NICEA Y EL CONCILIO 
VATICANO II 
                                                                        Marcel de Corte
                                                                                           

   Resumen. - El siguiente artículo (publicado en el nº 215 de ITINÈRAIRES, julio-agosto de 1977), realiza el estudio en profundidad de la inolvidable declaración hecha por Pablo VI a Mons. Léfèbvre: "El segundo Concilio Vaticano no tiene menos autoridad y bajo ciertos aspectos hasta es aún más importante que el concilio de Nicea".

   Esta afirmación en nada concuerda con la realidad. Ante todo, con la realidad en cuanto tal. En efecto, Nicea presupone una filosofía realista del ser, es decir, cristiana; por el contrario, el Vaticano II, al igual que los discursos de Pablo VI cuando aborda los problemas de nuestra época, deja aflorar constantemente una filosofía de tipo inmanentista y subjetivista propia de la revolución producida en las mentalidades contemporáneas. En segundo lugar, con la realidad histórica. Mientras Nicea rechazó con energía la filosofía "moderna" de la época, el neoplatonismo de Plotino y de Arrio que pretendían interpretar el dogma en función de las combinaciones metafísicas del momento, el Vaticano II, bajo la conducción de Pablo VI, dio por resultado una "evolución conciliar" que admite formular la fe en un lenguaje que sirve de vehículo a una filosofía franca o secretamente hostil a los datos objetivos de la Revelación, y hostil también al realismo que presuponen las virtudes teologales.

   Un nuevo arrianismo se difunde por toda la Iglesia "conciliar". Esa es la causa profunda de su autodemolición.

   En la carta que dirigió a Mons, Léfèbvre el 29 de junio de 1976, Pablo VI declara perentoriamente: "El segundo Concilio Vaticano no tiene menos autoridad y (bajo ciertos aspectos) hasta es aún más importante que el de Nicea".

   "Afirmación increíble", agrega inmediatamente Mons. Léfèbvre(1). ¿Cómo un concilio que pretendió ser estrictamente pastoral -según palabras de Pablo VI y del cardenaal Felici, secretario de la asamblea- puede ser, bajo cualquier aspecto, "más importante" que un concilio dogmático que condenó la herejía de Arrio y proclamó el Símbolo de Nicea cuyos artículos de fe, necesarios para la salvación, hasta hace poco sabían de memoria todos los católicos? ¿El gobierno de la Iglesia y su orientación temporal no dependen estrictamente de las verdades sobrenaturales que todo fiel, por elevada que sea su posición, debe admitir en el pensamiento y trasladar a la acción para salvarse? Quien dice dependencia dice subordinación, y quien dice subordinación dice situación inferior.

   ¿Cómo pudo pronunciarse semejante afirmación tan extravagante y tan contraria al sentido común?

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   Para responder a ese interrogante no queda sino comparar la teología doctrinal de Nicea con la llamada teología pastoral del Vaticano II, así como sus respectivas consecuencias para la vida de la Iglesia.

   Pero eso no basta. En efecto: toda teología implica una filosofía. Ciencia de Dios, ciencia de la Revelación, ciencia de la Fe, ciencia de las supremas realidades a las que Jesucristo permitió acceder al espíritu humano, la teología presupone la filosofía, ciencia de lo real en toda su amplitud y universalidad. Claro está que la teología la sobrepasa, así como la construcción del edificio sobrepasa sus cimientos. Si se ignora qué es lo real nunca se llegará al conocimiento de las realidades sobrenaturales. Gratia naturam supponit. Ese conocimiento de lo real no es necesariamente erudito o técnico. Se basa en el sentido común, en esa facultad de distinguir el gato de la liebre que todo hombre posee -lo cual no quiere decir que siempre la ejerza- y de la cual no está exenta en absoluto la fe del carbonero.

   Ahora bien: lo real no es de verdad real si no existe independientemente de la mente que lo piensa. La verdad resulta del sometimiento y de la conformidad de la inteligencia a la realidad extramental. Cuando un factor proveniente del sujeto cognoscente se introduce en el objeto conocido, lo que conocemos de ese objeto ya no es su realidad en cuanto tal sino su realidad impregnada de cierta dosis de subjetividad, deformada por esa infiltración inmaterial y, en último término, esa "cosa distinta del objeto", a saber, el sujeto mismo, nuestro yo. Substituimos entonces lo real por una construcción de nuestra mente, hacemos depender lo real de nuestro arbitrio, afirmamos que lo real es lo que nosotros queremos que sea. El conocimiento que tenemos de lo real ya no es un acto de nuestro intelecto que se haya adaptado a él, sino un acto de nuestra voluntad que lo adapta a sus deseos, lo pliega a sus exigencias, lo somete a nuestros sentimientos y a nuestras opiniones personales. La definición que todo hombre de sentido común adopta espontáneamente se ve invertida: ya no es la conformidad del sujeto con el objeto sino el acuerdo y la coherencia del sujeto consigo mismo.

