Invocado por muchos como palabra
"talismán" que disuelve toda diferencia, el
ecumenismo es una instancia muy diferente. La Santa
Iglesia nos ha enseñado
LA
VARIACIÓN EN EL CONCEPTO DEL ECUMENISMO. Sin
duda esta variación es la más significativa de las
producidas en el sistema católico después del Vaticano
II, y se encuentran reunidas en ella todos los motivos de
la pretendida variación de fondo que solemos concretar en
la fórmula de perdida de las esencias. La
doctrina tradicional del ecumenismo está establecida en
la Instructio de motione oecumenica promulgada por
el Santo Oficio el 20 de diciembre de 1949 (en AAS, 31 de
enero de 1950), que retoma la enseñanza de PIO XI
en la encíclica Mortalium Animos. Se establece por
tanto:
Por
consiguiente, la doctrina marcada por la Instructio
supone: que la Iglesia de Roma es el fundamento y el
centro de la unidad cristiana; que la vida histórica de
la Iglesia que es la persona colectiva de Cristo, no se
lleva acabo en torno a varios centros, las diversas
confesiones cristianas, que tendrían un centro más
profundo situado fuera de cada una de ell/as; y
finalmente, que los separados deben moverse hacia el
centro inmóvil que es la Iglesia del servicio de Pedro.
La unión ecuménica encuentra su razón y su fin en algo
que ya está en la historia, que no es algo futuro, y que
los separados deben recuperar. Todas las cautelas
adoptadas en materia ecuménica por la Iglesia romana y máxime
su no participación (aún mantenida) en el Consejo Ecuménico
de las Iglesias, tienen por motivo esta noción de la
unidad de los cristianos y la exclusión del pluralismo
paritario de las confesiones separadas. Finalmente, la
posición doctrinal es una reafirmación de la
trascendencia del Cristianismo, cuyo principio (Cristo) es
un principio teándrico cuyo vicario histórico es el
ministerio de Pedro. LA
VARIACIÓN CONCILIAR La
variación introducida por el Concilio es patente tanto a
través de los signos extrínsecos como del discurso teórico.
En el Decreto Unitatis Redintegratio la Instructio
de 1949 no se cita nunca, ni tampoco el vocablo
“retorno” (reditus). La palabra reversione ha
sido sustituida por conversione. Las confesiones
cristianas (incluida la católica) no deben volverse una a
otra, sino todas juntas gravitar hacia el Cristo total
situado fuera de ellas y hacia el cual deben converger. En
el discurso inaugural del segundo período PABLO VI volvió
a proponer la doctrina tradicional refiriéndose a los
separados como a quienes “no tenemos la dicha de contar
unidos con nosotros en perfecta unidad con Cristo. Unidad
que sólo la Iglesia Católica les puede ofrecer” (n.
31). El triple vínculo de tal unidad está constituido
por una misma creencia, por la participación en unos
mismos sacramentos y por la “apta cohaerentia uncí
ecclesiastici regiminis”, incluso aunque esta única
dirección suponga una amplia variedad de expresiones lingüísticas,
formas rituales, tradiciones históricas, prerrogativas
locales, corrientes espirituales, o situaciones legítimas. Pero
a pesar de las declaraciones papales, el decreto Unitatis
Redintegratio rechaza el reditus de los
separados y profesa la tesis de la conversión de todos
los cristianos. La unidad no debe hacerse por el retorno
de los separados a la Iglesia Católica, sino por conversión
de todas las Iglesias al Cristo total, que no subsiste en
ninguna de ellas, sino que es reintegrado mediante la
convergencia de todas en uno. Donde los esquemas
preparatorios definían que la Iglesia de Cristo es la
Iglesia Católica, el Concilio concede solamente que
la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica,
adoptando la teoría de que también en las otras Iglesias
cristianas subsiste la Iglesia de Cristo y todas deben
tomar conciencia de dicha subsistencia común en Cristo.
Como escribe en el Observatore Romano (OR) de 14 de
octubre un catedrático de la Gregoriana, el Concilio
reconoce a las Iglesias separadas como “instrumentos de
los cuales el Espíritu Santo se sirve para operar la
salvación de sus miembros”. En esta visión paritaria
de todas las Iglesias el catolicismo ya no tiene ningún
carácter de preeminencia ni de exclusividad. Ya
en el período de los trabajos preparatorios del Concilio
el padre Maurice Villain (Introducción al Ecumenismo, Ed.
