Con
fecha 15 de marzo, la Comisión Permanente del
Episcopado, hizo público el documento "Recordar el
pasado para construir sabiamente el presente"
[1],
elaborado con ocasión del trigésimo aniversario
del 24 de marzo de 1976 [2]. Se trata, como era
previsible, de un texto tan penoso cuanto
oportunista, tan apocado y a la par tan insidioso,
transido todo él de un espíritu heterodoxo, ya
por lo que afirma o por lo que omite, y sin otro
propósito inmediato que el de consumar la alianza
en curso con la gavilla erpiana-montoneril [3]
gobernante. Trátase, en síntesis, de una
manifestación injusta, nacida al socaire
de la cobardía dominante.
Según este documento, el mal enorme de ese 24 de
marzo, consiste en "el quiebre de nuestra
vida democrática", y consecuentemente, el
bien mayor al que se aspira es al de
"consolidar la democracia". Sin embargo,
la democracia es la corrupción de la República;
todos sus principios filosóficos entran en colisión
con la recta doctrina católica; toda su praxis
nacional e internacional evidencia su perversidad,
toda su eticidad se sustenta en la tiranía del
número.
Poco
mitiga tan fierísimo yerro el que los pastores conciliares
califiquen a la democracia anhelada de "estar
fundada en los valores de la verdad y la vida, la
justicia, la solidaridad, el amor y la paz".
Primero porque si en tan nobles valores pudiera
fundarse, ya no sería democracia sino una forma
pura de gobierno ordenada al bien común. La
naturaleza de la democracia es tan hostil a los
bienes aquí enunciados como afín a los males que
se le oponen. Y segundo, porque esta democracia
concreta y tangible, omnímodamente instalada -por
la que los prelados conciliares parecen dispuestos a cruzar
las únicas espadas de sus desarmados ministerios-
es toda ella un rotundo y continuo mentís a la
concordia, a la moral y al decoro de la patria.
Sin olvidarnos además, de que la tal democracia
vigente y triunfante ha sido obtenida como
consecuencia directa de nuestra derrota de
Malvinas. Triste aserto que no se cansaron de
proclamar los ingleses, desde Margaret Thatcher y
David Steel, hasta nativos fieles a la Corona Británica,
como Guido Di Tella, Raúl Alfonsín, Carlos Menem
y Domingo Cavallo. La medida de la legitimidad de
un gobierno, entonces, no puede otorgarla nunca su
condición democrática, y mucho menos cuando en
el tangible aquí y ahora de nuestra vida política,
la democracia se ha estabilizado al amparo de una
cruenta derrota nacional.
Desde el primer día de su
instalación el Proceso[3]
aseguró que su fin era
"una democracia moderna, eficiente y
estable", y que cumplió nomás con su
nefasto augurio, entregándole el poder al abogado
de Santucho, traicionando así la sangre de los
guerreros que habían combatido heroicamente al
marxismo. Si los pastores conciliares fueran veraces y
sensatos, éstos serían los motivos para no
silenciar lo sucedido hace treinta años.
Junto
con la irresponsable deificación de la democracia
-que a fuer de consecuente y de extrema lleva a
los Obispos conciliares a abjurar implícitamente de la reyecía
temporal de Jesucristo y del sentido monárquico
de la Iglesia- este comentado documento tiene un
segundo núcleo argumental. A saber, que el Golpe
de Estado de 1976 acarreó "enormes faltas
contra la vida y la dignidad humana". Es que
al mito democratista no podía sino serle anejo el
de los derechos humanos conculcados, junto a la fábula
de los desaparecidos. No están exentas las
Fuerzas Armadas de pecados mortales en la ejecución
de las acciones contra el marxismo. El principal y
más imperdonable de ellos, es el de haber
convertido una guerra justa, con protagonistas
heroicos y hechos paradigmáticos, en una guerra
sucia y moralmente indefendible, mientras Martínez
de Hoz[4]
aseguraba nuestra dependencia a la usura
internacional. Pero aludir "a las enormes
faltas contra la vida y la dignidad humana",
sin mencionar ni repudiar de un modo expreso la
conducta sicaria de la guerrilla y de sus ideólogos,
empezando por los de cuño eclesial y hasta
episcopal, es un olvido demasiado flagrante para
disculparlo. También lo es no aclarar debidamente
que dar muerte en batalla a un enemigo de Dios y
de la Patria, o capturarlo en consonancia con lo
dispuesto por la legalidad positiva entonces
vigente y pública, no es per se y necesariamente
un atentado contra la vida y la dignidad humana.
La muerte de un culpable, su detención y su
castigo durante el transcurso de una contienda legítima,
a manos de los titulares del uso de la fuerza pública,
no puede ser equiparada a la muerte o al maltrato
de un inocente, hechos aborrecibles para los
cuales la Iglesia ha acuñado tradicionalmente el
calificativo de "faltas contra la vida y la
dignidad humana". Distinciones necesarias que
aquí se callan, haciendo recaer todo el peso de
la brutalidad y de la ignominia en los soldados
argentinos, conforme a lo establecido por la
propaganda de las izquierdas.
Quieren
al fin los Obispos conciliares que "alejándonos
tanto de la impunidad que debilita", como
"de rencores y resentimientos que pueden
dividirnos", transitemos el camino hacia
"la reconciliación argentina". Objetivo
para cuya consecución, bien nos vendría, se
afirma, "una fructífera mirada del
pasado", asumiendo la historia "como
verdadera maestra de nuestra vida presente".
La única y escandalosa impunidad que hoy impera,
indigna y subleva, es la impunidad para los
agentes del terrorismo marxista, devenidos en
miembros de este poder político tiránico, hegemónicamente
instalado. La lenidad es toda de ellos, y desde
los múltiples podios que se la garantizan y
acrecientan, no hacen otra cosa que cultivar el
mismo odio que los llevó hace tres décadas al
crimen organizado. De rencores y resentimientos
son maestros habilísimos, y no pasa día sin que
expongan ante la sociedad el grado horrendo de
vindicta que son capaces de instrumentar. Pero no
hay para ellos admoniciones, reproches ni
condenas, sino visibles abrazos cardenalicios y
ternezas varias, como los prodigados con Aníbal
Fernández y el Canciller Taiana, prefiguración
obscena de los que mañana se intercambiarán con
el mismísimo Kirchner.
Estos Obispos conciliares que se conmueven ante lo
que llaman un "doloroso aniversario";
que no vacilan en canonizar a aquellos miembros apóstatas
de la Iglesia ligados activamente al marxismo
-sean los Angelelli, los Mujica, los palotinos
o
las monjas francesas- ;que no trepidan en
consentir la profanación de templos como el de
los pasionistas, a manos de las bandas rojas; que
no sancionan jamás a los visibles, múltiples e
insolentes aliados curiales de la praxis
revolucionaria; que callan ante el escándalo de
que la sede cordobesa de la UCA haya doctorado
honoris causa a la proterva Carlotto; estos
obispos, decimos con tristeza indescriptible, no
son capaces de proferir una sola palabra en
homenaje a los soldados argentinos que lidiaron
derechamente contra el comunismo. No son capaces
de homenajear a nuestros caídos, ni de consolar a
sus deudos, ni de confortar a los que han quedado
mutilados o a los que padecen arbitrarias
prisiones.
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