupo de presos al baño. Había que ponerse en la puerta del galpón con un bastón de madera y preguntar quién tenía que hacer sus necesidades. Entonces los detenidos se iban levantando de sus colchones y armaban a tientas, en medio del pasillo, un trencito tomándose de la cintura del que tenían adelante. El primero de ellos se agarraba del bastón y así, con el celador al frente y ellos detrás, se recorrían unos cincuenta metros hasta llegar a las letrinas.  

"Por la noche, cuando pensé que ya me iba, recibí la orden de cubrir la guardia nocturna del pabellón. La verdad es que estaba tan cansado por todo lo que me había pasado ese día que me quedé dormido en una especie de silla, un banquito de plaza, al lado de la puerta de entrada que daba al patio. Tenía una radio portátil chiquita para escuchar música, aunque estaba prohibido. Tampoco había nada para tomar; después yo traje.  

"En medio de la noche entró el oficial de servicio. Me desperté al sentir el caño del fusil que se apoyaba en mi cabeza y el ruido que hace el arma cuando se carga la bala en la recámara. Medio dormido, escuché una voz que me dijo: 'Perdiste. ¿Soy o no soy?' Me corrió un frío por la espalda. Por el timbre de voz no era ninguno de mis compañeros haciéndome una joda. '¿Soy de los tuyos o soy el enemigo?', me preguntó la voz. No sabía qué pasaba. 'No jodas', le respondí cagado de miedo. Era un teniente. Después de cagarme a pedos me dio diez días de arresto por haberme descuidado durante la guardia. Obviamente ahí no corría el arresto como castigo porque vivíamos en una prisión; lo mismo era estar arrestado o no.  

"A las ocho de la mañana del día siguiente, me llegó el relevo. Lo único que yo quería era volverme rápido a casa. Le entregué la guardia a dos suboficiales que hasta ese momento no conocía y me subí al camión que me llevó de vuelta hasta la Puerta 4".

 

Rutina en la niebla

 

"Mi pase al campo fue motivo de algunos conflictos. En principio no me aceptaron porque decían que era demasiado joven: como te conté, en ese entonces yo tenía 24 años. Mi jefe, un teniente coronel a cargo de la Agrupación Comando y Servicios, cuando desde la comandancia le pidieron un hombre de Logística para un nuevo destino, dijo que lo único que tenía para ofrecerles era el cabo Ibañez. 'Es muy joven, no nos sirve', se quejaron. 'El cabo Ibañez o nada. No tengo a nadie más', les respondió mi jefe y ahí se plantó.  

"En el campo me tuvieron a prueba durante una semana y después ya no me querían largar más. Se ve que yo trabajaba bien. Cuidaba el vehículo, traía la comida a tiempo, me ocupaba de la caldera con la ayuda de dos o tres detenidos de confianza. Ellos iban tirando la leña y mantenían la caldera encendida mientras los demás prisioneros se iban bañando por grupos. A veces le pedíamos colaboración a los gendarmes, que mandaban un par de hombres, porque uno solo no podía manejar todo. Los muchachos de Gendarmería eran buenísimos con los presos; la verdad es que fueron los que mejor se portaron con ellos.  

"Siempre andábamos vestidos de civil; nada de uniformes. Todos debíamos tener un seudónimo, ahí no se llamaba a nadie por su propio nombre. A mí me bautizaron 'Petete', será porque era medio retacón y mofletudo.  

"Como te conté, yo tenía a mi cargo traer la comida, que consistía en cuatro raciones diarias: desayuno, almuerzo, merienda y cena. El oficial a cargo de la guardia era el que firmaba el parte con la cantidad de raciones necesarias, entre las que estaban las nuestras; porque todos comíamos lo mismo. A veces iba acompañado por alguno de los soldados que cuidaban a los perros, pero la mayoría de las veces me manejaba solo. Iba con el camión todo terreno hasta la cocina del Comando de Institutos Militares donde me entregaban los alimentos. No mencionaba que era para los detenidos, aunque todos lo sabían.  

"En el campo, los presos estaban organizados como en la colimba, con cuatro o cinco 'rancheros' que se ocupaban de distribuir la comida, con la capucha levantada hasta la mitad como para que pudieran ver por dónde caminar, entre los demás detenidos. Los platos eran los de tropa, esos de metal. Como único cubierto se les daba una cuchara y punto. Si había carne se la tenían que comer a los tirones, pero nada de cuchillos. También se traía un tacho grande del que se sacaba agua para llenar los jarritos de acero que les dábamos con cada comida.  

"Después los detenidos 'rancheros' juntaban todo y lavaban los platos en unos piletones con unas canillas empotradas en cemento que antiguamente habían funcionado como un bebedero para caballos. Ahí no sólo se lavaba, también se torturaba.  