Desclée de Brouwer, Bilbao 1962) proponía hacer caer la
antinomia entre la Iglesia Católica y las confesiones
protestantes, distinguiendo entre dogmas centrales y periféricos,
y más aún entre las verdades de fe y las fórmulas con
las que el pensamiento contingente las objetiva y las
expresa, y que no son inmutables. Puesto que dichas fórmulas
no son efecto de una facultad expositiva de la
verdad, sino de una facultad que da categoría a un
dato siempre incognoscible, la unión debe hacerse en algo
más profundo que la verdad, que Villain llama el Cristo
orante. Es de observar que si bien la oración de
todos aquellos que se remiten a Cristo es ciertamente un
medio necesario de la unión, rezar juntos por la unión
no constituye la unidad (que es de fe, de sacramentos y de
gobierno). El
Card. Bea retoma una concepción análoga del ecumenismo
en “Civiltá católica” (enero de 1961), así como en
conferencias y entrevistas (“Corriere del Ticino”, 10
de marzo de 1971). Declaró que el movimiento no es de
retorno de los separados a la Iglesia Romana, y siguiendo
la sentencia común aseguro que los Protestantes no están
separados del todo, ya que han recibido el carácter del
Bautismo. Sin embargo, citando la Mystici Corporis
de Pío XII, según la cual “están ordenados al
cuerpo místico”, llegaba a asegurar que pertenecen a
él, y por tanto se encuentran en una situación de
salvación que no es distinta a la de los católicos (OR,
27 de abril de 1962). La causa de la unión es reconducida
por él a explicitación de una unidad ya virtualmente
presente, de la cual simplemente se trata de tomar
conciencia. Esta unidad es solamente virtual incluso en la
Iglesia Católica, la cual no debe tomar conciencia de sí
misma, sino de esa más profunda realidad del Cristo total
que es la síntesis de los dispersos miembros de la
cristiandad. Por tanto no se trata de una reversión
de unos hacia otros, sino de una conversión de
todos hacia el centro que es el Cristo profundo. EL
ECUMENISMO POSTCONCILIAR La
sustitución por el término conversión de todos
del de reversión de los separados es de gran
importancia en el decreto Unitatis Redintegratio 6,
donde se enseña una perpetua reforma de la Iglesia. Pero
el término tiene un sentido incierto. En primer lugar
sino se es indulgente con el movilismo, se debe decir que
existe un status del cristiano dentro del cual se
desarrolla su personal perfeccionamiento religioso y del
que no debe salir para convertirse a otro estado. En segundo
lugar la conversión (el continuo movimiento
perfectivo del cristiano) es necesaria en sí misma
incluso para la obra de la reunificación de la Iglesia;
pero no constituye su esencia, siendo un momento del
destino personal. También
en una intervención en el OR del 4 de diciembre de 1963,
el Card. Bea, aunque reconociendo la diferencia entre las
Iglesias, afirma que “los puntos que nos dividen no se
refieren verdaderamente a la doctrina, sino al modo de
expresarla”, puesto que todas las confesiones suponen
una idéntica verdad subyacente a todas: como si la
Iglesia se hubiese engañado durante siglos y el error
fuese simplemente un equívoco. La acción del pastor de
las parábolas evangélicas no consistiría en reconducir
(es decir en hacer volver), sino puramente en dejar
abiertas las puertas del redil, que por tanto no sería ni
siquiera el redil del pastor, sino otra cosa. En
una perícopa incluida en el discurso del 23 de enero de
1969, Pablo VI parece próximo a tal opinión. A partir de
la discusión teológica, dice el Papa, “puede verse
cual es el patrimonio doctrinal cristiano; qué parte de
él hay que enunciar auténticamente y al mismo tiempo en
términos diferentes, pero sustancialmente iguales o
complementarios; y como es posible, y a la postre
victorioso para todos, el descubrimiento de la identidad
de la fe, de la libertad en la variedad de expresiones, de
la que pueda derivar felizmente la unión para ser
celebrada en un solo corazón y una sola alma”. Se
desprende de esta perícopa que la unidad preexiste ubique
y que debe tomarse conciencia de ella ubique, y que
la verdad no se encuentra abandonando el error, sino
profundizando su sustancia. Idéntica es la posición de
Juan Pablo II en el discurso al Sacro Colegio de 23 de
diciembre de 1982, con ocasión de la VI Asamblea del