   ¿Cómo se ha efectuado esa inversión? Es muy sencillo: en razón de la compleja estructura de nuestra facultad humana de conocimiento. Nosotros no conocemos lo real directamente, por intuición, como los espíritus puros, los ángeles, o Dios. En primer lugar, lo conocemos sólo por el conocimiento sensible que de él tenemos. Luego lo conocemos por la idea que de él nos formamos y que obtenemos por abstracción de su presencia global. Por último, lo conocemos por nuestro juicio, que no puede considerar verdadera una idea a menos que la verifique nuevamente en la existencia sensible o mediante la demostración que combina entre sí varios juicios verdaderos para extraer otros también verdaderos. Nuestro conocimiento de Dios -el natural- no escapa a ese proceso. Parte de la existencia sensible del movimiento y vuelve a aclararlo al término de la demostración. El ejercicio de la facultad intelectual de conocer está condicionado en el hombre por la complementariedad irreductible del alma y del cuerpo que caracteriza a su naturaleza, así como por el laborioso es fuerzo al que, en consecuencia, se ve constreñida nuestra mente para elevarse al nivel de los diferentes grados de lo real, comenzando por el primero. Aquel que no se apoya en ese primer escalón asciende por una escalera imaginaria.

   Constituye una gran tentación adoptar una vía más rápida y saltear las obligadas etapas intermedias del conocimiento suprimiendo el acto de recurrir inicialmente al sentido y a la prueba de verificación del juicio y del raciocinio en la experiencia. La mente se coloca así frente a la sola idea que se hace de lo real sin servirse, ni antes ni después, de un pretendido conocimiento sensible al que quedaría subordinada. De ahí en adelante está sola ante sí misma y ante sus propias elaboraciones cu yo nexo vital con la realidad exterior se afina hasta desaparecer. Está libre, sin constricciones, sin dependencia de lo que pudiera llegarle desde el exterior. Es pura y simplemente su propia interioridad. Substituye la trascendencia del objeto por la inmanencia del sujeto.

   Desde los orígenes de la filosofía ya nos encontramos con ese subterfugio. Platón representa la tendencia a quemar etapas. Nada más cómodo para la mente que colocarse frente a las ideas que ella construye del universo. ¿Acaso no está entonces en presencia de sí misma? Y al no perder su espiritualidad translúcida bajo las presiones de la opaca materia sensible ¿no se capta directamente a sí misma en sus propias elaboraciones? Platón escapa al subjetivismo situando en otro mundo, el verdadero mundo inteligible, el mundo de las ideas que se ha forjado y evadiéndose hacia lo que podríamos llamar idealismo "objetivo", calcado del modo de conocer propio del artista y del artesano, que construyen sus obras imprimiendo en una materia dócil y obediente a sus deseos las ideas fácticas elaboradas en lo íntimo de su mente. La política, esa ciencia y ese arte tan arduo de lo contingente, de lo que puede ser o no ser, de lo que siempre está a merced del acontecer, ¿no se vuelve entonces cosa sencilla? Basta con trazar en el interior , de la mente el plano de la sociedad ideal, como hace el arquitecto con una casa, y proyectar el diseño, por persuasión o a la fuerza, en una materia humana maleable a voluntad, ya que es indeterminada, carente aún de la forma que la hará social.

   Aristóteles escogió los arduos caminos de la experiencia, de la abstracción, del juicio, de la demostración y de su continua apreciación en contacto con los datos inmediatos de la experiencia. Las ideas que nos vemos obligados a formarnos de las cosas en una de las etapas del conocimiento aquí ya no son un fin, un objeto, sino un medio, un término quo y no un término quod, como dirán los escolásticos con su lenguaje sucinto. La inteligencia elabora ideas, pero como las extrae del mundo sensible independiente de ella por el proceso de la abstracción y tanto por el juicio como por el razonamiento, afirma que corresponden a lo que es, cuya existencia innegable le revela la sensación. Ve y toca la realidad a través de un aparato lógico que le es propio, pero que en todo el curso de su funcionamiento está sujeto al control de las cosas que no le son propias.

   En resumen: para Platón todo conocimiento es conocimiento de sí; para Aristóteles todo conocimiento es conocimiento distinto de sí, de lo que no depende de sí en modo alguno. 