"A los prisioneros más peligrosos los tenían en un pabellón donde los mantenían siempre con los brazos atados por la espalda y encadenados a una argolla amurada en la pared. Después estaba ese pabellón del que ya te hablé, uno chiquito, con piso de tierra. A esos presos los dejaban atados de pies y manos durante semanas enteras. Según me contaron, era para 'quebrarlos' (2) mental y moralmente. También hubo presos que no lo eran en realidad. Los ponían en los pabellones haciéndolos pasar como prisioneros para sacarles información a los otros, y de paso también se ocupaban de vigilarnos a nosotros.  

"Mi pabellón era el de los menos peligrosos. Los detenidos sólo estaban atados con una soga por delante, lo que les permitía mover los brazos y les dejaba las piernas libres como para poder pararse. Si alguno se sentía mal, acalambrado, yo lo autorizaba a que se parara, a que hiciera flexiones, los ejercicios que creyera convenientes. Pero siempre sin salirse de su lugar. Nadie les permitía eso. Yo sí, cuando no había quien me mirara.  

"Todos los prisioneros estaban permanentemente con la capucha puesta, apenas se la subían un poco para poder comer. Esas capuchas las habían hecho con un accesorio que viene con ese blusón verde de combate que te dan en el Ejército, una capucha que se aplica con botones al capón y se usa cuando hace frío o llueve. Como además tenían un cordón para ajustarlas a la cabeza, eran ideales para 'tabicar' a los prisioneros".

 

Los tabicados

 

"No recuerdo un número exacto, porque la población cambiaba todos los días, pero en mi pabellón habría un promedio de cincuenta personas, de las cuales unas diez o quince eran mujeres. La cantidad variaba según las épocas.  

"Me acuerdo que el primer día, cuando tomé el pabellón, me encontré con que tres de los colchones asignados a los detenidos estaban vacíos. Me dijeron que esos hombres estaban en el Grupo de Tareas de Inteligencia. Después me los trajeron, hechos bolsa. A los tres les habían estado 'dando' desde la mañana: picana, palo, picana.  

"A estos no les des ni una gota de agua', me dijeron los interrogadores antes de irse. Yo no sabía por qué, si formaba parte de la tortura o algo así. Parece que por el efecto de la electricidad, si tomaban agua, reventaban. Ellos me pedían, se ve que estaban deshidratados. Algo les produce, ¿no? Nunca supe qué les produce.  

"Cada tanto venían los interrogadores y me decían: 'Dame a Fulano'. Los prisioneros tenían puesta una camisa tipo grafa, verde oliva. En la espalda llevaban pintada una letra 'P' de color amarillo. Era una 'P' bien grandota, que significaba preso. También tenían asignado un número, que no estaba escrito; sólo lo sabían ellos y cualquiera de los que estábamos a cargo. Para identificarlos nos manejábamos con una lista y la ubicación en el pabellón.  

"En esa lista figuraba el nombre del detenido y el número que se le había dado, además del nombre de guerra. Si pertenecían a organizaciones tenían nombre de guerra, como Lucas, que no se llamaba así en realidad. Cuando los interrogadores me pedían a un detenido, me decían: 'Petete, mandame al 14'. Y me devolvían a otro que se habían llevado antes. A veces sacaban de a dos o tres juntos: 'Preparame al 20, el 24 y el 30'.  

"Prepararlos significaba hacerlos levantar de los colchones y llevarlos hasta la puerta del pabellón, donde eran recogidos por los interrogadores. Yo iba por ellos pero no los apuraba. Les daba su tiempo para que se levantaran, se arreglaran la ropa. Antes de irse les decía que dejaran tendido su colchoncito, como para que hicieran algo hasta que aparecieran los interrogadores para llevárselos. Si los prisioneros pedidos eran más de uno, se los hacía formar en trencito hasta la puerta de la sala, en la punta del galpón.  

"Las oficinas de los interrogadores no estaban a más de 60 o 70 metros del pabellón. Se llevaban a uno y me traían a otro que ya había sido interrogado, torturado. Los devolvían en un estado lamentable, hechos bolsa, pobrecitos. Así era todos los días.

 

"Después fue peor."

(1) Ibañez agrega: "Tiempo después, mientras estaba de turno en el pabellón y sin que nadie se diera cuenta, corría las frazadas que tapaban las ventanas para que entrara un poco la luz del sol. No sé para qué, si ellos estaban encapuchados y no la podían ver".

( 2) "Quebrarlos" significaba vencer la resistencia de los prisioneros que se negaban a dar información y a colaborar con los represores. Se utilizó todo tipo de torturas para lograr este objetivo.