Consejo Ecuménico de las Iglesias: “Celebrando la
Redención vamos más allá de las incomprensiones y de
las controversias contingentes para reencontrarnos en el
fondo común a nuestro ser de cristianos”. En esa
asamblea estaban representadas trescientas cuatro
confesiones cristianas, las cuales, según OR, 25-26 de
julio de 1983, “han expresado mediante el canto, la
danza y la oración los diversos modos de significar una
conducta de relación con Dios”. Es
significativo el documento en lengua francesa del
Secretariado para la unión en aplicación del decreto Unitatis
Redintegratio (OR, 22-23 septiembre 1970). Se toma de Lumen
Gentium 8 la fórmula tradicional: “Unidad de la
Iglesia una y única, unidad de la cual Cristo a dotado a
su Iglesia desde el origen, y que subsiste de forma
inamisible, como creemos, en la Iglesia Católica y que,
como esperamos, debe acrecentarse sin cesar hasta la
consumación de los siglos”. De este modo la Iglesia Católica
posee la unidad y la acrecienta no formalmente (es decir,
haciéndose más de una) sino materialmente (añadiendo a
sí las confesiones actualmente separadas): es una extensión,
no una intensificación de la unidad. Sin embargo todo el
documento se desarrolla después en una prospectiva de
unidad que se busca, más que se comunica,
en una reciprocidad de reconocimientos gracias a los
cuales se persigue “la resolución de las divergencias más
allá de las diferencias históricas actuales”. Esas
diferencias podrían incluso ser conservadas como dogmas
particulares de las Iglesias locales. De aquí la
propuesta de algunos teólogos reformados de admitir el
primado de Pedro como dogma de la provincia romana de la
Iglesia universal. En no pocas parroquias de Francia se
predica la práctica de la doble pertenencia, en virtud de
la cual los cónyuges de mixta religión practican
indistintamente ambos cultos (ICI, n. 556, 15 de noviembre
de 1980). Se contemplan las diferencias dogmáticas como
diferencias históricas que el retorno a la fe de los
primeros siete concilios debe hacer caer en la
irrelevancia. Se niega así implícitamente el desarrollo
homogéneo del dogma después de aquellos siete concilios;
se imprime a la fe un movimiento retrógrado; y se da al
problema ecuménico una solución más histórica que teológica. Esta
mentalidad por la cual la unidad debe conseguirse sintéticamente
por recomposición de fragmentos axiológicamente iguales,
ha trastocado ahora completamente la situación
tradicional. También Pablo VI habló (en OR de 27 de
enero de 1963) de la “recomposición de los cristianos
separados entre sí en la única Iglesia Católica,
universal, es decir, orgánica, y por tanto propiamente
compuesta, pero solidaria en una y unívoca fe”. La
apelación hecha en la congregación LXXXIX del Concilio
por el obispo de Estrasburgo para que se “evitase toda
expresión alusiva al retorno de los hermanos
separados”, se ha convertido en el axioma doctrinal y la
directriz práctica del movimiento ecuménico. CONSECUENCIAS
DEL ECUMENISMO POSTCONCILIAR. Conviene
sin embargo no dejar pasar del todo algunas consecuencias
manifiestas de esta nueva empresa ecuménica, y sobre todo
las que sin embargo no se suele hablar. Se abandona el principio
de retorno de los separados, sustituido por el de la
conversión de todos al Cristo total inmanente en todas
las confesiones. El presidente del consejo conciliar
holandés ha explicado así la posición de dicha iglesia:
“La unidad de la Iglesia ya no significa el retorno a la
Iglesia Católica tal como ésta es hoy día, sino un
acercamiento de todas las Iglesias hacia lo que la Iglesia
de Cristo debería ser” (ICI, 281, p. 15, 1 de febrero
de 1967). Como
profesa abiertamente el patriarca Atenágoras, “no se
trata en este movimiento de una aproximación de una
Iglesia hacia la otra, sino de una aproximación de todas
las Iglesias hacia el Cristo común” (ICI, n. 311, p.
18, 1 de mayo de 1968).Sí ésta es la esencia del
ecumenismo, la Iglesia Católica no puede ya atraer hacía
sí, sino sólo concurrir con las otras confesiones en la
convergencia hacia un centro que está fuera de ella y de
todas las demás. Mons. Le Bourgeois, obispo de Autun, lo
profesa abiertamente: “mientras que la unidad no se
realice, ninguna Iglesia puede pretender ser ella sola la
única autentica Iglesia de Jesucristo” (ICI, n. 585, p.