   Toda la historia de la filosofía es la historia de esas dos únicas corrientes: platonismo bajo -sus diversas formas, y aristotelismo; idealismo objetivo (o subjetivo propio de la época moderna) y realismo; actividad "poética" o constructora de un mundo ideal que, a semejanza de todo objeto fabricado por el hombre, de pende del hombre y a él retorna como a su fin, y actividad contemplativa que se abre a la irradiación de las realidades extramentales por medio de formas lógicas cuya necesidad le es impuesta por la naturaleza humana, que es un alma encarnada en un cuerpo. El materialismo puro no existe; como lo muestran sus orígenes, no es otra cosa que un avatar del idealismo: se construye una idea de la materia y en ella se encierra.

***

   Es menester recordar estos datos elementales de la filosofía para comprender el abismo que separa al Vaticano II, de Nicea.

   Nicea fue esencialmente un concilio doctrinal que puso fin a las infiltraciones masivas de filosofía neoplatónica en el conocimiento de la Revelación; como se sabe, a eso se llegó después de una lucha encarnizada que duró más de un siglo. El arrianismo que servía de vehículo a esa filosofía pareció largo tiempo vencedor y se difundió por casi toda la Cristiandad al punto de suscitar en San Jerónimo la célebre exclamación: Ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est, "el universo vio con estupor y dolor que se había vuelto arriano"(2). El concilio de Rimini celebrado en 359 eliminó del Credo niceno la palabra clave de la fe católica ortodoxa proclamada en Nicea en 325, el famoso consubstancial que opuso un obstáculo infranqueable a la invasión del arrianismo. El cristianismo se vio prácticamente reemplazado por una religión nueva que era su negación. Todas, o casi todas, las sedes apostólicas se ven entonces ocupadas por herejes y el propio Papa Líberio, arrastrado por la corriente, excomulga a Atanasio y se pasa a la subversión. Únicamente resisten con energía San Atanasio, San Hilario, San Epifanio y algunos otros, apoyados por el pueblo fiel, "que conservaba con celo notable la fe cató lica", qui catholicam fidem egregio studio ser vabat(3).

   El triunfo de los arrianos se debió a la filosofía neoplatónica que profesaban y que es la filosofía "moderna" de la época, aceptada por la mayor parte de la intelligentsia eclesiástica y compartida por las elites paganas. Esa filosofía centrada en un subjetivismo radical -pero camuflado entonces al igual que hoy, en que "el yo es odioso"- se adaptaba maravillosamente a las inteligencias, a las que la inexorable disolución de la sociedad antigua llevaba a replegarse sobre sí mismas y a fabricarse mentalmente un mundo ideal, el único verdadero, el único en que se podía vivir lejos del torbellino humano de la vida presente. "Escaparse fuera del mundo" es el tema dominante que recorre toda la filosofía de Plotino, "retirarse al santuario de la vida interior"(4), huir lejos del caos del mundo sensible, reencontrar en la paz y el silencio del "a solas con Dios"(5) su verdadera identidad: he ahí la sin gular tarea del alma aquí abajo, fundada sobre la certeza del principio de inmanencia: "Aquel que aprende a conocerse a sí mismo conoce a la vez de dónde procede"(6). Es importante remontarse aún más para evadirse de la enloquecedora multiplicidad del mundo sensible. En efecto: el conocimiento de si por si implica también dualidad: la de un sujeto y un objeto, es decir, de un sujeto que se convierte en objeto de sí mismo. Presupone también una alteridad que es necesario abolir para elevarse a la altura de Dios, del Uno inefable distinto de todo lo demás(7), solitario en su total y perfecta inmanencia, "el Mismo" de manera absoluta, sin ruptura entre un si que piensa y un sí que es pensado(8). Para llegar a eso no hay más que un solo camino:-"Suprime todo lo demás", sé únicamente tú mismo, inmanencia pura, y coincidirás con la Inmanencia, recobrando tu unidad en la Unidad Salvadora y tu yo idéntico en el Yo divino(9).

   Difícilmente se hallaría en la histórica del pensamiento filosófico y religioso un inmanentismo y un subjetivismo más acabados: "Ser consiste en pertenecerse a sí mismo y uno se pertenece a sí mismo cuando se vuelca sobre sí: esa dirección hacia sí mismo es la interioridad"(9 bis), es la inmanencia, es el sujeto que se toma por objeto de sí, pero que desdibuja dicha dualidad mediante una inmanencia au mentada en la cual se es uno con el Uno.

   Pero el sistema de Plotino no es sólo un sistema religioso enraizado en un inmanentismo integral; es también un sistema del mundo que divide el ser en tres estratos superpuestos unos a otros, el segundo posterior e inferior al primero, y el tercero al segundo. En el len guaje técnico de la época esas estratificaciones del ser se denominan hipóstasis.

