LOS PAPAS DEL VATICANO II
Padre Noël Barbara
Para juzgarlos no hay necesidad de ser especialista en algo. Ni siquiera es necesario poseer la fe católica. Basta con mirar lo que se hace y escuchar lo que se enseña en la Iglesia desde el acceso de Pablo VI al solio pontificio. a - Aceleración de la descomposición del mundo moderno Es el fenómeno más evidente engendrado por este concilio. Sin duda alguna, en el momento en que Juan XXIII convocó el concilio, se anunciaba una crisis sin precedentes y, por más que digan los partidarios del Vaticano II que no debe ser considerado como responsable de la descomposición actual de la sociedad, esta excusa no puede ser aceptada. Es evidente que el mundo estaba profundamente minado, pero los defensores a toda costa del Vaticano II no dicen que siempre haya sido así; los concilios anteriores se han reunido siempre a causa de las crisis que sacudían a la Iglesia y amenazaban con llevarse todo, para tomar las medidas necesarias que pusiesen un término a esta situación. Y no solamente han reabsorbido siempre las crisis que habían motivado su convocatoria, sino aún más, han manifestado siempre la vitalidad sobrenatural incomparable de la Iglesia. Para no hablar más que del concilio de Trento o del primer concilio Vaticano, ¡Cuántas órdenes religiosas se han fundado! En las órdenes religiosas que ya existían, ¡Cuántas saludables reformas! ¡Cuántos frutos de santidad han madurado en los dos cleros, secular y regular, y hasta entre los laicos de todos los ambientes! Y por los frutos de santidad traídos por todos los concilios, el pueblo cristiano reconocía que estas importantes reuniones eclesiales se habían celebrado verdaderamente bajo la dirección del Espíritu Santo, Espíritu de Jesús, Espíritu de Santidad. b - Autodestrucción de la Iglesia En el curso de la audiencia del 15 de julio de 1970, Pablo VI podía declarar: «un segundo aspecto que hoy mantiene la atención de todos, es la situación presente de la Iglesia comparada con la de antes del concilio… En muchos aspectos, hasta ahora, el concilio no nos ha dado la tranquilidad deseada, más bien ha suscitado alteraciones y problemas.» Esta declaración que fue hecha a poco menos de cinco años después del Vaticano II, por el testigo más autorizado de este concilio, era la confesión de un clamoroso fracaso. Desde este discurso: «La situación de la Iglesia comparada con la de antes del concilio» ¿habría mejorado? Después de 22 años de aggiornamento, ¿ha dado por fin el Vaticano II a la Iglesia la tranquilidad deseada, o bien ha agravado las alteraciones y los problemas que ha suscitado? Interroguemos a otro testigo al que la nueva iglesia no puede recusar, al cardenal Joseph Ratzinger. En su Entretien sur la foi —Informe sobre la fe— (1985) confiaba a Vittorio Messori: «Los Papas y los Padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y, al contrario, se ha ido hacia una disensión que —repitiendo las palabras de Pablo VI— parece haber pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo y con demasiada frecuencia se ha llegado, al contrario, al tedio y al desánimo. Se esperaba un salto hacia adelante y nos hemos encontrado al contrario, frente a un proceso evolutivo de decadencia, que se ha desarrollado en gran medida refiriéndose notoriamente a un pretendido «espíritu del Concilio» y que, de esta manera lo ha desacreditado cada vez más.» Diez años antes, ya había dicho: «Hay que afirmar bien alto que una reforma real de la Iglesia presupone un abandono sin equivoco de las vías erróneas cuyas consecuencias catastróficas son en adelante incontestables.» (p.30) Hablando de la crisis de los eclesiásticos, el cardenal declaraba: «bajo el choque del postconcilio, las grandes órdenes religiosas (es decir, precisamente las columnas tradicionales de la reforma siempre necesaria de la Iglesia) han vacilado, han sufrido grandes hemorragias, han visto reducirse las nuevas entradas a límites jamás alcanzados antes, y parecen todavía hoy, sacudidas por una crisis de identidad. (…) Frecuentemente son las órdenes tradicionalmente más «cultivadas», las mejor equipadas intelectualmente, las que han soportado la crisis más grave» (p. 61). La importancia de las hemorragias subrayada por el cardenal había sido ya denunciada por la publicación de una estadística oficial aparecida en el número de abril-mayo de 1978 de la revista Missi. La habíamos citado en nuestra Conférence romaine —Conferencia romana— la reproducimos ahora, pues es especialmente reveladora de los desastrosos resultados del Vaticano II. Los efectivos de 63 congregaciones de hombres, teniendo cada una más de 1000 miembros en 1962, habían sido contabilizados. Las cifras manifiestan una serie de hechos cuya absoluta convergencia es extraordinaria. Sin ninguna excepción, las congregaciones censadas estaban en crecimiento hasta 1964. 1964 marca un alto en el avance y es el comienzo, para todas, de una caída espectacular de los efectivos. De 1964 a 1967, los efectivos acusan una pérdida de:
A esta caída catastrófica de los efectivos en las congregaciones religiosas se añaden:
En resumen, se puede decir que para todo observador imparcial la obra del Vaticano II fue y permanece una obra de destrucción. Por lo demás Pablo VI ha tenido que forjar una frase para expresar lo que él mismo no podía dejar de constatar y ha hablado de la autodestrucción de la Iglesia. c - Causa inmediata de estos malos frutos o la loca empresa de los Padres conciliares Al contrario de todos los concilios que no habían intentado jamás reformar más que a los eclesiásticos, el concilio Vaticano II se ha atrevido a reformar la misma Iglesia. Nuestros lectores seguramente se acuerdan del aggiornamento o puesta al día de la Iglesia que fue el leit motiv, de Juan XXIII y de todos los Padres conciliares. La reforma emprendida entonces y llevada por Pablo VI a «toda marcha» ha sido tan profunda, tan radical, que los partidarios de este concilio han podido hablar de nuevo Pentecostés, haciendo ver que había habido en este concilio, «el mayor de la historia», «más importante que el de Nicea (Pablo VI)» en el curso del cual fue proclamada la divinidad de Cristo, una manifestación del Espíritu tan fuerte, tan «arrolladora», que sólo se puede comparar a la que se produjo en Jerusalén en el momento en que los Apóstoles «fueron llenos del Espíritu Santo» y donde nació la Iglesia. También en el curso de estas sesiones del Vaticano II había nacido una nueva institución, que para distinguirla de la institución anterior la han llamado «iglesia conciliar». Acabamos de hablar de reforma radical. La palabra no es demasiado fuerte. La realidad que expresa, son todos los cambios que los nuevos pontífices han impuesto en todos los órdenes. La razón de los cambios Para que nuestros lectores se den cuenta de la exactitud de esta afirmación, queremos llamar su atención sobre la profunda razón de todos estos cambios, que ha pasado inadvertida. A los ojos de los obispos y de los sacerdotes católicos lealmente vinculados a Roma, todos los trastornos qué vamos a recordar fueron vistos entonces como una concesión, acaso exagerada, casi peligrosa a los ojos de algunos, pero necesaria para apaciguar las reivindicaciones de los partidarios de la evolución ineluctable del mundo moderno. «La moda está en los cambios, decían los que temían deber comprometerse, ¡ya se les pasará!» La realidad era muy distinta. En una empresa humana, la reestructuración decidida por una nueva dirección siempre va precedida de la liquidación general del stock inadaptado a la nueva orientación. Así ha sido para el Vaticano II. El aggiornamento una vez decidido por los nuevos dirigentes de la Iglesia, imponía la liquidación general del pasado. Es importante comprender bien la razón de esto. No solamente todas esas antiguallas de la tradición ya no podían servir, sino que frenaban la renovación emprendida: los viejos odres del primer Pentecostés no podían contener el vino del nuevo. Todo lo que con su sabiduría milenaria había lentamente elaborado la Iglesia para expresar su fe, interpretar su oración, anunciar a Jesucristo, suscitar vocaciones, instruir a las naciones, todo debía ser liquidado, todo debía ser renovado. ¿Por qué razón? Porque ya nada se adaptaba a la concepción que los partidarios de la renovación tenían de la Iglesia, de su doctrina, de su misión y a la nueva orientación que habían decidido imponer a su obra. Ya lo hemos dicho, el espíritu que ha inspirado el aggiornamento del Vaticano II, ha sido presentado como «un nuevo Pentecostés» de donde ha salido una nueva Iglesia «la iglesia conciliar». Esta nueva iglesia ya no es la Iglesia de Cristo y de los Apóstoles. Entre las dos iglesias, la de antes, y la de después del Vaticano II, hay, en muchos puntos esenciales, oposición de contradicción. Para todos los fieles que se dan cuenta de ello, es evidente que el espíritu que ha hecho surgir esta nueva iglesia no puede ser el Espíritu de Jesús, pues este Espíritu que es Dios, no puede contradecirse. Demostrando que los cambios que han sido impuestos en todas las cosas lo han sido porque todas estaban inadaptadas a las novedades, demostraremos a la vez que los partidarios de la nueva iglesia con toda justicia, se han aferrado a llamarla iglesia conciliar, para distinguirla de la antigua institución. Mostraremos también