20, 15 de abril de 1983). El
padre Charles Boyer, en OR del 29 de enero de 1975, con un
artículo que choca con la tendencia del diario en cuanto
a la cuestión ecuménica y quedó sin resonancia alguna,
revela las causas de tal recesión de conversiones, y las
reconoce en el abandono generalizado por el mundo de la
visión teocéntrica, y acusa de ello explícitamente a la
acción ecuménica: “Se pretende que todas las Iglesias
son iguales, o casi. Se condena el proselitismo (éste es
el término con el que se designa la obra de evangelización
de la Iglesia Católica desarrollada en el pasado en las
misiones) y para huir de él se evita la crítica de los
errores y una clara exposición de la verdadera doctrina.
Se aconseja a las diferentes confesiones conservar su
identidad alegando una convergencia que se hará espontáneamente”.
Aunque el autor atenúe su censura atribuyendo (con poca
veracidad) dicha conducta especialmente a las confesiones
separadas, realmente la argumentación invalida la
sustancia del nuevo ecumenismo católico. Las
conversiones a la Fe Católica no pueden no caer
desmesuradamente si la conversión ya no es el paso del
hombre de una cosa a otra totalmente diferente, ni un
salto de vida o muerte. Si con la conversión al
catolicismo nada varía esencialmente, la conversión se
hace irrelevante, y quien se ha convertido puede sentirse
arrepentido de haberlo hecho. En los países de mixta
religión, se tiene la oportunidad de recoger los
sentimientos de protestantes convertidos, que se
arrepienten hoy de su decisión como de cosa superficial y
errada. El gran escritor francés Julien Green declara con
amarga franqueza que hoy ya no se convertiría: ¿para qué
dejar una religión por otra, cuando no se distinguen más
que por el nombre? (“Itinéraries”, n. 244, p. 41.)Hay
casos de judíos convertidos que después de las
claudicaciones y rectificaciones del Vaticano II volvieron
a la Sinagoga originaria. Por otra parte tampoco es
posible hoy desconvertirse, porque el acto de la
reconversión al protestantismo sería nulo por
equivalencia, como fue nulo el de la conversión al
catolicismo. El obispo de Coira declaró a la Dra. Melitta
Brügger que en el decenio 1954-1964 hubo en su diócesis
(ciento cincuenta mil almas) novecientas treinta y tres
conversiones de protestantes, y en el siguiente decenio sólo
trescientas dieciocho. El obispo de Lugano, citando tal
disminución, declaró no querer decidir si el fenómeno
era positivo o negativo (17 de enero de 1975). En los
Estados Unidos antes del Concilio se contaban anualmente
cerca de setenta mil conversiones: ahora, pocos
centenares. EL
ECUMENISMO PARA LOS NO CRISTIANOS El
titular del Secretariado para las religiones no
cristianas, en dos extensos artículos de OR, reduce las
misiones a diálogo “no para convertir, sino para
profundizar en la verdad”. En el OR del 25 de
enero de 1975 se lee que “la Iglesia tiene necesidad,
para crecer según el designio de Dios, de los valores
contenidos en las religiones no cristianas”. La tesis no
es nueva, e identifica el orden de la civilización con
el de la religión, que conviene sin embargo
distinguir. Tal afirmación implica que en el seno de las
religiones no cristianas late el Cristianismo, y que basta
profundizar en el Logos natural para encontrar el Logos
sobrenatural del hombre-Dios y de la gracia. El Islamismo,
por ejemplo, sería un germen de Cristianismo que debe ser
hecho germinar y crecer. (El obispo Capucci, vicario del
Patriarca latino de Jerusalén, en una entrevista en la
Televisión de la Suiza italiana el 11 de septiembre de
1982, declaró que todos los hombres son hijos de la
Iglesia, y que el Papa no hace ninguna diferencia
entre mahometanos y cristianos). Al igual que en el
ecumenismo para los cristianos separados, aquí tampoco se
procede por acceso a la verdad cristiana, sino por
explicitación y maduración de una verdad inmanente a
todas las religiones. El decreto Ad Gentes enseñaba
que “todos los elementos de la verdad y de gracia que es
posible hallar entre los infieles por una cierta presencia
secreta de Dios, una vez purgados de las escorias del mal,
son restituidos a su autor, Cristo. Por lo cual todo el
bien que se encuentra diseminado en el corazón y en la
mente de los hombres o en las civilizaciones o religiones
propias de ellos, no sólo no desaparece, sino que es
sanado, elevado y llevado a su completitud”. La
opinión de Mons. Rossano pone en cuestión un punto de eclesiología
y otro de teología. En cuanto al
primero, parece ofender el carácter autosuficiente de la
Iglesia en orden a la salvación de los hombres, considerándola
defectuosa y corta y necesitada de las otras religiones,
