INFALIBILIDAD DE LA IGLESIA 
Dr. D. Niceto Alonso Perujo, Doctoral de Valencia
Diccionario de Ciencias Eclesiásticas.   


   Es el glorioso privilegio que le concedió su divino fundador de no poder engañarse ni engañar en sus enseñanzas en todo cuanto so refiere a la fe y a las costumbres (in rebus fide¡ ac morum). Es una consecuencia de la vida divina que la anima como continuación del mismo Jesucristo, siendo una institución orgánica y viva que atraviesa todas las edades. El sabio teólogo Perrone, en su Catecismo, dice que se distingue la infalibilidad pasiva, o sea en creer; y activa, o sea en definir. Si la Iglesia se considera tomada en su conjunto, esto es, la reunión del Papa, Obispos, clero y fieles, como quiera que todos ellos de tal suerte creen las mismas verdades de fe, que es imposible que colectivamente dejen de creerlas, en este sentido compete la infalibilidad a toda la Iglesia. Pero si se trata de enseñar, o de decidir cuestiones, dudas o controversias, compete a los supremos pastores de la Iglesia con su jefe el Sumo Pontífice. La Iglesia que enseña se llama docente y tiene la infalibilidad activa, y los fieles a quienes enseña se llaman Iglesia discente, o que aprende, y ésta tiene la infalibilidad pasiva; de lo cual resulta que la Iglesia, tomada en su totalidad, tiene la infalibilidad plena y absoluta. Los fieles adquieren la certidumbre absoluta de que el testimonio de la Iglesia es verdadero, y se someten a él con toda confianza. Por otra parte, la Iglesia, al proponer una doctrina, lo hace con autoridad plena como maestra de la misma, testigo de que es la enseñanza del mismo Jesucristo, y juez supremo de su sentido. A este propósito decía el protestante Martensen: "Mientras el Señor estaba sobre la tierra, la creencia de los discípulos en su profunda y pura doctrina se fundaba en la autoridad, porque Jesucristo fue por sí mismo el fundador de la fe. Este origen de la fe ha debido necesariamente permanecer él mismo para todas las generaciones venideras, y la economía de la salvación no puede en manera alguna ser para los cristianos de hoy esencialmente diferente de lo que era para los primeros discípulos."

   De hecho Jesucristo dotó a la Iglesia del magisterio auténtico, cuando le anunció que las fuerzas del infierno no la vencerían jamás, o lo que es lo mismo, el error: Et portæ inferi non prævalebunt adversus eam (Mateo XVI, 18): promete que estará con ella hasta la consumación de los siglos: Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus usque que ad consummationem sæculi (Mat. XVIII, 20): que su enseñanza sería como la suya propia, y le dio tal autoridad, que el que se apartase de ella debiera ser tenido como gentil y publicano: Qui vos audit, me audit, qui vos spernit, me spernit (Luc. X, 16). Si Ecclesiam non audierit, sit tibi sicut ethnicus et publicanus; y por último, promete que le enviará el espíritu de verdad para que permanezca con ella eternamente: Ego rogabo Patrem el alium Paraclitum dabit vobis ut maneat vobiscum in æternum Spiritum veritatis... apud vos manebit et in vobis erit (Joan XIV, 16). Cumplió sus promesas el mismo Jesucristo, y ya desde el primer siglo los Apóstoles proclamaron su derecho de enseñanza y su autoridad infalible en materia de doctrina. Así lo da a entender San Pablo cuando habla del magisterio de la Iglesia: Ut jam non simus parvuli fluctuantes, et circunferamur omni vento doctrinæ, in nequitia hominum, in astutia ad circumventionem erroris (Efes. iv, ii), y escribiendo a Timoteo llama a la Iglesia columna y firmamento de la verdad: Columna et fundamentum veritatis (I Timot. V, 15). Estas sentencias no tendrían sentido si la Iglesia pudiera errar, abandonando la doctrina que Jesucristo le había dado en depósito. Y, ¿como podría caer en error cuando el Espíritu Santo está en medio de ella para gobernarla y para ilustrarla, y cuando Jesucristo está con ella para preservarla de toda variación, de todo engaño y sacarla victoriosa de todos tos ataques del infierno? Luego, o las promesas de Jesucristo son falaces, o el error redundaría en Él mismo. Y aquí es de notar que tan magníficas promesas son hechas la Iglesia en la persona de los Apóstoles, y por tanto de sus sucesores. Dando a su Iglesia el don de la infalibilidad, Jesucristo ha comunicado a la misma su verdadera grandeza y su dignidad original, y fundó realmente su independencia religiosa. Debemos a la Iglesia el no ser presa de los sofistas, ni doblar la rodilla delante de estos falsos sistemas, ídolos hoy adorados y despreciados mañana, ni estar como los hijos de la tutela, siempre vacilantes y dudosos, y siempre arrastrados por los vientos de mentidas opiniones.