que Pablo VI y todos los promotores de esta iglesia conciliar, se han separado a la vez de la Iglesia tradicional, consumando así un verdadero cisma. La gran liquidación 1 - Los dirigentes de la nueva iglesia han liquidado todo el «material» litúrgico. Los altares, los comulgatorios, los bancos de arrodillarse, los reclinatorios; todas las vestiduras sacerdotales, las de los obispos y las de los sacerdotes, las de los diáconos y las de todos los clérigos. Todos los misales, Misales de altar y de los fieles, tanto los de los pequeños, como los de los adolescentes, como los de los adultos. El ritual de todos los sacramentos. Si todo este material litúrgico ha sido cambiado, es que ya no podía expresar la oración de la Iglesia tal como la entendían los nuevos maestros. Cuando se sabe que por su oración oficial la Iglesia expresa su fe —lex orandi, lex credendi—, forzado es concluir que la fe de la nueva iglesia no es la de nuestro bautismo. 2 - Los hombres de la nueva iglesia han liquidado los manuales de enseñanza religiosa. Los catecismos para niños, los de los pequeños y los de los mayores, las obras de instrucción religiosa de los cursos de perseverancia, los manuales de los seminarios, de los escolasticados y de los noviciados, todos han sido liquidados y todos lo han sido por la misma razón, porque ninguno de ellos podía servir ya, estando todos inadaptados a la enseñanza de la doctrina en la óptica del Vaticano II. 3- Los eclesiásticos y religiosos se encontraron también ellos, «ineptos para anunciar a Jesucristo». No pudiendo liquidarlos tan fácilmente como a las cosas, los dirigentes de la nueva iglesia, más hábiles en la conducta de su aggiornamento que lo han sido los fieles en la defensa de su fe, se han dedicado a cambiar su mentalidad, su espíritu, dándole una nueva visión de las cosas. He aquí cómo: a - los religiosos y las religiosas. Su inadaptación provenía del espíritu propio de cada orden. Para modificarlo, bastaba con modificar en la nueva óptica las constituciones, las reglas y las costumbres que lo modelaban. Que no quedase por ello, entonces fue dada la orden, no por algún religioso de vanguardia, sino por la Congregación de Religiosos, que es el órgano del Papa, de llevar a cabo este cambio. Todas las congregaciones religiosas de hombres y de mujeres, tanto de órdenes activas, como de órdenes contemplativas, enseñantes y de caridad, todas han liquidado las constituciones, la reglas y las costumbres que habían recibido de sus santos fundadores y que la Iglesia de antes del concilio había aprobado. b - el clero secular. Su inadaptación era debida a la formación recibida en los antiguos seminarios. Para poner remedio a ello se imponía un reciclaje. Fueron creados centros especiales y todo el personal diocesano, párrocos, coadjutores, capellanes, profesores, Superiores de toda categoría, todos fueron reciclados y aquéllos que se mostraron rebeldes o simplemente reacios, fueron declarados «ineptos» para anunciar a Jesucristo y obligados a anticipar su jubilación. c - Los obispos incluso no fueron olvidados. Ellos a los que se consideraba, desde los orígenes de la Iglesia, como casados cada uno con su diócesis, a la cabeza de la cual cada uno debía permanecer y entregarse tan largo tiempo como le fuese dado, todos han sido heridos súbitamente por una limitación de edad arbitraria, que ha permitido a los innovadores renovar incluso a los sucesores de los Apóstoles, los obispos residenciales, y reemplazarlos por sacerdotes del partido. Además, para reducir a la impotencia a los que de entre ellos, estaban todavía vinculados a la visión tradicional de la antigua Iglesia y plenamente conscientes de sus responsabilidades de episcopi de «guardianes del depósito revelado», constituían un riesgo para frenar la renovación en su diócesis, los innovadores han inventado la colegialidad y por este medio, los sucesores de los apóstoles han sido castrados. d - Los cardenales. Para evitar que los más ancianos, trabajados por alguna «nostalgia del pasado» no fueran a hacer propaganda en un próximo cónclave a favor de algún candidato tradicional, la subversión decidió decapitarlos a los 80 años. Peor para ellos; lo que tenían que haber hecho era no haber vivido tanto tiempo. Después de todos estos cambios, exigidos, repitámoslo, por el espíritu del nuevo Pentecostés de donde ha salido la nueva iglesia del Vaticano II, ¿cómo se puede dudar honradamente del cambio profundo, radical, obrado por este concilio en la institución misma de la Iglesia? Cambio que manifiesta una tal ruptura con todo el pasado de la Iglesia, que sólo él, constituye el cisma verdadero que sus partidarios han consumado. |