En esto se confunde la religión con la civilización: si
bien las civilizaciones, en cuanto construcciones del
obrar humano siempre parcial, están conectadas y son
mutuamente tributarias (surgiendo todas ellas de su base
común: la naturaleza humana), no puede decirse lo mismo
de las religiones, ya que la religión católica no es
consecuencia del pensamiento natural de las naciones, sino
un efecto sobrenatural que no puede obtenerse de la
naturaleza humana profundizando en ella. Hay por tanto un
sofisma que intercambia religión y civilización y elude
la trascendencia del Cristianismo. La Iglesia, sociedad
perfecta que tiene en sí misma todos los medios
necesarios para su fin, sería entonces una sociedad
imperfecta, que como dice Rossano necesitaría de las
luces y los valores de otras religiones. Además, una
civilización no es una religión, y una civilización
universal es algo diferente a una religión universal. La
opinión de Mons. Rossano ataca también la nota de
catolicidad de la Iglesia, ya que una Iglesia que debe
ser integrada no sólo extensivamente, sino también
intensivamente, no es ciertamente universal. En una
conferencia en Civiltá católica el padre Spiazzi
enseña que “ninguna Iglesia se identifica perfectamente
con Cristo. De ahí la necesidad de que cada Iglesia
acepte este movimiento centrípeto hacia el Redentor”
(OR, 27 de enero de 1982). La
defectividad es proclamada también por Mons. Sartori,
profesor de dogmática en la Facultad teológica de Milán:
“el catolicismo ha descubierto su parcialidad, que es
una contracción dentro de la universalidad, y ha
reencontrado el Todo dentro del cual se encuentra la misma
parcialidad cristiana” (“vita e pensiero”,
septiembre-diciembre 1977, pp. 74-77). El Cristianismo es
así reconocido como una de las infinitas posibles formas
históricas en las cuales se manifiesta la universal
religión natural, siendo lo sobrenatural absorbido y
naturalizado. TEORÍA
DE LOS CRISTIANOS IMPLÍCITOS La
declaración conciliar Nostra Aetate n. 2 cita el célebre
texto de San Juan Evangelista “luz que alumbra a todo
hombre”, que constituiría el fondo de toda religión.
Pero el Concilio no menciona lo que según Juan Pablo II
es un misterio paralelo al de la Encarnación: esa luz ha
sido rechazada por los hombres. Por tanto es imposible que
constituya el fondo de todas las religiones (OR, 26-27 de
diciembre de 1981). El Papa dice que la Navidad, además
del misterio (en el cual se cree) del nacimiento del
hombre-Dios, incluye también el misterio no resuelto de
no haber sido acogido por el mundo y por los suyos. El
Concilio no habla de luz sobrenatural, sino de “plenitud
de luz”. El naturalismo que caracteriza los dos
documentos, Ad Gentes y Nostra Aetate,
es patente incluso en la terminología, al no aparecer jamás
el vocablo “sobrenatural”. La
descripción de las religiones no cristianas, contempladas
en tal perspectiva, no podía no teñir lo que siendo
universal e inespecífico y propio del sentido religioso
del género humano es común al Islamismo y Cristianismo.
Del Islamismo, por ejemplo, el Concilio señala la
creencia en un Dios providente y omnipotente y la
expectativa de un juicio final; pero olvida el rechazo de
la Stma.Trinidad y de la divinidad de Cristo, es
decir, de las dos Verdades principales del Cristianismo,
cuyo conocimiento se juzga necesario para la salvación. El
problema oculto en el nuevo ecumenismo es la antigua
cuestión de la salvación de los infieles, que
atormentó a la teología desde los primeros tiempos y se
confunde con el número de los predestinados (que
si fuese pequeño parecería producir escándalo). El
Verbo Divino encarnado, Jesucristo, se encuentra en el
principio de todos los valores de la Creación; y por
tanto seguir al Verbo, en el orden natural o en el
sobrenatural, es seguir el mismo principio; por lo cual
Campanella, que puso el fundamento de toda su filosofía
en Cristo como racionalidad universal, encontraba en él
el motivo para las misiones: “Cristo no es sectario,
como los jefes de las otras naciones, sino que es la
sabiduría de Dios, y el verbo y la razón de Dios y por
tanto Dios, y asumió la humanidad como instrumento de
nuestra renovación y redención; y todos los hombres
siendo racionales por Cristo (Razón Primera), son cristianos
implícitamente, y sin embargo deben reconocerlo en la
religión cristiana explícitamente, única en que
se vuelve a Dios” (Romano Amerio,“Rivista di filosofia
neoescolastica”, 1939, pp. 378 y ss.). La
idea campanelliana de los infieles como cristianos implícitos
es retomada por la nueva teología, que ignorando a
Campanella ha elaborado el concepto de cristianos anónimos.