   La Iglesia misma estuvo desde su origen en la persuasión de su autoridad, al juzgar de un modo inapelable toda clase de doctrina y condenar a las herejías. Es notable el testimonio de San Ireneo en el siglo II: Vera fides a Spiritu Dei tamquam præclarum depositum ei conmissum Dei donum in Ecclesia seu in bono vase custoditur, in quo nunquam deterioratur, neque vas deteriorari permittit. Idem Spiritus pignus est indefectibilitatis, et confirmatio fidei; y poco después añade: Ubi Ecclesia, ibi et Spiritus De¡, el ubi Spiritus Dei illic Ecclesia, et omnis gratia; Spiritus autem veritas, y por último dice que la Iglesia posee luz divina para enseñar: Ecclesiæ lumen Dei commissum est; ipsa ubique veritatem loquitur, ipsa est lux Christi, quæ lumen fert. San Cipriano demuestra igualmente esta prerrogativa de la Iglesia, diciendo que, como esposa fiel, no puede adulterar: Adulterari son potest Sponsa Christi (Ecclesia); incorrupta est et pudica; unam domum novit, unius cubiculi sanctitatem casto pudore custodit; y en otro lugar dice: Nunquam recedendum est ab Ecclesia, quia nunquam Ecclesia a Christo recedit. En una palabra, según afirma Calmet, todos los antiguos intérpretes entendieron en este sentido las palabras de San Pablo, que llama a la Iglesia columna y firmamento de la verdad.

   En efecto, como dice Hettinger, una autoridad que no sea infalible en la Iglesia no es tal autoridad. Una autoridad sujeta a error en materia de fe y de moral, no solamente sería ilusoria y vana, sino también funesta. ¿De qué sirve haber fundado una Iglesia, si se quiere que sea incapaz de preservar contra el error el tesoro de las divinas verdades? Si la Iglesia es falible, en vano vino Cristo; si la Iglesia no tiene razón, reinará la duda y la indiferencia. Si la divina Providencia no reina en las cosas de este mundo, dice San Agustin, es inútil hasta hablar de religión. Si por el contrario, la belleza de este universo nos revela un principio eterno de lo bello, que es la fuente de donde emana; si una voz íntima y misteriosa aconseja a los buenos que busquen a Dios y le sirvan, nosotros podemos tener entera confianza de que Dios ha establecido una autoridad capaz de conducir seguramente a Él a todos los que quieran seguirla. También el fundador de la Iglesia del Antiguo Testamento la había dotado de una autoridad viva, permanente y publica, a la cual una prescripción legal expresa acompañaba en la enseñanza. Israel vivía a la sombra de la voluntad de su cuerpo docente, de su sacerdocio, al dado del cual se perpetuaba la enseñanza extraordinaria e infalible de los Profetas, que duró hasta San Juan Bautista y Jesucristo, y jamás se vio al fiel de la ley antigua en cuestiones de fe, abandonado a la penosa incertidumbre del libre examen. Hubo siempre una autoridad docente, viva, para comunicar a los hijos de la Iglesia la verdad de la fe. Así sucedía cuando el Señor fundó la iglesia del Nuevo Testamento. La naturaleza y objeto de la revelación piden que así sea, lo mismo que la esencia misma de la Iglesia, cuyos miembros son discípulos, fieles y confesores, y no escépticos, indecisos o investigadores. De aquí es que los fieles han tenido siempre corno norma segura de su fe creer todo cuanto cree la Iglesia, aceptar todo cuanto ella propone, practicar todo cuanto ella ordena, y cuando ella habla terminan para los católicos todas las cuestiones. Roma loquuta est, causa finita est.

   Por eso hay en la Iglesia, y en todos y en cada uno de los fieles, una certidumbre inquebrantable y absoluta acerca de los dogmas, que es el carácter de la doctrina católica, y que no es posible más que en la Iglesia y por la Iglesia. Es precisamente lo contrario que sucede en la herejía y el protestantismo. La historia del protestantismo demuestra evidentemente que, rechazada la infalibilidad, perece, no solo la unidad de fe, sino la fe misma. Todo el mundo sabe las disensiones que ocurrieron entre los corifeos del protestantismo, Lutero con Calvino y Zuinglio, y éstos con otros, que no pudieron ser dirimidas por falta de una autoridad legítima é infalible. Desde entonces, las divisiones se hicieron más hondas, y las sectas protestantes tuvieron mil variaciones en su doctrina, como demostró victoriosamente el célebre Bossuet. Después han ido cayendo de abismo en abismo, y en nuestros días los protestantes más autorizados no enseñan otra cosa que el naturalismo o el racionalismo. Jesucristo debió preservar a su Iglesia do esta desgracia; luego la hizo infalible.

