LA CIENCIA CONTRA LA FE*
Por Raúl Leguizamón

  Comportamientos

   Pero los autores evolucionistas, que parecen no entender este planteamiento, insisten con las seme­janzas. Y puestos a buscarlas, algunos antropólo­gos se lanzaron a comparar patrones de compor­tamiento (que es, sin duda, tan "válido" como comparar huesos o moléculas).

   El asunto tiene sus antecedentes allá por la década de 1920, cuando un biólogo (Crookshank, darwinista por cierto) sugirió que los negros (no los nuestros, sino los de Africa) descendían del gorila porque se sientan en el suelo de la misma manera que lo hace este antropoide. ¿Qué tal el razonamiento, lector? Los mongoles, en cambio -y por la misma razón- descenderían del oran­gután.

   De más está decir que este argumento ya no es aceptado por los antropólogos; entre otras ra­zones, porque los negros y los mongoles ahora tienen sillas para sentarse.

   Pero no se crea, lector, que estas especulacio­nes pertenecen a la "prehistoria" de la antropolo­gía. En realidad, y digan lo que digan, la época de oro del darwinismo fueron aquellos dichosos años; no sólo porque no se tenía la menor idea de genética, biología molecular y todos estos maldi­tos adelantos científicos que han ido, poco a po­co, ahogando el vuelo imaginativo de los investi­gadores darwinistas, sino también porque en aquella época los darwinistas eran sinceros y te­nían agallas para decir lo que pensaban, le cua­drase a quien le cuadrase.

   Así, el biólogo Klaatch decía que los negros descendían del gorila, los mongoles del orangu­tán (coincidiendo en esto con Crookshank) y los caucásicos del chimpancé; como ve, lector, nada de “antecesor común".

   Es más, ioh hermosas épocas en que se exhi­bían -según el orden evolutivo- el cráneo de un gorila, luego el del Hombre de Neanderthal (que por esa época era considerado poco más que un mono erguido), luego el de un negro, luego el de un irlandés (!) y luego, de más está decirlo,... el de un inglés. La evolución llegaba así a la perfec­ción...

  Parece que todos los seres de los pueblos so­metidos al dominio colonial británico eran sub­hombres, comentaba con su habitual ironía el ya desaparecido antropólogo americano Loren Eise­ley.

   David Pilbeam, actual profesor de la Univer­sidad de Harvard, cree ver en la conducta de los chimpancés suficientes semejanzas con la del hombre, como para sugerir que estos primates son los seres más estrechamente relacionados con nosotros. Jeffrey Schwartz, profesor de la Universidad de Pittsburg, ve esas ventajas, en cambio, en el orangután.

   Mientras tanto, un oscuro personaje de la ciu­dad de Córdoba, Argentina, (si bien nada más que un diletante, y bastante desequilibrado, por cierto) cree ver notables semejanzas en el com­portamiento de muchos seres humanos con cier­tas especies de reptiles; las serpientes, sobre to­do.

El Lenguaje

   Relacionado con esto de la conducta, hay otra línea de investigación que, si bien no goza de muchos partidarios, hace algunos años suscitó gran entusiasmo entre los investigadores en este tema. Me refiero al problema del lenguaje, esa ca­pacidad maravillosa, única, exclusiva del ser hu­mano, de expresar su pensamiento en forma articulada y simbólica, que marca una distancia abismal entre él y los animales.

   Los pensadores (científicos y no científicos) de todas las épocas sensatas entendieron que había aquí un misterio inabordable, un prodigio sin precedentes, y se limitaron a aceptar el hecho que confirmaba, una vez más, que el hombre es un ser único en la naturaleza.

   Pero apareció la hipótesis dawinista, que trans­formó el mundo científico en la ciudadela de la estupidez y la ceguera (si hemos de tomar en se­rio lo que decía Bernard Shaw), y pronto no falta­ron los investigadores que, coherentes con la hipótesis, se dijeron: si descendemos de los monos y somos capaces de hablar, entonces los monos también deben tener esta capacidad, al menos en potencia. Luego, si nos tomamos el trabajo de en­señarles, ellos también serán capaces de hablar. 