Estos se adherirían a Cristo por un deseo inconsciente, y
gracias a tal deseo serían salvados en la vida eterna
(por ejemplo, la escuela de KARL RAHNER, Das
Christentum und nicht-christichen Religionen, en Schriften
zur Theologie, Colonia 1972). INSIGNIFICANCIA
DE LAS MISIONES La
principal característica que se descubre en el sistema es
su tendencia pelagiana. Pelagio no dejaba a salvo
la trascendencia del Cristianismo, pues según él
lo que salva no es la gracia (es decir: la especial
comunicación que Dios hace de su propia realidad en la historia),
sino la universal comunicación que Dios hace de sí mismo
a las mentes mediante la luz de la racionalidad en la naturaleza.
Por tanto se confunde el orden ideal con el orden real, la
intuición de la idea con la presencia de lo real. La
ordenación a los valores naturales, la raíz de la
civilización, es distinta de la ordenación a los valores
sobrenaturales, raíz del Cristianismo; y no se puede
ocultar el saltus de una a otra haciendo del
Cristianismo algo inmanente a la religiosidad del género
humano. Es imposible con la luz natural encontrar lo
sobrenatural, que aunque injertado por Dios con un acto
histórico especial en el fondo del espíritu, no proviene
de dicho fondo. Es
temerario y erróneo afirmar, como hace el OR de 11 de
enero de 1972, que “el Concilio ha cancelado de una vez
para siempre el prejuicio de que sólo los católicos
poseen la verdad”, porque iguala la gracia especifica de
Cristo con la naturaleza universal de los valores humanos.
Por consiguiente, negar que la Iglesia es un monolito
es negar que tenga una única piedra en lo visible
y en lo invisible. El
nuevo ecumenismo destruye además las misiones. Si
las naciones poseen en el seno de su propia religiosidad
la verdad que salva, su anuncio por el Cristianismo se
convierte en algo superfluo o vano. Parecerá incluso que
intenta sujetar a los espíritus a sí misma, en vez de a
la verdad que ellos ya poseen. Por el contrario, la
realidad es que no sólo a la Iglesia, sino ni tan
siquiera Cristo predica su propia doctrina al predicar el
Evangelio: “Jesús les respondió: Mi doctrina no es mía,
sino del que me ha enviado” (Jn 7, 16). En el
nuevo ecumenismo el Cristianismo no integra (como
rectamente sostenía Gioberti) a las otras religiones,
sino que está integrado en ellas. Mons. Rossano habla
expresamente de “perpetua problematicidad del tema
cristiano”, fórmula que elimina la certeza de la fe. En
el sistema católico la civilización (en concreto la
promoción de la civilización técnica) debe ceder ante
la predicación del Evangelio, y Pablo VI (OR, 25 de
octubre de 1971) consideró un error dar prioridad a la
promoción y a la llamada liberación humana. Pero
tal prioridad se despliega ampliamente en toda la acción
postconciliar. Si, como escribe en “Renovatio” 1971,
p. 229 el padre Basetti Sani, el Corán es un libro
divinamente inspirado; y si, como declara Mons. Yves
Plumey, “más allá de las diferencias de dogma y moral,
el Cristianismo e Islamismo predican las mismas verdades y
tienden al mismo fin” (“Ami du clergé”, 1964, p.
414); y si, como escribe el OR del 28 de julio de 1977
reseñando una obra de Raimundo Panikkar, “el Hinduismo
está ya orientado hacia Cristo y de hecho ya contiene
el símbolo de la realidad cristiana”, entonces la acción
misionera de la Iglesia no podrá ser más que de
alfabetización, hidráulica, agronómica o sanitaria: es
decir de civilización y no de religión. Tal idea de una misión
no misionera se ha convertido en la clave del Día
mundial de las misiones (Domund), que en 1974 difundía
cientos de miles de ejemplares de una octavilla de este
tenor: “¿Que significa (la jornada de misiones)?