   Por último, así se deduce de la misma institución de la Iglesia, como en otra parte hemos dicho. Habiendo dado Dios la revelación, ha debido querer que le conste al hombre de un modo cierto e infalible: de otro modo no le podría castigar por no haberla seguido. Dios ha de manifestar su voluntad, o por sí mismo a cada uno de los hombres, o a muchos por medio de los Profetas, o a todos por un magisterio permanente, asistido por Él. El primer medio adoptado en el periodo patriarcal, exigiría hoy una serie no interrumpida de milagros. Además no es necesario, porque después de la venida de Jesucristo, la revelación está completa. Lo mismo se ha de decir del segundo medio, seguido en el período de la ley mosaica; pero los Profetas son un medio conveniente para cierto tiempo y para alguna nación, pero no pueden ser universales. Y si lo fuesen, cada nación seguiría a sus Profetas, y se rompería el vínculo de la unidad. Este medio también exigiría muchos milagros para que los Profetas acreditasen su misión. Luego, estando ya completa la revelación por Cristo, el medio más sencillo, más seguro y más digno de Dios, es un magisterio y sucesión permanente de doctores, que enseñe esta doctrina a todos los hombres, la conserve incorrupta y la defienda de todo error, explicándola oportunamente, según las necesidades de los tiempos, y cortando toda controversia que pueda surgir acerca de su verdadero sentido. Tal es el magisterio de la Iglesia: luego es infalible.

   La infalibilidad de la Iglesia comprende la doctrina y las costumbres, lo cual sucede siempre que da decretos o definiciones acerca de estos puntos con intención de obligar a todo el cuerpo de los fieles. Como muchas cosas sólo están contenidas implícitamente en el depósito de la revelación, ella tiene el derecho de aclararlas según lo exijan las variaciones de los errores contrarios a su doctrina: de donde se deduce que es infalible en calificar las proposiciones dogmáticas o morales de los escritores católicos. Sin embargo, éstos están obligados a someterse sin reserva a la enseñanza de la Iglesia en todas las verdades que proponga, según consta de la proposición XXII del Syllabus, condenada por Pío IX: X: Obligatio qua catholici magistri et scriptores omnino adstringuntur, coarctatur in iis tantum, quæ ab infallibili Ecclesiæ ¡udicio veluti fidei dogmata ad omnibus credenda proponuntur. En otro caso, como es evidente, sería vana la autoridad de la Iglesia, pues es bien sabido que hay muchas proposiciones condenadas, aunque sin imponerles la nota de herejía, y con todo ningún católico puede defenderlas. Asimismo las decisiones de las congregaciones romanas no son ciertamente artículos de la fe, y sin embargo todo católico está obligado a respetarlas. Todo buen católico tiene el deber de fundir su espíritu en el espíritu de la Iglesia, afirmar lo que ella afirma, y condenar lo que ella condena.

   Por último, la infalibilidad se extiende a los hechos dogmáticos, como queda demostrado en aquel artículo arriba, pág. 270. Conocida, pues, la infalibilidad de la Iglesia, es el motivo más eficaz para adherirse plenamente a la misma, según el célebre dicho de San Agustín: Ego vero Evangelio non crederem, nisi me Ecclesiæ catholicæ commoveret auctoritas.

   Siendo esto así podemos terminar con él mismo (De utilitate credendi, cap. XVIII). "¿Podemos dudar en cobijarnos en el seno de esta Iglesia, que por virtud de la Sede Apostólica en que reside, y por la larga sucesión de Pontífices, posee una autoridad tan alta y grande, que todo el universo reconoce a despecho de las negras calumnias de los herejes, siempre condenados y confundidos, ya por las decisiones infalibles de los Concilios, ya por el brillo y resplandor de los milagros? Si no hay otro camino que conduzca a la sabiduría, más que la fe que previene la inteligencia, ¿cómo estamos tan poco agradecidos de su existencia y su ayuda, que nos resistimos a una tan saludable y tan evidente autoridad? Y si toda ciencia, aún la más sencilla y menos importante, tiene, sin embargo, necesidad de un maestro que la enseñe, ¿qué orgullo tan infundado no revela el no querer admitir los libros de los divinos misterios explicados por sus legítimos intérpretes?

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