   Y dicho y hecho. Se realizaron experimentos: Lana (una chimpancé), Washoe (un chimpancé), Koko (un gorila) y Sarah (chimpancé). 

   El más famoso fue el realizado por el matri­monio Lachman con Lana. Durante varios años, estos investigadores se encerraron diariamente en la jaula con Lana, tratando, con abnegado y fervoroso ahínco, de enseñarle las "primeras le­tras".

   Desconozco francamente si estos científicos aprendieron a gruñir correctamente; es cierto que, día a día, aumentaba su repertorio de gruñidos, pero ¿cómo podríamos saber si estos gruñi­dos, según los monos, eran correctos? Lo que sí se sabe es que Lana, a pesar de los esfuerzos, no logró articular ni una sola palabra. ¡Qué digo pa­labra!, ni siquiera alguna forma de comunicación simbólica que fuese más allá de una simple res­puesta condicionada, tales como las que se pue­den lograr en pájaros, ratas o gusanos, como sen­tenció categóricamente J.B. Skinner, el “capo" en estos temas.

   Ahora digo yo, ¿por qué estos investigadores, en vez de tratar tan esforzado como estérilmente de enseñarle a hablar a un mono, no emprendie­ron la muchísima más fácil e inmensamente más fructífera tarea de enseñarle a hablar al único animal que sí es capaz de hacerlo? (¡y en varios idiomas!). Sí, lector, ¿por qué no eligieron al loro? He aquí otro rotundo ejemplo del patrón mosaico o modular de que hablábamos. Un animal que, in­cluso en los imaginarios árboles genealógicos evo­lucionistas, no tiene nada que ver con el hombre, comparte con él esta singularisima capacidad de emitir sonidos articulados.

   ¿Por qué no eligieron el loro? Muy sencillo: porque el loro, de acuerdo a la hipótesis danvinis­ta, no es ni remotamente antepasado del hombre. Aunque algunos chuscos sostienen que, sí bien el loro no es antepasado del hombre, sí lo sería de la mujer. Pero esto no tiene suficiente respaldo científico.

Siguen las Semejanzas...

   Esto nos demuestra, una vez más, que las se­mejanzas entre el mono y el hombre, en las que tanto se insiste, son semejanzas seleccionadas de acuerdo a la hipótesis evolucionísta. Las semejan­zas que no encajan en la hipótesis, se silencian.

 

   De este modo, como acabamos de ver, en la capacidad de emitir sonidos articulados, caracte­rística altísimamente peculiar del hombre, somos semejantes al loro. En cuanto a la forma, tamaño relativo y posición de los órganos internos (las vísceras), el animal más parecido al hombre no es ciertamente el mono, sino el cerdo (en otros aspectos también ... ). De acuerdo a la estructura del pie, el animal más parecido al hombre es el oso polar. De acuerdo al tamaño y forma del cerebro (no sólo más grande, sino con un grado de cefali­zación -esto es, franco predominio del lóbulo frontal, asiento de las actividades psíquicas supe­riores- muchísimo más avanzado que los si­mios), el animal más parecido al hombre es el delfín. En nuestros hábitos alimenticios (omnívo­ros), somos mucho más semejantes, nuevamente, al cerdo y a la rata (sin suspicacias, por favor) que a los monos, la mayoría de los cuales son frugívoros. Y seguiría una larga lista de etcétera. To­do lo cual no hace sino corroborar lo que vengo diciendo: semejanza no prueba parentesco.

   Pero hay aún más. Los científicos que insisten con el tema del parentesco entre el mono y el hombre -basado en las semejanzas, y que no prueban absolutamente nada, como vimos- equi­paran, debido a su fe darwinista, pariente con an­tepasado. Pero esto, insisto, en razón de la fe dar­winista, que nos revela que venimos del mono.

   Pero incluso aceptando, a los fines del argu­mento, que somos parientes del mono, ¿no po­drían los monos ser nuestros descendientes?

