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Es una ley
absoluta, una constante de todas las ciencias, de la misma naturaleza de
las cosas, de la más elemental filosofía y hasta del pensamiento más rudimentario.
Hasta
Freud dentro de su morbosa psiquiatría buscaría afanoso las causas ocultas y
remotas
de las conductas anormales de sus pacientes. El científico más descreído encuentra
fácil admitir que de una explosión original y primigenia apareció sobre la
tierra
y en el ámbito inmenso del
universo el orden, la armonía y la belleza
que
a todos nos cautivan. No le importa la desproporción de su tesis, no le aflige
que
el
efecto hermosísimo y ordenadísimo sea el
resultado de una explosión desordenada y
espantosa;
es ilógico, pero aún así reconoce que es más ilógico que haya efecto sin
causa.
Aún en la vida diaria no
hay efecto sin causa. Jamás deja de cumplirse. ¿Quién robó?
¿Quién mató? ¿Quién lo hizo? ¿Quién pintó este cuadro? ¿De quién es este
hijo? No
hace
falta
ser filósofo ni para preguntarlo ni para responderlo porque es una ley del pensamiento
y todos pensamos.
Ahora bien, hasta aquellos que piensan poco o casi no reflexionan se dan
cuenta que
el
mundo está convulsionado, que la paz está ausente, que las naciones tienen cada
vez
más problemas, que el mundo está loco. Los que piensan un poco más ven que las
cosas que
suceden en el mundo son muy graves y que no alcanza un análisis superficial
para
explicarlas.
En el 68’ los movimientos
estudiantiles se produjeron "espontáneamente" en todo el
mundo. En
los 70' toda latinoamérica sufrió "espontáneamente" la guerrilla de izquierda.
Algunos
siglos atrás la Revolución Francesa despertó, sin prensa, sin globalización,
sin
telégrafo y sin televisión, una marea revolucionaria que fue echando por tierra, año
tras año, todas las monarquías y toda autoridad civil
que se opusiera a sus principios.
Naturalmente
permanecieron estables aquellas monarquías que supieron unirse a la
revolución, que
defendieron sus principios destructivos, que compartieron sus ideas, que
fueron revolucionarias, o que estuvieron presentes en los orígenes de la misma
revolución. Las
mismas guerras mundiales encontraron siempre quién las pague y por qué
las pague, modificando los límites territoriales en favor de los intereses ajenos a
los
pueblos implicados. Un siglo antes de las guerras mundiales Italia perdió sus
monarquías, aún
las de aquellos que ayudaron a la revolución; el Papa perdió sus Estados
Pontificios;
el sur pagó cara su oposición a la revolución. Un siglo después Medio Oriente
arde
en llamas y en odios, en guerras y en destrucción. ¿Quién busca estas guerras?
¿Quién
se beneficia? ¿De quién son ahora el petróleo iraquí, los oleoductos afganos
o
sus
plantíos de opio de la mejor calidad? Quizás las respuestas coincidan con las
causas
de
todo esto.
La Santa Iglesia no es ajena a las revoluciones,
también Ella las padece, antes desde fuera, ahora
desde dentro, desde la muerte del
augusto Pontífice Pío XII. La Revolución
ya
no encuentra en la Iglesia visible un muro inexpugnable que le haga oposición,
la
Fe
sobrenatural
se halla colapsada entre sus fieles y ministros, la Misa destruida y convertida
en un encuentro festivo, los Sacramentos cambiados y muchos ineficaces por los
cambios sufridos; la doctrina modernista de los teólogos de avanzada : Congar,
Scheelebeck,
Rahner, Kung, Bea
es la nueva teología que ha reemplazado a la tradicional; el mismo Santo
Oficio
está en manos de un Cardenal jesuita, Joseph Ratzinger, quien profesa una fe que
no
es la católica y que es presentado mundialmente como el guardián de la
ortodoxia
doctrinal.
Esos Cardenales de
hoy, esos Obispos imbuidos de modernismo, de libertad religiosa, de
falso ecumenismo, llevan adelante la marcha de la Revolución en la Iglesia con la
pompa
y
la ceremonia necesaria para que el común de los hombres no sospeche la
destrucción.
Como
los obispos arrianos que mentían y ocultaban sus herejías; como el Obispo
Crammer
que
mantenía las ceremonias pero no la Fe, haciendo anglicanos a los católicos
ingleses,
así
hoy guardan la apariencia necesaria para que los hombres no desconfíen.
¿Cómo sucede eso? Por el peso de la autoridad, por la bendición de
Roma. Roma emite
los
documentos, Roma introduce los cambios, Roma designa a los Obispos, Roma canoniza a
buenos
y malos para que los malos parezcan buenos. Roma permite a veces la Misa latina
tradicional
como si fuera "peccata minuta", como quien abre un viejo pergamino de
la Biblioteca
Vaticana, e impone a la vez y desde hace 35 años todas Ias reformas que arruinan
la
Fe y la vida de la Gracia.
Sucede así Pero, ¿Por qué? Si
los efectos son terribles ¿Cómo son sus causas? Si la Fe se destruye ¿Cómo son sus Pontífices y sus Obispos?
Si el mundo por su culpa va
dejando de ser católico ¿lo serán en Roma? Todo indica que no.
La Iglesia ya no está en manos de católicos verdaderos por eso su interés
absoluto
en
defender lo más posible la autoridad de los últimos Papas y de las
Conferencias
Episcopales,
porque son ellos los que van realizando los propósitos de la Revolución.
Una
Revolución "por la mitra y por el báculo" como dijeran los
Carbonarios del siglo
XIX,
y hoy también por la Tiara.
Esa realidad irrefutable, esta evidencia ya innegable plantea la conclusión
de toda
buena
teología: Estas jerarquías que nos gobiernan contra la Fe han perdido, al
contrariar
la Fe, el fundamento mismo de su autoridad.
En lo que de hombres se trata la
Iglesia
va a la deriva, peor aun, va hacia el naufragio y conducida hacia é1.
Sólo Jesucristo desde su eternidad bienaventurada y desde el corazón
mismo de su
Esposa
inmaculada que es la Iglesia, no la ha dejado ni la dejará nunca,
aunque
no
sepamos
nosotros de cuáles medios se valdrá para salvarla.
Jesucristo no ha abdicado sus prerrogativas supremas sobre la Iglesia y
sobre las
Almas.
A El nuestra oración.
Padre Andrés Morello.
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