   La primera es la Unidad sustancial, el Uno divino, la Unidad numérica abstracta, pura y simple, por encima de la cual no existe ningún número y de la cual derivan por vía de emanación todos los otros números. Esa Unidad suprema se halla aquí transportada, de su estado de abstracción matemática en la que está sólo en el pensamiento, a un estado de Ser existente más allá de toda existencia por un proceso de cosificación que la transmuta, de idea que era, en realidad.

   La segunda es la Inteligencia, también divina, pero que por derivar del Uno único no puede menos que ser su debilitamiento, su degradación. Es la mirada que emana del Uno y que el Uno dirige hacia sí, produciendo de ese modo el nacimiento del Dos; un sujeto pensante y un objeto pensado, un pensamiento y el conjunto de su contenido: todos los "Inteligibles", los objetos de pensamiento, una Díada según el vocabulario de la época. Abarca en su unidad derivada la multiplicidad de las Ideas, de los "Inteligibles" que puede tener y cuya unidad constituye en su unidad. Ese desdoblamiento en el seno de la inteligencia es lo que la diferencia del Uno y la sitúa por debajo de éste.

   La tercera es el Alma, también divina. Nace de la degradación de la segunda hipóstasis, de su estado espiritual superior a la materia. Reúne en su unidad también disminuida la multiplicidad de los seres sensibles de que se compone el universo y que constituyen el reflejo obscurecido de la luz que emana de los seres inteligibles del segundo grado.

   Esa es la Trinidad que Plotino coloca como eje de su especulación doctrinal. Se halla íntimamente ligada a la mística religiosa del pensador alejandrino. El alma individual de cada uno de nosotros, anclada en la materia, encerrada en esa "prisión" del cuerpo después de una "caída" que Plotino explica sólo por la "fascinación" que sobre ella ejerce el mundo sensible exterior a su ser, es la emanación del Alma universal; más allá de ésta, la Inteligencia; y por último, más allá de la Inteligencia, el Uno. Su destino es retornar al Uno pasando por las hipóstasis que constituyen "la realidad" y sumirse en el Uno del cual deriva.

   La estructura de "la realidad" responde adecuadamente a la estructura del yo. Es su ex tensión cósmica, su universalización. La "realidad" es el yo expandido en lo infinito del ser. Esa filosofía de la Trinidad no es más que la versión, en lenguaje "científico", del destino místico del alma humana, según Plotino. A su vez dicha filosofía lleva la impronta del mismo inmanentismo: las tres hipóstasis del mundo plotiniano no son sino abstracciones cosificadas, construcciones de la mente en lo íntimo de la mente, sin correspondencia con lo que el sentido común llama lo real. Esa obra de arte que queda inmanente en el pensamiento del artista y con la que éste reemplaza la realidad, es el punto en que desembocan las especulaciones relativas a las virtudes abstractas del Número que recorren el pensamiento iniciático de las sectas filosóficas y religiosas y que se dan en la intelligentsia griega desde Pitágoras hasta Platón. Se sabe que para Platón la teoría de las Ideas es inseparable de la teoría de los Números. Plotino la convierte en una metafísica y una mística cuyo común denominador lo constituye un riguroso inmanentismo: el pensamiento y lo "real" se identifican.

   Por lo tanto, no pensamos como Bréhier que "el sistema de las hipóstasis está todo él do minado por el sistema astronómico de la época que se impone a Plotino": la tierra (el Alma) en el centro del mundo, las esferas de los planetas (la Inteligencia) y la esfera de las estrellas fijas (el Uno)(10).   

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NOTAS

  • (1) Non. Conversaciones de José Hanu con Mons. Lefebvre, París, 1977, p. 219 (Edición castellana Sí y No, Iction, Buenos Aires, 1978, pág. 184). Ver el editorial de Jean Madiran en Itinéraires, nº 197 de nov. 1975: "Vatican II plus important que Nicée". (volver)

  • (2)  Adversus Luciferum, 19. (volver)

  • (3)  Sulpicio Severo, Chronic., II, 39 (volver)

  • (4) Enéadas, V, 1, 6. (volver)

  • (5) Ibíd. (volver)

  • (6) VI, 9, 7.   (volver)

  • (7) V, 4, 1.  (volver)

  • (8) VI, 8, 16: Mone en heautô. (volver)

  • (9) Cf. mi libro: Aristote et Plotin, París, 1938. (volver)

  • (9 bis) Enn., V, 9, 3.

  • (10) Emile Bréhier. La Philosophie de Plotin, parís, 1928, p. 38. (volver)