   Si esto le suena a disparate, lector, le aclaro que comparto su postura; pero créame que es mucho menos disparatado que lo contrario. De hecho, el feto de mono y el mono recién nacido tienen muchas más semejanzas al feto y al recién nacido humano que a los monos adultos. Es de­cir, los rasgos típicos del mono se van acentuan­do con el tiempo. Desde luego que esto tampoco prueba nada; pero si le damos importancia al argumento del parecido, seamos por lo menos co­herentes y apliquémoslo siempre, y no única­mente cuando favorece la hipótesis que queremos demostrar.

   No le quepa la menor duda, lector, de que, si el feto o recién nacido humano tuvieran rasgos simiescos, esto sería proclamado clamorosamen­te como una demostración "contundente" de nuestro origen a partir del mono.

   Que el mono sea nuestro descendiente es, co­mo dije, un disparate; pero muchísimo menor que sostener que es nuestro antecesor. Por la sen­cilla razón de que es infinitamente más lógico y científico hacer descender lo inferior de lo supe­rior y no a la inversa.

   De hecho, ha habido y hay destacados antro­pólogos y primatólogos (Otto Schindewolf, Van der Horst, Westenhüfer, de Snoo, Wood jones, Geoffrey Bourne, y varios más) que aproximada­mente sostienen esa postura; esto es, que el "an­tecesor común” habría sido un ser mucho más parecido al hombre que al mono y que de él ha­brían derivado, más o menos horizontalmente, el hombre y, por degeneración, los monos actuales. Es decir que la "evolución” produciría "involución".

   Por cierto que estos antropólogos no tienen la más remota idea respecto del origen de ese su­puesto "antecesor común" -casi idéntico al hom­bre-; pero en este sentido, ¿están en mejor posi­ción los antropólogos darwinistas?, ¿tienen ellos, acaso, la más remota noción de dónde se originó el mono ancestral? En absoluto, no.

   Aunque las especulaciones abundan, lo cierto es que ¡nadie tiene la más pálida idea de dónde se originaron los monos! Lo cual llama cierta­mente la atención; pues, ¿cómo puede ser que to­dos los buscadores de fósiles que viven encon­trando restos de monos, supuestamente antece­sores del hombre, ¡nunca encuentren antecesores del mono!? ¿Es que éste se originó por genera­ción espontánea?, ¿o vino de otro planeta? ¿Có­mo puede ser que todo resto de mono encontra­do sea antepasado del hombre? ¿Es que el mono no tiene antepasados?

   No, lector. No los tiene; lo mismo que el hom­bre. Cuando aparecen los monos, son eso, perfec­tos monos. Cuando aparece el hombre, es hom­bre como nosotros. Esto es lo que muestra el es­tudio serio y sin prejuicios de los restos fósiles: aparición súbita y con plena perfección del hombre, del mono y de todas las especies animales y vegetales.

   Le aclaro, lector, que el consenso es unánime en este sentido. Ningún paleontólogo serio en el mundo puede mostrar un solo ejemplo de "esla­bón intermedio” de los cientos o miles que harían falta para dar forma a los imaginarios árboles genealógicos evolucionistas. A lo sumo se limitan a expresar su convicción (darwinista) de que serán encontrados en el futuro (lo mismo que Darwin decía hace más de un siglo). Es cuestión de se­guir cavando...

LA SELECCIÓN NATURAL

   Pero analicemos ahora algo sumamente im­portante en relación a este tema: el mecanismo que explicaría la transición del mono al hombre. Porque si no hay un mecanismo que explique más o menos racionalmente esta transición, adiós hipótesis darwinista (Darwin dixit).

   Pues bien, hay expresiones que adquieren un poder de sugestión tan grande que anulan la ra­zón y posibilitan la captación mística de la reali­dad, los "mantras” de los budistas, por ejemplo. La fe darwinista tiene, naturalmente, sus "matintras', y quizá el más importante de ellos sea la fa­mosa y todopoderosa "Selección Natural”.

   Esta "explica" no sólo la transición del mono al hombre (esto es sólo una pequeña tontería), sino tam­bién el origen de todas las especies animales y vegetales de nuestro planeta. Sí, señor. Pero con una condición: que usted no pregunte qué es. Va­le decir, cuál sea su naturaleza. La Selección Natu­ral explica todo, a condición de que no se intente definirla racionalmente. En cuestiones de fe, nunca hay que racionalizar el misterio.

