LA
HEREJÍA DE LA IGLESIA DIVIDIDA *
Se lee lo siguiente en el
mensaje conjunto: «Sobre el rostro de la Iglesia, afeado por las arrugas y
las manchas de nuestras divisiones (Ef. 5, 27), hemos de fijar nuestra mirada de
cristianos con voluntad de conversión, porque también ése es rostro de
Cristo. ¿Es que habrá alguien que no se escandalice de esas arrugas y esas
manchas, es decir, de los llamativos dramas constituidos por nuestras divisiones
y nuestro seguir mirándonos con desconfianza? ¡Cuánto hay que trabajar para
recuperar plenamente los rasgos originarios de la Iglesia, armonizando las
diversidades legítimas y compatibles a fin de que no haya divisiones ni
desgarraduras, mucho más allá de nuestros limitados tratamientos cosméticos,
qué son provisionales y no resuelven nada en absoluto!».
Nos gustaría, ante todo,
aclararle las ideas a Monseñor Chiaretti, quien, salta a la vista, no se
acuerda ya de una verdad fundamental: la Iglesia no necesita recuperar ningún
“rasgo originario”, porque permanece por siempre tal cual la fundó
Cristo. Así es, en efecto: la Iglesia Católica no debería ser, sino que es,
una, santa, católica y apostólica. Pío XI condena a quienes «piensan que
la unidad de fe y de régimen [...] no ha existido nunca en el fondo
antes de ahora, y que sigue sin existir» (Pío XI, Mortalium
animos, 6/1/1928). León XIII dijo lo mismo al
afirmar que «la imagen y los rasgos» de la Iglesia se los imprimió el
Señor a ésta «a perpetuidad [ad perpetuitatem]», y que «entre
ellos la unidad es dignísima de especial consideración»(León
XIII, Satis
cognitum, 29/6/1896).
Conque no hay ningún trabajo
que hacer para recuperar «los rasgos originarios de la Iglesia»; nunca
se perdieron. Para un católico, lo que importa estriba más bien en purificarse
a fin de que dichos rasgos puedan reflejarse también en él. En cambio, cuantos
se separaron de la santa madre Iglesia deben volver a ella y prestar el
acatamiento de su inteligencia a las verdades de la fe tal y como ella las
propone. Cuando Monseñor Chiaretti habla de “nuestras divisiones”, ¿acaso
pretende insinuar que la Iglesia se manchó con una culpa al defender
valerosamente la integridad de la doctrina de la fe? ¿Son, pues, antiecuménicos
todos aquellos santos que sufrieron toda clase de trabajos, y aun la misma
muerte, por la fe católica?
De ahí la ridiculez de lo que
se afirma en el documento: «Pero el Espíritu Santo de Dios, que dio un
esplendor indecible de gloria al rostro crucificado de Éste, bien sabrá hallar
el camino de la recomposición de la armonía». El Espíritu Santo, puesto
que es Dios y, por ende, siempre es fiel a sí mismo, no hace sino empujar hacia
la Iglesia de Cristo, que es la Iglesia Católica, a los que están separados de
ella. A Monseñor Chiaretti y a los otros signatarios, en cambio, les gustaría
que el Espíritu Santo se pusiera a soplar en dirección a una iglesia “original”,
cuyos rasgos no existen ya, al decir de ellos (!).
Delirios ecuménicos
Estos desatinos continúan en el
comentario al texto de san Pablo elegido como título de la semana de oración
del año 2003: Un tesoro como en vasos de barro: «La unidad de
la Iglesia debe alcanzarse por conducto de la acción y del poder del Espíritu
Santo que actúa en nosotros, de suerte que todo paso hacia la unidad debe verse
como un acto de Dios que nos lleva cada vez más cerca de su reino».
Del pasaje
transcrito hemos de
inferir, ante todo, que la Iglesia no es “una” (sugerimos, por tanto, que se
“corrija” el Credo), visto que “la unidad de la Iglesia debe
alcanzarse”; en segundo lugar, que el Señor Jesús edificó al parecer, por
un lado, una Iglesia (que, entre otras cosas, se halla dividida, desgarrada,
etc.), y, por otro, un reino diferente de aquélla: el reino de Cristo no
coincide con la Iglesia Católica, según parece. León XIII afirma, por el
contrario, citando un texto de Optato de Milevo: «La verdadera Sión
espiritual es, pues, la Iglesia, en la cual Jesucristo ha sido constituido Rey
por Dios Padre...» (León
XIII, Satis
cognitum, 29/6/1896). En consecuencia, ¡lo que tiene que hacer Monseñor
Chiaretti es corregir a san Optato de Milevo y al Papa León XIII!
Más aún: «En las
condiciones precarias en que se hallan tanto los peregrinos cuanto los emigrantes,
las iglesias cristianas, reunidas ‘en el mismo espíritu de fe’, ofrecen sus
voces a los extranjeros y a los desheredados. Porque confesamos la misma fe es
por lo que hallamos palabras que decir». ¡Aquí se raya en el delirio! Se
nos hace saber, en efecto, que los católicos los protestantes, los ortodoxos,
igual que tienen, según parece, “el mismo espíritu de fe” (?!), confiesan
también la misma fe (!); a despecho de Pío XI, que afirmaba: «Todos
saben que el propio Juan, el apóstol de la caridad [...] prohibió
absolutamente cualquier relación con cuantos no profesaren íntegra e
inmaculada [integram incorruptamque] la doctrina de Cristo» (Pío XI, Mortalium
animos, 6/1/1928.),
nuestros “triunviros” ponen entre paréntesis las “nonadas doctrinales”
y, más caritativos que el apóstol de la caridad, no sólo se emplean en
redactar juntos documentos, declaraciones, etc., sino que llegan hasta a decir
que “confesamos idéntica fe” (!).
La siguiente declaración
confirma que, según parece, la fe verdadera e íntegra es superflua para la
unidad de los cristianos: «La unidad de todos los creyentes en Cristo se
hace visible cuando los cristianos asumen realmente sus deberes en el mundo en
el que están llamados a obrar». En suma, que basta, a lo que parece, un
“espíritu de fe” genérico para afirmar la unidad de la fe, la cual no
parece ser decisiva para la unidad de los cristianos, después de todo, visto
que éstos deberían limitarse a asumir sus propios deberes en el mundo. El
documento detalla luego de cabo a rabo cuáles son tales deberes; para
resumir, digamos que son los mismos que se contienen en la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre de la O.N.U., la cual, según
parece, tiene más importancia que la doctrina de la Iglesia. Preguntamos al
respecto: ¿Por ventura hay algún dogma que haya sido perdonado por tamaños
delirios?
Para acabar de manera memorable,
he aquí una plegaria propuesta para el octavario: «Que tu Espíritu infunda
nueva vida a tus iglesias en su peregrinaje hacia la unidad, y las ayude a
superar
las divisiones y a caminar en la justicia y en la paz». Parece, pues, que
el Espíritu debe dirigir a las “iglesias” (¡sic!), a la católica
inclusive, hacia una unidad situada fuera de ellas (!).
Lo que acabamos de presentar no
es el documento de un insignificante cura de aldea (que probablemente sería más orrtodoxo que muchos obispos). Se trata
de un documento oficial del presidente del Secretariado de la Conferencia
Episcopal Italiana para el Ecumenismo y el Diálogo. ¿Qué han hecho,
entretanto,
los que deberían ser los principales custodios de la fe (Ratzinger y Cía.)?
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