Colaborar a eliminar del mundo odios, guerras, hambre,
miseria. Cooperar a la redención espiritual, humana,
social de los pueblos a la luz del mensaje cristiano. ¿Qué
pide? Guarderías, asilos, escuelas, hospitales,
ambulatorios, hospicios, casas para ancianos, leproserías,
centros para tuberculosos. Los misioneros esperan un acto
de solidaridad generosa”. No hay en toda la apelación
sombra alguna de religión católica, sino pura filantropía
antropocéntrica. Tuve
la oportunidad de comprobar “in situ” ésta lamentable
realidad, en el curso de un ciclo de conferencias en mí
parroquia (1999), en una de las cuales intervino un
exmisionero que dio su “testimonio” completamente
antropocentrista. Al preguntarle directamente, en que
se diferenciaba la labor de un misionero católico de la
de un colaborador de una ONG humanitaria, me
respondió secamente: “En el tiempo de dedicación,
que en el misionero es mayor y más comprometido”; en
cuanto a la evangelización propiamente dicha,
respondió: “Con nuestro ejemplo humanitario
evangelizamos”. Ni
Evangelio, ni Cristo, ni verdadera misión; nada de nada. Así
pues, ese fondo común a todos los movimientos religiosos
del género humano no es el Cristo hombre-Dios de la
Revelación, sino el Cristo hombre-ideal-de-perfección
del humanitarismo naturalista. No
sorprende que los misioneros se desencanten de una misión
dirigida primordialmente a una renovación totalmente
terrenal; ni sorprenderá que ese ecumenismo unido a una
caridad meramente natural haya tenido en Marsella, por
obra de Mons. Etchégaray, su panteón: El intento de
transformar en un Centro monoteísta una capilla de Notre-Dame de la Garde quitando imágenes de santos para
colocar frases del Corán y de la Torah despertó una viva
manifestación popular, que en parte lo hizo fracasar
(“Itinéraries”, 205, pp. 113 y 167). Tampoco
sorprenderá finalmente que en el seminario islamo-cristiano de Trípoli, en 1976, el
Card, Pignedoli
haya aceptado en el punto XVII la condena de toda misión
que se proponga la conversión, al considerar a todos los
fundadores de religiones como mensajeros de Dios (OR, 13
de febrero de 1976). La conversión del concepto de misión
en el de proselitismo se ha hecho hoy común entre los católicos,
que han adoptado totalmente sobre este punto la doctrina
del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Según
el pastor Potter, secretario de ese Consejo, en el
discurso a la asamblea ecuménica de Vancouver en julio de
1983, el fruto que ha madurado en el mundo cristiano
gracias a ese movimiento es el siguiente: “De la
desconfianza, del rechazo al reconocimiento mutuo de ser
Iglesias, del proselitismo, de una confesión
apologética de la propia fe particular, se ha pasado a
desalentar el proselitismo para hacer más fiel y más
convincente el testimonio común de Cristo” (OR, 28 de
julio de 1983, que no hace reserva alguna y parece
reconocer que ésta es también la posición de al Iglesia
Católica). No sorprende que en tal circunstancia de
teocracia haya sido erigido como un símbolo en el campo
de las reuniones un enorme tótem de una tribu india (OR,
31 de julio de 1983, que pone la noticia bajo el titular Culturas
diversas convergentes en la única fe). En
la única reunión ecuménica a la que he asistido, en el
curso de la “Semana por la oración para la unión de
los cristianos”( Alcorcón, diciembre de 1999), durante
una conferencia a cargo de un pastor protestante para un
auditorio pluriconfesional, oí con estupefacción que:
“Nosotros (Los protestantes evangélicos) creemos en la
presencia real de Cristo en la Eucaristía, pero nos
estorba eso de la Transubstanciación” o
también “nosotros honramos a la Virgen María, y eso no
debe ser problema entre nosotros”. Digo que oí con
estupefacción, no porque esas afirmaciones fuesen
verdades a medias, que lo eran (mintió descaradamente al
negar el dogma de la Transubstanciación,
por no hablar de que niega como buen “hermano
separado” todos los dogmas Marianos), sino porque
estando como estaban presentes un párroco, el arcipreste
de la ciudad y el mismísimo Vicario, brazo derecho del
obispo de mí diócesis (Getafe), ninguno le replicó,
como debiera hacer un “buen pastor que da su vida por
las ovejas”, pero lejos de eso aplaudieron al final del
acto con toda la concurrencia. Creo que fui el único
que por coherencia católica no lo hizo, por no
comentar con detalle algunas preguntas que hice en el
turno de preguntas. REFLEXIONES
FINALES Uno
de los reproches más habituales a la apologética católica
es el de la “soberbia espiritual”. Pero yo pregunto:
¿un pájaro alardea de volar?; ¿el sol se engríe de dar
luz y calor?; ¿la roca se ufana de ser dura y no
padecer? Entonces, ¿cómo puede ser “soberbia
espiritual” el confesar abiertamente que la Santa Fe
Católica es la única verdadera, porque es la única
Revelada por Dios, y no ninguna otra?