   Si usted, como recalcitrante hombre de poca fe darwinista, intenta buscar una definición más o menos coherente de qué es la Selección Natural, no la va a encontrar. Lo que encontrará son una veintena de balbuceos incoherentes al respecto. Cada científico la "define" como quiere. En reali­dad, casi nunca la definen; se limitan simplemen­te a invocarla.

    Cuando intentan dar una definición, hablan -más o menos "ex cathedra"- de reproducción di­ferencial, esto es, algunos individuos (los más “aptos") tienen mayor descendencia, y éstos son los favorecidos por la Selección Natural; mientras que otros (los menos "aptos") tienen menor des­cendencia y son eliminados.

   El problema es que -al no existir un criterio de aptitud- lo arriba expresado se convierte, au­tomáticamente, en una tautología; es decir, un razonamiento circular que no explica ni define nada, y confunde todo.

   Para decirlo de otra forma: los individuos más “aptos" tienen mayor descendencia. Y ¿por qué tienen mayor descendencia? Porque son más "aptos"... La tautología es obvia. Tan obvia que hasta algunos darwinistas (Waddington, por ejemplo) se han dado cuenta. ¡Cómo será!

   Y la razón de porqué la Selección Natural dar­winista no se puede definir con un mínimo de ri­gor (ni definir, ni observar, ni determinar la in­tensidad de su acción, ni predecir sus efectos) es que ella, en realidad, no existe. Se trata sólo de una metáfora para decir que algunos individuos viven más que otros (¡vaya con la novedad!) y, supuestamente, tienen mayor descendencia.

   ¿Cómo? ¿Que la Selección Natural es una me­táfora? Pero ¿quién se atreve a proferir semejante barbaridad? ¡Pues el propio Darwin!, en El origen de las Especies, capítulo cuarto. Y allí mis­mo agrega lo siguiente: "en el sentido literal de la palabra, la Selección Natural es un término falso”.

   Como se ve, Darwin no era tan "darwinista” como sus seguidores. Lo que pasa es que los dar­winistas creen en Darwin, pero no lo leen. Y esto no constituye de ninguna manera una excepción, mi querido lector. Esto es una constante del ser humano. ¿Cuántos marxistas leen a Marx? ¿Cuántos liberales a Rousseau? ¿Cuántos cristia­nos la Biblia?

   Son los científicos antidarwinistas los que leen atentamente a Darwin. Los darwinistas, simplemente creen en él.

   Pero aun tomando la expresión Selección Natu­ral en sentido metafórico, como una "cosa" (que en realidad no existe) que explicaría "la supervi­vencia de los más aptos", fíjese, lector, que el re­sultado es exactamente lo contrario de lo que su­ponen los evolucionistas. Porque de ser así, la Se­lección Natural favorecería, por ejemplo, la supervivencia de los "mejores" monos; esto es, haría que los monos fuesen cada día más monos, pero no ¡menos monos y más hombres! Esto es un dis­parate.

   Lo que creo que sucede en relación a este punto, es que en muchos investigadores subyace, quizá en forma inconsciente, la íntima convicción -producto de antiguas creencias- de que el hom­bre es un ser superior al mono; es decir, más "evolucionado", más "perfecto". Pero desde el punto de vista meramente biológico, esto no es cierto. ¡Para nada!

   El mono no es un primate imperfecto, que lle­gará a la perfección cuando "evolucione" hasta hombre. De ninguna manera; el mono, en cuanto mono, es perfecto. Todos los seres vivientes son perfectos en su plano. Más aún, desde el punto de vista estrictamente biológico y, más precisa­mente, desde el punto de vista darwinista, el mono es francamente superior al hombre (las ra­tas mucho más aún). La demostración es muy simple, lector: abandonemos un hombre y un mono en medio de la selva y veamos quién tiene mayor capacidad de supervivencia. La leyenda de Tarzán, aunque divertida, es puro cuento. Exactamente igual que la hipótesis darwinista de la que es hija.

   El hombre no puede trepar a los árboles co­mo el mono, no puede defenderse del sol ni del frío sin ropas, ni de las inclemencias del tiempo sin techo; necesita cocinar sus alimentos, etc., etc. Por cierto que el hombre es infinitamente "supe­rior" al mono por su inteligencia; pero ésta no pertenece, en sentido estricto, a la biología. Lo que pertenece a esta ciencia es el cerebro, pero no la inteligencia, que se expresa a través del ce­rebro, pero no se identifica con él, como lo han señalado ya Bergson, W. Penfield, R. Sperry, C.D. Broad y Sir John Eccles, entre otros.

   Incluso, esto de la inteligencia es muy, pero muy relativo, lector; pues cuando ella supera el nivel mínimo de astucia indispensable para re­ventar impunemente al prójimo, se transforma, decididamente, en un factor antisupervivencia. ¿Quién sobrevive mejor, un estafador o un pen­sador, un prestamista o un artista, un atorrante a un laborante, especialmente en el "primer mun­do”?

   Y esto, hablando de los humanos. ¡Qué no pa­saría en el mundo animal! Imaginemos por un instante que, gracias a algún milagro dawinista, un pobre mono comenzara a desarrollar ciertas características humanas; que comenzara, por ejemplo, a emocionarse ante una puesta de sol; a estremecerse -como Pascal- contemplando las estrellas; a escribirle poemas a la mona dueña de su corazón (y que seguramente le habrá dado ca­labazas); a interrogarse sobre su origen y su des­tino... El mono que tuviera la singular desgracia de desarrollar cualquiera de estas características, sería inexorablemente aniquilado por la Selección Natural.

   Tiene muchas más probabilidades de sobre­vivir -de hacer buen dinero- un hombre hacién­dose el mono, que un mono haciéndose el hombre..., como vemos todos los días, helas, en este gran circo en que estamos inmersos.

   La Selección Natural, aun usada en sentido me­tafórico, haría que los seres vivientes se mantu­vieran siempre fieles al tipo, eliminando a los que se desvíen de él. Este sería el sentido correc­to de la expresión Selección Natural; expresión que, por cierto, no fue creada por Darwin -como muchos creen, y como él mismo se encargó de hacer creer-, sino, veinticuatro años más tarde por el naturalista inglés Edward Blyth, quien la usaba en el sentido que señalé más arriba.

   Para el lector interesado en ver cómo Darwin ocultó deliberadamente cualquier mención de E. Blyth, después de apoderarse de su concepto y de cambiarle su sentido, me permito recomen­darle el fascinante libro del ya desaparecido y fa­moso antropólogo americano Loren Eiseley: Dar­win And The Mysterious Mr. X.

   La llamada Selección Natural es una metáfora que indica la acción (imprecisa, aleatoria, imposi­ble de determinar y cuantificar) de un conjunto de factores en la naturaleza, que hace que los se­res vivientes permanezcan siempre fieles al tipo: los peces, peces; los anfibios, anfibios; los repti­les, reptiles; los monos, monos, y los hombres, hombres. Respecto de los hombres, la Selección Natural pareciera no estar muy activa últimamente...

   Me apresuro a aclarar que este efecto de la Se­lección Natural (estabilizador o conservador del tipo) ya ha sido reconocido -aunque a regaña­dientes- por varios científicos darwinistas (Simp­son, Maynard Smith, C. Willams, R. Lewontin y R. Leakey, entre otros). Usada en sentido contra­rio, esto es, como "algo" capaz de transformar una especie en otra, es un concepto absolutamente erróneo.

   Y esto es así, lector, porque las características de todo ser viviente están rigurosamente progra­madas -hasta el último detalle- a nivel del códi­go genético; esto es, en el conjunto de la informa­ción hereditaria que se transmite de los progeni­tores a su descendencia y que hace que cada ser viviente sólo pueda engendrar -en forma inexo­rable- otro ser viviente de su misma especie, y absolutamente ninguna otra cosa.

   Para que un ser viviente pudiera engendrar otro ser viviente esencialmente distinto, habría que cambiar totalmente su código genético (!). Y la selección Natural jamás puede hacer esto; por la sencilla razón de que ella "actúa" (metafórica­mente, se entiende) sobre el organismo ya for­mado y no sobre sus genes; o, como dicen los biólogos, ella actúa sobre el fenotipo y no sobre el genotipo.