La
Verdad no puede hallarse en una proposición y su
contraria. La Verdad es Una, objetiva e intrínseca; el
error es múltiple y subjetivo.
No
existe la caridad sin la Verdad,
aunque se pueda y se deba moralmente usar la caridad para
exponer la Verdad. SAN
AGUSTÍN expresaba: “In necesariis unitas, in
dubiis libertas, in ómnibus cáritas”, en lo
necesario unidad; en lo dudoso libertad; y en todo
caridad. EPÍLOGO Antes
de dejar la última palabra al respecto del Ecumenismo a
los Santos Padres, Mártires, Papas y Escritores Eclesiásticos,
me permito hacer una consideración final, y es que si
hay algo en la Iglesia que no nos guste, esforcémonos
nosotros cada día en ser mejores, para conocerla mejor y
amarla más.
Es
tiempo
(ahora, como ayer y siempre) de movilización de los
“Satanases” y los “San Atanasios”. En nuestra
mano está el decidir que partido tomar: con Dios o contra
Él, no hay más caminos.
SAN
IGNACIO DE ANTIOQUIA
(siglo I): “Si los que obran estas cosas según la carne
merecen la muerte, cuanto más el que corrompe la fe en
Dios con mala doctrina, por la que fue crucificado
Jesucristo; el tal impuro irá al fuego inextinguible e
igualmente el que lo escucha.” (Carta a los efesios 16,
1-2)
SAN
IRENEO DE LYÓN
(siglo II): “En cuanto a todos los demás que se separan
de la sucesión original (apostólica) y se reúnen en
cualquier parte, hay que tenerlos por sospechosos, estos
son: los herejes de falso espíritu, o cismáticos llenos
de orgullo, o incluso los hipócritas que obran por el
lucro y la gloria vana. Todos estos se apartan de la
verdad: los herejes aportando un fuego extraño al altar
de Dios, esto es doctrinas extrañas, serán consumidos
por el fuego del cielo, como Nadab y Abiud.” (Adversus
haereses IV 26, 2)
ORÍGENES
(siglo III): “ La Iglesia, dice, es la única que está
en posesión de la recta y verdadera fe. Ella sola
garantiza el canon de las Sagradas Escrituras. La fórmula
de la fe legítima es la que se halla en el símbolo
bautismal... Los herejes llevan el nombre de cristianos
pero, en realidad, son ladrones y adúlteros porque
mancillan los castos dogmas de la Iglesia...” (De
Principiis)
SAN
ANTONIO ABAD
(siglo III): “Evitad el veneno de los herejes y cismáticos
e imitad mi odio hacia ellos porque son enemigos de
Dios” (San Atanasio,“Vita Antonii” 58)
SAN
ATANASIO
(siglo IV): “Todo el que quiera salvarse, ante todo es
menester que mantenga la fe católica; y el que no la
guardare íntegra e inviolable, sin duda perecerá para
siempre.”
SAN
MARTÍN I,
Papa (siglo VII): “Por la intercesión de San Pedro,
establezca (Dios) los corazones de los hombres en la fe
ortodoxa, y les haga firmes contra todo hereje y enemigo
de la Iglesia. De fuerza al pastor que gobierna ahora. De
tal suerte que, sin ceder en ningún punto, ni siquiera mínimo,
y sin someterse en parte secundaria alguna, conserven íntegra
la fe profesada ante Dios y ante los ángeles santos”. Terminado
de redactar el 25 de junio de 2000, “Non
nobis, Domine, non nobis, sed tuo nomini da gloriam” BIBLIOGRAFÍA:
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* Sacado de: http://www.oocities.org/asociacionmariana/
(1) Teólogo especializado en Sagradas Escrituras, Patrística, Magisterio y Sectas resume en un contundente trabajo, el sentir y pensar de la Esposa de Cristo al respecto.