LAS MUTACIONES

   Pero, ¿y las mutaciones?, se preguntará algún lector- ¿No Pueden las mutaciones cambiar el código genético?

   ¡Ah!, las mutaciones... Este es otro de los sa­grados "mantras" del darwinismo (en realidad del neodarwinismo). Este "mantra", junto con la Selección Natural, explica también el origen de to­dos los seres vivientes; pero con la misma condi­ción: la de no analizarlo científicamente.

   Desde el punto de vista científico, las muta­ciones son alteraciones al azar en la composición química de los genes, esto es, en la complejísima molécula del ácido desoxirribonucleico (ADN), donde está codificada la información hereditaria.

   Ahora bien, en una estructura altamente com­pleja, un cambio al azar tiende inevitablemente a deterioraría. Para mejorarla, tendría que ser ca­paz de aumentar ese orden; y el azar -por defini­ción- no puede ni mejorar ni crear orden. Sólo una inteligencia puede hacer esto.

   Por eso es que el 99% de los cientos de miles de mutaciones estudiadas han sido dañinas, per­judiciales, deteriorativas o letales. En el mejor de los casos, han sido neutras, o porque el gen "ale­lo”, es decir, el que viene del otro progenitor, su­ple la función del gen dañado por la mutación, o porque el cambio ha sido insignificante y no ha afectado la vitalidad del organismo.

   Las supuestas mutaciones "favorables" de que hablan algunos científicos, no son casi nunca verdaderas mutaciones; son solamente una ma­nifestación de la vitalidad genética que tiene to­do organismo, que hace que, en determinadas circunstancias, se expresen genes que ya estaban presentes -aunque reprimidos- porque su funcio­namiento no era necesario.

   Pero aun en el caso de que existieran mutacio­nes favorables, con eso no hacemos absoluta­mente nada. Pues la hipótesis evolucionista necesi­ta, imprescindiblemente, no mutaciones favora­bles, sino ¡transmutaciones!, es decir, mutaciones creativas, capaces de producir novedades biológi­cas (ojos, plumas, sangre caliente, etc.), que expli­quen la aparición de las distintas especies biológicas, desde la ameba al hombre. Y esto sí que es pura fantasía; y fantasía disparatada, irracional y anticientífica.

   La imposibilidad de que las mutaciones (ac­tuando al azar) puedan producir tan siquiera un órgano nuevo, se deriva fundamentalmente de su carácter perjudicial y de su escasa frecuencia. Además, para poder transmitiese a la descenden­cia, tienen que afectar a las células germinales y ser dominantes, es decir, prevalecer sobre el gen alelo, para tener algún efecto. Todo esto disminuye aún más su frecuencia.

   Pero hay otro problema; para que apareciera un órgano nuevo, las mutaciones "creativas” (que son, como hemos visto, puramente imaginarias; las que la ciencia conoce son todas deteriorativas o a lo sumo neutras) tendrían que encadenarse e integrarse en un mismo segmento del cromoso­ma para poder sumarse y dar origen, así, a un organo nuevo, que no se produciría por la acción de una mutación, sino de miles de ellas.

   Para producir un ojo, por ejemplo, todas las mutaciones tendrían que afectar el conjunto de genes que rigen esta función. Ahora bien, esto plantea una imposibilidad estadística absoluta, que ha sido exhaustivamente analizada por auto­res de la talla de E. Borel, C. Guye, Lecomte du Nüuy, G. Salet y otros.

   Hasta aquí hemos desarrollado el argumento de las mutaciones siguiendo el esquema de la hipóte­sis evolucionista, para demostrar que, aun así, es totalmente imposible que las mismas puedan crear novedades biológicas y transformar así las especies.

   Pero la cuestión es muchísimo más grave, aún. Y aquí hay que abandonar el dogma darwinista y pasar a la realidad; es decir, abandonar el terreno de la fantasía y pasar al de la ciencia.

   Porque la pseudociencia darwinista no tiene lugar en sus esquemas para el concepto de orga­nismo, es decir, un conjunto de estructuras inte­gradas que funcionan como un todo. Heredera, al fin y al cabo, del mecanicismo cartesiano, la hi­pótesis evolucionista piensa en términos de partes. Y así los darwinistas creen posible que un orga­nismo se puede ir modificando por partes que, al sumarse, producirían su transformación en otro organismo. Pero esto es puro desatino. Ignora la gran ley biológica del “todo o nada”.

   ¿De qué le serviría a un mono, por ejemplo, desarrollar piernas de hombre, sin desarrollar si­multáneamente pelvis de hombre? ¿De qué le serviría una pelvis de hombre, sin columna ver­tebral de hombre? ¿Cómo puede haber mano de hombre, con brazo, antebrazo y hombro de mo­no? ¿Cómo puede haber columna vertebral de hombre, sin cráneo de hombre, y viceversa?

   Todas estas estructuras, o aparecen simultá­neamente y en estado de plena perfección, o no sirven para nada; por el contrario, son un estorbo para la supervivencia. Esto se aplica, por cierto, a todos los organismos vivientes.

   Y para que esto suceda, tiene que cambiar to­do el código genético, en forma simultánea y sin un solo error. Para ello debería ocurrir una mutación gigantesca, un reordenamiento radical de todo el código genético, dirigido y especifica­do hasta en los más mínimos detalles, para pro­ducir un ser 'viviente capaz de funcionar, esto es, de vivir. Lo cual constituye un milagro más gran­de que resucitar un muerto.

   Esto, que ya había sido planteado en la déca­da de los 30 por el insigne biólogo y paleontólogo alemán Otto Schindewolf, encontró su más aca­bado expositor en Richard Goldschmidt, uno de los tres o cuatro genetistas más eminentes del si­glo.

   Allá por la década del 40, R. Goldschmidt, fer­viente evolucionista él, después de haber dedica­do prácticamente toda su vida al estudio de las mutaciones, a pesar de creer en la transformación de una especie en otra, concluye diciendo que es absolutamente imposible explicarla mediante el mecanismo de las mutaciones.

   Publicó un libro (The Material Basis of Evolu­tion) y un artículo (American Scie., 40:97, 1952) de un rigor científico ejemplar, donde demuestra en forma abrumadora el carácter totalmente anti­científico de todo este macaneo respecto de las mutaciones.

   Nadie, absolutamente nadie, ha sido capaz de refutar las conclusiones de Goldschmidt en este sentido.

   La comunidad científica, como generalmente sucede, no hizo el menor caso de las conclusio­nes de este investigador. Siguieron -y siguen- lo más campantes, hablando tonterías sobre las mu­taciones, sin tomarse siquiera el trabajo de anali­zar sus escritos, ni los de muchos otros autores que sostienen lo mismo.

CONCLUSIÓN

   Como ve, lector, en este sucinto análisis del te­ma, sólo he tratado de esbozar los problemas que plantea la transformación de un mono en un hombre, desde el punto de vista meramente bio­lógico.

   No he mencionado -salvo de paso- el proble­ma capital de la inteligencia del hombre, que marca una diferencia con el mono no de grado, como sostienen los darwinistas, sino de naturale­za, ya que este problema no puede ni siquiera plantearse en este contexto.

   Pretender explicar la inteligencia humana a partir de mutaciones al azar actuando sobre el cerebro de un mono es, simplemente, no saber de qué se está hablando. 0, por el contrario, saberlo demasiado bien...

   En suma: algunos monos tienen incisivos y caninos parecidos a los nuestros; otros caminan en forma aproximadamente erecta. Algunas mo­léculas de los monos son similares a las nuestras (¿y de qué pretenden los evolucionistas que estu­viésemos hechos?, ¿de plástico, acaso?).

   La Selección Natural, cualquier cosa que eso sea, significa que sobreviven los individuos más fieles al tipo (lo cual conserva la especie, no la transforma). Y las mutaciones son absolutamen­te incapaces de explicar tan siquiera la aparición de un órgano nuevo (novedad biológica).

   ¿Dónde está la supuesta evidencia científica de que el hombre se originó del mono? En ningu­na parte, por cierto. Es sólo un dogma de fe; de fe darwinista...

   Y ya sabemos que frente a la certeza de la fe, ningún argumento racional es efectivo.  

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